60
En el campus de la universidad suburbana, el vagamente intencionado desaliño de Billy y Dane les servía de camuflaje. Les había bastado una búsqueda no muy larga en un café internet para comprobar cuál era el despacho del profesor Cole. También conocían sus horarios de visita.
En el rato que estuvieron conectados, Billy había estado fisgoneando un momento para encontrar y echarle un ojo al MySpace de Marge. Vio la foto de Leon, la demanda de ayuda, el número que no era su número, debía de ser algún teléfono ad hoc. Se quedó sorprendido por lo mucho que le había embargado la emoción. Imprimió más de una copia.
—Si este tío tiene un don tan poderoso —dijo Billy—, ¿por qué trabaja en la Politécnica Central de Mierdachester? ¿Y no es un poco una locura ponernos en su contra?
—¿Quién ha dicho que vayamos a ponernos en contra de nadie? —dijo Dane—. ¿Ese es el plan? Solo estamos buscando información…
—Tal vez. Como decías tú, suena como si todo esto dependiera de él. El fuego, el todo. Conque ¿nosotros qué podemos…?
—Sí. Ya lo sé. Tal vez.
Wati no quiso acompañarlos. La huelga estaba agonizante, e incluso en esos momentos su principal lealtad se la debía a sus miembros.
—No tenemos tiempo para esperar. Hay que averiguar lo que sea que haya que averiguar —dijo Dane—. Es la primera pista que hemos encontrado. Así que, sí.
Aquella mirada sostenida había salido del sótano con él.
—Hacemos lo que tenemos que hacer, y estamos preparados.
Ahora resultaba más verosímil que cada uno de sus movimientos pudiera ser el último, pero no podían hacerlo todo, no podían ocuparse de todos los frentes. Daban lo mejor de sí mismos, por si acaso había secuelas. Dane habló con la rabina Mo, una rápida conexión entre teléfonos robados. Simon se estaba curando. Lo estaban purgando de todos aquellos coléricos exyos.
—Está agotado y débil, pero está mejorando —dijo Dane que le había dicho la rabina.
—Bien. —Como si eso tuviera, en última instancia, alguna posibilidad de cambiar las cosas.
Billy y Dane esperaban en el pasillo, forzando una sonrisa cuando la secretaria de Cole, una mujer de mediana edad, y los tres estudiantes que esperaban los miraban curiosos. Cole debía de tener protecciones. Habían trazado el único plan, desesperado, que habían podido. Cuando el estudiante que había estado con el profesor salió por fin del despacho, se acercaron a la cabeza de la fila.
—No te importa, ¿verdad? —le dijo Billy al joven que estaba en primer lugar—. Es muy importante.
—Oye, que hay una cola, eh —protestó el chaval, pero fue el único que lo hizo. Billy pensó fugazmente si él había sido igual de pusilánime a esa edad.
Entraron, y Cole levantó la vista.
—¿Sí…? —dijo.
Era un hombre de mediana edad, vestido con un traje horrible. Los miró frunciendo el entrecejo. Estaba pálido como la cera y sus ojos estaban envueltos en una sombra de un tono oscuro inverosímil.
—¿Quiénes…?
Amplió su ángulo de visión y se levantó, intentando aferrarse al desbarajuste de su mesa mientras se acercaba. Billy vio papeles, revistas, libros abiertos. La foto de una chica joven, vestida con el uniforme del colegio, entre Cole y una hoguera.
—Profesor —dijo Dane, sonriendo, tendiéndole la mano. Billy cerró la puerta a su espalda—. Teníamos una pregunta.
El semblante de Cole se debatió entre varias expresiones. Vaciló y tomó la mano de Dane, estrechándosela. Dane se la retorció, derribándolo.
—No podré con él si dejamos que nos suelte un truco detrás de otro —había dicho Dane cuando lo estaban preparando—. Si es lo que creemos. En última instancia, me parece que está enterado de lo que está pasando y, por si acaso resulta que él es el incendiario, la única opción que tenemos es ponernos estúpidos y brutales, y viles, cojones.
Dane echó al suelo el cuerpo de Cole hasta situarlo por debajo de él, agotándole al hombre el aliento e inmovilizándolo. Golpeó dos veces a Cole con el arma que se sacó del bolsillo. Por el modo en que lo tenía agarrado, Cole no podía hacer ningún ruido.
—¿Billy? —dijo Dane.
—Sí. —Billy encontró dos puntos en la entrada donde había agujeros de taladro. Excavó con la navaja que había traído, destapando un pedazo de carne y unas cadenas finas, una figurita de alambre. No vio ningún otro objeto mágico.
—Hecho —dijo.
—¿Salida? —dijo Dane. Billy avanzó rápido hacia la ventana.
—Una planta, con césped debajo —dijo. Apuntó con el fáser a Cole, que no dejaba de gimotear.
—Profesor —dijo Dane—. Siento todo esto, de verdad, pero volveré a hacerlo en cuanto crea que está usando la magia. Necesitamos que nos responda a unas cuantas preguntas. ¿Qué sabe del kraken? Usted era el que quería quemarlo, ¿no es así? ¿Por qué?
Con la mano que no iba armada, Billy hojeó los papeles que había sobre la mesa. Fue hacia las estanterías, encontró la colección de libros y artículos escritos por el propio Cole: Manual básico de física de partículas, recortes, un volumen editado por él sobre la ciencia del calor. Tomó este último y, detrás, vio una segunda fila de libros. Un libro fino, que cogió, y que también había escrito Cole, se llamaba Combustiones anormales. Le echó otro vistazo a la fotografía de Cole y su hija.
—Vamos —dijo Dane.
Billy metió los papeles en una bolsa.
—A lo mejor resulta que todo esto no es nada —añadió—. Tenemos que llevarlo con nosotros para que no pueda hacer nada, en caso de que sea algo. Se va a venir con nosotros, y si resulta que no tiene nada que ver con esto y le debemos una disculpa, pues ¿qué le voy a decir? Nos disculparemos. ¿Qué quería del kraken? ¿Por qué prenderle fuego a todo?
Hubo un ruido. Cole estaba mirando a Billy. Le estaba saliendo humo negro del cuero cabelludo. Dane notó el olor a quemado.
—Oh, mierda… —dijo. Cole no lo estaba mirando a él. Tenía los ojos clavados en Billy, con los papeles en la mano, su foto—. Joder…
Ahora el humo salía de la ropa de Cole. Dane apretó los dientes.
—Billy, Billy —dijo—. Vamos.
Cole ardía y Dane maldijo, y se lo quitó de encima, agitando las manos calientes, y Cole se puso a cuatro patas y descubrió los dientes, envuelto en el humo que se enroscaba como una maraña de pelo enloquecido a su alrededor.
—¿Qué habéis hecho con ella? —gritó. De su boca salieron llamaradas.
Billy le disparó. El invento de rayo del fáser lo golpeó, sumiéndolo en la inconsciencia, y el humo se disipó. Lo contemplaron, en posición supina, en medio de un repentino silencio.
—Tenemos que movernos —dijo Dane.
—Espera, ya lo has visto —dijo Billy—. Cree que fuimos nosotros…
Detrás de él, alguien llamó a la puerta.
—¿Profesor?
—La ventana —le dijo Billy a Dane—. Tenemos que irnos.
Pero le dieron un súbito empujón a la puerta, que hizo que Billy se tambaleara. La secretaria estaba en el umbral, con una sombra coagulándose alrededor de sus manos alzadas. Billy le disparó, falló al esquivar ella el rayo con una velocidad animal, entrando en la habitación. Billy se tensó, y el tiempo corrió más despacio para ella, alargando el momento; él disparó de nuevo y la hizo salir rodando.
Dane hizo añicos la ventana y agarró a Billy, poseído por un embrujo. Los sacó de allí. Su pequeño don amortiguó su caída por un segundo, que, con todo, los depositó en el arcén con un tremendo trompazo, pero sin huesos rotos. La gente los miraba desde los alrededores del patio irregular. Billy y Dane se levantaron y echaron a correr sin orden ni concierto. Algunos hombres, más valerosos y robustos, intentaron sin mucho entusiasmo interponerse en su camino, pero al ver el rostro de Dane y el fáser que blandía Billy se apartaron.
Hubo un grito. Cole se asomó por la ventana. Escupió en dirección a ellos. El hedor a pelo chamuscado acuciaba a Billy y a Dane en su huida, provocándoles arcadas. Siguieron corriendo, sin detenerse, hasta estar fuera de los terrenos de la universidad y bien inmersos de nuevo en la ciudad.
* * *
—Ha ido bien —dijo Billy.
Dane no dijo nada.
—¿Has visto la foto? —añadió.
—¿Todavía la tienes?
—¿Para qué narices iba a querer acabar con el mundo? —dijo Billy—. No es un nihilista. ¿Viste cómo la miraba?
—Podría no ser intencionado. Un efecto colateral. Una consecuencia.
—Dios, me duele todo —dijo Billy—. ¿Consecuencia de qué? ¿De quemar al kraken? ¿Envió a Al a por él? ¿Para qué iba a querer hacer eso? Vale, puede. Pero ya has oído lo que ha dicho. Alguien se la ha llevado. Creyó que habíamos sido nosotros. Forma parte de todo esto.
En el edificio entablado que habían ocupado se dedicaron a revisar los papeles. Examinaron los de física convencional, pero lo que más les atrajo fueron los arcanos.
—Fíjate en esta mierda —dijo Billy, pasando páginas de Combustiones anormales. No lo seguía, naturalmente, pero los resúmenes de ensayos, combinados con experimentos, combinados con maleficios dejaban entrever cosas.
—«Cenizas reversibles» —dijo—. Joder. «Conflagración frígida».
Era un manual de fuego alternativo.
—¿Qué son «cenizas reversibles»? —dijo Dane.
—Si no leo mal, es lo que obtienes de quemar algo con una cosa que se llama «fuego de memoria». —Billy leyó las conclusiones—. Si las mantienes calientes, son cenizas: si se vuelven a enfriar, se convierten nuevamente en lo que fueron antes.
Había fuego eterno, que ardía sin consumir; esa era buena. Antifuego, que ardía cada vez más frío, hasta alcanzar temperaturas por debajo de cero grados.
Había papeles doblados entre las páginas del libro, marcadores. Billy los leyó.
—«Compórtate y la recuperarás. Prepara tres cargas de», espera, «katacronoflogisto. Entrega por determinar». —Dane y él cruzaron una mirada—. Es como una nota de rescate. La está usando para tomar notas de trabajo.
Debajo de las letras impresas había garabatos a lápiz y bolígrafo.
—Supongo que emplearlo como cuaderno debe de ser inspirador para sus jodidas investigaciones —dijo Dane.
—¿Te das cuenta de lo raro que es todo esto? —dijo Billy. Le enseñó la foto—. Mira. Mírala. La niña está en medio, Cole a un lado.
Los dos estaban sonriendo.
—Su noche de las hogueras, quizá.
—No, eso es lo que te quiero decir. Mira.
La composición estaba descompensada, el fuego que había al otro lado de la niña respecto a Cole, muy cerca, los iluminaba de forma extraña.
—Él está a un lado de ella y el fuego está en el otro. —Billy la agitó—. No es una foto de los dos, es de los tres. Es la foto familiar.
Dane y Billy la miraron de reojo. Dane asintió despacio.
—Los djinn están flipando, por lo que se dice por ahí —dijo Dane—. A lo mejor tiene algo que ver con todo esto. Era un matrimonio mixto.
—Y ahora alguien tiene a su hija. Pensaba que éramos nosotros.
—Está obedeciendo órdenes. Aunque sea él quien está detrás del fuego, el plan no es suyo, solo hace lo que le mandan.
—Su hija. Encuentra al secuestrador… —dijo Billy.
—Sí, que él cree que somos nosotros.
* * *
¿Eso significaba añadir a otro perseguidor? Bueno. Nunca les habían faltado. Era por ese motivo que permanecían bien alejados del kraken en su viaje circular. Por mucho que los londromantes no estuvieran a la vista, ocultos por la sustancia de la ciudad de la que ellos eran funciones, Billy y Dane eran los objetivos de la mayor caza humana que se recordaba, y no podían arriesgarse a dirigir esa clase de atención hacia el dios embotellado. Dane le rezaba, en silencio, pero abiertamente, sin avergonzarse. Anhelaba estar en su presencia, pero no ponerlo en peligro, no más de lo que ya lo estaba, con todo el asunto del fin del mundo.
La proximidad de ese horizonte imposible de empeorar no significaba que tuvieran que olvidarse, tal y como hicieron, de los cazadores y los hechiceros más cotidianos que los tenían en el punto de mira para beneficio del Tatuaje. Ese hecho injusto y aterrador volvió a atormentarlos esa noche, mientras abordaban el tema de los papeles de Cole, aventurando teorías en cuanto a quién podía estar detrás del atroz acto perpetrado contra la hija de Cole, mientras daban un temerario paseo en busca de un lúgubre café donde poder conectarse a internet. En un callejón cercano sonó un tumulto.
—¿Qué es eso?
—Es…
Un avión no tripulado entre los bloques. Sonaba como un enjambre de cazarrecompensas, algún siniestro pensador de colmena abalanzándose sobre ellos para cobrarse en especie un funesto colmenar. Billy y Dane aunaron esfuerzos en la preparación. Comprobaron las armas y se pegaron a la pared, todo listo para luchar o escapar mientras el gemido se aproximaba bajo el ruido de los coches y los camiones, que pasaban a la vuelta de la esquina.
—Sal a la avenida —dijo Billy—. No creo que lo manden allí.
—¿O abajo? —dijo Dane, señalando con la cabeza una tapa en el asfalto. Billy sopesó las opciones, pero titubeó, porque se acercaba otro ruido. Dane y Billy oyeron un traqueteo de cristal y hueso, el sonido deslizante de un tarro sobre la acera.
—Dios mío —dijo Billy—. Aún nos sigue. Ha vuelto.
Una veloz advertencia en su cabeza, con una oleada articulada de dolor.
—Me ha encontrado otra vez.
Una masa abejuna apareció ante sus ojos. Extendida como una pared hecha de una nube de quitina, les obstruía la salida, pero a través de esos insectos otra figura se hacía oscuramente visible, con un bamboleante caminar. Se produjo un remolino entre las abejas cazarrecompensas y una ráfaga de aire al romperse un precinto. El zumbido se entrecortó. Una humareda de insectos desapareció, como si fuera un torrente en una película que se estuviera rebobinando, como el vapor entrando de nuevo en un hervidor, como algo; y no quedó nada delante de Billy y Dane, excepto el ángel de la memoria.
Se mostró ante Billy en busca de su aprobación, por haberlo salvado. La fuente de su paralización del cristal y del tiempo; él, por error, su profeta de probeta. ¿Acaso percibía aquel la culpabilidad que sentía Billy por no ser lo que aquel creía que era? ¿Ser la promesa hecha por nada a nadie? El cuerpo del ángel volvía a ser una botella llena de formol, en la que, esta vez, flotaban cientos de motas, cuerpos evanescentes del atacante. Sus brazos de huesos eran huesos, su cabeza estaba hecha de hueso.
Pero estaba muy reducido. Había sido destruido, probablemente más de una vez, en su extenuante expedición para la búsqueda y la protección de Billy. Se había disipado y reconstruido. Esta vez se había compuesto a partir de un tarro de conserva que medía menos de la mitad que Billy. Esta vez la calavera era la de un simio o un niño.
Castañeteó en dirección a Billy desde la penumbra de un callejón. Él levantó una mano hacia aquello. La fatiga lo invadió (Billy sintió el eco dentro de su cabeza) y tembló. La escultura de frasco de cristal y hueso adoptó una quietud más natural y absoluta al caérsele los brazos sin carne, que se convirtieron en desperdicios, al venirse abajo su cabeza de calavera y salir rodando desde su tapa, inclinada, para partirse en pedazos contra la acera. Solo aguantó su mandíbula, sujeta al mango protuberante de cristal de la tapa. En su bazofia líquida se meneaban las abejas, disolviéndose.
Tal vez su fuerza de ángel presidente se estaba rehaciendo en otro frasco aún más pequeño, con una cabeza de hueso aún más pequeña, de vuelta a su nido en el museo, y se embarcaría de nuevo en su viaje, rastreando el poder que le había otorgado a Billy, la huella de sí mismo en él, para encontrarlo o romperse por el camino y volver a intentarlo.
Dane y Billy se fueron a otro refugio errabundo. Se alegraban cuando llovía: la lluvia parecía atrancar el olor a quemado que Cole les había inoculado y que no acababa de irse. Billy seguía oliéndolo mientras dormía. Lo olía a través del agua en la que se hundía en sus sueños. Cálida, fría a medida que el mar se oscurecía, un frío más frío y oscuro, luego cálida otra vez. A través de la negrura veía el onírico destello de los luminiscentes entes nadadores. Iba cayendo sobre una ciudad, un Londres inundado. Las calles estaban trazadas con un resplandor, las farolas aún encendidas, cada luz investigada por una penumbra de peces. Por las calles, convertidas en simas, caminaban cangrejos tan grandes como los coches a los que hacían a un lado.
En torres y azoteas ondeaban caprichosas banderas de algas. Los edificios estaban encostrados de coral. El yo onírico de Billy se hundió. Vio que había hombres y mujeres, transeúntes sumergidos caminando despacio, como ociosos, viendo escaparates por las tiendas inundadas desde hace mucho, muertas desde hace mucho. Siluetas deambulando, todas con escafandras coronadas en latón. De lo alto de cada casco sobresalían tubos que pendían hacia arriba, perdiéndose en la oscuridad.
No había cefalópodos. Billy pensó: este era el sueño apocalíptico de otro.
Pero ahí llegó, la intrusión de su propio significado, lo que había ido a hacer allí. Del centro del Londres hundido llegó una corriente caliente. El agua empezó a hervir. Los muros, los edificios, ventanas y viscosos árboles medio podridos empezaron a arder. Las ráfagas empujaron a los peces a la periferia inundada, los coches oxidados y los cangrejos salieron disparados por la fuerza de lo que venía. Y ahí llegó, arrasando como un autobús que venía lanzado, tan largo como la propia calle, aquella Edgware Road submarina, volando por debajo del viaducto, girando. El tanque del kraken.
Se hizo añicos. El Architeuthis muerto se desplomó, arrastrándose por la calle, con los tentáculos ondeando, el gomoso manto, grueso y pesado, y agitándose únicamente al son de la marea, la ráfaga, revolviéndose, no como un depredador cefalópodo, sino como el dios muerto a la deriva que era. El kraken y los fragmentos de su tanque chirriaron y crujieron y se desintegraron al tiempo que el agua se precipitaba y se calentaba y un incendio subacuático lo quemaba todo.
* * *
¿Otro sueño perceptivo? ¿De verdad? Billy se despertó de él oyendo la voz de Wati. Estaba sudando por el caluroso océano negro. Seguía impregnado del olor a quemado que les había enviado Cole. Wati había vuelto. Estaba dentro del capitán Kirk. Billy encontró sus gafas.
—Aquí estáis —dijo el juguete con su vocecilla de plástico—. Está pasando algo.
—¿Sí? —dijo Dane—. ¿En serio? Nuestra única pista casi nos quema vivos y seguimos sin saber qué es lo que pasa.
—Puede que esto os ayude —dijo Wati—. Puede que esto lo sea. El apocalipsis.
—Ya lo sabemos —dijo Billy—. Por eso estamos aquí.
—Perdón —dijo Wati—. No era eso lo que quería decir. Lo que quiero decir es que hay dos.