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Había algunos hospitales famosos por mantener una actitud abierta, por no hacer preguntas acerca de heridas y enfermedades peculiares. Había alas reservadas, donde se podía recibir tratamiento contra el likundu, contra el mal del puzle, donde no se expulsaba a nadie si un paciente sufría arrebatos de desfase con el mundo. Allí dejaron a los londromantes más malheridos, entre advertencias susurradas de que las balas que llevaban incrustadas podían eclosionar.

Amarraron a Dane sobre la cubierta del camión como si de un Odiseo se tratara. A medida que el camión avanzaba en su travesía, él recibía embestidas, y se iluminaba y oscurecía. Dane sostenía en alto a su Kirk y lo ondeaba, pronunciando el nombre de Wati. Lo convirtió en una antena. Pasó mucho tiempo hasta que Wati lo encontró.

—Oh, Dios mío, Dane —dijo de pronto la figurita.

—Wati, ¿dónde has estado?

Dane golpeó la compuerta. Billy sacó la cabeza. El viento le hizo parpadear. A su alrededor, la ciudad como algo gordo, tambaleándose al borde de un ataque al corazón. La estatuilla tosió, como si tuviera algo atascado en su inexistente garganta, como si tuviera dañados sus inexistentes pulmones.

—¿Te has enterado de lo de los londromantes?

—Oh, tío —dijo Wati—. He estado, oh, Dios mío. Nos han hundido, Dane. Han traído esquiroles. Goss y Subby han vuelto.

—¿Os están atacando a vosotros? —dijo Billy—. ¿Aunque no esté el Tatuaje?

—La mayoría de la gente del Tatuaje debe de estar jodida —dijo Dane—. Pero si Goss y Subby siguen con ello…

—Griz tiene pistogranjeros trabajando para él.

—Es él —dijo Dane—. Es él el que está provocando la guerra. Grisamentum… ¿Por qué los londromantes?

—Espera —dijo Wati—. Espera.

Más tos.

—No puedo moverme como debería. Por eso me ha costado tanto encontraros.

—Tranquilízate —dijo Dane.

—No, espera —dijo Wati—. Oh, Dios, Dane, no te lo han contado, ¿verdad? No es solo la huelga ni la Piedra de Londres. Ahora ya no hay neutrales.

—¿Qué quieres decir?

—No han sido solo los londromantes. También han ido a por tu gente.

—¿Qué? —dijo Dane.

—¿Qué? —dijo Billy. Ese ostentoso asalto a los camaradas de Fitch, como si estuviera pensado para que se viera—. ¿Quién? ¿Goss y Subby? ¿A quién han…?

—No. Pistogranjeros. A por los krakenistas. Han atacado tu iglesia.

* * *

Dane robó un coche. No quiso que nadie lo acompañara, salvo Billy.

—Ni siquiera tenían a nadie ahí fuera —repetía Dane sin cesar, dando manotazos contra el salpicadero—. Agacharon la cabeza. ¿Cómo ha podido nadie…? ¿Por qué?

—No lo sé.

—Yo fui el único, y no soy…

—No lo sé.

A la entrada de la iglesia de la comunidad se había formado un pequeño grupo. Expresaban su disgusto ante las llamas que salían de las ventanas, los cristales rotos, los grafitis obscenos que ahora la cubrían.

«Gamberros». «Espanto». Dane se abrió paso entre ellos y entró. El vestíbulo estaba hecho trizas. Se parecía mucho al aspecto que habría presentado de haber sido los perpetradores una panda desbocada de mentecatos. Dane cruzó el trastero y abrió la trampilla. Billy podía oír su respiración. Había sangre en los corredores de abajo.

Allí, en aquel complejo excavado, estaban las ruinas que había dejado el verdadero ataque. Muy distinto al estúpido despliegue de arriba.

Había cuerpos por todos los pasillos. Estaban perforados y empapados en sangre, huéspedes de pequeñas balas de larvas removiéndose. Los había que parecían haber sido asesinados de otras formas: aporreados, por asfixia, humedad y magia. Billy avanzaba, como en una película ralentizada, por entre la carnicería. Los cuerpos destrozados de la antigua congregación de Dane yacían abandonados como desechos.

Él se paraba a tomar pulsos, pero sin urgencia. La situación estaba clara. No había más ruidos que sus pisadas.

Los escritorios habían sido registrados. Aparte de barro, en algunos puntos del suelo había aviones de papel pisoteados, como el que había puesto a Dane sobre aviso de la atención de Grisamentum. Billy recogió dos o tres de los que estaban más limpios. En cada dardo plegado quedaba el resto o el borrón de un dibujo en tinta verde: una palabra cualquiera, un símbolo, dos ojos esbozados.

—Grisamentum —dijo—. Es él. Él los envió.

Dane lo miró sin el menor signo de emoción.

En la iglesia, ante el altar, estaba el cuerpo, cosido a balazos, del teuthex. Dane no emitió ningún sonido. El teuthex yacía detrás del altar, con la mano derecha estirada hacia este. Dane abrazó con delicadeza al muerto. Billy lo dejó solo.

Como si fueran flechas dibujadas en el suelo, más aviones caídos señalaban sin ton ni son en dirección a la biblioteca. Billy las siguió. Cuando empujó la puerta se detuvo, en lo alto del pozo de estanterías, y se quedó mirando.

Desanduvo el camino hasta donde Dane lloraba a sus muertos. Esperó todo lo que pudo aguantar.

—Dane —dijo—. Necesito que veas esto.

Los libros no estaban. Todos y cada uno de los libros habían desaparecido.

* * *

—Eso debe de ser lo que han venido a buscar —dijo Dane. Contemplaron el abismo de palabras vacío—. Quería la biblioteca.

—Está… Grisamentum debe de estar investigando al kraken —dijo Billy.

Dane asintió.

—Por eso debe de ser que… ¿Te acuerdas cuando quería que nos uniéramos a él? Por eso. Por lo que yo sé. Y tú. Tanto si lo sabes como si no.

—Se lo ha llevado todo. —Siglos de gnosis cefalópoda disidente.

—Grisamentum —susurró Dane.

—Es él —dijo Billy—. Sea lo que sea, es su plan. Él es el que quiere al kraken, y quiere saberlo todo sobre él.

—Pero no lo tiene —dijo Dane—. Así que ¿qué va a hacer?

Billy descendió por la escalera de mano. Tenía sangre de algo en las gafas. Movió la cabeza.

—No puede leerse ni siquiera una fracción de esto. Tardaría siglos.

—No sé dónde está.

Dane cerró sus manos en puños y los levantó, y solo pudo volver a bajarlos otra vez.

—Si la última vez que lo vi fue… —Dane no sonrió—. Justo antes de su funeral.

—¿Por qué será que no lo vemos? —dijo Billy—. Solo a Byrne.

—Está escondido.

—Sí, pero incluso cuando fue… como cuando lucharon contra el Tatuaje. El Tatuaje estaba allí. Uno pensaría que para una noche como esa Grisamentum se presentaría en persona. Sabemos que debe de estar desesperado por ponerle las manos encima al kraken.

—No lo sé —dijo Dane. Pasó la mano por los anaqueles. Billy estaba leyendo las extrañas palabras y examinando las curiosas figuras que aparecían en los aviones de papel que había recogido. Dane descendió, arrastrando polvo con los dedos. Se volvió y miró a Billy, que estaba quieto, con la mirada fija en los aviones.

—¿Te acuerdas de lo que dijiste sobre cuando Grisamentum murió? —dijo Billy—. ¿De cuando fue incinerado?

—No.

—Es solo…

Billy miró un borrón de tinta. Lo movió y siguió mirándolo con atención.

—Esta tinta —dijo—. Es más verde de lo que te imaginas. Es…

Levantó la vista y clavó los ojos en los de Dane.

—Fue Cole el que llevó a cabo su incineración —dijo Dane al fin. Ascendió.

—Así es —dijo Billy, sin apartar la mirada de él—. ¿Recuerdas la clase de fuegos a los que se dedica?

Miraron el papel. Se agitó como azotado por una pequeña ráfaga de viento. No había viento.

—Kraken —murmuró Dane.

Y Billy dijo:

—Mierda.

* * *

Cuando Grisamentum descubrió que se estaba muriendo, eso debió de ofenderlo. No existía ninguna técnica que combatiera el perjuicio de su propia sangre. No estaba interesado en dejar herederos: su deseo no era dinástico, sino ostentar él mismo el poder.

La historia estaba salpicada de mujeres y hombres cuya firmeza había obligado a sus yos espirituales a regresar para seguir con sus asuntos, que habían encajado sus mentes en un huésped tras otro, que habían escapado a la muerte por pura tenacidad. Pero no eran esos los dones de Grisamentum. Byrne era buena, su experiencia, indispensable; su compromiso con el proyecto, repentinamente personal; pero ella no podía desovillar la muerte misma. Solo podía hacer filigranas con ella, en cierto modo.

—Joder, debió de hacer… otros preparativos —dijo Billy.

Planeó su funeral, su discurso, las invitaciones, los desaires, pero eso, la propia muerte, siempre fue el plan B. ¿Cómo, les habría dicho a sus especialistas, podríamos saltarnos lo desagradable?

¿Fue cuando tomó la decisión sobre el espectáculo de la incineración que algo sucedió? Tal vez estuviera escribiendo el orden de su servicio. Quizá, esbozándole instrucciones a Byrne, empezó a mirar la pluma que sostenía, el papel, la tinta negra.

—Eran piros, los tipos con los que trataba —dijo Billy—. Y nigros. ¿Y si Byrne no hubiera estado, ni mucho menos, hablando con él a distancia cuando la vimos? ¿Te acuerdas de cómo escribía?

Mostró sus ojitos.

—¿Por qué hay aviones de papel aquí? ¿Te acuerdas de cómo nos encontró, para empezar? ¿Por qué es verde esta tinta?

Grisamentum había ardido vivo, en esa variante del fuego de la memoria, trucada temporal y psíquicamente, esa amalgama de experiencias: la de los piros; la de Byrne, su perspicacia muertista. Pero él no había llegado a morir del todo. Nunca murió. Esa era la cuestión.

Horas después, una vez se hubieran marchado los dolientes, habría sido recuperado. Era ceniza. Pero nunca murió del todo. Estaba a salvo de su enfermedad, no tenía venas que esta pudiera envenenar, ni órganos que pudiera deteriorar. Byrne (su nombre una súbita broma), debió de llevárselo, del color del carbón en su urna, molido hasta el último fragmento de hueso negro y carbón, hasta convertirse en polvo[1]. Lo mezcló con la base que había hecho preparar: goma, espíritu, agua y un rico hechizo.

Luego ella debió de hundir la pluma en él, cerró los ojos, arrastró la punta por el papel. Para ver la fina línea trazar una caligrafía deshilvanada, una sustancia aprendiéndose a sí misma, ella admirada, entre la lealtad y el regocijo, a medida que la tinta autoescribía: «Hola otra vez».

* * *

—¿Por qué ha hecho todo esto? —dijo Dane. Miraba fijamente el papel. Este lo miraba a su vez, entintadamente—. ¿Por qué quiere que arda el mundo? ¿Porque eso fue lo que hizo él? ¿Quiere venganza contra todo?

—No lo sé.

Billy estaba recogiendo los aviones de papel. Sostuvo uno en alto. La palabra que tenía escrita era «Álamo». En otro, «Atadura». En otro ponía «Teléfono». En letra súper fina. Todos incorporaban unos pequeños ojos garabateados. Ese era el remanente del honor, nostalgia de espurios tiempos de leyenda.

¿Fue siempre una mentira, pensó Billy? ¿Había sido siempre tan salvaje este asesino quebrantador de la neutralidad? ¿Había ocurrido algo que lo hubiera convertido en proveedor de esto? La vastedad de su crimen.

Dane fue pasando de una sala destrozada a otra y reuniendo pedazos de la cultura krakenista, enseres aquí y allá, armas. Algunos de los de la congregación krakenista debían de haber salido, a hacer algún recado, conservando sus vidas, y pronto descubrirían lo que le había sucedido a su religión. Al igual que los últimos londromantes, ahora eran exiliados. Su papa asesinado ante su altar. Pero en esa madriguera, en ese momento, rebuscando entre la basura de los muertos, Dane era el último hombre de la tierra.

¿De dónde venía la luz? Había algunas bombillas que no estaban rotas, pero la iluminación gris de los pasillos parecía sobrepasar los esfuerzos de aquellas pequeñas sepias. La sangre que había por todas partes se veía negra. Billy había oído decir que la luz de la luna hacía que la sangre pareciera negra. Miró a los ojos de uno de los aviones de papel. Le devolvían la mirada. Su papel volvió a agitarse, soplado por ningún viento.

—Está intentando escapar —dijo—. ¿Por qué iban a… él… por qué iba a venir aquí él, y no limitarse a dar órdenes? Está vigilando. ¿Ves lo fina que es esta pluma? ¿Te acuerdas de lo cuidadosa que era Byrne con los papeles en los que escribía? ¿Cómo cambiaba de pluma? Para poder raspar la tinta y extraerla. No debe de quedar mucho más de él.

—¿Por qué iba a querer hacer esto? —gritó Dane. Billy seguía mirando los ojos del papel caído.

—No lo sé. Eso es lo que tenemos que averiguar. Ahora mi pregunta es esta: ¿cómo se interroga a la tinta?