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—Lo habéis dejado marchar —dijo Fitch—. Teníamos al Tatuaje y lo habéis dejado marchar.

—No me vengas con esa mierda —dijo Billy—. Cierra la boca. Paul no es el Tatuaje.

—No íbamos a dejar que lo mataras, Fitch —dijo Dane.

—No íbamos a matarlo.

—Te hemos visto —dijo Billy—. Ni siquiera podías mirarlo a los ojos. No te hagas el inocente, ya sabemos lo que le hiciste a Adler.

—Cualquiera podría echarle el guante a Paul, y entonces estaríamos todos metidos en un lío —dijo Fitch—. No tenemos intención de hacerle daño, pero no pienso pedir disculpas por mantener abiertas todas las opciones…

—¿«Todas las opciones»? —dijo Billy, más o menos gritando.

—¿Qué? —le dijo Saira a Fitch.

—Teníamos a uno de los dos reyes de Londres aquí mismo —dijo Fitch. Estaba temblando—. Responsable de sabe Dios cuántas cosas. Teníamos que estar preparados para estabilizar la situación. ¿Qué podíamos hacer?

—No me puedo creer que esté oyendo esto —dijo Saira—. No somos asesinos.

—Menudo drama. —Fitch trataba de no parecer arrepentido.

—No ibas a dejarlo marchar —dijo Billy—. ¿No te parece que ya se ha pasado bastante tiempo siendo propiedad de otro?

—Había un debate pendiente —dijo Fitch.

—Me lo imagino —dijo Billy—. Paul se habría opuesto rotundamente a aquellos que propusieran su encarcelación o muerte como la opción menos mala. Me juego lo que sea a que habría secundado con firmeza a los que no se inclinaran por esa postura.

—¿Queréis escucharme todos? —dijo Fitch—. Paul sabe dónde estamos.

—¿De qué me hablas? —dijo Billy. Hizo un gesto que abarcaba más allá del camión—. Yo estoy aquí y ni siquiera sé donde estoy.

—Sabe cómo viajamos; ha visto el vehículo. Si el Tatuaje vuelve a recuperar su dominio sobre él, y ya lo ha hecho antes, entonces reunirá toda su fuerza y sus apoyos y tendremos un serio problema. Tenemos que dar por hecho que estamos comprometidos.

* * *

Podría estar pasando de una noche a la siguiente, saltándose el día por completo, de tanto tiempo que parecía estar durando esa oscuridad. A Paul no le importaba. Le gustaba así. Procedía alejado de los ruidos, respiraba hondo y rastreaba cualquier silencio de Londres que encontrara. Estaba aterrorizado, enfervorizado. Era la primera vez en años que caminaba sin carabina ni amenaza, que era él quien decidía hacia dónde ir.

Entonces, ¿hacia dónde ir? Siguió corriendo durante mucho tiempo. Había infinidad de gente corriendo aquella noche, por lo que pudo comprobar. Los vislumbraba en los cruces, en las rotondas, escapando de cualquiera que fuera la catástrofe que los perseguía.

A pesar de los años de esfuerzo dedicados a insensibilizarse ante los actos ordenados y cometidos por la tinta que llevaba a la espalda (recuerdos de asesinatos cometidos detrás de él, los gritos de aquellos que tuvo muy cerca y a los que no vio morir), Paul había asimilado varios trucos de criminal. ¿Cómo evitarlo? Sabía que la mayoría de huidos volvían a ser capturados porque subestimaban la distancia que tenían que recorrer para escapar antes de reducir la marcha, de modo que se limitó a seguir corriendo.

Con la mano mantenía cerrado el recipiente que contenía la tinta. Sentía cómo el líquido le mordía el pulgar cuando le salpicaba él. Estaba demasiado débil para hacer otra cosa. Sabía que no solo lo buscarían los londromantes, sino también los antiguos secuaces del Tatuaje, que echarían de menos a su jefe. Sabía que darían con él.

Goss y Subby debían de estar buscando. Si los comprabas, los comprabas. Debían de estar rabiosos por volver a estar al servicio de la ilustración que llevaba él detrás.

Esta vez, Paul acabaría tullido. Sabía que lo dejarían ciego, que le darían una paliza hasta dejarlo sin piernas, que lo obligarían a tomar gachas vitaminadas sin la lengua, que no le permitirían conservar.

Al final acabó por reducir la marcha. No estaba cansado. Inspeccionó los alrededores.

—¿Te está volviendo loco? —susurró, para que solo su piel pudiera oírlo—. ¿No saber lo que está pasando?

Ciego y mudo.

—Seguramente notarás que estoy corriendo.

Oyó cristales rompiéndose. Sintió percusiones hechizadas, de las que los noticiarios, presos de la exaltación, probablemente informarían como cócteles Molotov. Paul saltó una verja de acero para acceder a una esquina cubierta de maleza entre dos calles, un lapso verde, demasiado pequeño para ser un parque. Como un animal huido, acurrucado para ocultarse de la mirada de los inmuebles, se tendió entre los arbustos a pensar.

El Tatuaje permanecía callado. Por fin Paul se puso en pie. El Tatuaje estaba tranquilo. Colocó ante él el pequeño recipiente del que se había apropiado. Se quedó mirándolo como si fuera a unir su suerte a la de aquel adversario de su piel atormentadora, como si fuera a colaborar con Grisamentum. Observó que la tinta lo observaba a su vez.

Le susurró:

—Gracias por la oferta —dijo—. Gracias. Por, ya sabes. Avisarme. Y decir que cuidarías de mí. Gracias. ¿Crees que voy a dejar que seas tú el que me gobierne?

Se levantó. Se bajó la bragueta y orinó de cualquier manera dentro del diminuto bote, disipando y salpicando el diminuto yo del rey de la ceniza de Londres, acabando con él de una meada.

—Que te jodan —susurró—. Que te jodan a ti también. Que te jodan igual que a él.

Cuando terminó, en el bote no quedaba más que su orín. Sacó el papel sobre el cual Billy había dejado que Grisamentum se escribiera a sí mismo. Un viento muy útil agitó las últimas hojas adheridas, permitiendo que una farola lo iluminase directamente. Paul revisó hasta el último papel que tenía. Recabó información acerca de Billy a partir de esos restos de su mochila. Una tarea detectivesca, hecha a base de retales. Comprendió algunas cosas.

Se quedó con un papel. Se sentó, de espaldas a la verja, y lo leyó y lo releyó muchas veces. Lo dobló y se lo llevó a la cabeza, y pensó y pensó.

Al final, andando por las calles con sus andrajosas Converse, encontró una cabina telefónica. Pasó por varias empresas tapadera, a cobro revertido, incluso entonces, esa noche, antes de contactar con el número del papel. Era un buzón de voz.

—Tengo el folleto que has puesto aquí —dijo. Se aclaró la garganta—. ¿Eres Marge? Tengo tu folleto. Sé dónde está Billy. ¿Quieres que nos veamos? Ya sé que esta noche está siendo rara, pero o es ahora o no sucederá. Esperaré aquí. Este es el número. Llámame cuando oigas esto.

Lo dio.

—Necesito que vengas a recogerme, y necesito que vengas ya. Te lo contaré todo.

Al final, aunque de forma vacilante, el Tatuaje se crispó. El movimiento coincidió, ya fuera o no por casualidad, con una terrible contracción de la historia. Todo el mundo lo notó. Un recalentamiento, una quemazón y una desaparición. La historia se estaba chamuscando.

* * *

—¿Lo habéis notado? —dijo Fitch.

Si Paul sucumbía a lo que llevaba encima y el Tatuaje se reorganizaba y volvía a por ellos, estaban acabados. Los londromantes estaban de acuerdo. O quizá Paul llegara incluso a colaborar con Grisamentum, las pocas gotitas que tenía en su poder, llevarlas con el resto del líquido criminal, en cuyo caso también sería el fin.

—¿Qué clase de alianza sería esa? —dijo Billy.

Nadie lo oyó, entre la mezcolanza de argumentos solapados. Fitch gritando a Dane y a Billy por dejar escapar a Paul, pasando a continuación a murmurar. Dane respondiéndole con un gruñido verdaderamente pavoroso, y renunciando repentinamente para asomar la cabeza por la trampilla o por la ventanilla y susurrándole a Wati, quien, si se despertaba en la muñeca, no decía nada que los demás pudieran oír. Londromantes gritándole a Fitch, a pesar de ser quien era, por el plan que aún les costaba creer que pudiera haber contemplado. Saira no decía nada.

—Sencillamente, hay demasiados peligros —dijo Fitch—. Está desequilibrado. Ahora el Tatuaje vuelve a estar suelto. A la primera ocasión que se le presente, se va a dirigir a Goss y a Subby. ¿Lo entendéis? Vendrán a por nosotros…, y nosotros no seremos los únicos que moriremos.

No podían consentir que sucediera. Tenían que mantener al kraken a salvo del fuego inminente.

—¿Qué hemos dicho delante de él? —preguntó alguien.

—No lo sé —dijo Fitch—. Tenemos que llevar al kraken a un lugar seguro.

—¿Y qué puto lugar propones tú? —dijo Dane—. Está empezando.

—¿Es que no lo entendéis? —dijo Saira—. Solo podíamos mantenerlo seguro mientras nadie supiera que éramos nosotros, y mientras no se supiera dónde estábamos. Bien, pues ahora las dos peores personas del mundo lo saben.