58
—Goss y Subby.
—Han sido Goss y Subby.
—Joder. Bendito sea el Kraken, Goss y Subby.
Goss y Subby, Goss y Subby, nombres ambos nombres y aullidos de ultraje por los así nombrados. Llevaban siendo así desde quién sabe qué año del demonio. Desde luego durante siglos los afligidos, los derrotados, los torturados habían gritado esos nombres tras sus acciones.
Billy y Dane estaban en un lugar elevado, una torre abandonada, una disparatada construcción erigida sobre una azotea, obra de algún arquitecto vitalista de Camden. A medida que se estrechaba el cerco y huían de los falsos pisos ocultos de Dane, se refugiaron en habitaciones ubicadas por encima y por debajo de la ciudad. Esta estaba vacía y saturada de luz y polvo. Estaban sentados sobre estrías de material particulado.
—¿Y tenían encima de las mesas los nombres de todos los socios? —dijo por fin Dane.
—Sí —dijo Wati-Kirk—. Todos los que estaban con Grisamentum cuando andaba por aquí.
—Oh, y anda por aquí —dijo Billy.
—Bueno. Ya sabes lo que quiero decir. Era toda la gente que iba con él. Nigros, médicos, piros.
—¿Nombres? —dijo Dane.
—Un fulano que se llama Barto. ¿Te suena de algo? Nigromante, según las anotaciones que vi. Byrne, evidentemente. No sé quién Smithsee no sé cómo. Un tío que se llama Cole.
—Cole. Espera un momento —dijo Dane.
—¿Qué? —dijo Billy.
—Cole es un piro.
—No pude verlo —dijo Wati—. Lo único que vi fue la universidad, algunos apuntes. ¿Por qué? ¿Lo conoces?
—Conozco el nombre. Lo recuerdo de cuando Griz se murió. Lo oí entonces. Es un piro. —Reparó en la incertidumbre de Billy—. Un fueguista.
—Sí, eso lo he pillado, pero por qué…
—De cuando Grisamentum fue incinerado. Supuestamente. Pero… trabaja con fuego.
Era el fuego lo que lo devoraba todo en el final. Era el fuego y un plan secreto de Adler, un hombre de poco peso, un elemento más entre los cascotes de la organización de Grisamentum, con intenciones desconocidas, conectado con este.
—¿Dónde está Grisamentum? —dijo Billy.
—No lo sabemos. Ya lo sabes. Wati no puede…
—Pero no es solo dónde, ¿verdad? ¿Dijiste que no ves ningún motivo?
—¿Para que le prenda fuego al mundo? No. No. No sé nada de cuáles eran sus planes, pero no era esto.
Sin embargo, sus dudas eran lo bastante serias como para no unirse a él.
—Lo averiguaremos —dijo Billy—. Vamos a averiguar qué papel tiene Cole en todo esto.
Se puso en pie, abriéndose camino en el aire estratificado. Bajó la vista hacia los coches.
—¿Qué leches está pasando ahí fuera?
* * *
El Tatuaje seguía en la brecha. Las pistolas que había alquilado se propagaban salvajemente y traicionaban confianzas selladas durante décadas, atravesándolo todo, a la caza de la presa que habían tenido y perdido.
Los nazis del caos no eran nada, por supuesto. ¿Quién iba a temerlos ahora, ahogados, gritando y jodidos? Los autónomos, los cabezas huecas a tiempo completo y otros estaban más que dispuestos a hacer méritos para optar al puesto recientemente vacante de hombre del saco protagonista, y los piquetes de la UAM tenían un papel involuntario en estos violentos ensayos y los ataques a su vida laboral. Wati había salido de la habitación desde la que se divisaba todo Camden, entraba, salía, entraba, reforzando, arreglando y fracasando.
—Al puto Tatuaje le ha dado diarrea mental —dijo Collingswood—. ¿Qué está haciendo? ¿Alguien ha hablado con él?
—No quiere —dijo Baron. Infló los carrillos y exhaló—. No lo encuentro, maldita sea.
—No necesita nuestro permiso —dijo Vardy. Estaban los tres sentados como un grupo de apoyo para deprimidos.
—Vamos —dijo Baron—. No los tengo trabajando para mí por su imagen. Hay que hablarlo.
—El Tatuaje nos ha declarado la guerra —dijo Vardy—, enviándonos aquí dentro a Goss y Subby. Metiéndose con nuestros prisioneros.
—Y Dane y Billy enviando gente a mi oficina, no te jode —dijo Collingswood.
—O sea que a usted lo que le molesta especialmente es la intrusión en la oficina —dijo Baron enojado—. Es tener a gente husmeando entre los bolis lo que realmente le fastidia, Kath…
Ella se quedó mirándolo.
—Sí —dijo—. Eso y lo de la muerte esa horrible.
Otra ronda de miradas intensas.
—Ya no le importamos a nadie una mierda —dijo Baron—. Simplemente estamos en medio. Esas cosas son malas para el espíritu.
—Joder, jefe —dijo Collingswood—. Arriba ese ánimo, cojones.
—Es que no pintamos una puta mierda —dijo Baron—. Billy y Dane están más metidos en el ajo que nosotros.
—Eso no basta —dijo Vardy. Pestañeó velozmente, resumiendo—. Esto de quedarnos aquí sentados como si sirviera de algo. Con todo el mundo por ahí rondando a nuestro alrededor. Hay que imponer un poco de autoridad, maldita sea. Tenemos que empezar a meter gente. Con nuestras condiciones.
—¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? —dijo Baron—. No sabemos dónde está nadie.
—No. Bueno, pues tendremos que ponerle remedio. Ahora bien, sabemos lo mismo que ellos. Uno, saben lo del fin. Y dos, lo saben porque el maldito calamar está desaparecido. Y tres, que alguien, ahí fuera en alguna parte, por la razón que sea, está planeando que las cosas sean así. Así que lo que tenemos que hacer es que la montaña vaya a Mahoma.
Baron no le quitaba los ojos de encima.
—¿Quién es Mahoma en todo esto? —dijo—. ¿Y dónde está la montaña?
—Tendremos que salir a pescarlos —dijo Vardy.
—¿Qué es esto? ¿Ahora resulta que la montaña tiene que ir de pesca? —dijo Collingswood.
—Por Dios bendito, ¿quiere cerrar el pico? —gritó Vardy. Collingswood no dio muestras de consternación, pero no dijo nada más—. Tenemos que tentarles con lo que quieren, con lo que están esperando. ¿Qué puede obligarlos a salir? Bien, ¿qué es lo que obliga a todo el mundo a salir?
Se quedó esperando, en una teatral pausa.
Collingswood, con ánimo tentativo, dijo:
—Ah. El apocalipsis.
—Ahí estamos —dijo Vardy—. Están esperando el apocalipsis. Pues vamos a dárselo.
En Londres, Herejiópolis, eso era siempre una lotería. Cada pocos días o noches se predecía algún que otro ocaso de todas las cosas. La mayoría se quedaban en nada, dejando a los profetas pertinentes encogidos, por un bochorno sin parangón, con la salida del sol. Era una vergüenza muy particular la de los ahora exfieles, que se esquivaban mutuamente la mirada tras el inesperado resultado de sus actos supuestamente definitivos: crímenes, confesiones, corrupciones y desenfreno.
Los creyentes trataban de convencer al universo para que le diera un empujoncito a su versión. Incluso los pequeños grupúsculos más estrafalarios podían hacer progresos a la hora de dar entrada a su propio Fin. La UDFS tenía una cierta reputación por ayudar a esclarecer esa potencialidad. Pero lo que Vardy defendía era que de estos Armagedonim (Londres tenía que ir acostumbrándose a tan arcanas formas plurales) los más dramáticos constituían un acontecimiento en esta clase de sociedad. Deportes espectáculo. Perderse alguno sería un paso en falso realteológico.
Eran métodos para valorar qué grupo estaba en auge y cuál, en declive. Los chanchullos de ocasos supuestamente finales estaban entre el trabajo de campo y las reuniones sociales.
Baron y Collingswood parecían conmocionados.
—No funcionará —dijo Collingswood—. Ningún fin será lo bastante grande como para sacar a la gente en el momento, no con todo lo que está pasando. Tendrías que montar un espectáculo de mucho cuidado. Y la gente está a la que salta, sabrán que no es real. No aparecerían.
—Ya lo creo que aparecerían, si piensan que podría ser el fin —dijo Vardy—. Imagínense que el apocalipsis que se pierden es el de verdad.
—Sí, pero…
—No, tiene razón, no podríamos hacerlo pasar por auténtico. Tenemos que magnificar alguno pequeño, que nadie se dé cuenta de que estaba ya planeado… Ja. Yo digo «uno». «Algo grande». Por los tiempos en que un apocalipsis no basta, ja.
Se puso en pie, todo tenso.
—Un listado de las sectas en las que tengamos algo que decir. —Chasqueó los dedos—. A estas alturas todo el mundo ha oído hablar del kraken. ¿No? Y saben que sea lo que sea lo que está por venir tiene que ver con él. ¿No es así? Es así.
—¿Qué tiene en mente, colega? —dijo Collingswood.
—Todo el mundo está esperando el fin del mundo. Nosotros vamos a llegar primero y se lo vamos a traer. Como bien dice, no podemos hacerlo pasar por auténtico. Necesitamos una buena rumorología. Así que vamos a tener que hacerlo de verdad. Y vamos a tener que dejar bien atados todos los detalles que podamos, para que piensen… Tenemos que alentar ciertos rumores, y cuanto más se acerquen a la verdad, mejor. Seguramente no encontraremos a un pulpo, ¿pero a quién conocemos que tenga un animal por dios? ¿A quién podemos convencer para que adelante su apocalipsis? Correrá la voz.
Se puso a hojear los archivos. Pasado un segundo, Collingswood se le sumó. Baron se quedó mirándolos sin levantarse.
—¿Es que están los dos majaras? —dijo—. Me van a salir con una fiesta del fin del mundo, solo para reunir a todo el mundo…
—¿Qué me dice de estos? —dijo Collingswood. Vardy miró donde le estaba señalando.
—No creo que tengamos influencia suficiente para persuadirlos —dijo. Siguieron buscando.
—¿Estos?
—No.
—¿Estos?
—… No se parece a un calamar ni de lejos.
—Ni siquiera sé lo que están haciendo —dijo Baron.
—Ya, pero si filtramos los rumores rápido, dará igual, es un animal grande —dijo Collingswood—. Eso es lo que oiría la gente.
—Tal vez —dijo Vardy—. Se me ocurre un problema.
Señaló algo en otro papel. Baron se asomó para ver lo que fuera que estaban discutiendo.
—Hay otro que va a llegar pronto. De por sí no preocupa a nadie, pero no tiene nada que ver con animales, y va a costar que los profetas lo retrasen. O, si están lo suficientemente cercanos entre sí, nadie va a…
—Pues los ponemos el mismo día —dijo Collingswood.
—¿Qué están…? —dijo Baron, y Vardy lo acalló con la mirada. Parecía estar a punto de hacerle un feo a la propuesta de Collingswood, pero su mirada mudó en una expresión de deleite bastante asombrosa.
—¿Por qué no? —dijo—. ¿Por qué no? Si damos con las palabras adecuadas, las palabras clave adecuadas, aun así, un pequeño Armagedón de andar por casa difícilmente conseguiría contenerlo. Siempre que haya bastante gente que crea que podría ser un dios animal. Sin duda daría que hablar a la gente… Podría ser un modo infalible de hacer que nuestro cebo sea aún más…
—Cebante —dijo Collingswood.
—Teatral. Tal vez. Imagine que hay dos…
Collingswood y él se miraron, resoplaron y asintieron.
—No cambiará el… el verdadero trato —dijo Collingswood—. Pero ni siquiera sabemos cuándo… Dé un paso al frente, hombre, jefe.
Collingswood hablaba con Baron, y le palmeó la mejilla cariñosamente.
—De acuerdo —dijo Vardy—. Entonces tenemos no una, sino dos profecías que, mmm, cazar. Voy a hacer unas llamadas.