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Rodeados de envoltorios, Marge y Paul se removían en sus asientos, cambiando de postura. Llevaban sentados en el coche un montón de horas. Marge recargó el iPod y procuró mantenerse estoica ante el cada vez más rechinante canturreo de su protector.

—¿Qué estás oyendo? —le preguntó Paul al final. Le había costado lo suyo. Ella obvió la pregunta. Comían calorías basura, encogiéndose por debajo del nivel de las ventanillas en las pocas ocasiones en las que creyeron oír a alguien acercarse. Paul se restregaba la espalda contra el asiento, como si le hubiera picado un insecto.

—¿Cuál es tu historia? —dijo Marge. A lo mejor, una vez tranquilo, se le entendería mejor.

—Me vi enredado en esto hace años. —Era lo único que quiso decir.

Más horas. En aquel momento, ese aparcamiento era donde Marge había vivido toda su vida. Las emociones y la sorpresa no cabían fácilmente en aquel lugar. De forma que podía limitarse a quedarse sentada.

No había silencio. Todos los edificios susurran. Este lo hacía mediante goteos, mediante el roce de las basuras arrastradas por las ráfagas de brisa, mediante las exaltaciones del hormigón. Metido de lleno en el tiempo muerto, por fin hubo otro aliento, un aliento ínfimo. Provenía del muñeco kewpie que colgaba por encima del salpicadero de Marge. Bajó el volumen de su iPod.

—Paul —dijo la figurilla, con una voz menuda de hombre—. Y tú debes de ser Marge.

—Wati —dijo Paul—. Marge, este es Wati.

Hablaba cautelosamente. Llevaba mucho rato sin decir nada. Marge no habló. Miró al muñeco y esperó.

—¿Dónde están todos los demás? —dijo Paul.

—¿Qué ofreces? —dijo el muñeco—. ¿Qué ocurre? ¿Vas a volver?

—Espera —dijo Marge. A la figurita—. ¿Estás…? ¿Estás con Billy? ¿Dónde está?

—Billy no puede venir —dijo—. Hay algún que otro problemilla de por medio.

Qué risa más triste la suya.

—Te manda saludos, por cierto. Está muy preocupado por ti. No esperaba recibir noticias de tu parte. Está algo inquieto por… este amigo tuyo. No creo que sepas algunas cosas sobre él que te podría venir bien conocer. Paul, ¿qué es eso que nos quieres decir?

—Ah, ya sabes, ya sabes, Wati, ahora que estás aquí no sé ni siquiera qué decir —alegó Paul—. Tengo tanto que decir que ni siquiera… Verás, he estado haciendo planes.

Hablaba rápido, un derroche de palabras. Marge no le quitaba ojo. Su cambio de actitud fue bastante súbito.

—¿Que qué quiero? Wati, quiero que os dividáis, creo, y que traigáis a Billy, a Billy, y quiero que… —Hizo una pausa—. Ya sabes lo que ha pasado, Wati. ¿Lo que habían planeado los londromantes? Estaban dispuestos a matarme. ¿Lo sabías? ¿Te parece que eso está bien?

—No sabemos seguro si tenían algo planeado, Paul. Pero ahora ¿adónde vamos? ¿Qué quieres?

—Estaban…

—¿Dónde está lo poquito que había de Grisamentum? —dijo Wati—. Estaba en la botella, ¿no?

Paul hizo una mueca y un vago gesto con la mano: no está en ninguna parte, no es nada.

—¿Adónde vamos ahora?

—Yo no me voy a ninguna parte, Wati, pero tú deberías —dijo Paul con apremio—. Deberías irte. Ve a buscar a Billy y a Dane y a los londromantes.

—Estoy aquí para escucharte —dijo Wati.

Solo en ese instante, oyendo aquella extraña conversación por encima del horrible balbuceo de la música en sus oídos, Marge sintió de pronto una presión en el pecho, al ocurrírsele, al asaltarle la duda, de que quizá lo que estaba oyendo podía ser una negociación por un rehén, por ella.

—Vete, Wati —dijo Paul—. Vete ya.

—No, no te vayas —dijo una nueva voz—. Aún no, de verdad, no.

Era una voz que Marge conocía. Se acercaban dos personas, entrando y saliendo de los charcos de luz que había junto a los coches. Un hombre y un niño.

—Ahora que ya estamos todos juntos, es el momento de que remendemos esos atavíos de una vez por todas. Al fin y al cabo, la fiesta es esta noche y van a venir todos.

* * *

Goss y Subby.

¡Santa Madre de Dios!

El hombre de la mirada lasciva y el niño del rostro impenetrable. Emergieron de la oscuridad. Trencas salpicadas de sangre y mugre, pavoneándose entre las sombras. Cada pocas exhalaciones, Goss liberaba humo.

Marge dejó escapar un gemido. Echó la mano hacia las llaves de su coche, pero no estaban. Se puso a lloriquear. No podía respirar. Subió bruscamente el volumen del iPod, consiguiendo llenarse las orejas con una estúpida interpretación tarareada del No Scrubs de TLC tan fuerte que le dolían los oídos. Uno de los auriculares se le cayó. Bajó las manos al suelo en busca de las llaves.

—Rápido —susurró Wati desde su cursi figurita—. Voy a buscar ayuda.

Y se fue; Marge sintió que se iba.

Pero aunque Wati había hablado con sigilo, Marge oyó a Goss decir, mientras caminaba hasta allí, rígido e inquieto, salido de la nada:

—¿En verdad lo harás, pues, mi buen amigo? ¿En verdad?

Marge vio que Goss sostenía algo parecido a un mango de piedra. Una figura de arcilla, degradada por obra de milenios.

—Hola, portajefe —le dijo a Paul—. Tienes una cosa mía en tu persona. Supongo que lo que deberíamos decir es que tienes algo a lo que yo pertenezco. ¿Buscando ayuda estás? ¿Esperando en el risco a la caballería? Da la vuelta, Subby, muchacho.

Marge lo revolvió todo para poder escapar, pero ahí estaba el niño Subby, mirándola desde fuera mientras le canturreaban en una oreja «I dun wun no scrubs no scrubs no scrubs». Dejó escapar un alarido y se apartó de él con una sacudida. Goss estaba junto a la otra puerta.

—¡Hola, jefe! —gritó. Estiró el brazo por encima de Paul y le arrancó a Marge el iPod del regazo, mientras ella gimoteaba y se retorcía las manos al no poder impedírselo, al no hallar un resquicio por donde escapar, ningún titubeo, mientras la voz temblorosa seguía saliendo de los auriculares que se iban alejando, y Goss, sin mirar, lo arrojó lejos y salió disparado a una distancia imposible, por encima de la caverna de hormigón, estrellándose en algún punto invisible.

—¿Cómo lo llevas ahí debajo, jefe? —le gritó Goss a Paul—. ¿Qué te parece? ¿Ha tenido el viejo Wati su minuto?

Se miró la muñeca, como si llevara puesto un reloj, y estiró la mano donde llevaba aquella deteriorada figura.

(Wati oscilaba rápidamente, con su manifestación incorpóreamente algo desvalida, cojeando, como un perro con tres patas corriendo a toda velocidad. ¡Rápido, rápido! En busto de cerámica, general ecuestre, piloto de plástico en el muñeco de una agencia de viajes muñeca gárgola marioneta surcando millas, hasta regresar adonde esperaban los restos krakenistas y los londromantes, jalonando su exhausto ser hasta el muñeco que uno de ellos llevaba en la mano, gritando sin resuello:

—¡Goss y Subby! Están allí, han pillado por sorpresa a Paul y Marge, van a…

Y entonces, con sus compañeros mirando espantados al hombrecillo de plástico, Wati se apartó de ellos repentina y violentamente, arrastrado con fuerza mientras Goss tiraba de la antigua efigie, como si estuviera pescando o arrancando un motor o sacando mugre de un desagüe. Se produjo una avalancha, un resuello, la sacudida de un alma contra la piedra, y Wati entró empotrándose en el objeto que Goss tenía en la mano.

—¡Caramba! ¡De esta casi te traes a tu muñequita contigo! —dijo Goss—. ¿Te acuerdas de esta antigualla?

Meneó la estatua. La ruina la camuflaba, pero había hombros, una cabeza como una especie de vestigio de muñón. El recuerdo arcilloso de una boca, desde la cual Wati gritaba sin pronunciar palabra.

—¿Te acuerdas de esta antigualla, Wati, muchacho? —dijo Goss—. ¿Acaso sabes, acaso te haces una remota idea de los siglos que nos ha llevado localizar esta baratija, allí, en pleno arenal? ¿Qué me dices de mi bronceado?

El shabti. Por supuesto. El primer cuerpo, del cual nació Wati. Birlado de un museo o de su internamiento en una tumba. Wati chillaba, tirando y tirando de los hilos que mantenían su alma atada a ese cuerpo esclavo, sin embargo, este se aferraba a él. Quizá reorientado, con unos cuantos minutos para reunir fuerzas y concentrarse en su ira de clase, y reunir más magia rebelde, habría podido revolverse y escapar.

—Los acontecimientos nos han hecho un simpa, Wati, viejo amigo —dijo Goss, mientras Wati bramaba con su vocecilla. Goss lo tenía cogido cabeza abajo—. Te has portado como un auténtico pillín. Vamos a arroparte bien. Es hora de irse a la cama.

Cayó de rodillas. Wati gritaba. Goss levantó el shabti por encima del hormigón y lo estrelló contra él, reduciéndolo a grava y polvo.

La voz de Wati se apagó.

Había una presencia menos en la cámara. Por todo Londres, los miembros del derrotado Sindicato de Ayudantes Mágicos interrumpieron lo que estaban haciendo y ahogaron un grito y levantaron la vista y aullaron.

* * *

Goss le dio una patada al polvo de shabti y le guiñó un ojo a Subby.

—El caso es, Paul —dijo Goss, y se agachó junto a la puerta del conductor—. ¡Hola, chica! Cuánto tiempo. Llevamos aquí mucho rato, esperando, a ver a quién conseguís hacer venir. Porque. El caso es. ¿Os creéis que nosotros no oímos los mensajes que se envían a través de Londres? ¿Os creéis que podéis intentar hablar con vuestros amigos y que no os oímos? Blablabá blablabá con las luces.

Negó con la cabeza.

—Ahora, joven escudero, lo que me apetece hacer, me apetece mucho, es darle un poco de palique a mi jefe. Así que sal del coche. Quítate la chaqueta y la camisa. Suéltale la tish esa que le tienes puesta a su señoría para mantenerlo mudo. Y déjame hablar con él. ¿De acuerdo? Porque por aquí fuera está todo un poco complicado.

Dejando escapar algunos ruidos atemorizados, Marge apretó los dientes y trató de escabullirse de Subby y salir, pero él la empujó con mucha más fuerza de la que aparentaba tener. Paul abrió su puerta y se bajó. Marge intentó decirle «No». Alargó la mano para agarrarlo e intentó tirar de la puerta para cerrarla.

—Apártate un segundo, Goss —dijo Paul.

Su voz sonaba completamente firme. Goss le obedeció. Paul se quitó la chaqueta.

—Deja que te pregunte una cosa, Goss —dijo Paul—. ¡Vigílala, Subby! Que no salga del coche.

Se estaba quitando la camisa.

—Piénsalo —dijo Paul—. ¿Crees que podía vivir con tu jefe durante no sé cuántos años sin saber dónde puedes escuchar? ¿Sin saber que si les envío un mensaje a los londromantes vía Southwark va a llegar, pero que Hoxton siempre ha sido un traidor? ¿Por qué te crees que me puse en contacto con ellos desde aquí? Sabía que lo recibirías.

Sin camisa, con el frío, tenía toda la piel de gallina. A su alrededor, envolviéndolo como una faja de color mierda, tenía cinta de embalar. De detrás de él salía un sonido. Paul se sacó del bolsillo las llaves del coche de Marge y las arrojó a la oscuridad. Miró a Goss, y luego a Subby.

—Quería que recibieras el mensaje para poder entregártela.

A Marge le entró una sensación de vacío en las tripas. Se replegó, alejándose de él.

—Tenía cierta esperanza de poder entregarte también a los demás. Y aún es posible que vengan, sobre todo si Wati ha llegado a avisarlos antes de que… —Hizo un movimiento de bamboleo—. Y serán todos tuyos.

Marge gateó por encima de la palanca de cambios y salió por la ventanilla del copiloto. Los dos hombres y el chico la observaban con algo cercano a un moderado interés. Ella se deslizó y empezó a alejarse, dando traspiés.

—¿De qué va todo esto, Paul? —dijo Goss. Parecía verdaderamente intrigado—. ¿Cuándo voy a hablar con el jefe? Vamos a desatarte.

—Sí. Ahora. Pero quería que oyeras esto, y quería que lo oyera él. De mí directamente. ¿Estás escuchando? —le gritó a su propia piel—. Quiero que sepas, y él también, que os ofrezco un trato. No soy idiota, sabía que me encontrarías. Por lo tanto. Nada de encerrarme como, como una atracción de feria. Trabajamos juntos. Ese es el trato ahora. Y es una oferta de buena voluntad.

Señaló a Marge.

—Sé que quieres a Billy. Bien, pues ahí está el cebo para Billy.

El aire parecía estar coagulándose en su tráquea a medida que se arrastraba a cuatro patas.

—Lo siento —le dijo Paul—. Pero es que tú no sabes cómo ha sido esto. No tenía forma de escapar.

Cogió unas tijeras de su bolsillo y se rasgó el carapacho de plástico y cola. Debajo tenía la piel enrojecida.

—Tú, ¿lo has pillado todo? —dijo—. Todavía te queda tiempo para enderezar esta situación. Grisamentum ha declarado la guerra, tiene un plan demencial, pero te puedo decir dónde está el calamar. ¿Hay trato?

Paul se volvió, de forma que le daba la espalda a Marge. Ya de por sí aterrada, ni siquiera se sorprendió al ver cómo el malévolo tatuaje de su espalda la miraba con las cejas arqueadas.

—Tal vez —dijo.

Paul volvió a girarse hacia ella. Goss y Subby se lo quedaron mirando. Goss estaba admirado. Marge estaba a cuatro patas en el suelo del aparcamiento, sobre el polvo de Wati, y avanzando tan deprisa como podía, cuando no podía ni respirar y el corazón la hacía temblar.

—Eh, date la vuelta, quiero ver —dijo la voz del Tatuaje.

—No me hables así —dijo Paul—. Ahora somos socios. Mira.

Esperó otro segundo más.

—Se está escapando.

Señaló y miró a Goss, que chasqueó la lengua y rodeó el coche dando grandes zancadas, detrás de Marge.

—¿Adónde vas tú, gallinita?

Soltó una risita. Marge consiguió ponerse en pie, y correr, pero en pocos metros Goss estaba con ella. La cogió de los pelos. Marge dejó escapar un sonido como jamás hubiera imaginado. Él la arrastró.

Desde el otro lado del coche, Paul y Subby lo observaban.

—¿Qué está pasando? Date la vuelta —gimoteaba la voz a la espalda de Paul.

—Eh, pues hay una cosa que he conseguido averiguar en este tiempo, Goss. —Paul le llamó la atención, sosteniendo las tijeras en alto—. Descubrí qué es esto de aquí.

Le dio unas palmaditas a Subby.

—Descubrí dónde tienes el corazón.

Un momento se resquebrajó. Marge vio a Goss muy por delante de ella antes de darse cuenta siquiera de que la había soltado. Lo vio correr. Vislumbró una expresión tan angustiada en su rostro que casi se estremecía uno al verla, uno casi se echaría a llorar por ello si no estuviera atrapado en un tiempo aún dividido. Pero por muy rápido que se moviera, Goss estaba demasiado lejos, incluso con los instantes que Paul había perdido con aquella burla, para interponerse entre las tijeras y Subby.

Paul le clavó a Subby las hojas en el cuello, como una doble daga. Repetidos y rápidos pinchazos. Sangre, y el semblante indiferente del muchacho no se movió, salvo sus ojos, que se abrieron de par en par. Paul lo apuñalaba con fuerza. La sangre que lo salpicaba era muy oscura.

Subby cayó de rodillas, con cara de desconcierto.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué está pasando? —preguntaba el Tatuaje como un memo, igual que un niño.

Goss chilló y gritó y aulló. Se desplomó a mitad del salto. Las tijeras temblaron, incrustadas en el cuello de Subby. Paul sintió un escalofrío. Goss despatarrado sobre el capó del coche, vomitando su propia sangre, mucho más brillante.

—No no no no no no.

Gimió y golpeteó los talones y miró con fijeza al agonizante niño objeto.

—¿Crees —dijo Paul, mientras el Tatuaje seguía repitiendo «¿qué?, ¿qué está pasando?, ¿qué?»— que trabajaría contigo?

Paul sacó las tijeras del cuello de Subby, y volvió a clavarlas. El niño miró de un lado a otro y cerró los ojos. Goss gritó y burbujeó y pateó y babeó humo repentinamente y no podía levantarse. Gritó.

—¿Crees que permitiría que te me acercases siquiera? —le dijo Paul—. ¿Creías que iba a colaborar contigo? ¿Creías que te iba a dejar ser el músculo de este pérfido hijo de puta que es la pura escoria que llevo en la espalda? ¿Creías que no te mataría?

Paul escupió sobre el moribundo Goss. Escupió al suelo, delante de él.

—Tú tienes a esta cesta de carne que contiene lo que te hace latir, y ¿crees que eso iba a detenerme? Goss, apaga tu ruido. Es hora de que te vayas al infierno y te lleves contigo al pobrecito de tu puto portador de vida vacío.

Subby estaba inmóvil. La sangre le manaba más despacio. Goss resollaba y borboteaba, y parecía que estuviera intentado apuntar alguna maldición de despedida, pero cuando Subby murió, cerrando los ojos, él murió también. Su último aliento lo exhaló sin humo.

y fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo…

por todos los tiempos y lugares…

indeciblemente tantos…

ese apagarse…

ese acabarse…

se propagó…

fue muy sentido…

y todo aquel que en Londres fuera intimidado y aterrorizado por un metamomento, desde 1065 hasta 2006, cada uno en su propio instante y enmarañado durante un abrir y cerrar de ojos, en cada pavorosa situación, cada pequeña estancia donde fuera asfixiado con la cabeza metida en un cubo, sometido a la empulguera, humillado, vejado, insultado, golpeado, despreciado, el revés de la brutalidad, por un momento, justo entonces, por un instante, que tal vez no lo salvara, pero que podría ser, como mínimo, un ínfimo consuelo, para siempre, se sintió mejor…

sintió júbilo.

Paul vio irse a Goss.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Qué? —decía el Tatuaje. Paul no le hizo caso. Marge no le hizo caso.

Miraba sin moverse, tocándose la cabeza en el lugar en que Goss le había hecho daño. Cuando Subby murió (como si fuera un «él», como si no fuera otra cosa que una caja con un rostro) se desmoronó. Se derrumbó en una repugnancia, y luego eso también se derrumbó, desintegrándose, quedándose solo en un corazón, el corazón sin latido de un hombre, demasiado grande para el pecho de Subby.

Goss no se derrumbó. Goss se quedó allí tendido como el muerto que era.

—Lo siento —dijo al fin Paul—. Necesitaba que confiara en mí. De otra forma nunca habría dejado solo a Subby.

Se quedaron mirándose el uno al otro. El Tatuaje se desgañitaba, obligado a encarar la negrura del aparcamiento, donde nada sucedía.

—¿Qué has hecho? —dijo el Tatuaje.

—Sabía que me encontrarían —dijo Paul—. Y nunca habría podido con él. Fue lo único que se me ocurrió. Sabía que oirían lo que dijéramos si lo enviábamos desde aquí, y necesitaba que lo escucharan y que vinieran. ¿Me puedes ayudar a taparlo? A él.

Levantó los brazos.

—Al Tatuaje —dijo—. No quería que le pasara eso a Wati. Lo siento. Pensé que Goss y Subby llegarían antes. Bueno, y llegaron, pero no creí que se esconderían a esperar. Intenté convencerlo de que se fuera.

—No lo entiendo —dijo—. Nada.

—Sí. Lo siento. Deja que te explique lo que pueda.