51
—Quiero hablar con alguien que entienda a los ángeles —dijo Billy, y el intermediario hizo llamadas telefónicas, envió correos electrónicos, se metió en mensajería instantánea y colgó consultas en foros de debate. Al final le dijo a Billy adónde acudir.
—Vale, ya sabe que vas. Si no, no sería bueno.
—¿Qué estoy buscando? —dijo Billy—. ¿Quién va a reunirse conmigo?
—¡Quién va a ser! Un exángel.
Eso superaba con creces las expectativas de Billy. No un especialista, o un fanático de los ángeles, sino un semimiembro de la mismísima tribu del tarro con quien poder hablar, por así decirlo. Difícilmente podía uno entender a los custodios de los museos: ellos trabajaban con el recuerdo, que no era humano. Lo que hablaban no se asemejaba a una lengua. Pero cuando dejaban de ejercer, persistían, unos cuantos años más, y entonces empezaban a parecerse más a los hombres y a las mujeres, en virtud de una suerte de soledad.
La estructura del edificio del Instituto de la Commonwealth reproducía el alerón de un casco de conquistador, y estaba ubicado en el extremo sur de Holland Park. Había sido clausurado a principios de 2008. La absurda colección de objetos expuestos que honraban a sus países miembros, ese frustrado y cordial espacio posimperial, hacía tiempo que se había dispersado. Pero no estaba del todo vacío. Cuando empezó a oscurecer, Billy se coló en el edificio; ahora, con sus habilidades adquiridas, no le resultó difícil. Prestó atención a la reverberación de sus propios pasos.
La capa de polvo no tenía más que unos milímetros de espesor, pero era lo bastante espesa. Notaba como si la vadeara, mientras se dirigía a las últimas vitrinas intactas. En muchas de las salas, la oscuridad debería haber sido absoluta, y Billy se preguntó cuál era la débil luz que le permitía ver. Oyó una vez a un guardia (algún guardia humano) haciendo la ronda, desganado. Él se limitó a quedarse quieto hasta que desapareció el eco de esa sección del pasillo.
Aún quedaban algunas piezas de la colección, olvidadas, que no merecían ser reubicadas u ocultadas, y que más tarde, en su soledad, volvían a emerger. Billy se adentró en un pasillo donde, pese a carecer de ventanas, no solo había luz, sino haces de ella, que surgían del techo, cada uno de los cuales partía de un punto fortuito de la superficie sin fisuras, y descendía en caprichosas direcciones como un entramado de pilares en anárquica confusión, como si la sala añorara los rayos de luna que nunca había visto y generara sus propios simulacros. Avanzó por entre y bajo aquellos gruesos dedos entrelazados de luz imaginada, hacia aquello que lo estaba esperando.
Dios, pensó a medida que se aproximaba. Dios. Te recuerdo.
El desmantelado ángel de la memoria de la Commonwealth lo observaba detenidamente.
—Hola, otra vez —dijo. Lo había visto en su ocupación habitual, cuando él era un niño y aquello, a la luz del día, una pieza de exposición.
Plástico en forma de vaca pequeña. Lo miraba de soslayo, para poder mostrar su flanco de cristal. Dentro tenía sus cuatro estómagos, que en su día se iluminaban, uno tras otro, recordaba, y aún lo hacían allí, repetidamente, de uno en uno. Rúmen, retículo, omaso y abomaso, la digestión brillando trémula por turnos en cada uno de ellos, hacia su telos láctico, leal a alguna economía de la Commonwealth. De la sala de nueva Zelanda, pensó Billy.
Notaba su atención, su esencia menguante. Cuando el instituto estaba abierto, este mnemophylax había marcado, a altas horas, los corredores con un paso que imitaba al mito de Tauro. Había protegido ese engendro de palacio de la memoria de las fuerzas de los tiempos iracundos o de la colérica magia poscolonial. El desinterés público había acabado matándolo, y lo había dejado solo y posmuerto y repleto de historias.
Oí que ibas a venir. Su voz sonaba distante. Trataba de hablarle a Billy sobre las peleas que había tenido. Las referencias eran inhumanas. Trataba de contar historias que carecían de sentido y se diluían en la nada, dejando a Billy asintiendo educadamente a cada anécdota ausente. Con una tos, tan refinada como si lo hubieran invitado a tomar el té, Billy lo devolvió al asunto que se traía entre manos.
—Me dijeron que podías explicarme qué está pasando —dijo—. Uno de los tuyos me ha estado siguiendo. Ha estado pendiente de mí. Del museo de Historia Natural. ¿Puedes decirme por qué?
Puedo, dijo. Estaba deseoso de responder. Eres lo que estaba esperando, dijo.
—¿El tarro? ¿El ángel del museo de Historia Natural? ¿Cómo lo sabes?
Ellos dijeron. Los otros. Nos hablamos.
Puede que estuviera muerto, pero mantenía el contacto con sus primos que seguían en activo.
Fracasó, dijo eso.
A su espalda notó una ráfaga de aire, al abrirse y cerrarse las puertas batientes para ayudarle a hablar. Su voz construía sonidos.
El kraken se fue. Lo hizo mal. Está lleno de culpa.
—Ha dejado el museo —dijo Billy.
Todos ellos. Todos nos. Hay una lucha abierta contra lo del fin. No tiene sentido quedarse quieto. Combaten contra la finalización. Pero ello. Fue el primero en salir. Quiere compensar. Siempre intenta encontrarte. Cuidarte.
—¿Por qué?
Billy retrocedió y chocó contra la puerta que se abría y se cerraba. Se mantuvo apartado de ella para que el phylax pudiera hablar mediante el chirrido de sus bisagras:
Se acuerda de ti. Eres elegido.
—¿Qué? Yo no… ¿Cómo? ¿Por qué me ha elegido?
Los ángeles esperan a sus cristos.
¿Los ángeles esperan a sus Cristos?
Y tú viniste, nacido no de mujer, sino de cristal.
—No lo entiendo.
Te da fuerza; eres cristo de su memoria.
—¿Esto del tiempo? ¿Me lo da él? Dane dijo que era por el kraken… Ah. Espera, espera. ¿Estás…?
Billy empezó a reírse. Lentamente al principio, luego más. Se sentó en el suelo. Se obligó a reír calladamente. Sabía que estaba histérico. No era una risa liberadora. La vaca se movió hacia él. De un momento a otro, pasó de estar al final de la sala a uno o dos metros más cerca, y observándolo de soslayo con su ojo de cristal.
—Estoy bien, estoy bien —le dijo Billy a la decadente memoria—. ¿Sabes por qué Dane piensa que pasan esas cosas? —dijo. Sonrió como lo haría con un colega de borracheras—. Él cree que es por el kraken. Cree que soy una especie de Juan Bautista, o algo parecido. Pero, claro, ahí va desencaminado. No tiene nada que ver con el calamar. Nada de esto tiene nada que ver con el calamar. Es el puto tanque. Vamos —dijo—. Tienes que admitir que la cosa tiene su gracia. ¿Sabes lo que tiene todavía más gracia? ¿Qué es lo mejor de todo? Que estaba de coña.
Billy siempre había permanecido imperturbable cuando se declaraba la primera persona nacida por fertilización in vitro. Aquella broma estúpida, insignificante, hecha en aquel preciso lugar, a la que se había aferrado para mantener el rigor humorístico, había llegado a oídos del genus loci, el espíritu del museo. Tal vez era sensible a cualquier conversación sobre frascos y el poder de estos. Tal vez no comprendiera el concepto de broma o mentira.
—No es verdad —dijo. El ángel bovino de la memoria no dijo nada. Clac clac clac clac salía de sus cuatro estómagos, alumbrándose al mismo tiempo.
Billy se inclinó.
—No soy un profeta del kraken, soy el mesías de la botella. —Volvió a reírse—. Pero es que no lo soy. No lo soy.
El ángel botella iba disminuyendo, disminuyendo y menguando día a día, por efecto de su deambular más allá de sus tierras solariegas, por efecto de su fracaso, sus esfuerzos, el resquebrajamiento de esta iteración de cristal, conservante y hueso. Volvería a buscarlo, pero construyéndose un nuevo yo a partir de los fragmentos y añicos de su palacio, rastreando esa porción de su propio ser que había depositado en el interior de Billy. Eso lo dotaba de sus poderes inmerecidos. Hasta desaparecer, se esforzaría por encontrar de nuevo a Billy y, a través de él, al Architeuthis que había perdido.
* * *
—Ojalá volviera —dijo Billy.
Volverá.
—Sí, pero ahora. Mi compañero ha desaparecido. Necesito toda la ayuda de la que pueda disponer.
Tú eres el Cristo de la memoria.
—Sí, solo que no lo soy. —Despacio, alzó la mirada. Despacio se puso en pie y sonrió—. Pero ¿sabes qué? Lo voy a aceptar. Aceptaré lo que sea.
Estiró el brazo y apretó el puño, y pensó que quizá hubiera un mínimo margen de tiempo. Quizá lo hubiera.
—¿Vas a venir? ¿Afuera? —La vaca no dijo nada. Muerta como estaba, no tenía fuerzas para luchar en la guerra que sus hermanos estaban librando—. Está bien —dijo Billy—. Está bien, no importa. Quédate aquí, cuida de este lugar. Te necesita.
Se sentía generoso.
Desde algún otro lugar del edificio llegó un ruido que no era parte de la voz de la vaca. Billy estaba junto a la puerta, con el arma en la mano, a la escucha, preparado, sin saber cómo había llegado hasta allí. El ángel vaca intentó hablar, pero Billy mantenía cerrada la puerta, y no tenía nada con qué hacer ruido.
—Calla —susurró. Dándole ordenes a un ángel. Pero se había ido, con una serie de pasos, de esos de estar en otra parte. Billy pensó por un momento que aquello llenaría de consternación a un guardia humano. (No sabía que todos ellos eran conscientes de que había algo ancestral y melancólico que merodeaba por el edificio, algo a lo que procuraban no perturbar).
—¡Maldita sea! —dijo, y fue tras el ángel muerto, con su fáser por delante. Siguió el chirrido de goznes y objetos que caían de los últimos estantes. Llegó de repente a una sala sin ventanas, donde la vaca de plástico le gritó a un hombre alto con la voz del edificio.
Billy se agachó y disparó, pero el hombre se apartó más rápido, y el rayo del fáser alcanzó a la inútil vaca y se disipó por la pared.
—¡Billy Harrow! —estaba gritando el hombre. También él iba armado, pero no disparó—. ¡Billy!
La palabra también le llegaba desde atrás, pensó Billy, pero cayó en la cuenta de que la segunda voz, más débil, salía de su bolsillo. Era Wati.
—No he venido a pelear —gritó el hombre.
—Alto, Billy —dijo Wati. El ángel resollaba por las ventanas. Wati dijo—: Ha venido a ayudar.
—Billy Harrow —dijo el hombre—. Soy de la Hermandad del Santo Diluvio. No he venido a pelear. Marge acudió a nosotros.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Marge? Joder, ¿qué está haciendo, qué quiere? Tiene que mantenerse alejada de todo esto…
—No se trata de ella. He venido a ayudarte. Tengo un mensaje del mar. Quiere verte.