59
Una colérica delegación llegó a la embajada del mar. No cabía ninguna posibilidad de que una tropa semejante pudiera enzarzarse contra un adversario como ese y pasar inadvertido, e inadvertidos no pasaron, y en la estela de ese enfrentamiento los rumores se propagaron por todas partes.
En su mayoría no iban del todo desencaminados. Alguna exageración descabellada, de acuerdo, en cuestión de un par de días: «Lo juro por dios, joder, empezaron como a lanzar granadas y a soltar todo tipo de conjuros disparatados, estaban fuera de control». En fin. Como si el relato, de ser lo bastante grandioso, reflejara su gloria en el propio narrador.
La verdad ya no resultaba lo bastante dramática. Un desfile motorizado llegó por la calle. Un hombre tras otro, también un par de mujeres, cubiertos con cascos, como si condujeran motocicletas, pero saliendo de coches, apostándose en cada cruce. Cristal ahumado oscureciendo rostros dactilares. Nadie pasó por la calle mientras estuvieron allí.
Desde dentro de las casas, la gente observaba angustiada a los que llevaban los cascos y la noche en el exterior. No hacía falta recabar detalles (y no los tenían), para saber, de un modo cuidadosamente tácito, que aquella maldita casa del final de la calle llevaba mucho tiempo dando problemas. Del coche más grande salieron dos figuras más con casco, escoltando a un tercero, escuchimizado. Con el pelo de punki y aterrorizado. Tenía la boca tapada. Los guardias lo condujeron, entre los dos, hasta la puerta principal.
—Date la vuelta.
El hombre obedeció a aquella voz. En su chaqueta habían cortado dos agujeros, a través de los cuales miraban dos ojos de tinta. Sin avatares, ni personajes pasados por el taller, ni micrófonos: el mismísimo jefe.
—Su puta eminencia —dijo el Tatuaje. Su voz era perfectamente audible, a pesar de la ropa que vestía su portador. De cara a la calle, ajeno a la disputa que tenía lugar a su espalda, el porta-Tatuaje se estremecía.
—Me he enterado de que fuiste a visitar a unos contactos míos. Me estaban guardando una cosa y tú, de alguna forma, interviniste personalmente. Y yo acabé por perder algo que me había costado un buen montonazo de esfuerzo y dinero conseguir. Así que lo que he venido a hacer es preguntar, uno, ¿eso es verdad?; y dos, si lo es, ¿de verdad quieres seguir por esta senda? ¿Quieres declararme la guerra?
De nuevo, nada. Después de unos largos segundos, el Tatuaje suspiró.
—Contésteme, Su Oceanía. Sé que puedes oírme, cabrón.
Pero no hubo botellas, ni mensajes salidos del buzón.
—Tú y tu elemental lo que sea. ¿Crees que te tengo miedo? Dime que ha sido un malentendido. ¿Ni siquiera me puedes decir qué está pasando? Ya no hay nada seguro. Puedes arder, igual que el resto de nosotros. No te tengo miedo, y pienses lo que pienses, no te vas a librar de la guerra. ¿Sabes quién soy yo?
El modo en que la maléfica tinta dijo esas últimas palabras, esa amenaza hortera a la antigua, hizo que ganara peso otra vez. De haberla oído, uno se habría echado a temblar. Pero en la casa del mar nada sucedió.
—¿Crees que no te voy a dar guerra? —dijo el Tatuaje—. No te metas en mis asuntos.
De haber invadido el mar los pasillos del mismísimo Tatuaje, la afrenta habría sido demasiado grave y, costara lo que costara (y el precio de la guerra contra un elemento era elevado), el Tatuaje lo habría pagado. Habría habido lanzamiento de bombas a las aguas, que explotarían, dejando agujeros de vacío bajo las olas traumatizadas. Venenos asesinos de salmuera. Y aunque el Tatuaje no habría podido ganar, el interés del mar y su inobservancia de la neutralidad podrían haber extendido la guerra.
Pero nadie relataría el ataque sufrido por los despreciados y vilipendiados nazis como una intromisión, y el Tatuaje no encontraría aliados. Era lo malo de contratar al coco. Ese era el motivo por el que el mar se había arriesgado a emprender tal acción. Naturalmente, la gente sabía que había estado allí, pese a haber retraído diligentemente hasta la última molécula de agua salada de las cuevas excavadas bajo la acera, las nuevas grutas oceánicas, pero nadie lo admitió.
—Dime lo que tengas que declarar a tu favor —dijo el Tatuaje—. Da una patada hacia atrás.
Se lo dijo al cuerpo sobre el que se encontraba, y el hombre lo hizo con torpeza, pero el golpe no impactó ni en la puerta ni en nada.
—Como vuelvas a joderme con mis negocios tendrás guerra —dijo el Tatuaje—. Coche.
* * *
Se dirigía al cuerpo, y el hombre caminó a trompicones hacia el vehículo. El Tatuaje estaba desquiciado porque el mar lo había amilanado. El mar no se deja amedrentar, ni tan siquiera por el Tatuaje, diría la gente después. Nadie amedrentará al mar. Esa voz corrió como la pólvora.
Otro revés inquietante de la historia. Imposible de describir, un tartamudeo, una alteración, el calendario de dos por dos que daba pie a otra maldición que parecía, olía, sonaba igual, pero que no se sentía igual, no en su propia carne. En las nubes había más de esa extraña ira, más luchas, memoria frente a foclusión, en una bronca celestial. Cada golpe reconfiguraba los fragmentos en la mente de los londinenses. Solo los más perspicaces alcanzaban a entender en parte los motivos de sus pequeños infartos, sus confusiones y afasias: eran parte de la guerra.
Ahora Marge ya formaba parte del hinterland hasta tal punto que también ella podía sentirlo. Su mente se llenaba de abruptos olvidos y pinchazos de recuerdos.
Para ella ya era la última noche. Resentida y agotada por todos los imposibles, había respondido, ante su propia sorpresa, a un último llamamiento de algunos de sus amigos. Un pequeño grupo de una de las galerías en las que había expuesto: dos hombres, dos mujeres, que exponían juntos bajo un nombre colectivo, los Exhaustos, que se habían atribuido basándose en intereses que consideraban compartidos. Marge, sobre la base de su arte, una vez había apodado a un simpatizante, un semiexhausto, como «Algo Cansado».
Había dejado de tener noticias de sus amigos del trabajo, pero los Exhaustos, entre uno y otro, habían seguido llamándola cada dos o tres días, procurando animarla a que saliera a tomar algo, a cenar, a una exposición de la competencia en la que todos pudieran ponerlos de vuelta y media.
—Me alegro un montón de verte, tía —dijo una mujer llamada Diane. Hacía sus piezas a base de plástico de bolígrafos fundido—. Hace siglos.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Marge—. Lo siento. He estado metida de cabeza en el trabajo.
—No hace falta que te disculpes por eso —dijo Bryn. Él pintaba retratos en libros muy gordos abiertos al azar. En la opinión de Marge, su trabajo era una auténtica mierda.
Pensaba que se sorprendería a sí misma interpretando un papel esa noche. Pero su deambular de un bar arty a otro volvió a sumergirla en la vida que creía haber perdido hacía tiempo. Únicamente tenía una ligera sensación de estar observándose, de fingimiento, cuando pasaban por delante de los salones de tatuaje y librerías, restaurantes baratos. A su lado circulaban sirenas de la policía y de los bomberos con tremendo apuro.
—¿Sabes algo de Dave? —Le preguntaban por personas de las que apenas se acordaba.
—¿Qué pasa con aquel tema del camello que decías?
—No me puedo creer que tuviera que mudarme, mi casero es una mierda.
Y otras cosas por el estilo.
—¿Cómo has estado? —le preguntó Bryn al final, en voz baja, y ella se limitó a mover la cabeza y poner los ojos en blanco, como diciendo «No quieras saberlo», como si el plazo hubiera cumplido, la carga de trabajo fuera brutal, y hubiera perdido la noción del tiempo. Él no insistió. Fueron a ver una peli, luego a un bolo de dubstep, dejándose por el camino a Bryn y luego a una mujer llamada Ellen, una cena tardía, cotilleo y paridas creativas. Londres se abría.
Milagro en Old Crompton Street: el puto Soho estaba de lo más encantador esa noche. Multitud de gente bailaba salsa mala, de marcha todavía en la puerta de la librería Blackwell’s. Los cafés se desparramaban por las aceras, y un desconocido con un capuchino que le sobraba y que algún partido desdeñoso había rechazado, se lo pasó a Marge encogiéndose de hombros, y ella a punto estuvo de mirar al cielo, resignándose a la interpretación del mundo, pero se lo bebió, disfrutando de cada sorbo. Vacíos templos de las finanzas los contemplaban desde el contorno de la ciudad: los malos tiempos aún no habían acabado de aterrizar, y podían mirar por encima del hombro desde sus ventanas como ojos indulgentes mientras Marge jugaba con sus amigos y, simplemente, estaba en Londres.
Se fue acercando la medianoche y el tiempo parecía que se paraba. Bebió con remanentes de los Exhaustos durante un momento nocturno infinitamente largo, entre papeles tirados y empujados alegremente por ráfagas de aire y las luces de los coches trajinando por la zona uno, como si el mundo no estuviera a punto de arder. Marge tenía una cita a primera hora de la madrugada.
—Bueno, flor exótica —dijo Diane cuando por fin pasaron la hoja del calendario—. Ha estado genial, y después de demasiado tiempo, joder, tía, deja ya de portarte mal.
Le dio un abrazo a Marge y bajó a la estación de metro de Tottenham Court Road.
—Cuídate —le dijo—. Llega bien a casa.
—Sí —le respondió Marge. Lo haré. ¿Desde cuándo su casa era su casa? Tomó un taxi. No con destino a una calle trampa o cepo, por supuesto: el conductor es un gran experto, la sabiduría cuyo fruto era su taxi se la habría ocultado. Por el contrario se dirigió a la calle principal más cercana a su destino, y desde allí fue andando hasta la pequeña choza de Londres este.
Parecía construida a base de paredes desechadas, maderas, zarzo, pintarrajos y restos de ladrillos, en una calle minúscula de edificios mestizos semejantes, donde un hombre, con el que había quedado mediante una enrevesada ruta en internet, la estaba esperando.
* * *
—Llegas tarde —dijo. En el interior de la casa de confección absurda, las estancias eran más secas, más finas, mejor acabadas, más parecidas a estancias de lo que Marge pudo haber imaginado. Entre tapizados de color mohoso, cuadros con tonos de sombras y libros que olían y parecían losas de polvo, había un ordenador, una consola de videojuegos. El hombre de la sudadera con capucha rondaba los cincuenta. Su ojo izquierdo estaba oscurecido por lo que Marge creyó por un momento que una especie de compleja combinación de gorro con gafas al estilo de la tienda Cyberdog, aunque era, según advirtió enseguida, sin ni tan siquiera estremecerse ni torcer el gesto a esas alturas, un escudo de metal de la cerradura de una puerta, soldado o suturado a la órbita del ojo.
Lo tenía colocado de tal forma que miraba hacia sí mismo. Todo lo que veía lo percibía como a través del ojo de una cerradura. Todo lo que veía era un secreto ilícito.
—Llegas tarde.
—Eres Butler, ¿no? —dijo Marge—. Ya lo sé, es inevitable. El tráfico está de pena.
Sacó dinero del bolso, un fajo enrollado y atado con una goma. Si al final resulta que el mundo no se acaba, pensó, las voy a pasar canutas para llegar a fin de mes.
En la sala, el aire circulaba como interrupciones en su campo de visión. Cosas que no deberían moverse, como ceniceros y lámparas, parecían estar desplazándose una pizquita.
—De todas formas —dijo—, eres tú el que vive en un sitio al que ningún taxista puede llegar.
—Te parece que esto es complicado de encontrar —dijo—. En el distrito de Ealing hay una avenida que solo existe en los años 60. Intenta volver allí si puedes. Protección, ¿no?, si no recuerdo mal. ¿De qué?
—De lo que esté por venir.
—Para el carro. —Sonrió con socarronería—. Yo no soy mago.
—Ja, ja —dijo ella—. Estoy buscando a alguien. Me han dicho que pase del asunto y no pienso hacerlo. Estoy segura de que sabes más que yo sobre lo que sea, así que me vas a contar lo que necesito saber.
El «mirón por el ojo de la cerradura» asintió y cogió el dinero. Lo contó.
—Podría ser djinn —dijo mientras lo hacía—. Lo que viene es fuego. Puede que alguien les diera por culo.
—¿Djinn?
—Sí. —Dio unos toquecitos al ojo de la cerradura—. Esa es la idea. Los fuegos, ¿sabes? ¿Hay algo que recuerdas, pero que, de repente, nunca ha estado ahí?
—¿Cómo? —dijo ella.
—Cosas que se incendian y entonces nunca han estado ahí. —Cuando vio que no caía en la cuenta, dijo—: Había un almacén en Finchley. Más o menos entre la tienda de sanitarios y el Pizza Hut. Sé que estaba allí porque yo iba allí y porque lo he visto.
Volvió a golpetearse el ojo de la cerradura.
—Pero hoy en día el camino del condenado infierno está empedrado de buenas intenciones. Ese almacén se quemó y ahora resulta que nunca estuvo allí. Ahora la tienda de sanitarios y el Pizza Hut están juntos, y las únicas cenizas que se ven por allí es un cacho de nunca carbonizado. Se quemó del revés.
Entró en otra habitación, levantando la voz para que pudiera seguir oyéndolo.
—Todavía no pueden sacárselo de la mente a todo el mundo, pero es un principio. Habrá más, me juego mil pavos. Puede que sea eso a lo que te enfrentas.
—Puede.
—Quiero decir que todos estamos en contra de eso, pero la mayoría no salimos a buscarnos problemas. De todas formas, ese no es el único apocalipsis que hay ahora mismo en marcha. Muy pronto tendrás una alternativa. Cosa que es una ridiculez.
Regresó y le lanzó un iPod a Marge. Estaba rayado, muy usado. Un modelo antiguo.
—Ya tengo uno —dijo ella.
—Mira qué lista. Enchúfalo, pero no lo enciendas, todavía. Espera hasta que estés por ahí en el mundo.
—¿Qué me has puesto? ¿Un poco de Queen?
—Sí, Fat Bottomed Girls y Bicycle. Yo no sé más que tú acerca de eso a lo que te enfrentas, con lo que esto es un poco multiuso y será mejor que lo trates con cariño. Debería procurarte un poquito —dijo enseñándole el pulgar a pocos milímetros del índice— si resulta ser djinn, y un poquito si son los arreadores, o pistogranjeros o nazis del caos o cualquiera que ande por ahí, se oye de todo, o lo que sea si tu fin de los tiempos multiopcional se acerca. Pero no tientes a la suerte.
—¿A qué te refieres con «multiopcional»? —dijo ella.
—Resulta que hay dos inminentes, por lo visto. Uno de los cuales podía o no ser el fuego. ¿Te lo puedes creer? Por así decir. Un Ragnarök animal, más otro espanto que vete tú a saber.
—¿Qué quieres decir con «animal»? —dijo—. ¿A qué te refieres?
—Espera un segundo. Escucha. —Señaló la máquina que le había dado—. Tienes un guardacorde, eso es todo. Está ahí dentro. Nadando por el ruido, y si lo oyes te mantendrá a salvo. Un poco. Así que ya te puede gustar, y no se lo dejes escuchar a nadie más. Si te hueles jaleo, ponlo. Bueno, tú escúchalo todo el rato. Ten bien cargado el puto cacharro. No dejes de alimentarlo.
—¿Qué come?
—Música, por Dios santo. Métele unas cuantas listas de reproducción. Asegúrate de darle lo que le gusta.
—¿Cómo lo sé?
—¿Nunca has tenido un perro? Averígualo.
—¿Qué potencial tiene…?
—Pues no mucho, joder. Vuelas a ciegas, igual que todos los demás. Es una protesta y una súplica y un escupitajo de buena voluntad, así que no refunfuñes.
—Gracias —dijo—. Vale.
—A lo mejor te concede un poco de tiempo, para huir de lo que sea, eso es todo. Piensa que es como una salida con ventaja para cuando vayas a echar a correr. Porque, seamos realistas, vas a correr.
—¿Qué querías decir con lo de las opciones? —le dijo al mirón.
Él se encogió de hombros.
—Hay demasiado fines del mundo para seguir el ritmo, pero esta es la primera conjunción que recuerdo en mucho tiempo. Parece que esta vez son animales y puritanos. Ahora mismo con todo esto en marcha. Da una sensación un poco…
—¿Animales?
—Algún dios animal, dicen…, es lo que uno oye por ahí, es lo que yo veo. —Tic, tic con la uña en el ojo de la cerradura—. No tardaremos en enterarnos. Puede que esta vez no me lo pierda. Hoy en día hace falta algo más que un apocalipsis para conseguir sacarme a la ciudad, pero ¿dos…? ¿Ahora mismo? Pero tú deberías. Perdértelo, digo.
—No puedo. Suena como si fuera… lo que la gente ha estado esperando. Y de todas formas, con mi pequeño…
Sacudió el iPod, y él la cabeza.
—Solo te dará tiempo para correr —dijo.
—A propósito —dijo ella. Sus labios articularon una palabra que no salió de ellos—. Una cosa de la que tal vez tenga que huir… ¿Esto puede, el chisme de la música que me…? Puede ser que vea a Goss y Subby.
Esperó a que esos nombres obraran su funesto efecto mágico. Que el hombre ahogara un grito. Sencillamente pareció entristecerse y contrajo el rostro.
—Lo sé —dijo—. ¿Te crees que puedes entrar en esas listas de mierda y que la gente no se entere? Por eso tienes que quedarte al margen.
—Pero ¿esto? —dijo, alzando el iPod—. Esto me ayudará, si yo…, si ellos…
—¿Contra ellos? —dijo, en tono neutral—. ¿Contra ellos? No, no te ayudará. No servirá de nada.
—Gracias por el aviso —dijo, por fin—. Me andaré con cuidado. Aun así, si… si, por favor, pudieras darme detalles sobre esos, sobre el Armagedón animal… Creo que alguien que conozco podría estar metido.