52
El mar era neutral. El mar no se involucraba en intrigas, no tomaba partido en los asuntos de Londres. No le interesaban. De todos modos, ¿quién demonios podía comprender las motivaciones del mar? Y ¿quién iba a ser tan lunático como para desafiarlo? Nadie podría luchar contra eso. Uno no le declara la guerra a una montaña, a un relámpago, al mar. Tiene su propio consejo, y los peticionarios algunas veces podían visitar su embajada, pero eso lo hacían en beneficio propio, no en beneficio del mar. Al mar no le concernía: ese era el punto de partida.
Lo mismo ocurría en las embajadas del fuego (aquella cafetería de Crouch End, chamuscándose permanentemente), la embajada de la tierra (una cripta obstruida de Greenwich), las embajadas del vidrio y el alambre, y otros elementos más rebuscados. La misma reserva y el mismo poder benignamente indiferente. Pero esta vez, esta vez, el mar tenía una opinión. Y la Hermandad del Santo Diluvio resultaba útil.
Ellos mismos constituían una fe, que el mar ni dictaba ni creaba. Aunque el mar, en la medida que cualquier londinense podía juzgarlo, asumía la devoción de la Hermandad con la suficiente cortesía e ironía. Eso siempre resultaba insincero. Lo que ofrecía la Hermandad era negación plausible: el mar en sí no hacía nada, desde luego; era la Hermandad del Santo Diluvio la que buscaba a Billy Harrow, y si eran ellos quienes lo llevaban de vuelta a la embajada del mar, ¿qué?
Fue un viaje de urgencia. Estaba lloviendo, cosa que hizo que Billy se sintiera mejor, en cierto modo, como si el agua quisiera protegerlo.
—¿Qué está pasando con Marge? —repitió Billy.
—No lo sé —dijo Sellar—. Vino a verme. Pensaba que nosotros nos habíamos llevado al kraken. Nosotros pensábamos que lo teníais Dane y tú. Así que, cuando ella nos dijo que no era así, fui a hablar con el mar, y…
—¿Marge está bien?
—No.
—Claro —dijo Billy—. Nadie está bien.
Volvió a mirar su teléfono, pero no tenía llamadas perdidas. Jason no lo había llamado. Puede que no haya ido todavía, pensó Billy sin creérselo. Puede que me llame pronto.
Una hilera de casas victorianas adosadas del noroeste de Londres. Un tren del metro, surgido de los túneles, retumbando en mitad de la noche, tras los ladrillos. Los coches procedían con lentitud. Había pocos transeúntes. Las casas tenían tres alturas y solo estaban un poco desvencijadas, los ladrillos muy desgastados, manchados, juntas erosionadas, pero nada de ruinas ni destrozos. Tenían jardincitos delanteros, con sus pocas plantas y parcelas acicaladas. Billy veía los dormitorios de los niños, con bonitos animales y monstruos en el papel pintado, cocinas, cuartos de estar con la luz envolvente de los televisores. De una dirección llegaban risas y conversación. Humo y música salían de sus ventanas abiertas. El edificio de al lado estaba tranquilo y oscuro.
De más cerca, Billy comprobó que no era exactamente así. Las cortinas estaban corridas en las tres plantas. Tal vez hubiera algo muy débilmente iluminado, apenas visible a través de los visillos, como si alguien llevara velas en lo más hondo de las habitaciones traseras.
—¿Habías estado antes aquí, Wati? —dijo.
—Dentro, nunca —le dijo la figura que portaba—. No hay nada donde pueda meterme.
Sellar golpeó suavemente la puerta, un complicado código en staccato. A la altura de sus tobillos había una colección de botellas vacías. Sellar pegó la oreja a la madera, esperó, y entonces llamó a Billy con señas. Las cortinas de la planta baja eran de un espeso algodón rojo oscuro; las del primer piso, de cachemira verde azulada; las de arriba, con dibujos de plantas. Todas estaban pegadas al interior del cristal.
—Ven —dijo Sellar.
Sellar escribió un mensaje que Billy no pudo ver, lo enrolló y lo depositó dentro de una botella. Enroscó bien la tapa y la introdujo por la ranura del correo de la puerta. Pasaron unos instantes, pero no muchos. Billy se sobresaltó cuando la solapa se abrió y la botella cayó afuera y se estrelló contra el escalón de hormigón. Los ladridos de los perros no remitieron, ni los gritos de los niños, jugando hasta tarde. Billy cogió el papel. Levantó el muñeco, para que Wati también pudiera leerlo.
El papel estaba húmedo. La tinta estaba corrida, formando manchas como coronas alrededor de las palabras escritas, en una intrincada fuente rizada, extendiéndose más allá de sus renglones.
TEUTHIS YA NO CRIATURA NUESTRA. YA NO CRIATURA. NO DE OCÉANO. HEMOS HABLADO CON NUESTRO KRAKEN INTERNO PARA SABER POR QUÉ ESTO. NI ELLOS NI NOSOTROS SOMOS INDIFERENTES A LO QUE PUEDA VENIR. EL DEL TANQUE NO ES PRÍNCIPE DE COMISARIO POLÍTICO ELEGIDO POR ELLOS NI NOSOTROS.
Billy miró a Wati.
—Bueno. ¿Entiendes algo?
—Creo… —dijo Wati—. Yo diría que es solo un kraken.
—¿Solo?
—No es un kraken especial. Creo. Y… Pero, o sea…, que ahora no es suyo, ya no, creo.
—Dane creía que ese en concreto debía de tener algo, que por eso se lo llevaron. Que debía de ser un rehén.
Una parte de las incomparables riñas de kraken. Caudillos enfrentados, batallas dirigidas a paso de deriva continental. Un siglo para la reptación de un brazo, tan largo como una provincia, alrededor del de un enemigo; un mordisco que extirpaba carne por valor de ciudades, constriñendo a lo largo de varias dinastías humanas. Incluso los fugazmente majestuosos altercados de su krill, el Architeuthis, no eran más que entremeses para las disputas de sus padres.
—Tiene que haber algo —dijo Billy—. Hay otros calamares gigantes en el mundo. ¿Por qué este? ¿Por qué este es tan especial? ¿Qué… ascendencia tiene? ¿De dónde es?
—Ha dicho que no es él —dijo Wati—. El mar.
Billy y la figura se miraron fijamente.
—Y ¿por qué estamos aquí? —dijo Billy—. ¿Por qué esta cría de kraken en concreto nos lleva al final de todo?
Clavó los ojos en los del muñeco.
—En realidad, ¿qué sabe el mar de los krákenes? ¿Qué hay de…? Qué me dices de eso, Wati; tú podrías preguntárselo directamente a los krákenes.
Si cogían un barco. Deberían coger un barco y un gran Buda de hierro o de latón, pongamos por caso. Donde el agua fuera profunda, sobre una fosa en el Atlántico, podían inclinar la estatua por encima de la borda, y Wati podía iniciar un largo y tambaleante descenso, una precipitación hacia la más abrumadora oscuridad. Ir a descansar de una vez por todas sobre el lodo y los huesos roídos por los mixines, y Wati podía carraspear educadamente y esperar hasta atraer la atención de algún ojo sin derecho a ser tan grande. «Hola. ¿Hay alguna razón en particular por la que vuestra pequeña cría de plancton vaya a incendiar el mundo?», podría decir.
—¿Y cómo se supone que voy a salir después? —dijo Wati. Había una amalgama de estatuas en el lecho marino, pero ¿a qué distancia podían estar todas ellas de su entrevista abisal? ¿Y si se hallaban fuera de su alcance y tenía que sentarse allí, en la negrura, muerto de aburrimiento, toqueteado por peces luminosos, hasta que el océano lo erosionara, sacándolo de su estatuesca naturaleza y de sí mismo? Así pues: había que colocar la estatua ancla más pesada en el extremo de una cadena ensartada con otros cuerpos fabricados, para que, una vez finaliza el interrogatorio, pudiera volver a subir por ellos hasta el mascarón de proa del barco…
—¿Qué estamos haciendo? —se interrumpió Billy. Se oyó el ruido de otra botella rompiéndose. Otro mensaje.
NO SOMOS INDIFERENTES. HACIA EL FIN POR FUEGO. NO DESEAMOS QUE LONDRES DESAPAREZCA. TÚ Y EL KRAKENISTA EXILIADO Y NOSOTROS DESEAMOS LO MISMO. NUESTRO YO PRODUCTO DEL DESARROLLO CONCATENADO. LOS KRAKEN NO ACEPTARÍAN ESTO, NO SE TRATA DE ELLOS.
¿Acaso los propios calamares gigantes, o sus padres, estadios de deidad, sus otros apoteosizados, estaban colaborando en esto? ¿Con motivo de qué? ¿De la divina irritación por alguna mala representación?
—¿Por qué este calamar? —susurró Billy.
OTROS ESTÁN CONTRA NOSOTROS. HABÍAMOS PENSADO OTRA COSA. AHORA SABEMOS. DEBÉIS LLEGAR AL KRAKEN Y SALVAGUARDARLO DEL FUEGO.
—Ah, ¿tú crees? —musitó Billy—. Muchas gracias, no se me habría ocurrido…
Siguió leyendo.
DEBES LIBERAR AL EXILIADO.
—Ese es Dane —dijo.
SE TE MOSTRARÁ.
—¿Y por qué? —dijo Billy—. ¿Qué significa «desarrollo concatenado»?
Frunció el ceño, ladeó la cabeza y leyó.
DESTRUYE ESTE PAPEL. SE TE AYUDARÁ.
¿Y Dane?
* * *
Dane estaba colgado boca abajo, y goteando. Había estado recitándose historias de su abuelo, del coraje de su abuelo.
«Una vez», se dijo dentro de su propia mente, con la voz de su abuelo, «me cogieron». ¿Era un recuerdo o una invención por parte de Dane? No importaba. «Así que esa vez había alguna que otra refriega en marcha con los anillistas. ¿Alguna vez has estado frente a frente con una anillista? Da igual, el caso es que estábamos enzarzados con lo que fuera, no me acuerdo, el hueso de un santo de alguna iglesia a la que le habíamos dicho que ayudaríamos para que ellos nos ayudaran a nosotros, no sé…» ¡Concéntrate!, pensó Dane. Vamos. «Total, que fue allí, y me tenían ahí atado, como en un condenado juego de hilos, y cogen y vienen a darlo todo, y venga, y dale, y así. Bueno». Se sorbe la nariz. Dane como su abuelo, sorbiéndose la nariz. «Los dejo que se acerquen del todo. Yo me dejo llevar, la cabeza por todas partes, ¿sabes? Ellos, cacareando. “Nunca vas a tal, siempre vamos a cual.” Pero cuando se metieron en faena, cuando se liaron conmigo, yo no dije nada. Hasta que estuvieron ahí. Entonces recé una oración y, como ya sabía que harían, como ya sabía yo que harían, maldita sea, todas las cuerdas que tenían no eran más que lo que han sido siempre, que son los brazos de Dios, y Dios las desenrolló, y fui libre, y entonces, muchacho, se ajustaron un poco las cuentas».
Hurra. En un momento dado, los ecos de la sala en la que Dane se encontraba cambiaron, al entrar gente. Dane dejó de hablar consigo mismo y trató de escuchar. No podía ver quién había allí, con lo que le habían hecho en los ojos. No podía ver, pero, aun entre las ráfagas de dolor, podía oír, y sabía que la voz que oía era la del Tatuaje.
—¿En serio, nada? —dijo el Tatuaje.
—Mucho griterío, pero eso no cuenta —dijo la voz de uno de los nazis—. ¿Estás bien? Pareces estresado.
—Estoy un poco estresado. Si te digo la verdad, joder, estoy un poco estresado. ¿Te acuerdas de los arreadores de monstruos?
—No.
Un ruidoso sorbido, un babeante relincho canino. Aquel hombre perro estaba allí. Aquel miembro de su banda trucado con magia, un hombre convertido a sí mismo en mitad pastor alemán, un desgraciado chiste de carne fascista que Dane despreciaba, incluso cuando los colmillos y el morro que ocasionaban aquel chiste lo estaban vapuleando a él.
—Bueno… Se juntaban con Grisamentum, cuando yo… Entonces. Bueno, una de mis fábricas interrumpió su actividad por un montón de polvo o algo que se parecía mucho a una especie de jodido dragón de los cojones.
—No sé qué significa eso…
—Significa que hay cosas con las que no me esperaba tener que lidiar otra vez y que están de vuelta. Este cabroncete tiene que saber algo. Está metido en algo. Sabe dónde está el puto calamar; es su dios, ¿no es eso? Y sabe dónde está Billy Harrow. Sigue con él.
Sigue con él. Dane rezaba sin cesar. Rezaba en silencio e inmóvil. Dios tentaculado de las tinieblas por favor dame fuerza. Fuerza para escuchar, y para aprender. Krákenes en vuestro vasto silencio y sabiduría de amoniaco tened piedad. Sabía que debía escuchar, que debía esperar sin decir nada, si pudiera siquiera responder las preguntas, que en su mayor parte no habría podido, aunque hubiera estado dispuesto, que no lo estaba, porque esto no iba a terminar. Sabía que ya no duraría mucho más, débil como estaba y sin sangrar por todos los agujeros que los nazis les habían hecho, mareado y demasiado cansado y agotado incluso para gritar, una cosa colgando en ropa interior de dolor; sabía que aquello llegaba a un extremo tal que suponía su propio límite, y que, por lo tanto, una vez más, por segunda vez, antes del momento en que se vertiera lo suficiente de sí mismo, alcanzaría un punto crítico de masa de carencia y no tendría adonde ir más que hacia la muerte, la horrenda cruz solar del caos que había dejado de ver sería sometida a rotación. En realidad la esvástica era, como insistían sus defensores jipis antifachas, un símbolo de la vida, incluso cuando se empleaba de esta guisa.
¿Quién te hizo? Kraken me hizo. Como un subproducto. Sin compasión. ¿Fue la comodidad que ese hecho conllevaba o albergando la esperanza secreta de que secretamente el kraken secreto se preocupaba? Todos somos mierda de calamar, pensó Dane.
Tal vez la esvástica del caos no lograra devolvernos a aquellos que murieron mucho tiempo atrás, pero era lo bastante fecunda, de un modo desalmado, como para infectarlo a él, estando al mismo borde de la muerte, y lograr insuflarle vida de nuevo. Rotaría, con él esvasticado en ella, y recobraría el sedal de la vida que había caído en el descontrol absoluto, vertiéndola otra vez en su interior, para que la sangre goteara a la inversa, los órganos destruidos volvieran a hincharse, los extremos abiertos de los huesos se buscaran a tientas, quejumbrosos al encajar, esquirla con esquirla, en su agujero una vez más, recomponiéndolo de nuevo en el dolor.