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Sabían (Paul, explícitamente; Marge, por medio del instinto que estaba desarrollando) que aquello estaba lejos de acabar, en lo relativo a Londres. No obstante, para ellos aquella ejecución había significado el final de una época. Estaban sentados donde habían caído, hablando un poco, pero casi todo el rato se quedaron allí sentados, sin más, aspirando el aire libre de Goss y Subby. Paul lanzó de una patada el corazón de Goss que se deslizó por el hormigón.

Cuando murió Goss, las luces del aparcamiento se habían atenuado dos veces y volvieron a encenderse en forma de «hip hip hurra», de júbilo objetual. Los colores cambiaron y las sombras se movieron, mientras unas emisarias de distintas cortes (de hadas seelie, unseelie, abseelie o paraseelie) se pasaban por allí a ratificar el rumor que ya se estaba propagando. Unos cuantos fantasmas, que Marge no vio, pero sí notó como movimientos de triste calidez. Con un «hiiii», pasó a su lado una esencia porcina. Fue poco después de eso cuando oyeron un coche.

Sin sirena, pero con las luces girando, un coche de policía bajó por la rampa con una sacudida y llegó hasta ellos. Salieron tres agentes, con las porras en la mano, aerosoles de gas pimienta y tásers en ristre, las manos atiborradas de armas. Estaban visiblemente aterrados. Tras una pausa, saliendo del coche con elegante ademán, bamboleando ropa y melena, echando humo por una comisura de la boca, un cigarrillo asomando por la otra, los ojos entreabiertos y la cabeza ligeramente ladeada, espléndida como una boudica, llegó Collingswood.

Miró directamente a Paul, sacó una mano, se la llevó al táser que tenía en el cinturón. Miró a Marge, arqueó una ceja y asintió, reconociéndola. Hizo chasquear la lengua y silbó, y acarició el aire como si fuera la cabeza de un lechón.

Collingswood se pasó la lengua por los labios.

—Joder, joder, joder —susurró. Esbozó una sonrisa completamente preciosa—. Es verdad. Lo has hecho. Joder. Por fin. Oh. Dios. Mío. No nos viene nada mal una buena noticia esta noche.

—Le dije que me estaban pasando cosas —dijo Marge.

—Y mira —dijo Collingswood—. Me merezco unos azotes por haber llamado a quien no tocaba. Y estás tú.

Eso se lo dijo a Paul.

—Bueno, no quiero decir tú, sino tú. Que me parta un rayo si sé de qué va lo de esta noche, pero hay que hacer lo que se pueda, ¿no? Pues venga.

Les indicó a los dos que se levantaran. Obedecieron.

—¿Qué es esto? —dijo Marge. Su tono era afable; no era indignación, era curiosidad.

—Si me das un minuto, encontraré un montón de cargos contra ti —dijo Collingswood—. Básicamente, la esencia del asunto es que te vienes conmigo. Más vale salvar algo. Tú también.

Miró a Paul. Estaba en pie, bastante dócil. Miró de un lado al otro, sintiéndose rodeado por algo invisible.

—No quiero problemas. Ni contigo, ni con ya sabes quién. Tu pasajero. Su puta madre, ¿es que no quieres salir de todo esto? —dijo.

, pensó Marge. Mucho. Collingswood la miró, asintiendo. La agente no necesitaba de su sensibilidad para leer esa respuesta.

—Pues vamos —dijo—. Tú, estrellita de las narices.

Paul bajó, caminó igualmente hacia el coche; entonces, abruptamente, echó a correr, pasando a Collingswood y a los desmañados agentes que la acompañaban, en dirección a la salida. A ella la golpeó al pasar, de manera que se tambaleó y el cigarrillo se le cayó.

—Niño malo, puto niño malo —gritó—. Inmovilizad a ese cabrón.

Uno de los agentes falló, pero otro alcanzó a Paul en la espalda, en su oculto Tatuaje, con los cables de descarga eléctrica. Paul lanzó un chillido y cayó, entre espasmos.

—¡Pare, pare! —gritó Marge—. ¿No saben quién es, no saben lo que…? No puede soportar que lo vuelvan a encerrar, por eso…

—¡Uy, uy! —dijo Collingswood—. ¿Tengo pinta de que me importe una mierda?

Se quedó vigilando a Paul mientras este hacía esfuerzos por respirar. En verdad no parecía que le importara una mierda. Tenía una expresión no de remordimiento, precisamente, sino de agitada irritación, como si la fotocopiadora se hubiera quedado sin papel.

—Nadie quiere darte por culo —le dijo Collingswood—. ¿Quieres parar?

Se oyó un porcino chillido en dimensiones lo bastante cercanas como para que Marge pudiera oírlo, y retrocedió.

—Ahora has asustado a Jeta —dijo Collingswood. Les gritó a sus hombres—: Metedlo en el coche. Si mañana queda algo de Londres, ya veremos lo que hacemos.

Todos los policías, tan incompetentes como dovelas, estaban arrastrando a Paul hacia el coche. A Marge se le ocurrió la idea de que podía correr. Le siguió la certeza de que no lo haría. Y fue tras ellos, como le habían ordenado que hiciera.

La detención, la invitación, era tentadora. Después de todo el trabajo que había hecho, de todo aquello a lo que se había enfrentado, el té de la policía, una habitación resistente, alguien que se hiciera cargo de las gestiones. Yo, pensó Marge mientras se acomodaba en el asiento de atrás, ofreciendo su hombro a modo de almohada para que Paul apoyara la cabeza, que aún le colgaba, estoy que me caigo de cansada.

—Vosotros os vais a casa andando —les estaba diciendo Collingswood a sus agentes—. Solo hay sitio para dos más. No esperaba arrestos. Pero tal y como le ha salido el tiro a Baz, se ha ganado un paseo.

Los otros dos protestaron.

—Joder, sois un par de blandengues. Miradlo por el lado bueno: por la mañana los dos habréis sido quemados de la historia, así que da igual, ¿no?

Se subió al coche.

—Baz. Comisaría. Vamos a instalar cómodamente a nuestros detenidos y luego veremos qué más está pasando.

De verdad que estoy, pensó Marge, extremadamente cansada. Paul levantó la cabeza y abrió la boca, pero Collingswood lo miró por el retrovisor moviendo el dedo, y de su boca no salió ni un ruido. Marge deseó que hubiera podido huir.

* * *

—¿Dónde está Wati? —gritó Dane—. ¿Qué le ha pasado?

—Marge estaba… —dijo Billy—. Ya oíste lo que dijo Wati justo antes de…

Sus palabras se fueron apagando, y meneó la cabeza, tapándose los ojos. Muerta o, como mínimo, hecha rehén.

—¡Wati! —gritaba Dane enfurecido—. ¡Otra vez! ¡Otro! ¡Kraken!

Desdeñosos, habían eludido la cinta policial casi sin perder la calma, y volvían a estar dentro de la iglesia del kraken. Los últimos krakenistas hacían cola, como niños obedientes, junto al enorme pico que había en el templo.

Los londromantes estaban en el camión, dando vueltas por los suburbios de los alrededores. Fitch y algunos de sus últimos seguidores se encontraban en una situación insólita. Pese a reprobar esta estrategia belicista, estaban atados a ella, ahora que iba a suceder, dependían de su éxito. De modo que, al haber perdido la disputa, lo único que podían hacer era ayudar a los que la habían ganado. Una extrema responsabilidad de gabinete. Llevarían al campo de batalla a los londromantes dispuestos a combatir.

Los krakenistas solo podían basarse en leyendas para saber qué podía pasarles cuando fueran a esta guerra, alterados por el altar, recién obligados a integrar un ejército. Un regimiento de escoria. Los coches estaban preparados para los dichosos afligidos, los que van a ser mordidos. Los krakenistas se despedían entre sí. Tras estos abrazos, cruzarían Londres en coche hasta una antigua fábrica de tinta… ¿en medio de un silencio incómodo?; ¿escuchando la radio?

Fornidos veneradores del kraken aguantaban la boca, afianzándose a ambos lados. Estaban rezando en voz alta.

—¿Esos son todos? —dijo Billy.

Dane asintió. Solo algunos se habían hecho de rogar un poco. Billy miró a Dane.

—Lo vais a hacer —dijo.

—Sí.

—Dane… —Billy movió la cabeza y cerró los ojos—. Por favor… ¿Puedo disuadirte?

—No. ¿Está todo listo? —dijo. Un devoto—. Pues vamos a hacerlo.