70
Paul y Marginalia estaban sentados frente a frente. ¿Por dónde coño empezamos?
Marge ya no quería arriesgarse a responder a ninguna de sus llamadas, pero sí escuchaba los mensajes, y había llegado, después de muchas horas, en su coche barato. Había vuelto a pasarse por su piso a escondidas para cogerlo y se había ido a buscar a Paul. Él la había visto llegar, remando despacio como un barco por calles inundadas. Reinaba la calma en la esquina de Londres que había encontrado.
Había aparcado a unos metros de él, debajo de otra farola distinta. Se había quedado esperando y esperando, y cuando vio que él no salía corriendo hacia ella y que no hacía otra cosa que esperar, igual que ella, lo llamó por señas. Marge llevaba unos auriculares. Paul oyó una pequeñísima, minúscula voz parlanchina que salía de ellos, pero al parecer Marge lo oía a él razonablemente bien.
—Conduce —le había dicho—. Iremos por donde no nos vean.
Habían estado conduciendo de noche, dando vueltas y más vueltas. Ella fue siguiendo sus indicaciones. Paul había escuchado a su parásito de tinta, sabía cómo hacerla conducir un sigilo.
—Aquí —dijo—. Da la vuelta.
—¿Adónde vamos?
—Hay lugares en los que es difícil que nos encuentren.
La estuvo guiando en un largo camino por Londres, ciñéndose a callejones traseros, enrevesadas intrincaciones.
—¿Dónde estaba? —murmuró, asintiendo mientras recordaba. Por fin, un aparcamiento subterráneo a la entrada de unos pisos despampanantes. Rodeados de columnas, a oscuras, se miraban atentamente.
Paul la miraba. Marge miraba al hombre de la cara desfigurada. Estaba alterado. Era un hombre, pensó Marge, con planes.
—¿Dónde estamos?
—En Hoxton.
—Ni siquiera sé qué preguntarte… —dijo ella—. No sé qué…
—Yo tampoco.
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu historia?
—Me he escapado.
Silencio. Marge se mantenía aferrada al cacharro paralizador, el táser que se había procurado. Se podía conseguir cualquier cosa. Él lo miró.
—¿Por qué quieres hablar conmigo? —preguntó Marge—. ¿Qué pintas tú en todo eso?
—Conozco a un amigo tuyo que creo…
—¿A Leon? —La esperanza fue abandonando su voz antes de terminar de pronunciar la palabra—. A Leon, no…
—No sé quién es ese —dijo amablemente.
—¿A Billy?
—Billy. Está con los londromantes. Está con el calamar.
—¿Te ha enviado él?
—No… exactamente. Es complicado.
Hablaba como si le faltara práctica.
—Cuéntame.
—Los dos lo haremos.
Durante horas, Marge estuvo dándole todos los pequeños detalles que conocía, descripciones de sus altercados con Goss y Subby, que hicieron que Paul se estremeciera y asintiera. Él le dijo que le contaría su historia, y dijo que lo estaba haciendo, pero lo que le salió fue un batiburrillo de especificidades, nombres, imágenes con muy poco sentido. Ella escuchó, pese a no quitarse los auriculares en ningún momento, y no averiguó nada a lo que pudiera dar algún sentido. Al final de todo, solo había entendido que Billy estaba metido hasta el cuello en algún asunto, y que la sensación de que era el fin de algo no era solo una paranoia suya.
—¿Por qué me buscaste?
—Creo que nos podemos ayudar mutuamente —dijo Paul—. Mira, quiero enviarles un mensaje a los londromantes, y a Dane y a Billy, pero tengo motivos para pensar que no van a jugar limpio. Conmigo, no. Dane y Billy, no lo sé. Ellos, no sé. Pero necesito que me escuchen porque tengo planes. Cuando vi tu papel, pensé, «Ah, conoce a Billy». Recordé haber oído hablar de ti. «Con ella jugará limpio», pensé.
—¿Quieres que haga de intermediaria?
—Sí. Tengo acceso a… Es difícil de explicar, pero tengo acceso a algunos… poderes que ellos quieren. Pero necesito protección. Para protegerme de ellos. Y de otras cosas también. Quiero hacer un trato con ellos. Pero pensarán que tienen motivos para no confiar en mí. No he sido yo mismo. Me están buscando.
—Eres tú el que sabe dónde están, yo no tengo ni idea. Ya te lo he dicho, no se han puesto en contacto conmigo, y eso que tienen mi número…
—Billy intentaba protegerte. No pienses mal de él. Pero aún puedes hacerle llegar un mensaje. Como te he dicho, él confiará en ti.
La miró a los ojos, y a su alrededor.
—¿Cómo? ¿Tienes algún número?
—Ni por asomo. Quiero decir a través de la ciudad. Los londromantes lo recibirán.
—… Yo misma recibí una vez un mensaje a través de la ciudad. —Paul la miró muy de cerca cuando dijo esto—. De Billy.
—Ah, ¿sí? —dijo en voz baja—. ¿En serio? ¿Ruido? ¿Luz? ¿Braille en ladrillo?
—Luz.
Paul sonrió rápidamente, y con bastante encanto, al oír aquello.
—¿Luz? ¿Así lo hizo? Sí. Perfecto, entonces, luz. —Salió del coche y Marge lo imitó—. Así ya tenemos una pequeña conexión entre vosotros. Facilita las cosas.
Echó un vistazo hacia a los cubos de basura, hacia las sombras; entonces señaló («Mira») una bombilla parpadeante en el techo de hormigón, una entre varias, pero una que estaba a punto de fallar.
—¿Te haces una idea de cómo va y viene?
—Ah —dijo Marge. Prácticamente susurraba—. Así fue como empezó todo esto.
Paul volvió a sonreír con rigidez.
—No te hace falta saber dónde está Billy. A estas alturas, no tengo ni idea. Pero los londromantes siempre la escuchan. La ciudad les transmitirá el mensaje. Sí, conozco el código Morse. He aprendido de todo estos últimos años. Toda clase de cosas útiles. ¿Confías en mí?
Se levantó, quedando expuesto a la vista de cualquiera, apartó mínimamente los brazos del cuerpo, para demostrarle que no tenía nada en las manos.
—Puedo hacer un trato con él. Podemos ayudarnos mutuamente. Y él quiere verte. Puedes pedirle que acuda a ti.
* * *
«Billy», escribió. «Soy Marge reúnete conmigo».
—Creerá que es una trampa —dijo. Paul negó con la cabeza.
—Puede. Quizá se pase a comprobar si eres tú.
Un santo momentáneamente humorístico.
—A lo mejor viene sin más. Está preocupado por ti. —¿Lo está?, pensó Marge—. Dile algo que sea un secreto, si quieres. Para que sepa que eres tú.
Escribió el segundo nombre de Leon. Escribió la dirección del aparcamiento donde se encontraban. Paul lo tradujo a los largos y cortos del Morse y transcribió puntos y rayas debajo de las letras. Era ella la que le transmitía un mensaje a Billy, le dijo Paul. Era el mensaje de ella, le dijo, para su amigo, a su manera.
Si Paul había ido allí a matarla, pensó Marge, había elegido la forma más larga de hacerlo. Se subió al capó de su coche mientras su compañero canturreaba, «Done have to be rich la la to be my girl». Desenroscó la bombilla fluorescente lo suficiente para interrumpir la conexión.
Paul dijo:
—Raya punto punto punto —y así. Enroscando y desenroscando la bombilla, Marge proyectó su luz y oscuridad en un mensaje codificado, no muy experimentado, aunque legible, esperaba, para que la ciudad lo transmitiera, golpeteando Londres, confiando su información a la metrópolis como si fuera un inmenso telégrafo de hormigón y ladrillo.
Nunca se sabe, pensó. Ya ha funcionado antes.
* * *
Dane no quiso dejar entrar a los londromantes a las salas destrozadas de la iglesia del kraken a la que regresaba. Ya no estaban seguros de su relación con él, ni él de la suya con ellos (¿seguían siendo aliados?). Wati, traumatizado y prácticamente inconsciente, no podía traspasar las barreras aún existentes. Solo Billy acompañó a Dane. Sin embargo, cuando descendieron, había otros. Los últimos krakenistas desperdigados volvían a casa, de luto.
Alrededor del mismo número de personas que se había congregado para el servicio que Billy había presenciado, pero aquel no había sido más que un Sabbath, un sermón: esta era la última reunión del mundo. Los no practicantes, ocupados, normalmente demasiado contaminados por el secularismo y las astenias de la vida diaria para asistir con la regularidad que la fe que profesaban hubiera preferido, estaban todos allí.
Un par de aquellos musculosos chicos jóvenes, aunque la mayoría de los artífices de la devoción habían sido guardianes, y habían estado guardando, y ya no estaban. Estos, en su mayoría, eran hombres y mujeres corrientes, de toda clase. El fin de una iglesia.
No miraban a Billy con rencor. Ya les daba igual si era un profeta feral, algún san Antonio urbano de poca monta. No les interesaba otra cosa que el pesar. Trataban a Dane como si él fuera el teuthex. Pese a que su rol siempre había sido el del rebelde tolerado, luego renegado, ahora encarnaba lo más parecido a la autoridad. Ninguno de ellos lo culpó, ni lo llamó apóstata. Él estaba radiante por la piedad de los otros.
—Grisamentum va a venir a por nosotros, ya lo sabes —dijo Billy.
—Sí.
—A por el kraken.
—Sí.
—Lo va a encontrar.
—Sí.
Se sentaron. Ese era un tiempo para las despedidas.
—Dane. Tú lo notas. Es ahora, tiene que ser esta noche, o mañana por la noche, o puede que la noche siguiente. Lo único que tenemos que hacer es mantener al kraken fuera de peligro hasta entonces, y habremos derrotado a la profecía.
—Me da igual. Y de todas formas, tú eso no te lo crees.
—No lo dices en serio.
—¿El qué? —dijo Dane.
—Ninguna de las dos cosas —dijo Billy—. Las dos.
—No, sí que lo digo en serio. Las dos cosas.
Dane marcó un número en el teléfono del escritorio, que seguía íntegro, y se lo pasó a Billy.
—Es un buzón de voz —dijo—. El mío.
«Tiene diecisiete mensajes», oyó Billy. «Primer mensaje». Un clic, y la voz era la del teuthex. «Está bien. ¿Quiero saber exactamente qué demonios te crees que estás haciendo? He leído tu nota. Tienes cierta libertad de acción, pero robar a un profeta es tentar a la suerte, maldita sea».
Billy miró a Dane. Dane cogió el teléfono, pulsó algunos botones para avanzar muchos días. Hasta un momento relativamente reciente.
—Sí —dijo Dane.
«Lo que estás haciendo ahora», oyó Billy, el teuthex otra vez, su voz tersa, «es blasfemo. Te he dado una orden directa. Te lo he dicho. Tráelo aquí. No es momento para andar teniendo crisis de fe. Podemos poner punto y final a esta abominación».
—¿Qué es esto? —dijo Billy. Sostuvo en alto el auricular.
—Soy un operario —dijo Dane.
—Te excomulgaron…
—Venga ya. Por favor.
¿Quién iba a haber confiado en un representante de los fundamentalistas del cefalópodo para ocuparse del asunto del kraken? En cambio, un renegado… ¿Quién podría ser más de fiar?
Billy negó con la cabeza.
—Joder —dijo—. Ha sido todo una farsa. Has estado siguiendo órdenes del teuthex todo el tiempo.
—No ha sido una farsa. Ha sido una misión. —Esa ostentosa renegación—. La gente es más propensa a ayudar si eres un exiliado.
—¿Quién lo sabía?
—Solo el teuthex.
—Entonces, el resto de la iglesia creía que realmente eras… —dijo Billy, y se interrumpió. Si toda tu congregación te cree un paria, ¿no lo eres?
—Ahora ya no les importa —dijo Dane.
—Pero me llevaste contigo. Tú no… ¿Se suponía que no debías?
—Necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Tú sabías cosas. Aún las sabes. Tú lo conservaste, Billy. Nunca te lo has creído, pero eres un profeta. Lo siento, colega.
—Entonces, lo de que el teuthex le dijera a todo el mundo en esa reunión que no iba a salir a buscarlo…
La postura, esa distancia béntica, había sido una mentira, con la que, en virtud de la lealtad hacia su papa, la iglesia había sido persuadida. Solo el teuthex y su falsamente exiliado operario sabían la verdad calamárica, y salieron a la búsqueda del cuerpo de dios.
—Pero… desobedeciste órdenes —dijo Billy lentamente.
—Sí. Te traje conmigo y no quise devolverte. Y cuando lo encontramos no se lo llevé.
—¿Por qué?
—Porque iban a deshacerse de él, Billy, como debían. Y tenían razón, pero ¿sabes cómo hay que deshacerse de él? Todo el mundo lo ha dicho. Es cierto. Lo habrían quemado. Es el modo sagrado. Tener a ese kraken ahí fuera, en ese tanque, así… es una blasfemia. Así que yo tenía que traerlo de vuelta. Pero el teuthex iba a quemarlo.
—Y entonces viste la profecía.
—El teuthex iba a quemar el calamar. Y eso es lo que dijeron que iniciaría… esto. Toda esta historia. ¿Y si éramos nosotros? —dijo Dane. Sonaba muy cansado—. ¿Y si era mi iglesia la que, haciendo lo correcto, liberándolo de esa forma, pero desencadenando… lo que sea que está por llegar?
No habría sido el fin que planeaba la iglesia de Dane, su enroscamiento replegado sobre el centelleo de un ojo gigantesco, cuando, rugiendo quizá en la superficie, el viejo kraken pudiera ascender como beligerantes continentes y morir, y esputar un nuevo tiempo, cual si fuera tinta. Este no habría sido este fin digno de un aleluya, sino un antiapocalipsis, una revelación no numinosa, un fuego devorador del tiempo. Un accidente.
Qué terrible angustia. El horror de Dane había sido que su iglesia fuera el blanco de un resbalón cósmico sobre una piel de plátano. No es culpa de nadie, pero le hemos prendido fuego al futuro. Dios, ¿cuánto nos avergonzamos?
—Pero mira —dijo Dane. Señaló a su alrededor—. Ya no queda nadie que pueda quemarlo, y ese fin aún no se ha desvanecido. Así que no es eso lo que va a causarlo. Me equivoqué. A lo mejor, si hubiera hecho lo que me ordenaron, podríamos haberlo salvado todo.
Tragó saliva.
—Tú no tienes la culpa.
—¿Tú crees? —dijo Dane, y Billy no tenía ni idea. Debería haber, habría tenido que, podría haber… Se sentaron en la oficina del teuthex y estuvieron viendo fotos rotas.
—¿Dónde están los londromantes?
—Dejándose llevar por el pánico —dijo Billy—. Grisamentum debe de estar de camino, y no tardará mucho en encontrarnos. Lo único que tenemos que hacer, lo que ellos creen, es mantener al kraken a salvo hasta que pase la noche. Ese es el plan.
—Es un plan de mierda.
—Lo sé —dijo Billy.
—En serio —dijo Dane—. ¿Cuántas veces van a decir que está a punto de caer la noche? Si Paul no se ha rendido ya al Tatuaje, no le faltará mucho. O Goss y Subby lo encontrarán. O Griz le prenderá fuego al mundo antes.
Algo, en alguna parte, goteaba. Dane hablaba siguiéndole el ritmo.
—Así pues —dijo Billy.
—Así pues hacemos que esta sea la noche. Sin correr. Se lo llevamos a Grisamentum. Su plan es que todo arda, por el motivo que sea, tanto si es eso lo que tiene en mente como si no. Así que nos deshacemos de él, y cuando ya no esté… —Se sacudió un polvo imaginario de las manos—. Problema solucionado.
Billy tuvo que sonreír un poco.
—Ni siquiera sabemos dónde está. Tiene pistogranjeros, tiene arreadores de monstruos, tiene cualquiera sabe qué magia de tinta y papel; ¿qué tenemos nosotros? —dijo Billy. Difícilmente volvería a salir de su boca una retahíla de palabras tan absurda como aquella jamás—. No me malinterpretes, me encantaría…
—¿Recuerdas cómo encontramos al teuthex? —dijo Dane—. ¿Por qué crees que tenía el brazo extendido hacia el altar?
* * *
En la sala de la iglesia se habían reunido los últimos veinte krakenistas, más o menos. Mujeres y hombres, ancianos y jóvenes, vestidos con toda clase de atuendos. Un pedazo de Londres, débil por la pesadumbre. Nuevos reclutas reticentes para una diminuta dotación histórica, que habían sobrevivido a su propia religión.
—Hermanos y hermanas —murmuró Dane.
»Esta es la última brigada krakenista —le dijo a Billy—. Si hay alguien más ahí fuera, no volverá.
El altar, por supuesto, era una amalgama de ventosas talladas y brazos entrelazados. Dane presionó ciertas almohadillas en un orden determinado.
—Esto es lo que el teuthex venía a buscar —dijo.
No había sido un mero gesto de despedida más cercano a su dios, ese brazo extendido del teuthex. Una sección insertada del altar se desenroscó. Dane deslizó lentamente el frontal metálico.
Detrás había un cristal. Detrás del cristal, objetos conservados. Reliquias de kraken. Billy ahogó un grito al advertir la magnitud que para él tenía lo que vio. El altar le llegaba a la altura del pecho. Ocupándolo casi por entero, había un pico.
Había observado su forma muchas veces. Vagamente semejante al de un loro, extravagantemente terrible en su curva. Pero el mayor que había visto en su toda su vida le habría cabido en la palma de la mano y había pertenecido a un Architeuthis de diez metros de largo. Esa boca le llegaba, desde el suelo, hasta el esternón. Su envergadura era lo bastante grande como para engullirlo. Cuando esos filos de quitina se unieran, podían talar árboles.
—Me va a morder —dio Dane. Hablaba como en sueños—. Solo un bocado. Solo para hacerme sangre.
—¿Qué? ¿Qué, Dane? ¿Por qué?
—Todos estos se han ido. Somos la brigada definitiva.
—Pero ¿por qué?
—Para poder atacar.
—¿Qué? —dijo Billy. Dane se lo explicó.
Los defensores desesperados no eran una novedad. Siempre había reyes aletargados bajo la colina. El golem de Praga… Aunque ese era un mal ejemplo, había desoído su llamada, un fatal descuido. Cada uno de los cultos de Londres albergaba esperanzas de su propia cosecha, sus propios espíritus secretos, sus propios paladines durmientes, para que intervinieran cuando el minutero se pusiera vertical. Los krakenistas tenían a sus berserkers. Pero los guerreros que se habían ofrecido voluntarios y habían sido elegidos para esa sagrada tarea final estaban todos muertos, antes de que el teuthex pudiera hacer efectiva su transformación. De modo que el último batallón del Kraken tenía que constituirse a partir de las tropas de los empleados, funcionarios, limpiadores y fieles de a pie de la iglesia.
Qué era el calamarismo sino alteridad, incomprensibilidad. ¿Por qué iba una deidad semejante a entender a aquellos que se doblegaban ante su gloria? ¿Por qué debería ofrecer nada? ¿Nada en absoluto?
La ausencia del deseo de recompensa del kraken era en parte lo que, según decían sus fieles, los diferenciaba de la avariciosa tríada abrahámica y sus quid pro quo: «Te conduciré al cielo si me veneras». Pero incluso el kraken les iba a dar esta transmutación, este quid pro quo calamárico, por las contingencias de veneración, toxina y fe.
—Veinte mordeduras de kraken no es poca cosa. Ahora depende de nosotros. Tenemos que traer la noche —dijo Dane—. Provocarla y gobernarla. Y no estamos solo nosotros, ¿no? Están los londromantes, y los anticuerpos de Londres. Van a refunfuñar, pero bueno. Vale, vamos a pasar al ataque, así que tienen dos opciones: ser parte de esto o intentar desaparecer. Buena suerte con ello. Que le den a Fitch, habla con Saira. Ella lo hará.
—¿Por qué me dices a mí… —Billy se interrumpió—. ¿De verdad crees que puedes enfrentarte a Grisamentum?
—Vamos a por una última cruzadita, ¿eh?
—¿Crees que esto nos va a hacer ganar? ¿Crees que puedes con él?
—Vamos —dijo Dane.
Billy había aprendido algo acerca de las reglas de esta suerte de panorama. Vaciló, pero no había forma de escapar de lo que creía saber.
—Esto… —dijo—. Te matará, ¿no es así?
Lo dijo con calma. Señaló el pico.
Dane se encogió de hombros. Ninguno de los dos habló durante unos segundos.
—Nos cambiará —dijo Dane por fin—. No lo sé. No estábamos hechos para ser recipientes para esa clase de poder. Es una forma gloriosa de irse, pero bueno.
Billy trató de encontrar algo que decir.
—Dane —dijo. Miró aquellas partes del pico inconcebiblemente inmensas—. Te suplico que no lo hagas.
—Billy.
—En serio, no puedes… Tienes que…
Había tan poco fervor desaforado en Dane. Está bien, si obviábamos aquellos hechos increíbles de lo que había llevado a cabo, y por qué lo había llevado a cabo, su conducta era normal. Una fe muy inglesa. Y descubrir que Dane moriría por su credo le resultó tan desconcertante como le habría resultado descubrirlo de la educada y sumisa congregación de cualquier iglesia de pueblo.
—Espera —dijo Billy—. ¿Y si fracasas? Si fracasas, es nuestra última pista.
—Billy, Billy, Billy.
A Dane la daba igual si el mundo sobrevivía.
—Mañana por la noche, Billy —dijo Dane—. Sé dónde está Grisamentum.
—¿Cómo?
—No hay tantas fábricas antiguas de tinta en la ciudad, colega. Envié a Wati a echar un vistazo la última vez que estuvo despierto. Hay estatuas en la mayoría de sitios.
—No pueden haber sido tan estúpidos, ¿no te parece?, para dejarlas allí…
—No, pero están por todas partes, de forma que cuando no hay ninguna en algún sitio, nada donde Wati se pueda meter, esa clase de laguna es información. Le dice algo. Alguien está haciendo un esfuerzo por mantenerlo alejado. Sé dónde está Grisamentum, y él no se espera que aparezca ni un alma. Mañana, Billy.
Cuando salieron, Saira los estaba esperando en la superficie.
—Por fin —dijo. Estaba nerviosa, mirando a todas partes y tragando saliva. Con ella había un joven londromante. La policía aparecería en algún momento, aunque había otras cosas que los mantenían ocupados, y el asalto a una iglesia comunitaria no era precisamente una prioridad en ese momento.
—Billy, tienes un mensaje.
—¿Qué has dicho?
—Ha llegado a través de la ciudad. Lo ha oído Bax. Es de tu amiga. Marge.
* * *
—¿Marge? ¿Qué me estás contando? ¿Marge?
—Se ha puesto en contacto con nosotros —dijo Saira—. Ha contestado. Igual que el mensaje que le enviaste tú a ella. A través de la ciudad.
Eso devolvió a Billy de golpe a aquella insólita intercesión londromante, su mensaje para Marge, susurrado a la oscuridad del buzón de correos. Apenas había pensado en ello desde entonces. De repente se sintió avergonzado por haber creído que fue una mera puesta en escena terapéutica, con el objetivo de hacerlo sentir mejor. Tal vez también se tratara de eso, pero ¿de verdad pudo haber sido tan poco original y tan poco auténtico como para dudar de que fuera, tal y como lo describieron, un mensaje? Y si lo recibió, ¿por qué pensó que Marge iba a quedarse al margen, como él le había implorado?
Con algo parecido al vértigo, pensó en todo lo que ella debió de haber estado haciendo, la de cosas que debió de haber visto y vivido, hasta llevarla a ese punto en que estaba en condiciones de hacerle llegar ese mensaje por esos medios. Sin un Dane, pensó, que la guiara. Y con su compañero muerto. La indagación de cuyos hechos debió de ser, sin duda, lo que la había llevado hasta allí. Seguramente su propio mensaje había iniciado aquel viaje. Cerró los ojos.
—Quería mantenerla alejada de esto —dijo, una última insinceridad. Le pidió disculpas, en silencio. Estaba metida, y que tuviera suerte—. Dios mío, ¿qué le ha pasado? ¿Qué ha dicho?
—Dice que te reúnas con ella —dijo el hombre, Bax—. Está en un aparcamiento, en Hoxton. Está con el Tatuaje.
—¿Qué? —dijo Billy. Dane tartamudeó antes de guardar silencio.
—En realidad no es eso lo que ha dicho —aclaró Saira—. Lo que a dicho es que estaba con Paul. Ha dicho que él tenía una propuesta.
Billy y Dane se miraron.
—¿Qué narices ha estado haciendo? —dijo Billy—. ¿Cómo se ha mezclado con él?
—¿Estás seguro que no era una bruja ya desde un principio? —dijo Dane.
—Ya no estoy seguro de nada —dijo Billy—. Pero yo no… No veo cómo, no creo que ella…
—Entonces la van a matar —dijo Dane.
—Ella… Mierda —dijo Billy.
—Si es que es ella de verdad —dijo Dane.
—Ha dicho que te dijera «Gideon» —añadió Saira.
—Es ella —dijo Billy. Movió la cabeza y cerró los ojos—. Pero ¿por qué estará con él? ¿Dónde está Wati?
—Aquí, Billy.
Wati sonaba exhausto. Estaba en una pequeña figurita de un pescador confeccionada por uno de los hijos de los fieles, tirada en el alféizar de una ventana. Un hombre hecho de rollos de papel higiénico y algodón. Miró a Billy a través de unos ojos hechos con peniques.
—Wati, ¿has oído eso? ¿Puedes llegar hasta allí? —dijo Billy. Procuró hablar con gentileza, pero sonó apremiante—. Tenemos que saber si es verdad. Si es ella. Puede que no tenga ni idea de dónde se está metiendo, y ese nombre significa que es ella o que es alguien que se lo ha sacado a ella.
—¿Qué está haciendo? —dijo Dane—. ¿Por qué Paul, o el Tatuaje, está poniéndose en el punto de mira? Debe de saber que todo el mundo está detrás de él, desde Griz hasta Goss y Subby.
—Quiere algo. Hasta Marge lo ha dicho. Cuando lleguemos puede que le tenga puesto un cuchillo en la garganta —dijo Billy—. No va a negociar si no tiene un poder efectivo. A lo mejor la tiene retenida. A lo mejor la tiene retenida y ella ni siquiera lo sabe.
Billy y Dane se miraron el uno al otro.
—Cuando se fue, Paul no parecía estar en plena forma para hacer nada —dijo Saira.
—Wati, ¿puedes llegar hasta ella? —dijo Billy.
—Puede que ni siquiera haya cuerpos donde poder entrar —dijo Wati.
—Tiene un muñeco en el coche. Y lleva puesto un crucifijo —señaló Billy.
Hubo un silencio.
—Wati —dijo Dane—. ¿Te estás oyendo? Estás ronco.
—Ya veré —dijo Wati. Se fue. Saltando de figura en figura por todo Londres.
* * *
Fitch dijo que deberían esconderse. Un londromante, aturdido ante su propia herejía, sugirió que abandonaran la ciudad.
—¡Vamos a conducir, sin más! —dijo—. ¡Al norte! ¡A Escocia o donde sea!
Pero no había ninguna certeza de que Fitch, por ejemplo, una función tan indispensable de la ciudad, pudiera sobrevivir mucho tiempo fuera de sus límites. Billy se imaginó a sí mismo en la autopista, convirtiéndose en un experto del torpe traqueteo del remolque, sacando al calamar conservado por los húmedos campos ingleses y más allá, hacia las colinas de Escocia.
—Griz tardaría diez segundos en encontrarnos.
Era cierto. Había algo en los alrededores de pizarra, los ángulos de las curvas que los mantenía ocultos, aunque también fuera una trampa. La ciudad se doblaba lo justo para que nadie pudiera ver a los londromantes. Un acto reflejo.
Si se iban, estarían desnudos. Un calamar gigante en un camión, dirigiéndose al norte entre los setos. Qué cojones, cualquier cosa un poco sensible a diez kilómetros a la redonda se pondría a sangrar.
—Esto lo vamos a hacer de la siguiente manera —dijo Billy—. La manera de Dane.
No lo miró a él.
—Porque él no va a cambiar de opinión, y así podremos dejar de hacer cábalas sobre si es o no la última noche, porque todos sabremos que lo es. Y lo va a hacer Dane, haga lo que haga el resto de nosotros.
Saira se puso de su parte: la de los guerreros. Se le notaba que tenía miedo, pero, con todo, era su voto. La crisis forzó a los londromantes a proceder democráticamente. Billy sonrió a Saira, y ella tragó saliva y le devolvió la sonrisa.