61

61

El mago que le había vendido la protección había sido, si bien de un modo un tanto brusco, demasiado amable como para responder a su pregunta y decirle adónde ir, si es que él lo sabía. Pero ahora, sabiendo dónde buscar, con sus propios contactos en la red y sus vías de enlace, a Marge no le costó demasiado averiguar cuándo, e incluso hallar indicios de dónde, se esperaba que tuvieran lugar estos colaborativos apocalipsis solapados y enfrentados. En internet los debates versaban sobre cómo responder a ellos.

«botella d wisky y metido dbajo dl edredón»

«esto tiene k ser calamar»

«ns vemos n l infierno»

—Dios mío, ¿en serio? —Marge lo dijo en voz alta.

«tengo k irme no puedo perderm todo ese mundo»

No es que le diera igual vivir o morir: le importaba muchísimo. Pero resultaba que no podía arriesgarse a cualquier precio; y ¿quién podía haberlo predicho? Tenía más mensajes de sus amigos en el aparato. Esta vez sentía que, al no contestarles, los estaba protegiendo, más que dándoles la espalda.

Leon, pensó. Nos vamos metiendo cada vez más dentro. Tenía su iPod guardaespaldas. Necesitaba saber cómo estaba la situación. Si todos los que lo eran todo en ese herético paisaje urbano iban a estar allí, ella podría enterarse de cosas. Y si el calamar estaba detrás de todo ello, si todo giraba en torno a ese ente animal, si, como insinuaban las insinuaciones, eso era lo que estaba por venir, entonces tal vez debía encontrar a Billy.

«¿Alguien dispuesto a ir?», escribió, «¿Para protegernos unos a otros? ¿Ir en equipo a ver k es k?»

«no sé»

«no»

«no»

«tas loca?????»

A la mierda, daba igual. Billy podía estar allí. Sabía que Leon no.

Marge cargó listas de reproducción en el iPod. Las eligió de su ordenador casi al azar, una gran variedad, copando toda la memoria disponible. Ahora, cuando salía, sentía que el mundo la observaba, que estaba amenazada, durante buena parte del tiempo. Fue andando, y fue al caer la noche; se puso los auriculares. Lo conectó con reproducción aleatoria.

Las farolas la iluminaban a través de la bruma de ramas, halos de madera. Caminaba entre las cercanas hileras de animados locales de kebabs, pequeñas verdulerías y farmacias. Una voz empezó a sonar en su oído, una voz aguda y alegre, carente de toda armonía, cantando «push push pushy push really really good pushy good», acompañada del sonido de un radiocasete encendiéndose y apagándose, y un palo golpeando algo.

Marge se quedó desconcertada, y se sintió momentáneamente mimada, arropada en aquella voz disonante. La pantalla del iPod le informó de que era, supuestamente, el Push It de Salt’n’Pepa. Se la saltó. Rehab de Amy Winehouse, leyó, y no oyó la reconocible orquestación y aquel magnífico refunfuño que marcó una época, sino un ruidito de carraspeo y los mismos asexuados tonos aflautados y quejumbrosos de antes, cantando una burda aproximación al tema «They try make me go to the rehab no no no no no». Oyó el repetitivo tañido de una cuerda de guitarra.

Esta vez el cantante no parecía tan entusiasta, y el envoltorio que rodeaba a Marge se enfrió, como si lo hubiera alcanzado una ráfaga de viento. Se lo saltó, para pasar al «Gold Digger» de Kanye West. «Gimme she gimme money money». El cantante volvía a estar contento y Marge estaba más segura.

A la voz le gustaba Run-DMC. Marge caminaba pacientemente entre sus incompetentes interpretaciones de clásicos del hip hop de la vieja escuela. Le gustaba alguna cosa de los Specials: «This town town aaah ah this is a is a ghost town», con un palmoteo de doble tempo. No le gustaba Morrissey. Horrorizada, Marge comprobó como se sacaba una espléndida voz entusiasta durante Building a Mystery, un tema de una culpable Sarah McLachlan que no recordaba por qué tenía.

—Dios —dijo dirigiéndose al iPod—. Si te va el rollo Lilith Fair a lo mejor prefiero jugármela con Goss y Subby.

Pero aunque se enfurruñó un poco cuando pasó esa con el avance rápido, consiguió levantar el ánimo del pequeño cantor con un bucle repetitivo del Hippychic de Soho, el sampler inicial de guitarra de los Smiths, que interpretaba gorjeando un «laralaralá». No había podida quitarse la canción de la cabeza desde que la oyó en el pub escondido. Ruidos peores tenía una que oír.

Marge entró en el edificio menos acogedor que conocía del barrio. Permaneció varios minutos en el espacio vacío que había en el centro del bloque, escuchando el canturreo protector de su acompañante, esperando a ver qué haría cuando sucediera lo que tuviera que suceder. Pero nadie se sumó a su perfecta soledad. En una ocasión, dos chavales que pasaron con sus bicis le gritaron algo, una broma incoherente, y salieron pedaleando frenéticamente, riéndose a carcajadas, pero eso fue todo, y se sintió como una idiota, y avergonzada por tratarse a sí misma como un cebo.

Veremos cuando llegue el momento, pensó. De camino a casa, el duende de su iPod se puso a cotorrear «fighty fighty fighty powers that be», su versión de Public Enemy.

La noche siguiente a esa se fue, sola, pues no tenía alternativa, a una zona a las afueras de la ciudad, una imperfecta hélice de calles, que según determinó sin gran dificultad sería el epicentro. Llegó pronto, y esperó.

* * *

—Escuchad, uno de esos dos dioses es una especie de animal —dijo Wati. Eso los hizo pararse en seco—. Con esto, y con todos los rumores acerca de los djinn y el fuego y demás, no puedo evitar pensar que podría ser esto.

—Una iglesia animal que se mantiene secreta —dijo Billy—. ¿Dane?

—No son los míos —dijo Dane despacio—. Conozco las escrituras.

—No sería la primera vez que hay una escisión, ¿no, Dane? —dijo Wati—. ¿Alguna interpretación nueva?

—¿No podría haber otra iglesia del calamar…? —Billy titubeó, pero Dane no parecía ofendido—. ¿No podría haber otra ahí fuera? ¿Esto podría ser otro apocalipsis del kraken?

—¿Una célula? —dijo Dane—. ¿Dentro? ¿Pactando con los djinn? ¿Detrás de todo esto? Pero no tienen al kraken. Nosotros sabemos…

—Ahora no lo tienen —dijo Wati—. No sabemos qué planes tenían. O tienen. Solo que guardaban relación con el calamar y el fuego.

—¿Y si es esto? —dijo Dane. Tenía la mirada perdida—. ¿Qué hacemos?

—Joder —dijo Billy—, pues vamos, lo averiguamos y nos ponemos en medio. No nos vamos a quedar aquí sentados mientras se acaba el mundo. Y si no es nada, seguimos buscando.

Dane no lo miró.

—No tengo nada en contra de que el mundo se acabe —dijo tranquilamente.

—Así, no —dijo Billy por fin—. Así, no. Este no es el tuyo.

—Les transmití vuestro mensaje a los londromantes —dijo Wati—. Están alejando al kraken de todo esto todo lo que pueden.

Porque si lo fuera, si de verdad pretendiera serlo (en caso de que un acontecimiento pueda pretender algo), ser el fin, entonces el kraken tenía que estar muy lejos de poder arder. Eso sería, en principio, lo que podía hacer que el universo saltara por los aires.

—Vale —dijo Billy—. Pero no sabemos qué potencial tiene esta gente.

—¿Es esta noche? —dijo Dane—. Pero ¿de dónde ha salido este evento? Tendríamos que haber oído hablar de él hace siglos. Es evidentemente oportuno, y estas cosas no surgen así, de la nada. Debería haber sido tekel uparsin y esa mierda. Supongo que todo el mundo va a acudir para saber de qué va. La iglesia también estará.

—Creo que estarán todos —dijo Wati.

—Una conjunción —dijo Dane—. Hace mucho tiempo.

Resultaba inevitable que, muy de vez en cuando, coincidieran dos apocalipsis, pero la gente debería haberlo sabido de antemano. En semejantes situaciones, los guardianes de la continuación (salvadores declarados, policías asalariados y los enemigos de quienquiera que estuviera declarando el fin) no solo tendrían que acabar con los fines, sino también interponerse entre los sacerdotes enfrentados, que rivalizaban por aplastar una vulgar perdición que les hacía la competencia y que, potencialmente, se entrometía en su propia noble causa ruinosa.

* * *

Dane y Billy trataban las vallas como algo distinto a las barreras, los muros como escaleras, los techos como suelos desnivelados. Billy se preguntaba si su ángel de la memoria estaría allí donde se dirigían, y cómo se movería por ese terreno.

Alrededor de las trincheras iluminadas de las calles, donde había policía. Al acercarse al punto en que los rumores aseguraban que tendría lugar el acontecimiento o acontecimientos, en los límites de su campo visual, Billy vislumbró a otro de los ciudadanos enigmáticos de Londres (sus, ¿qué?, ¿habitantes?). Entre los entendidos, había corrido la voz de la localización, por medio de susurros, mensajes de texto y octavillas, como si los fines del mundo fueran una rave.

Un espacio entre las curvas de hormigón de un paso elevado. El sitio en el que el mundo podía terminar era turpe industrial. Pedregal de deyección. Talleres de escritura de epitafios de coches con orín; almacenes cuya plantilla diurna estaba integrada por adolescentes cansados; hipermercados y naves de trasteros de vivos colores y caracteres de animación, rodeados de basura en proceso de decoloración. Londres es una infinita refriega entre ángulos y el vacío. Ahí estaba aquella palestra de maleza, a la que se asomaban carreteras suspendidas.

—No podemos dejarnos ver —susurró Dane—. Vamos a averiguar qué está pasando, a comprobar quiénes son.

Wati le musitaba, yendo y viniendo de sus bolsillos.

En los tejados había espectadores. Billy los vio, siluetas sentadas con la espalda pegada a las chimeneas. Vio el aire difuso allí donde algunos se hacían no visibles. Dane y Billy no se separaban de las escaleras de servicio de la parte inferior del paso elevado. Se quedaron allí colgados, mientras los coches y los camiones iluminaban la tierra yerma.

—Prepárate para salir de aquí —dijo Dane.

* * *

—Collingswood, aunque no la obligue a hablar en clave, si le pregunto si me recibe y lo hace, espero al menos una condenada respuesta. La estoy oyendo respirar.

Collingswood hizo una ademán, como diciendo «Y sigue y sigue», dirigiéndose al desdichado joven agente que tenía al lado, en el coche.

—Está bien, Baron.

Había burla en su voz. Le dio un capirotazo al auricular. Nada de radios en la solapa. Ella y los pocos agentes destinados temporalmente a la UDFS para esa noche iban de paisano. Collingswood estaba repantingada en un coche abollado, cerca del punto de encuentro.

—Sí, ya llega, diez puntos para el fiestón de la Metropolitana. Un bis. ¿Cómo va por tu zona?

—Estamos viendo aparecer a algunos participantes potenciales —dijo la voz chisporroteantes de Baron—. De momento, ni rastro de nuestros chicos perdidos. Entonces ¿no sabe nada de Vardy?

Collingswood soltó una expresión de fastidio, como si el tono lastimero de Baron fuera un mosquito en la oreja.

—Qué va. Ha dicho que tenía que ir a ver a un profesor. Yo le he dicho que él ya lo era, pero se ve que no le sirve.

Miró a su alrededor, el paisaje del fin, con la cabeza vibrándole como un auricular malo, sabiendo con casi plena certeza y gran inmediatez, cuando los pocos transeúntes trasnochadores transitaban, si eran inocentes o culpables de saber algo sobre lo que estaba pasando. Espectadores apresurándose a buscar refugio. Observadores que avistaban finales como si fueran aves. Su compañero la miraba mientras ella se reía y le pinchaba con el codo, como si lo hubiera dicho en voz alta.

—¿Dónde está ese cabrón? Más que nada, porque esto fue idea suya —le dijo Baron en el cráneo.

Se lo había pasado bastante bien organizándolo. Había sido Vardy, mayormente, el que lo había orquestado, sugiriendo lo que había que sugerir y a quién, el cuándo y el cómo, qué rumores sembrar y en qué tablones de anuncios, qué consecuencias no mencionar. Ella había estado más que dispuesta a cederle a él esa parte. Le gustaba cacharrear, pero la visión estratégica se la podía quedar toda él.

Sus propias pesquisas, en escenarios menos inclinados a marcar época que aquellos en los que Vardy llevaba a cabo sus meditaciones, más cercanos a la frontera cotidiana entre la religión y el crimen, evolucionaban con lentitud. A quienes estaba intentando seguir la pista era a los pistogranjeros. Por muy frailunos que fueran, los tíos al final cobraban por matar gente, y eso significaba, aun siendo ellos siempre tan abstraídos y mágicos de una u otra forma, recaudación. Y allá donde hubiera una senda tal, cabía la cháchara, una pizquita de la cual, por muy lenta que siguiera siendo, se encaminaba hacia sus orejillas.

Collingswood siguió muy vagamente la huella de aquellos a los que Vardy estaba manipulando: sencillamente no le importaban lo suficiente. Quizá una parte de ella pensara que eso no era sensato, que haría bien en aprender ese juego, pero, pensaba ella, siempre estaría dispuesta a contratar a los maquiavelos de esa ciudad. Lo que le gustaba hacer a ella era lo que se le daba bien. Y cualquier duda que pudiera haber sembrado en relación con los fines cuestionables que Vardy y ella habían cocinado era eminentemente, obviamente, persuasiva. Tal vez no tardara en poder efectuar algunos arrestos.

Collingswood no le dijo nada a Baron. Lo oía mantener abierta la comunicación como si fuera a hacerlo.

* * *

Marge se toqueteaba el crucifijo y hacía caso omiso del tarareo de las melodías que salían de su iPod como el canturreo de un niño pequeño. Cada pocos minutos pasaba gente a su lado, o avanzaba ella un poco más y los adelantaba, hablando ellos por teléfono y caminando rápido, sin prestar atención a los desechos adicionales cubiertos de maleza que había en el lugar donde iba a ocurrir lo que fuera que estaba a punto de ocurrir. Marge observaba el espacio, ella habría dicho que completamente sola, cuando una mujer surgió de detrás del poste de una farola, demasiado estrecho como para haberla tapado del todo.

La mujer formó con los labios un «eh», pero Marge no podía oírla. Rebasaba con mucho la mediana edad, y vestía con gracia un abrigo oscuro. Tenía el rostro afilado y la larga cabellera bien peinada, y toda clase de rarezas. «Has venido aquí por esto», la vio articular, y de pronto estaba mucho más cerca de lo que le habrían permitido tan pocos pasos.

Marge subió el volumen del iPod, atemorizada. El inarmónico canturreo la envolvió. «Espera», dijo la mujer, pero la voz del iPod empezó a entonar Eye of the Tiger y apartó a Marge con una ráfaga, un movimiento de Londres acelerado y extraño. No estaba muy claro lo que había sucedido, pero en pocos instantes se encontraba en otro lugar y la mujer ya no estaba. Marge se quedó boquiabierta. Acarició su iPod en señal de agradecimiento. Miró a su alrededor y volvió a montar la guardia.

* * *

¿No era chocante que dos religiones no solo compartieran su última noche, sino que empezaran a desenlazarla en el mismo lugar? Se había insistido reiteradamente en la localización en la que podían tener lugar los finales, declaraciones conflictivas, profecías «examinadas con más detenimiento», los escenarios acercándose más y más, hasta encontrarse.

Estaban cerca los representantes de muchas facciones. Los coleccionistas de cultos hacían apuestas con respecto al resultado; los magos errantes de Londres, muchos de ellos con familiares que venían arrastrándose y derrotados a medida que la huelga caía en su último movimiento, estaban listos para hurgar en la carroña en busca de los jirones de poder y energía que pudieran salir despedidos.

—Oh, no —dijo Wati desde el bolsillo de Billy, viendo los rostros abochornados de sus miembros—. Tengo que… Necesito hacer una ronda.

Era deprimente, Wati saltando a ráfagas, de figura en figura de ladrillo, susurrando, engatusando, suplicando y chantajeando, rogándoles a los miembros que se mantuvieran al margen. Su ser incorpóreo fue zarandeado en tan excitable noche. Un éter racheado lo soplaba hacia los cuerpos equivocados. Giraba a toda velocidad alrededor de la palestra. Desde los ojos del robot que había en el extremo de un lápiz desechado, Wati observó a una mujer que se escabullía de un coleccionista con un truco de escapismo. Tenía un aire que le llamó la atención, y se habría acercado más, o se habría metido en la figura que llevaba alrededor del cuello, pero algo empezó a suceder.

* * *

—La gran puta —dijo Collingswood. Se echó hacia delante.

Una mujer proseguía su lenta circunnavegación del espacio. Collingswood hizo un leve gesto, como entreabriendo una pizca unas cortinas. Un haz de noche entre ellos y la mujer que se aproximaba quedó momentáneamente iluminado, una línea de visión más clara. Collingswood la escudriñó y suspiró, soltó los dedos, y la oscuridad volvió a reinar.

El hombre que había junto a la agente la miró estupefacto. Ella no lo miró a él.

—Jefe —dijo, como hablándole al aire—… No, qué va, jefe, ni rastro de ellos, pero estoy bastante segura de a quién acabo de ver. ¿Recuerda el interés del amorcito de Leon? Ha aparecido… ¿Qué coño voy a saber yo?… Bueno, pues es culpa suya, joder, ¿no?

Pero mientras decía esto último estaba suspirando, poniéndose con cierta dificultad su chaqueta de paisano y abriendo la puerta.

Señaló a su acompañante provisional.

—Quédate —le dijo—. Perrito bueno.

Desapareció, levantándose el cuello, y su compañero la oyó farfullar mientras que acercaba a la mujer de aspecto nervioso.

* * *

También Wati podría haberse acercado, de no haber sido por los que empezaron a llegar. Por fin, tarde, cruzando la maleza a grandes zancadas, vestidos con monos amarillos y acarreando su equipamiento, mirando en todas direcciones con actitud beligerante, apareció un grupo de hombres con la cabeza rapada.