47
—Pues la puta verdad de los cojones es que me gustaría saber a qué coño nos atenemos.
—Mire —dijo Baron con dureza—. ¿Sabe qué, agente? Le estaría muy agradecido si nos pudiéramos ahorrar una pizca de eso.
Collingswood se quedó tremendamente sorprendida. Se refugiaba tras una actitud altanera. No lo miró a él, sino su propio brazalete.
—No nos vendrían mal algunas cosas, Collingswood —dijo Baron—. Eso lo sabemos todos.
Se tomó un instante y volvió a hablar con más calma, señalándola con el dedo.
—Entre ellas, un poco de información. Y estamos en ello. Bien… Cálmese y vuelva al trabajo. Usted tiene husmeando a sus propios husmeadores, supongo. Bueno, pues mire a ver qué huelen.
Se alejó cruzando una puerta, y cerrándosela con la fuerza suficiente como para que ella casi pudiera considerarlo un portazo.
En los jardines de la academia policial de Hendon se encontraba el barracón donde recibían instrucción los especialistas de diversas células de la UDFS. Se lo conocía con el penoso sobrenombre de «Hogwarts» entre la mayoría de los asistentes, o los de «Cackle’s» y «Gont» en el caso de unos pocos, que se miraban con petulancia cuando los demás no captaban la referencia.
Collingswood no figuraba entre ellos. Le daba igual. Había estado demasiado ocupada escuchando a brujas, sabios y hechiceros semijubilados.
—Sois agentes de policía, o lo seréis —había dicho uno de los instructores—, a no ser que la caguéis de pleno.
Era anciano y pequeño, arrugado como la nata desechada de una taza de leche con cacao. Se había rascado la barbilla como si todo lo que dijera fuese bien recibido. Él también era insolente, aunque de un modo muy distinto a ella. Le encantaba observarlo.
—Vuestro trabajo consiste en cazar criminales. ¿Verdad? Tendréis que saber qué hay que hacer. Si no sabéis qué hay que hacer, entonces tendréis que averiguarlo. Si no podéis averiguarlo, entonces, maldita sea, tendréis que inventároslo y después hacerlo. ¿Me he explicado con claridad?
El leve lux ex tenebris que destellaba entre las puntas de sus dedos mientras hablaba (azul, por supuesto) le daba un toque de gracia.
A partir de ese momento, y a lo largo de toda la jurisprudencia oculta, persiguiendo y enchironando cosas, esa suerte de vigor tocapelotas era lo que ella siempre había considerado que significaba ser policía. La carencia de ese vigor de la que adolecía Billy Harrow era lo que exasperaba a Collingswood, si bien no dejaba de divertirla.
Con un discurso interno, Collingswood consideró la posibilidad de que Baron no estuviera seguro de qué hacer. Lo estuvo pensando. Estudió la cuestión con el detenimiento que dedicaría a algo que hubiera recogido del suelo y estuviera tratando de identificar. Hubo agentes que pasaron a su lado, rodeándola en el lugar en el que se había quedado plantada (permaneció allí el tiempo suficiente). Algunos de ellos ni siquiera la miraron raro. Es Collingswood, ya se sabe.
Estaba en pie cerca de la sala de envíos, de modo que fue el primer oficial de la UDFS al que vio el mensajero que venía a dar el aviso. Fue ella, pues, quien abrió de un empujón la puerta de un Baron sentado, de brazos cruzados y mirando, taciturno, su ordenador, se colgó del marco con una mano, como si fuera un niño en un columpio, y dijo:
—Usted pide y yo respondo, jefe. Actualmente hospitalizado. Pero es algo.
* * *
Era un día asqueroso, con un monótono ambiente gris y húmedo y un viento fastidioso, insufrible como un crío. A pesar de todo, Marge se había pasado la mañana fuera, en el parque de la Barrera del Támesis. Avanzó trabajosamente bajo la llovizna, por entre los arbustos recortados en forma de olas, junto a campos de fútbol en miniatura. Esa mañana había llorado mucho por Leon, y lo sintió como una despedida. Ella había terminado, pero parecía que el cielo no.
Marge sospechaba que había dejado de tener trabajo. Su jefe era amigo suyo, pero su reticencia a contestar a sus mensajes debía de haberlo puesto en una situación imposible.
No era que se sintiera confusa. No era que se sintiera atosigada, precisamente, apabullada, que estuviera perdiendo la cabeza, nada de eso. Era solo, pensaba ella, que no podía concentrarse en nada más. No estaba histérica. Era solo que al descubrir que Londres no era lo que se suponía que era, al descubrir que el mundo le había estado mintiendo, tenía que saber más. Y aún le faltaba por descubrir qué le había pasado a Leon.
No es que estuviera vivo. Ella sabía que aquel absurdo mensaje chisporroteante de luz mala tenía que ser cierto.
Y eso la llevaba hasta allí, hasta esa pequeña pradera esculpida junto a las defensas del río. Allí, a la hipotética boca del río, junto a los industrializados llanos de Silverton, con los muelles de la barrera de prevención de inundaciones del Támesis agazapados en el agua, como inmensas colmenas extraterrestres, como visitantes de caparazones plateados. Entre ellos, las picadas aguas marrones, y por debajo de esas aguas, en el cieno del cauce del río, diez compuertas encogidas, listas para levantarse.
Tuvo que dar un buen rodeo hasta llegar al túnel peatonal de Woolwich, pero Marge tenía todo el día. Vio alzarse el edificio de control de la barrera desde los tejados de la margen sur. Tecleó en su móvil.
Por Dios Santo, era deprimente, pensó, esta parte de la ciudad. Tomó el camino que transcurría junto al Aeropuerto de la Ciudad de Londres y cruzó el río por debajo, arrebujándose en su abrigo. No revisó los detalles que había impreso: a esas alturas ya se los sabía. Le había costado sacarles la información a sus soplones de la red, pero tampoco tanto. Había requerido halagos y astucia, pero no tantísimos como debería, en su opinión. Como había podido comprobar, sí, había tablones de anuncios supuestamente secretos, pero buena parte de sus miembros estaban henchidos de orgullo por todo lo que sabían. Era todo «Ya he hablado demasiado», y «Esto no te lo he dicho yo».
¿Y quién eres tú, capullo de mierda?, había pensado Marge de aquel desmentido en particular. Lo único que sé es que tu nombre de usuario es blessedladee777, así que no me jodas, coño, y haz el favor de largar.
Provista de los términos que le había proporcionado el coleccionista de cultos, «hermano del diluvio», y la ubicación de «la barrera», le había llevado un par de días, no más, desentrañar algo más de información. Esta vez era un lugar de trabajo y una afiliación, el esbozo de un sistema de creencias.
Marge apuró el cigarrillo. Movió la cabeza y dio unos saltitos sin moverse del sitio, a continuación entró como un huracán en el centro de información de la Barrera del Támesis. La mujer que había al otro lado del mostrador de recepción la miró alarmada.
—Tiene que ayudarme —dijo Marge. Se obligó a farfullar—. No, escuche. Hay alguien aquí que se hace llamar «hermanodeldiluvio», sí, en internet. Escuche, tiene que hacerles llegar un mensaje.
—Yo, yo, ¿qué, cómo se llama?
—No lo sé, pero no estoy loca. Lo juro. Por favor, es cuestión de vida o muerte. En serio, literalmente. Tiene que haber alguna forma de enviar un mensaje a todos los que trabajan aquí. No me refiero solo al centro de información, hablo de las máquinas. Escúcheme, se lo suplico, se lo suplico.
Tomó la mano de la mujer.
—Dígale a quien tenga ese apodo de «hermanodeldiluvio», solo diga eso, que hay un mensaje de Tyno Helig. Él lo entenderá. Créame. Tyno Helig, ¿lo tiene? —La mujer garabateó el nombre en un papel—. Estaré esperando. Estaré en Maryon Park. Por favor.
Marge miró a la mujer a los ojos, tratando de inspirarle una especie de complicidad de hermanas. No estaba segura de hasta qué punto había funcionado. Salió de allí corriendo y se alejó hasta haber doblado la esquina, en cuyo punto redujo la marcha para deambular tranquilamente por Warspite Road, pasando la rotonda que daba al parque.
El tiempo estaba demasiado distinto y demasiado desapacible para estimular la reminiscencia, pero estuvo echando un vistazo por los alrededores hasta estar bastante segura de que había dado con un lugar reconocible de la película Blow-Up. Se sentó lo más cerca que pudo de ese punto. Observó a todo el que se acercaba por allí. Palpó la pequeña navaja automática que se había comprado, por si servía para cualquier inutilidad. Contaba bastante con la luz del día y los transeúntes. Marge se preguntaba si reconocería a su presa cuando entrara en el parque.
Resultó que, tras casi una hora de espera, cuando su llamada obtuvo respuesta, no le cupo ninguna duda. No era una persona, sino tres. Todos hombres, caminaban apresuradamente por los senderos, mirando en todas direcciones. Eran unos tipos grandes, atléticos. Iban vestidos con idénticos uniformes de ingeniero. El más mayor, al frente, hizo señas a sus acompañantes para que se dispersaran. Marge se puso en pie: se sentiría más segura si se enfrentaba a los tres a la vez que a uno solo. Ellos la vieron de inmediato. Ella apretó los dedos alrededor de la navaja.
—Hola —dijo—. Soy Tyno Helig.
Se quedaron un poco atrás. Tenían los puños apretados. El hombre que iba al frente tenía la mandíbula en tensión.
—¿Quién —dijo— eres tú? ¿Qué coño estás haciendo? ¿Dijiste que tenías un mensaje?
Marge advirtió los sentimientos encontrados del hombre. Ira, por supuesto, por haber sido descubiertos y porque los hubieran sacado del trabajo, cuando iban de paisano. Ira porque alguien se burlara de ellos de esa forma, que despreciaran su fe, que es lo que él debía de estar pensando, sin duda, que era lo que estaba sucediendo, por lo que veía Marge. Y sin embargo, además de esa ira, y luchando contra ella, había emoción. Marge fue consciente de esa pequeñita esperanza.
—¿Cuál es tu mensaje? —dijo.
Así que su plan había funcionado. Tyno Helig, no una persona, sino un lugar: uno de los reinos hundidos, la Atlántida galesa. Eso, habían pensado mientras trazaba su plan, debería intrigarlos.
—¿Quién eres? —dijo el hombre.
—Siento haberos desorientado —dijo—. Tenía que haceros salir. Lo siento.
Vaciló un instante, pero, joder, estaba tan cansada de no poder cabrear a la gente…
—No se trata de vuestra ola gigante, la que estáis esperando. Tengo que haceros una pregunta.
El hombre alzó hasta su cabeza el puño apretado, como si quisiera golpearse a sí mismo, y a continuación la agarró por las solapas. Sus acompañantes se apiñaron a su alrededor, escudándolos de la vista de la gente.
—¿Nuestra qué? —susurró—. ¿Una pregunta? ¿Tienes idea de quiénes somos? Ya puedes ir convenciéndome para que no te ahogue. ¿Tienes idea de quiénes somos?
* * *
Se hacía una idea, sí. Los credos extravagantes afloraban una y otra vez en sus pesquisas. Había rastreado la información con la insistencia suficiente.
La Comunión del Santo Diluvio. Tal y como aprendió gracias a un teólogo furtivo de la red, el arco iris no era una promesa: era una maldición. La caída no se produjo cuando la pareja primigenia salió del jardín: todo eso fue como un funesto sueño de juicios previo al éxtasis. Lo que sucedió fue que Dios recompensó a sus fieles con eventuales lluvias sagradas.
«Mala traducción», había leído. Si lo que le habían dicho a Noé, Ziusundra, Utnapishtim, o el mismo personaje con cualquier otro nombre, que tenía que construir era un barco, ¿por qué la Torá no lo decía? ¿Por qué su arca no era una oniyah, un barco, sino un tebah…, una caja? Porque no fue construida para surcar las olas que enviaba Dios, sino para transitar por debajo de ellas. El primer submarino de la historia, en madera de gofer, trescientos codos de longitud, viajando por el nuevo mundo de la promesa de Dios. Cultivó las praderas de algas. Pero los elegidos para el paraíso acuático habían fracasado, y Dios, colérico, retiró las aguas. Ese paisaje de castigo era donde vivíamos, exiliados del océano.
La Comunión del Santo Diluvio rogaba por la restauración de la lluvia. Marge leyó acerca de sus utopías, no hundidas en la perdición, sino en la recompensa: Kitezh, Atlántida, Tyno Helig. Honraban a sus profetas: Kroehl y Monturiol, Athanasius, Ricou Browning y el padre de John Cage. Citaban a Ballard y a Garrett Serviss. Daban gracias por el tsunami y celebraban la fundición del satánico hielo polar que, irónicamente, contenía agua en forma de mármol inmóvil. Para ellos era un mandamiento sagrado volar lo más lejos y con la mayor frecuencia posible, para maximizar las emisiones de carbono. Y apostaban a agentes sacros allá donde algún día pudieran contribuir a acelerar la inundación.
De modo que esta pequeña célula trabajaba en la que sería, aparentemente, la industria más blasfema de la defensa del diluvio. Estaban esperando el momento propicio. Bloqueando pequeñas crecidas irrisorias y aguardando a que llegara la grande. Cuando se precipitara esa ola definitiva, y esa sublime corriente de reflujo surgiera rugiendo de las profundidades, entonces, en ese momento, ellos meterían palos en las ruedas. Y después de que el agua cercara las calles como una trampilla de Hokusai, la Hermandad del Sagrado Diluvio viviría por fin en el Londres sumergido con el que soñaban.
Y ahora su mensaje. Era el fin del mundo, todo el mundo lo sabía… tal vez, pensaron ellos, fuera el suyo.
—Podéis consideraros afortunados de que nadie haya venido a meterse con vosotros hasta ahora —dijo Marge. Se zafó de él—. Yo ni siquiera había oído hablar de vosotros hasta hace unos días. Alguien dijo que habláis en nombre del mar. Y a lo mejor habéis sido vosotros los que os habéis llevado el calamar. Ya sabéis de qué estoy hablando. Necesito saber… El alguien que hizo algo con esa maldita cosa le hizo algo a mi chico.
—Tienes descaro —dijo él—. No digo que eso te exima de nada, pero tienes algo.
—Te lo dije, tío —intervino otro—. Está todo hecho una mierda.
—No es descaro —dijo ella—. Es solo que estoy muy cansada, de verdad, y lo quería. Estaba con Billy Harrow…, Billy Harrow.
Lo repitió al ver su reacción. El hombre hizo rodar su fino cuello y miró a los otros.
—Harrow —dijo—. ¿Harrow? Él es el que se llevó al kraken, eso pensaba yo. Es lo que me dijeron. Él es como su profeta. Se fue con Dane Parnell cuando este huyó de los krakenistas. Es con ellos con los que tienes que hablar. Fueron ellos los que se lo llevaron.
—No es verdad.
Se miraron entre ellos.
—Dane huyó de su iglesia cuando el kraken desapareció, para unirse a Harrow, así que si tienen algo que ver con tu colega…
—Os lo estoy diciendo —insistió—. Eso no fue lo que pasó. Yo no sé nada de Parnell, no sé mucho de nada, pero Billy Harrow no se llevó el calamar. Me comí una pizza con él.
Eso la hizo reír.
—Y sé que no fue él. De todas formas, creo que está muerto. Y si supiera dónde está Leon, me lo diría…
Se quedó callada al recordar la luz intermitente de la farola.
—Él me lo diría —añadió despacio—. Si pudiera.
El hombre hizo un corro con sus compañeros. Ella esperó. Los oyó discutir.
—¿Creéis —dijo de repente, sorprendiéndose levemente a sí misma— que estaría perdiendo el tiempo con vosotros si tuviera alternativa?
Ellos la miraron, un poco perplejos.
—No me interesa nada de eso, no me interesan estas chorradas, no me creo vuestras paridas, no quiero un mundo inundado y no quiero que un calamar sea el rey del universo, y no quiero involucrarme en esa locura de mierda, y ni siquiera creo que vaya a recuperar a Leon jamás. Solo estoy cansada y resulta… —Se encogió de hombros como diciendo «¿Quién sabe?»—. Resulta que necesito saber qué ha pasado. ¿Vosotros me decís que no tenéis ni idea de lo que está pasando? ¿Y de qué servís vosotros?
Estaba empezando a lagrimear un poco, sin lloriquear ni sollozar, sino de pura rabia.
—Quien haya hablado contigo —dijo, y vaciló—, no sabe lo que dice. Nosotros no representamos al mar, nosotros no… ¿Cómo podríamos? Te han informado mal.
—Me da igual…
—Ya, pues a mí no. La gente tiene que saber. Se está cociendo algo. ¿Cómo te has enterado de todo esto? ¿Quién te está ayudando?
—Nadie. Joder.
—No puedo hacer nada por ti. —No hablaba con delicadeza, pero tampoco con agresividad—. Y no hablo en nombre del mar.
Hablaba con precavida indignación. A Marge le daba la impresión de que aquel hombre que aspiraba devotamente a la destrucción del mundo por obra del agua, a la reconfiguración de todas las ciudades de la humanidad por obra de anguilas y algas, a la fertilización de las calles hundidas con los cuerpos de los pecadores, era un tipo bastante decente.
—Tienes que andarte con cuidado —dijo—. No te metas en problemas. Necesitas protección. Esta ciudad es peligrosa a todas horas, y ahora mismo está desquiciada. Y vas a acabar por ofender a alguien. Consigue protección. No llevas encima nada de nada, ¿a que no?
Se echó la mano al pecho, donde debía colgar un amuleto.
—Vas a conseguir que te maten. A tu novio eso no le serviría de nada, ¿no crees?
Estuvo a punto de decirle «No soy ninguna cría», pero su afable brusquedad la cohibió.
—Olvídate de todo esto. Y si no puedes, acude a alguien. A Murgatroyd, o a Shibleth, o a Butler, o a alguien. Recuerda esos nombres. En Camden, o en Borough. Diles que te envía Sellar.
—Escucha —dijo ella—. ¿Puedo…, puedes darme tu número? ¿Puedo hablar contigo de todo esto? Necesito ayuda. ¿Puedo…?
Él negaba con la cabeza.
—No puedo ayudarte. Lo siento. En este momento estamos muy liados. Ahora vete. —Le dio unas palmaditas en el hombro, como si ella fuera un animal—. Buena suerte.
Marge abandonó el obstinado paisaje de Woolwich. No miró atrás, a la espantosa cúpula aplastada, toda blanca, como enfermiza. Su mejor pista no la había llevado a ninguna parte. Aún tenía tarea por delante. Tal vez buscara protección, como le habían aconsejado.
* * *
Su mejor pista no la había llevado a ninguna parte, cierto, pero la propia Marge se había convertido en una pista, pese a ser ajena a ello. La revelación de que quizá Billy Harrow, el misterioso profeta del kraken, pudiera no haber estado detrás de la divina desaparición era importante.
Los ejércitos de los justos debían saberlo. El mar debía saberlo.