53
Un «vidrio espejado». Una vez, hace mucho tiempo, tal vez su intención fuera ocultar, pero ahora no era más que una mentira que atraía la atención hacia sí misma. Tras él estaban Baron y Vardy, en pie, en posturas tan similares que habría resultado hilarante para cualquiera que los observara. Al otro lado del cristal, Collingswood interrogaba a Jason.
—Y ¿cómo es que ahora lo veo? —dijo Vardy—. Pensaría que lo reconozco, supuestamente.
—Collingswood —dijo Baron.
—No es mala del todo, ¿verdad?
—Es buenísima —dijo Baron—. Por eso lo vio, para empezar.
Sus preguntas a Jason habían sido moderadas, matizadas, aumentadas por varios realces conjurados: desde una extraordinaria forma de engatusamiento insoportable a la imposición de un dolor no físico.
—Si hubiera estado aquí cuando se suponía… ¿Dónde demonios ha estado, profesor?
—Ah, ¿ahora soy «profesor»?
—Bueno. —Baron se volvió hacia él—. Mire, no puede decir que no le haya dado manga ancha, ¿no le parece? Gracias a Dios que Collingswood no está aquí para oírme decir esto, habríamos estado oyendo sus risitas hasta la eternidad. Sé que su trabajo es canalizar la sangría divina, y ¿cuándo me he interpuesto en tu camino? ¿Acaso no soy el encargado de poner en su puerta el letrero de «No molestar, ultratumba en proceso de revelación»? ¿Eh? Pero se supone que debería mantenerme al corriente, y aparecer cuando lo necesito, y hacerme al menos un módico salutage como mínimo, ¿verdad? Se suponía que tenía que haber estado aquí hace dos horas para este interrogatorio. Así que ¿dónde demonios ha estado?
Vardy asintió.
—Mis disculpas. Pero no tengo noticias. —Movió las manos como organizando el aire—. No hay manera de conseguir un fin como este sin que alguien lo desee, no es un mero accidente. Y ahora el Tatuaje se está volviendo loco. Sigo sin entender dónde encaja este fin en los planes de quien sea.
—Se está volviendo loco —dijo Baron. Estaba haciendo añicos la ciudad—. Hemos intentado hablar con su gente, pero hay algo que lo ha empujado al borde del precipicio.
—Así que he salido a preguntar a un puñado de gente que está a la sombra de Grisamentum y del Tatuaje, por así decirlo —explicó Vardy—. Sabemos que Adler era socio del primero, pero no sabemos por qué estaba en el museo cuando lo estuvo. No sabemos lo que tenía planeado hacer, así que he estado pensando si no serán algunos de los otros, de los que se deshicieron cuando murió Grisamentum, los que están detrás de todo esto.
—¿Y?
—Escúcheme, esto es lo que yo digo. Hay una «inteligencia presidente» detrás de todo esto. Venga lo que venga, lo que tiene a los ángeles vagando por ahí no es un subproducto de otro esquema, esconde una intención. Pero no sabemos cuál.
—Yo sé que…
—No. No es un accidente. Escuche. Estamos cerca. ¿Comprende? —Vardy estaba dando una hosca conferencia—. El mundo se va a acabar. Muy pronto. Se acaba. Pronto. Y no sabemos por qué, o quién quiere que así sea.
—Tiene que ser Griz —dijo Baron con calma—. Tiene que ser él. Nunca murió…
—Pero ¿por qué? No tiene ningún sentido, maldita sea. Entonces, ¿por qué iba a querer quemarse ahora? Por eso he salido ahí afuera. A hacer preguntas.
—¿Y? Joder, ¿y? ¿Adónde lo lleva?
—¿Le suena de algo el nombre de Cole? —dijo Vardy—. Si digo «médico». Si digo «Grisamentum». ¿Le suena remotamente?
—No.
—Uno de los nombres que sonaban entre la corte de Grisamentum en la época en que, ejem, murió. Murió según los oncólogos. Cole es un piromante. Trabaja con djinn, es el susurro. Muy estrechamente, según algunos rumores. Uno de los pocos que, sin razón aparente, hablaba con Grisamentum en sus últimos días. Al parecer era uno de los que usted quiso sondear después del funeral, pero que siempre se negó diligentemente a hablar con el cuerpo.
—… Ah, vale, creo que ya me acuerdo. Siempre di por hecho que estaba allí porque Griz quería una despedida espectacular, si le soy sincero. Una pira grande y chispeante. ¿Adónde quiere llegar?
—Se puede ser espectacular o espectacular.
—Entonces, ¿qué fue lo que hizo por Griz?
—Experimentación piromántica: fuego de memoria, esa clase de cosas, dice.
—¿Dice?
—He estado investigando a los socios de Grisamentum, así que pregunté por él. Le dije que tenía noticias. Sin esperar demasiado, para ser sincero. Esperaba que me respondieran con evasivas, un poco de «Grisamentum era un caballero con el que se podían dejar las puertas sin cerrar con llave, era un placer trabajar con él», un «Muchas gracias y váyase por donde ha venido». Pero lo que me encontré fue un poco más sorprendente. Tiene una hija. Cole.
—¿Hay alguna señora Cole?
—Murió hace años. ¿No quiere saber lo que me dijeron? Su hija ha desaparecido.
Baron se quedó mirándolo. Finalmente empezó a asentir.
—¿No me diga? —dijo despacio.
—Es lo que se dice por ahí.
—¿Y eso qué significa?
—Primero Adler, luego Cole. Alguien está dándoles un repaso a los socios conocidos de Grisamentum. Haciendo cosas que… les incomoden.
—Como embutirlos en frascos.
—Y birlarles a sus hijos.
—¿Por qué?
—Ya me gustaría saberlo, Baron. Pero es un patrón.
—Está un poco lejos de su competencia, ¿no le parece? ¿Dónde está lo divino? —Vardy cerró los ojos y se encogió de hombros—. Entonces… ¿Cómo cree usted que deberíamos manejar todo esto? Hablando, obviamente, pero…
—Bueno, usted es el jefe, evidentemente, pero sugiero que en esto sea yo el hombre punta.
—Creía que no quería hablar con polis.
—En ese momento, no, desde luego, pero yo no soy policía, ¿no es cierto? Soy académico, como él.
—Y qué camaradería hay más firme que esa, ¿eh? —Baron asintió—. De acuerdo. Pero, por el amor de Dios, manténgame informado. Veremos qué podemos hacer para encontrar la pista de la joven señorita Cole. Ahora mire, esto no carece de importancia. Cierre la boca y preste atención a lo que hacen sus colegas. Como esa colega de ahí, ahora mismo.
Baron señaló al otro lado del cristal.
* * *
No hay ningún lugar adonde no lleguen las cloacas. Gruesos filamentos que van dejando humanos por debajo de todas partes, regando incesantemente con una enmerdada lluvia de inmundicia. La suave pendiente enlaza todas esas tuberías con el mar, y era remontando todas esas tuberías, desafiando la gravedad y el flujo de efluvios, como el mar había enviado sus propios filamentos, sus propios canales sensoriales de agua salada, haciéndole cosquillas a la ciudad por debajo, escuchando, lamiendo el enladrillado. Durante un día y medio hubo un mar secreto bajo Londres, fractal en todos los túneles.
Tuberías rellenas de salmuera que espiaban a los habitantes de los edificios, vigilando, escuchando, buscando. Puedes eclipsar la atención de los londromantes, con la complicidad de un distrito traicionero, con maleficios esquiroles lo bastante potentes, pero nada puede permanecer oculto al inquisitivo mar.
Billy esperó, acompañado únicamente por las reiteradas ocurrencias angustiadas de Wati, que iba, venía, se metía en el muñeco y salía de nuevo, a las primeras líneas de las huelgas.
—He hecho lo que me ha pedido el mar —dijo Sellar en un punto oscuro de la noche, y se fue, con una veloz ola de retorno, regresando a sus sueños de apocalipsis empapado. Es fuego, no agua, pensó Billy. Me parece que no te va a gustar.
Su teléfono sonó, y contestó inmediatamente. No dijo nada, se limitó a escuchar. Hubo un breve silencio antes de que una voz dijera:
—¿Billy?
Supo que no era Jason. Cortó la conexión y soltó un taco. Tenían al camaleón proletario. Había salido mal.
Estaba en pie en el jardín delantero de la embajada del mar (estaba oscuro, sus ropas eran oscuras, ninguna luz destellaba en sus gafas, y sabía que podía hacer aquello sin ser visto) y arrojó el teléfono con toda la fuerza que pudo, que ahora era mucha, hacia la oscuridad que reinaba por encima de los tejados. No lo oyó aterrizar. Por fin, mientras se sentaba en el escalón de la casa, oyó un ruido de agua en las cañerías que discurrían bajo sus pies. Empujaron otra botella por la ranura del correo.
El mar le dijo dónde estaban los nazis del caos. Decía que ahí era donde su ayuda terminaba. Que no intervendría, no podía tomar partido. Se acercaba ya la hora en que rayaba el día. Billy se inclinó hacia delante sobre sus rodillas y apoyó la frente contra la puerta.
—Ahora escucha —dijo—. Escucha un momento. No puedes entrar ahí, ¿verdad, Wati? —dijo Billy.
—No hay figuras en esa casa.
—Escucha, mar —dijo Billy—. Mira aquí, mar.
Sonrió cansado.
—Esas son las cosas que nos han ayudado a llegar donde estamos ahora, que la gente quiere seguir siendo neutral.
Sintió cierta concesión. Sintió como si recordara todo esto. Como si hubiera estado en el mar hacía solo unos días, o noches, de hecho, por la noche, en mitad de la noche, cuando soñaba esos sueños de tinta. Colocó la mano en la puerta. Conocía ese lugar.
—¿Respecto a qué quieres ser neutral? Quieres permanecer al margen de una guerra. No se trataría de Londres contra ti, no es eso contra lo que luchamos. Entonces, ¿qué es? ¿Los nazis del caos? No lo creo. ¿El Tatuaje? ¿De verdad te da miedo el jefe de una banda?
¡Oh, un chasquido! ¿Acaso esa psicología barata funcionaba con el puto mar? Hay que arriesgar, pensó Billy, hay que arriesgar. ¿Qué otra cosa tenía? Dos armas que no entendía y un sindicalista policorporizado. De dentro de la embajada no salía más que silencio
—Entonces, ¿qué es? ¿Protocolo? ¿Sutilezas? Pues voy a decirlo. Voy a suplicar. —Billy ya estaba de rodillas—. Por favor. ¿Que vas a arruinar el equilibrio de fuerzas? ¿Y qué? Ya sabes lo que está por venir. El fuego y el fin de todo. Apuesto a que con este fuego también arde el agua de mar. Pero Dane tiente que arreglarlo, ya sabes. Así que, si no quieres que todo arda, si no quieres que Londres arda, si no quieres que el mar arda…, ayúdame.
* * *
—¿Sabes qué pasa ahora? —dijo Collingswood. Jason Smyle resolló. Unos cuantos trucos cosméticos, una pequeña intervención dermatológica poco natural, y su piel parecía prácticamente intacta, todas sus magulladuras desaparecieron por arte de magia.
—Lo que pasa ahora es lo siguiente —dijo—. Han quebrantado varias leyes, pero, como tú bien sabes, son leyes muy particulares. Son como la constitución británica, no están escritas. Lo que eso significa es que vas al otro sistema judicial. Que significa lo que yo quiera que signifique.
Tenía menos de la mitad de años que Jason. Se reclinó y subió los pies a la mesa.
—De modo que agradeceremos sobremanera tu cooperación. Así pues. —Adoptó por un instante un ridículo acento nasal—. Vamos allá una vez más. ¿Qué has venido a buscar aquí? ¿Dónde está Billy? ¿Y dónde está el calamar?
Pero habían pasado por ese punto muchas veces, y los camelos y las amenazas ya no daban resultado.
—Lo juro, lo juro, lo juro —no dejaba de repetir Jason, y ella lo creía. No lo sabía. Lo único que sabía era el número que le había dado Billy, y había accedido a dárselo inmediatamente. Eso era todo. Collingswood miró a través del espejo y negó con un gesto. Salió de la sala y se reunió con sus colegas.
—Bueno, ¿qué tenemos? —dijo Baron—. Esto ha sido un poco inesperado, ¿no cree?
—Y usted le cree —dijo Vardy.
—Sí —dijo Collingswood—. Sí. Así que…
—Así que. —Baron—. Así que nuestro hombre, Billy, no ha sido abducido ni por asomo. De hecho está colaborando con un conocido miembro, actualmente en el exilio, de la Iglesia del Dios Kraken. Resulta que nuestra niña inocente no es tan inocente, al fin y al cabo.
—¿Qué pasa con ese puto síndrome de Estocolmo? —dijo Collingswood—. ¿Acaso Billy es, cómo se llamaba esa, la maldita Patty Hearst?
Miró a Vardy.
—Es posible —dijo él—. A mí todo esto me huele a fe. Entiendo que no hemos sacado nada del número que nos ha dado.
—Qué va. ¿Fe en qué?
—En algo.
—Vamos, niños, vamos —dijo Baron—. Bien, pensábamos que estábamos buscando a un prisionero, pero resulta que estamos buscando a un fugitivo. Vardy, será mejor que informe a Collingswood con respecto a Cole.
—¿Quién es ese? —dijo ella—. ¿Qué ha hecho? O esa. ¿Ha sido ella? ¿Puedo jugar?
—Un piromante —dijo Baron—. Exsocio de Griz.
—¿Un piro? —Collingswood entornó los ojos—. ¿No es fuego lo que está viendo todo el mundo? ¿Vardy?
—… Sí, lo es. Lo siento, es que… yo… —Se mordió los nudillos. Baron y Collingswood pestañearon asombrados ante aquella vacilación tan inusual—. Un piromante, un calamar del museo, un final de todas las cosas, es…, hay algo cerca. Solo tengo que analizar la fe que hay en ello.
* * *
Y ¿qué pasaba con Marge? Su mejor pista se había quedado en nada.
Tenía nuevas prioridades. Creía a todos esos desconocidos que no paraban de decirle que estaba en peligro, que estaba atrayendo hacia sí misma atenciones peligrosas, que necesitaba protección.
«¿Es que no sabes lo que es una calle trampa?», le había dicho el coleccionista de cultos, y no, no lo sabía, pero un momento en la red solventó el problema. Calles inventadas, insertadas en los mapas para enmendar los agravios sobre los derechos de autor, para demostrar que una representación ha sido plagiada de otra. Era difícil dar con una lista definitiva de esas espurias localizaciones enmapadas, pero hubo sugerencias. Una de las cuales, por supuesto, era la calle en la que se encontraba el The Old Queen.
Entonces. ¿Sucedía que esas calles ocultas en particular se habían construido y luego ocultado? ¿Sus nombres se filtraban como trampas en un elaborado doble engaño para que nadie pudiera ir allí, salvo aquellos que sabían que esas trampas eran destinos auténticos? ¿O en realidad no existían calles en esos puntos cuando se ubicaron las trampas? Quizá esas calles sin salida fueran residuos que se abrían a la existencia ilícita cuando los mentirosos trazaron los planos.
Bueno, lo que fuera. Estaba claro que esas eran las calles que debía investigar. Marge buscó más nombres.