62
Marge no podía oír lo que le decía quienquiera que fuera la otra persona que se le acercó de repente, no entre el animado y espantoso canturreo charlatán. Vio a una mujer joven articulando algo, dirigiéndose a ella mientras se le acercaba con un ademán tan autoritario y arrogante que a Marge le di un vuelco el corazón, y subió, en pleno delirio, el volumen del iPod. El espacio resbaló. Se tambaleó. La vocecilla que tenía en los oídos gritaba el exaltado estribillo de un tema de Belinda Carlisle, y los edificios que rodeaban a Marge se desplazaron a toda velocidad, como una enorme ola. Ella siguió adelante, como una balsa sobre aguas rápidas, incluso riéndose para sí misma, mientras el movimiento continuaba, por lo violento de la reacción. ¿Cómo pensabas hacer frente a cualquier cosa verdaderamente grave que pudiera pasar? No se había dado cuenta de lo tensa y angustiada que se hallaba ante esa promesa de lo irreversible.
Fue cuando estaba recuperando la quietud, pese a lo rara que sonaba esa expresión en su cabeza, puesto que no se había movido (solo la acera que soportaba los edificios colindantes y las pizarras que tenía por encima), cuando el pie que había empezado a descender en otro lugar estaba aún por tocar el suelo, que reconoció a la mujer que había visto. Aquella agente joven, tan grosera.
* * *
La que estaba gritando de frustración mientras el residuo que había sido la presencia de Marge, como de mantequilla fundida, desaparecía crepitando del lugar donde ella se encontraba. Su ruido se vio interrumpido, y se dio la vuelta para convertirse en espectadora del espurio acontecimiento a cuyo desenlace ella había contribuido.
* * *
—¿Qué es eso? —dijo Billy. Los recién llegados vestían botas militares, procedían como soldados. Las calles adyacentes al espacio abierto estaban medio cortadas con vallas, y los motoristas que miraban desde arriba podían haber tomado lo que estaban viendo por trabajadores municipales llevando a cabo alguna necesaria intervención nocturna.
—Budistas de Jesús —dijo Dane—. Esto se pone feo.
Los supremacistas dharmapalistas, adoradores de Christos Siddhartha, amalgamaban a unos Jesús y Buddha de formas muy particulares en un único salvador, acentuando un identitarismo brutal, un sincretismo marcial. Billy oyó una tonada, un leve canto, a medida que las siluetas se iban acercando.
—¿Qué están diciendo? —preguntó.
—Solo uno y medio —dijo Dane. «¡Solo uno y medio! ¡Solo uno y medio!»—. Son a los que van a matar. Por muchos que se lleven por delante.
—¿Cómo?
Citaban el Mahavamsa, la reafirmación de la confianza en el rey Dutthagamani después de que este masacrara a miles de no budistas. «Solo un ser humano y medio ha sido aniquilado aquí a vuestras manos. El resto era infieles y hombres de vidas licenciosas, no merecían más estima que las bestias». Uno y medio eran los que contaban los Budistas de Jesús entre la masa de muertos que dejaban tras cualquiera de sus asaltos, según un recuento escrupulosamente religioso.
—Prepárate. —Dane tenía la pistola en la mano—. No sabemos qué nos espera.
¿Iba a hacer alguien frente a los siddharthianos? Su apocalipsis ganaría por incomparecencia de su adversario, pero entonces, ¿qué? Los espectadores no visibles estaban allí para ver una guerra deífica. Unos artefactos demasiado grandes para ser pájaros, demasiado fáunicos para ser jirones de plástico arrastrados por el viento, se generaron como cresas en la carne muerta.
—Oh —dijo Dane—. Mira.
Al abrigo de una gran pared sin ventanas había un grupo de hombres con cascos. Rodeando a otro hombre. Billy se empapó en adrenalina. El Tatuaje.
—Ha venido igual que nosotros —susurró Dane—. A ver qué es esto.
Estaba el punki con su chupa de cuero agujereada. Dos de los hombres con casco protector lo tenían sujeto, en un callejón que daba al campo de batalla. Miraba en dirección contraria, al vacío, las calles oscuras, mientras el Tatuaje observaba.
—Dios —dijo Billy—. ¿Dónde están Goss y Subby?
—Si es que están aquí… —dijo Dane.
Los siddharthistas estaban montando un rudimentario altar, celebrando ceremonias secretas.
—¿Wati? —Pero este estaba otra vez de ronda—. Si no aparece esa iglesia animal, sea la que sea, nos abrimos.
Se produjo un destello tras las nubes nocturnas, silente. Grabó los contornos de las nubes. Se notó una presión en el aire y los coches siguieron rugiendo. Del altar surgía un desagradable resplandor.
—Ahí viene —dijo Dane.
Por encima de todos ellos, la nube avanzaba veloz. Tomó forma. Coágulos de ella como catedrales se evanescieron, dejando (no era un error) un grumoso perfil antropoide en la materia nocturna, la forma de un hombre, tosca como la raíz de una mandrágora, una gran figura cruciforme sobre la ciudad.
Billy contuvo el aliento.
—Si con esto termina todo —dijo por fin—, no tiene nada que ver con el incendio… ¿Qué hacemos?
—No es asunto nuestro. —Dane estaba tranquilo—. No va a faltar gente que intente pararlo. Si no es más que un apocalipsis cutre, no hay por qué preocuparse.
Entonces la tierra del espacio baldío, los feos arbustos y residuos polvorientos, se alzaron. Hombres y mujeres emergieron de sus camuflajes y se apresuraron a revelarse.
—Han estado ahí todo el rato —dijo Dane—. Buena jugada. Y ¿quiénes son?
* * *
Los que salieron de sus agujeros iban vestidos de cuero, con correas cruzándoles el pecho en bandolera. Rodearon a los Budistas de Jesús. El hombre nube se cernía, amenazante.
—Mierda —dijo Dane.
Se volvió hacia Billy.
—Qué pérdida de tiempo —dijo, inexpresivamente—. Esos son la Camada. Nada que ver con el kraken. Es otro animal.
—¿Cómo? ¿En serio?
—Aquí no hay nada que ver.
—… Sabíamos que era una apuesta arriesgada —dijo Billy.
Desde su base de poder en Neasden, la Camada SV veneraba a un hurón mofeta, dios de la guerra. Su inflexible ontología imposibilitaba en última instancia su iteración como un deva entre muchos en el hinduismo a partir del cual se creó tenazmente a sí mismo, y los miembros de la Camada se habían vuelto monoteístas, en su forma más reduccionista. La inspiración de la Camada en el sur de la India, su predilección por los modos de combate de Kerala, concedían a los Christos Siddharthanos un pretexto para prejuzgar: gritaron «¡Tamiles!» cuando la Camada se acercó, como si fuera un término derogatorio. Sacaron pistolas.
—Menuda mierda —murmuró Dane—. Huronistas contra racistas. Esto no es el fin del mundo.
¿Realmente se podía sentir la mano del destino mientras se apuntaba con una pistola Glock? Los siddharthistas no permitirían que la caballerosidad se interpusiera en el camino de su cólera budista. Dispararon. Unos camadistas cayeron y los demás saltaron, desenrollándose los cinturones metálicos. Eran urumis, espadas látigo, hojas de metros de longitud, finas como cintas y filos de cuchillo, que hacían restallar en las ágiles posturas retorcidas del kalarippayatt, abriendo harapientas rejillas en las ropas azafrán de su enemigos, dibujando líneas rojas con tal velocidad que las víctimas tardaban segundos en gritar.
Una sinuosa presencia mustélida se enroscaba y desenroscaba del polvo y la nada en el terreno yermo.
—¡Pensamientos rojos, dientes blancos! —recitaba la Camada—. ¡Pensamientos rojos, dientes blancos!
(Ese más allá hurónico, tan largamente esperado, había permanecido eternamente distante, hasta que el acuciante y trucado empellón de la UDFS había colaborado en la asistencia al parto del pequeño Ragnarök del culto. Todo para sacar a quien fuera de donde estuviera escondido).
—Dios mío —dijo Billy. Pasaban coches. ¿Qué veían? ¿Una pelea de bandas? ¿Adolescentes? ¿Nada? Seguro que la policía estaba de camino.
—Vamos a separarnos —dijo Dane.
Dos figuras apocalípticas colisionaron sobre los desperdicios, mientras sus seguidores se enfrentaban a muerte. Las funciones deíficas luchaban, una tempestad infrecuente.
—Llegan tarde —dijo Dane, desandando lo recorrido por debajo de un puente.
—¿Quiénes?
—Los que tengan que parar esto. —Dane hizo chasquear la lengua.
—Espera —rezongó Billy—. Quiero ver luchar a los apocalipsis.
Pero Dane lo apremió a que se pusiera en marcha, así que, de mala gana, Billy le dio la espalda a la batalla celestial y continuó por el hueco sanitario. Por los márgenes del claro, habían aparecido otras figuras.
—¿Quiénes son esos? —dijo.
—Alguna panda de elegidos —dijo Dane sin mirar—. Ya era hora, joder.
En alguna parte, no muy lejos, suponía Billy, Baron, Collingswood y los que tenían que haber sido sus compañeros estaban trasladando a los heridos y a los muertos a hospitales secretos. Quienquiera que fuera a salvar la ciudad pondría coto a esos pequeños Götterdämerungen.
—¿Has oído algo? —dijo Billy.
¿Más ráfagas de esas, las cosas que se movían como plástico? Sí, pero también otra cosa. Por debajo de ellos había reclamos animales, gemidos, un jadeo de zorro.
—Nos han olido —dijo Dane apurado. Del callejón se levantaban cosas. Un algo compuesto subía desde allí. Palomas, pájaros de Londres, grises y de patas zopas, moviéndose en febriles bandadas por un escondite de niebla que Dane había trucado, emitían llamadas palomares, presas de un pánico agresivo. Las palomas los bombardeaban con arrebatos de inmundicia hecha de plumas y garras.
—Allí —oyó Billy.
—Mierda, el fuego de Cole nos ha marcado —dijo Dane—. Vamos.
Algo se elevó desde el suelo. Un temblor impactó en el hormigón. Los tornillos que sujetaban la pasarela empezaron a soltarse.
—¡Mierda! —gritó Billy—. Nos van a hacer caer.
Descendieron a la primera escalera, en una caída controlada. Alguien estaba proyectando sus poderes contra ellos. Billy y Dane esquivaron el campo de batalla, pasaron junto a magos patidifusos, puestos a cubierto, y profetas novatos. Las aves seguían acosándolos, adoptando una especie de forma sauria global.
* * *
Desde luego, lo que quedaba meridianamente claro es que las cosas no estaban adoptando la forma más deseada. Siempre supo que su plan era un poco arriesgado, pero había seguido con él de buena fe. No se le antojaba una estupidez, valía la pena intentarlo. Collingswood, pataleando aún ante la evasión ridículamente experimentada de Marge (¿A quién le estás gorroneando el truco, colega?), no se esperaba que los finales predilectos de Vardy y suyos se desvanecieran.
Le chilló al agente que le habían asignado como compañero para que espabilara, le chilló a Baron a través del micrófono que llevaba escondido, para que le diera órdenes y sugerencias, pero ya fuera a causa de la electricidad estática, la magia o su angustia, solo había silencio. Si estaba disponiendo algo, ella no tenía ni idea de qué era. No sabía dónde encontrarlo. Saber que había otras cuantas células policiales diseminadas contemplando cómo se desarrollaba todo aquello no la reconfortaba. Y si hasta ella estaba pasando un mal trago…
—¡Mueve el puto culo y ven aquí!
El joven procuró obedecer. Él no pertenecía al Comando Especial de Armas de Fuego. Nada de armas. Ella había protestado en su día. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, llevarle el bolso? Lo único que estaba haciendo en realidad era mirar el cielo en guerra.
—… Tatuaje… incon… no sé… condenado… —dijo Baron, o algún imitador de Baron, morador de las ondas. Ella ya había pasado antes por esto.
—Jefe, ¿dónde está?
No habría podido decirle a Baron a la cara que estaba de acuerdo con él, pero desde luego le habría encantado que Vardy no hubiera desaparecido también en esa puñetera noche, precisamente.
—… aje está aquí —dijo—. El Tatuaje está aquí.
* * *
Dane enfiló hacia el laberinto de Londres. Billy y él estaban siendo pastoreados, de un modo brillante, por las palomas que creían estar esquivando. En una pequeña plaza a la que daban casas sin iluminar y resguardada por árboles sin hojas, unos hombres y mujeres, uniformados como empleados municipales, salieron de entre las sombras. Portaban sopladores de hojas, motores a la espalda, mangueras para apartar de la acera las hojas caídas. Apuntaban sus artilugios como si fueran absurdas pistolas. Enviaban ráfagas de hojas hacia Dane y Billy.
—¿Qué coño es esto? —dijo Billy. Las hojas lo abofeteaban. Los sopladores se desplazaban en una meticulosa formación, mientras la masa de hojas se iba convirtiendo en un remolino, como una bola de cebo acorralada por los tiburones. Los hombres y mujeres se fueron juntando entre sí, como un colectivo de titiriteros. Las hojas que iban esculpiendo con sus maquinas de aire iban adoptando la forma de un hombre, de tres metros de altura, hecho de torbellinos a partir de residuos de árboles.
—Arreadores de monstruos —dijo Dane. Un rápido giro de las máquinas y la cabeza del hombre se transformó en la de un toro. Los cuernos eran tubos de hojas—. Fuera de aquí, vamos.
Los hombres y mujeres hicieron que la figura estirara el brazo. A punto estuvo de cerrar sus dedos de hojas racheadas sobre Dane, pero él lo evitó. El minotauro confeccionado con hojas golpeó las piedras del arcén con su puño arremolinado, y estas crujieron. Esta vez no vino ningún mnemophylax. Billy disparó y el rayó del fáser no hizo otra cosa que lanzar algunas hojas al viento. Dane dijo:
—Byrne.
La visir de Grisamentum estaba suspendida como un arácnido en la pared. Su rostro denotaba una visible indignación. Dio un salto y fue tras ellos, atravesando directamente el minotauro, que recompuso el agujero que ella dejó.
Dane retrocedió hacia los pasos elevados, donde los espectadores se disgregaron con la aparición de la figura de hojas.
—Espera —gritó Billy abruptamente.
Se desvió un momento, trazó varias curvas. Dane aulló:
—Pero ¿qué haces? —Sin embargo, fue tras él mientras la bestia de hojarasca, Byrne y los arreadores de monstruos seguían detrás.
En un callejón de ladrillo nuevo, Billy encontró lo que andaba buscando. Frente a ellos, en el punto en que terminaba la callecilla en medio de la basura, mirando a Dane y Billy con un gesto indescifrable, había un punki.
El mismísimo Tatuaje, su séquito, los guardianes que sostenían al porta-Tatuaje, miraban hacia el lado contrario, contemplando las últimas operaciones de limpieza en la palestra. El hombre abrió la boca y miró a Billy y Dane.
Entonces llegaron las ráfagas de hojas y los gritos de Byrne, y un instante de silencio, y Billy y Dane estaban plantados justo entre el Tatuaje y Byrne, en representación de Grisamentum, el mayor y más antiguo enemigo del Tatuaje.
* * *
El Tatuaje oyó las expresiones de angustia que salían del hombre que cargaba con él, y exigió a su séquito que se diera la vuelta y que le dieran la vuelta a él. Las dos fuerzas miraron a Dane y a Billy, y se miraron entre ellas. ¿Acaso eran eso sirenas de la policía, en alguna calle no lo bastante cercana?, pensó Billy. ¿Eran esos los gritos de los funcionarios del estado que venían de camino? No importaba. Los arreadores hicieron que el minotauro de hojas se levantara y lanzara un zarpazo contra el suelo. Billy sintió, igual que si fuera un animal corriendo entre Byrne y el Tatuaje, una pregunta: ¿a lo mejor deberíamos centrarnos en estos dos?; pero el perfil de Londres llevaba años definiéndose por su enemistad. Era una lógica demasiado aplastante como para dejarla de lado, tal y como Billy esperaba. De manera que los guerreros del Tatuaje y los arreadores de monstruos de Byrne y Grisamentum se fueron aproximando.
La figura de hojas de color otoñal corría, movida por las manos expertas de sus arreadores, transformándose en varias versiones más pequeñas del mismo hombre con cabeza de toro, meciéndose rítmicamente al compás del viento para incorporarse a la lucha. Los cabezas huecas portaban navajas y embistieron en vano contra las hojas, que los sujetaron formando provisionales garras de hojas solidificadas. Un disparo de la pistola de Dane alcanzó un casco. Una figura cayó, y la inmensa mano cerrada de su cabeza se hizo visible a través del oscuro cristal roto. Dane esquivó un golpe del brazo de hojas y tiró de Billy para apartarlo de su trayectoria. Su arma piñoneó. Se agazaparon junto a la basura, a orillas de la batalla.
—Mira —dijo Billy. El hombre tatuado se estremecía dentro de su chaqueta extragrande, mientras sus guardianes se enfrentaban a las hojas y la pelea entre las bandas atraía su atención. Billy y Dane se miraron.
Billy tomó una decisión. Corrió y se contrajo, y el tiempo se sincopó y se rompió un cristal. Con su fáser, hizo que un guardián saliera volando. Dane lo siguió y agarró al hombre tatuado, que lo miró tan aterrorizado que su imagen resultaba sobrecogedora.
—¡Vamos!
Dane y Billy se lo llevaron con ellos (medio rehén, medio rescatado) por el terreno mugriento donde los últimos cuerpos esperaban a ser recogidos. Ahora había policías, figuras profiriendo a gritos absurdas amenazas de arresto, que salían de la oscuridad para adentrarse en la oscuridad, tal vez arrojando hechizos, de la naturaleza que fuera, que pudieran, solo por aquella noche, chisporrotear como fuegos artificiales mojados. El hombre vestido de cuero se mecía casi como un niño entre la mano apretada de Dane y la de Billy. Susurraba. Por debajo de aquellos ruidos se oía otro sonido, las protestas, la ira y las amenazas del Tatuaje por debajo de su chaqueta.