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Las salas se fueron apaciguando a su alrededor, como si los quisquillosos genii loci estuvieran readaptándose. Billy se sentía un intruso. ¿Acaso era cristal lo que oía, rodando y tintineando fuera del alcance de su vista? ¿Un martilleo como de huesos?

Los dos uniformes que vigilaban la sala del tanque no reaccionaron ante Baron con ningún respeto aparente.

—Se ha coscado, ¿verdad? —le dijo Baron a Billy entre dientes—. Ahora mismo están en plena sesión de ocurrencias sobre lo que significan las siglas UDFS. La primera mitad siempre es «Unidad de Desgraciados».

Dentro estaba de nuevo la joven despectiva, mirando a Billy, tal vez, con un grado más de amabilidad que antes, con el uniforme tan desaliñado como siempre. Tenía un ordenador portátil abierto encima de la mesa en la que debería haber estado el calamar.

—¿Ya? —dijo. Saludó con socarronería a Vardy y a Baron, y a Billy le levantó una ceja. Tecleaba con una sola mano.

»Soy Billy.

Puso cara de «¿No me digas?».

—Hay señales, tío —le dijo a Baron.

—Billy Harrow, la agente Kath Collingswood —dijo Baron. Ella chasqueó la lengua, o el chicle, y le dio la vuelta al portátil, aunque no lo suficiente para que Billy pudiera verlo.

—Un buen pico —murmuró Vardy.

—Con la huelga y todo eso, no era de esperar ver estas cosas —dijo ella.

Vardy estuvo observando con detenimiento la estancia, como si los animales muertos pudieran tener alguna responsabilidad.

—¿Quiere saber qué es alguna de estas cosas? —dijo Billy.

—No, no —respondió Vardy pensativo.

Se acercó al pez remo, capturado hacía décadas. Miró la antigua cría de caimán.

—Ja —dijo.

Se puso a circunnavegar.

—¡Ja! —volvió a exclamar de repente. Había llegado a la vitrina de especímenes del Beagle. Tenía en el rostro una expresión insondable.

—Son estos —dijo pasado un instante.

—Sí —afirmó Billy.

—Madre de Dios —dijo Vardy suavemente—. Madre de Dios.

Pegó la nariz al cristal y estuvo mucho rato leyendo las etiquetas. Cuando por fin volvió a reunirse con Collingswood, mientras ella revisaba información en el ordenador, volvió la vista hacia la vitrina del Beagle más de una vez. Collingswood le siguió la mirada.

—Ah, sí —dijo mirando los tarros—. De eso estaba hablando.

—¿Es usted a quien se supone que tengo que conocer? —dijo Billy.

—Sí —respondió ella—. Ese soy yo. Bájate al pub.

—Eh… —dijo Billy—. Creo que no entra dentro de mis planes…

—Es lo que mejor le vendrá, un trago —dijo Baron—. Lo mejor. ¿Se viene?

Se dirigía a Vardy. Él negó con la cabeza.

—No soy yo el persuasivo. —Se despidió como espantándolos con la mano.

—Qué va —le dijo Collingswood a Billy—. Ya será menos. No es que no esté interesado en…, eso, la persuasión, ¿me sigues? Le interesa. Como una cosa metida en un bote.

—Vamos, Billy —dijo Baron—. Venga a echar un trago a costa de la Policía Metropolitana.

El mundo se tambaleaba cuando salieron. Demasiada gente hablando por lo bajo en demasiadas esquinas, demasiada forclusión, el cielo cerrándose un poco. Collingswood miró las nubes con recelo, como si no le gustara lo que escribían. El pub era un garito oscuro, decorado con viejas señales de tráfico londinenses y copias de mapas antiguos. Se sentaron en un rincón apartado. Aun así, quedaba patente el desasosiego de los demás parroquianos, una mezcla de viejos desgreñados y oficinistas, ante la presencia del uniforme de Kath Collingswood, por poco ortodoxo que este fuera.

—Bueno… —empezó Billy. No tenía ni idea de qué decir. A Collingswood parecía darle lo mismo. Se limitó a mirarlo mientras Baron iba a la barra. Collingswood le ofreció un cigarrillo.

—Creo que no se puede fumar —dijo Billy. Ella lo miró y encendió el suyo. El humo la rodeó con vistosas formas. Él esperó.

—El asunto es el siguiente —dijo Baron, repartiendo las bebidas—. Ya ha oído a Vardy. Parnell y los tetris le tienen echado el ojo. De modo que la suya no es una situación segura, precisamente.

—Pero yo no soy nada —dijo Billy—. Usted lo sabe.

—Eso tiene poco que ver —dijo Baron.

Se sorprendió al darse cuenta de lo mucho que le chocaba ver a Collingswood beber y fumar de uniforme.

—Hagamos balance —dijo Baron—. Bien, Vardy… Ya lo ha visto en acción. Ya sabe la clase de cosas que hace. A pesar de nuestra experiencia, en este caso, en relación a, es decir, lo que está sucediendo en este momento, nos las podríamos arreglar con algo de información. De un especialista. Como es usted. Tratamos con fanáticos. Y los fanáticos siempre son expertos. Así que nosotros también necesitamos a nuestros propios expertos. Y ahí es donde entra usted en juego.

Billy se lo quedó mirando. Incluso se rió un poco.

—Estaba pensando que a lo mejor iba a decirme algo parecido, pero luego me he dicho, estás loco.

—Ninguno de nosotros sabe una mierda sobre el calamar gigante —dijo Collingswood. El nombre del animal sonaba ridículo en su cáustico tono londinense—. Porque nos importa una mierda, te lo aseguro, pero, ya sabes.

—Vale, pues déjenme en paz —dijo Billy—. Tampoco es que yo sea un experto.

—Venga ya, no sea así.

—No quiero decir que sean muy leídos, Harrow —dijo Baron—. Yo a los miembros de las sectas les tengo un sano respeto. Y ellos lo creen a usted especial, cosa que es muy significativa, piense lo que piense. ¿Se acuerda de cuando vio a Dane Parnell? ¿Se acuerda de la luna del autobús?

—¿El qué? —dijo Billy—. ¿Que estaba rota?

—Lo que usted nos dijo es que vio que se rompía. ¿Cómo se imagina que sucedió? —Baron dejó reposar la pregunta—. Tal y como, es decir, hacemos las cosas nosotros, la UDFS…, tenemos que darle un enfoque más sutil que el resto del cuerpo. Resulta práctico tener algunos miembros externos al propio servicio.

—De verdad está intentando, en serio, que me una a ustedes —dijo un Billy incrédulo.

—Hay ciertos privilegios —dijo Baron—. Algunas responsabilidades. Secretos oficiales, qué sé yo. Algo de pasta. No la suficiente como para que la cosa se note demasiado, sinceramente, pero, ya sabe, un par de pizzas…

—Y dígame, ¿hay alguien en la UDFS que tenga un mínimo de sentido común? —dijo Billy.

Miró a sus compañeros de mesa con cara de agotamiento.

—Hoy no me esperaba que fueran a reclutarme.

—Sí, y que sea la pasma, además —contestó Collingswood. Iba echando bocanadas de humo y le dedicó una sonrisita. Seguían sin pedirle que dejara de fumar.

—Queremos tenerlo en el bando correcto, Billy —dijo Baron—. Podría ayudar a Vardy. Se conoce la teoría. Comprenderá todo lo que tenga que ver con el calamar. Siempre empezamos cualquier investigación por las creencias, pero la biología va a tener su parte en todo esto. ¿Sabe? Tengo que decírselo. —Se recolocó, como si fuera a abordar un tema peliagudo—. Puede que haya oído decir algo, hay una antigua máxima que dice que si estás buscando al culpable, hay que empezar por el que ha encontrado el cuerpo. Y además usted tenía acceso al tanque.

A Billy se le pusieron los ojos como platos. Hizo ademán de levantarse. Baron tiró de él para que volviera a sentarse, riéndose.

—Siéntese, pardillo —dijo—. Lo único que digo es que, si quisiéramos, podríamos enfocar todo esto de una forma muy distinta. Dónde estaba usted la noche de, etcétera, y todo eso. Pero usted y nosotros podemos hacernos un favor mutuo. Nosotros queremos su perspicacia y usted quiere protección. Todos salimos ganando, amigo.

—Entonces, ¿por qué me amenaza? —dijo Billy—. Y ya se lo he dicho, yo no tengo perspicacia…

—¿Me va a decir —interrumpió Baron ladeando la barbilla con cara de «Venga ya»— que no es consciente de lo formidable de ese puto bicho?

—¿Del calamar?

—El Architeuthis de las narices, Billy Harrow, sí. El calamar gigante. Esa cosa metida en un bote. Eso. Lo que se han llevado. Lo que estaba y ya no está. ¿De verdad le sorprende que alguien lo idolatre? ¿No quiere hacerse otra idea del porqué? ¿Cómo están las apuestas? Usted sabe que ahora mismo están pasando cosas. ¿No quiere saber más?

—Hay una nueva vida y nuevas civilizaciones —dijo Collingswood. Se retocó el maquillaje con la ayuda de un espejito de bolsillo.

Billy negó con la cabeza, exclamando:

—¡Su puta madre!

—Para nada —dijo Collingswood—. Eso es otra unidad.

Billy cerró los ojos, los abrió al oír el sonido de los vasos vibrando sobre la mesa. Collingswood y Baron cruzaron una mirada.

—¿Acaba de…? —dijo Collingswood. Volvió a mirar a Billy con interés.

—Sabemos que ha estado intranquilo —dijo Baron con tacto—. Eso lo convierte en un firme candidato a…

—¿Intranquilo? —Billy pensó en el hombre embotellado—. Es una forma de decirlo. ¿Y ahora quieren que… que me ponga a buscarles cosas? ¿Es eso?

—Para empezar.

—Me parece que no —dijo Billy—. Prefiero irme a casa y olvidarme de todo esto, sea lo que sea lo que está pasando.

—Ya —dijo Collingswood. Echó una calada. La luz baja se reflejaba en sus adornos dorados—. Como si fueras a olvidarte. Como si pudieras olvidarte de algo como esto.

Se meció en su asiento.

—Pues que tengas suerte, tron.

—Nadie duda de que lo preferiría —dijo Baron—. Pero, ah, lo que se dice elección, no todos la tenemos. Aunque a usted no le interese el asunto, el asunto sí que está interesado en usted. Vamos a dejar el tema de lado un instante.

»La cuestión, Billy, es que deberíamos estar pasados de moda. La UDFS se creó un poco antes del 2000. Lo hicieron deprisa y corriendo, a partir de otras dos unidades ya existentes. Se suponía que iba a ser algo temporal. Era el milenio: esperábamos que unos cuantos devotos chalados le prendieran fuego a la sede del Parlamento. Que sacrificaran a Cherie Blair a sus machos cabríos supremos, algo de eso.

—Ahí no hubo suerte —dijo Collingswood. Hizo esa cosa de echar el humo a la francesa. Por desagradable que resultara, Billy no pudo quitarle los ojos de encima.

—Cero patatero —siguió Baron—. Algo de sodomía barata, pero el gran estallido de…, bueno, de milenarismo con el efecto 2000 que nos esperábamos… no sucedió.

—Por lo menos, no entonces —dijo Collingswood.

—Ni siquiera me acuerdo del cambio de milenio —le dijo Billy a la agente—. ¿No estaban viendo los Teletubbies?

Collingswood sonrió.

—Ella tiene razón —dijo Baron—. Todo se retrasó. Vino después. Al final acabamos más liados que nunca. Mire, a mí me importa un bledo lo que quieran hacer esos grupos, siempre que se lo guarden para ellos solitos. Se pueden pintar enteros de azul y follarse un cactus, pero que lo hagan de puertas para adentro y sin involucrar a civiles. Vive y deja vivir. Pero no es eso lo que nos causa problemas.

Golpeó con un dedo sobre la mesa con cada una de las palabras que pronunció a continuación:

—Todos esos grupos no son más que revelaciones, apócrifos…

—Siempre se reducen a lo mismo —dijo Collingswood.

—En parte sí —dijo Baron—. En cualquier libro sagrado, es el último capítulo lo que despierta nuestro interés.

—Juan el Teólogo de los cojones —dijo Collingswood—. El puto pim pam pum.

—Adonde quiere llegar mi compañera es a que nos enfrentamos a una oleada de sanjuanes. Una especie de epidemia de más allás. Vivimos —dijo Baron, en un tono demasiado monótono como para delatar humor alguno— en la era de la competencia por el fin del mundo.

—Ragnarök contra la danza de los espíritus, contra Kali iugá, contra Qiyamah, blablablá.

—Eso es lo que llama a la conversión hoy en día —dijo Baron—. Es un mercado de saldos para el apocalipsis. El último grito en herejía armagedónica.

—Durante siglos no fue más que palabrería —dijo Collingswood—. Pero de pronto llegó un buen día, y desde entonces han empezado a pasar cosas de verdad.

—Y siguen insistiendo en que lo que va a pasar es su apocalipsis —dijo Baron—. Y eso significa problemas. Porque tienen una lucha entre manos.

—¿Qué quiere decir con que «han empezado a pasar cosas»? —preguntó Billy, pero entre que tenía un lío mental que no se aclaraba y el hecho evidente de las imposibilidades, el tono sarcástico que le quiso dar a la frase no acabó de cuajar. Collingswood dio un codazo al aire y se frotó los dedos como para indicar que sentía algo, como si el mundo le hubiera dejado huella.

—Cuando se ponen de acuerdo en algo, señal de que hay que empezar a preocuparse —dijo—. Los profetas. Eso es lo último que nos interesa que hagan los profetas de los huevos. Aunque no estén de acuerdo en los detalles, especialmente si no lo están. ¿No has oído hablar de esos encapuchados y antisociales que la liaron parda en Londres Este?

Sacudió la cabeza.

—Unos Hermanos de Vulpus se metieron con una panda de druidas. Feo, feo. Esas hoces son afiladas. Y dale con cómo va a acabarse el mundo.

—Estamos al límite de nuestras posibilidades, Harrow —dijo Baron—. Claro que hacemos otras cosas: sacrificios de chiquillos, crueldad contra los animales, qué sé yo. Pero la acción está en el fin del mundo. Cada día es más difícil manejar los rumores sobre el apocalipsis. No damos abasto. Le estoy siendo franco. Por no hablar de que ahora ha pasado algo así de gordo. No me malinterprete, yo tengo tan poco tiempo para galletas de la fortuna como usted. Aun así. Hace poco, la mitad de los profetas de Londres empezaron a saber, a saber, recalco, que el mundo va camino de terminarse.

No parecía que estuviera parodiando esa certeza.

—Y que me cuelguen si sé de qué va todo eso, pero entonces, de repente, la cosa se definió mucho más. Corrió la voz cuando pasó lo que usted ya sabe.

—Que tu calamar hizo puf —dijo Collingswood.

—No es mi calamar.

—Ah, pero sí que lo es —dijo ella—. Venga, sí que lo es.

Lo dijo de una manera que hizo que lo sintiera como suyo.

—Volvió a pasar —le dijo Collingswood a Baron—. Volvió a estar cerca.

—Metieron en el ajo a la ciudadanía —dijo Baron—. Y a eso no hay derecho. Nosotros nos desvivimos por mantener a los civiles al margen. Pero si el asunto le salpica a alguien como usted, alguien con conocimientos, quiero decir, bueno, entonces sacamos provecho.

—Algunos fichajes nos salen mejor que otros —dijo Collingswood.

Observaba a Billy atentamente. Se le acercó un poco más.

—Abre la bocaza un momento —le dijo.

Ni siquiera se planteó la posibilidad de negarse. Ella miró más allá de su dentadura.

—No deberías haberles contado a tus colegas lo del calamar —dijo—. No deberías haber podido.

—Vardy no me necesita —dijo Billy—. Puede investigar todo esto él solito. Y yo no los necesito.

—El profesor puede llegar a resultar algo fastidioso, lo sé —dijo Baron. Le cogió un cigarrillo a Collingswood.

—Su forma de hablar —dijo Billy—. Sobre la gente del calamar. Era como si fuera uno de ellos.

—Ahí ha metido el dedo en la llaga —dijo Baron—. Es exactamente como si fuera uno de ellos. Tiene una pequeña revelación.

—Hay que estar dentro para conocerlos —dijo Collingswood—. Vaya que sí.

—¿Cómo? —dijo Billy—. ¿Era uno de…?

—Hombre de fe —dijo Baron—. Creció como un ultra renacido. Creacionista, literalista. Su padre era un anciano. Estuvo años metido en eso. Perdió la fe, pero no el interés, por suerte para nosotros, y tampoco el chirumen. Cada grupo que investigamos, él lo entiende como un converso.

Se golpeteó el pecho con el pulgar.

—Porque, por un momento, lo es.

—Es más que eso —dijo Collingswood—. No solo lo entiende.

Sonrió a Billy con la boca llena de humo. Se llevó el dedo a los labios, como si estuviera susurrando, pese a no estar haciéndolo.

—Lo echa de menos. Es un infeliz. Antes no tenía que lidiar con toda esta mierda de realidad fortuita. Está cabreado con el mundo por no tener dios ni objetivo, ¿me sigues? Mañana mismo volvería a abrazar la fe, si pudiera. Pero ahora es demasiado listo.

—Esa es la cruz que tiene que soportar —dijo Baron—. ¡Bum, bum! Muchas gracias.

—Sabe que la religión es una gilipollez —dijo Collingswood—. Solo que le gustaría que no lo fuera. Por eso comprende a esos tarados. Por eso los persigue. Echa de menos la pura fe. Está celoso.