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Las tripas de las palomas estaban volviendo a hacer de las suyas, y los repugnantes resultados de estas ansiedades componían un estrafalario material de relleno para las noticias. Otras grescas urbanas tenían cada vez más dificultades para pasar desapercibidas a ojos de la banalización selectiva. A duras penas ardían los combustibles en las chimeneas domésticas. Reinaba una especulación nerviosa acerca de las condiciones atmosféricas. Toda llama ardía de mala gana. Como si hubiera una cantidad limitada disponible, como si las estuvieran reservando, ahorrándolas para algo.
Además, oh sí, estaba desapareciendo gente. En la guerra no había civiles, ni bolas de fuego entre benditos ignorantes y aquellos que estaban íntimamente ligados a redes, mercadeos de crimen y religiosidad. Y los londinenses, incluso los que eran incuestionablemente convencionales, estaban desapareciendo. No con ese proverbial «sin dejar huella», sino dejando rastros de lo más desconcertante: un zapato; la compra que habían salido a hacer, pero que «aún no habían hecho», descansando en el interior de una bolsa junto a la puerta de su casa; una pintada del desaparecido en el lugar donde había sido visto por última vez. Uno podía no saber lo que estaba sucediendo, pero no era creíble negar que algo estaba sucediendo.
* * *
Billy y Dane no lo habían hecho mal. La cautela de sus movimientos; el camuflaje que Dane iba dejando a su paso, deshaciéndose de él con pequeños conjuros, segunda piel de un hombre de su adiestramiento; los disfraces, ridículos, si bien no carentes de efectividad; la precaución soldadesca de Dane: todo ello los había mantenido alejados de la atención de los coleccionistas durante días, que no es poco decir cuando estás en el punto de mira de la tropa más grande, de lejos, de talento mercenario que se había aglutinado en torno a un solo trabajo en Londres en un buen motón de años.
Durante un período de tiempo digno de elogio, aquellos acosadores habían estado frustrados. La voz de reclamo a la caza urbana sonaba como un pedo trompetero de última hora, mientras ellos montaban caballos poco ortodoxos por los tejados, haciendo que los vecinos creyeran que caía una lluvia muy breve, muy copiosa, sin encontrar ni una mierda de rastro. Los pistoleros de ligero aire vaquero habían fracasado en su intento de localizarlos. Los londinenses dormían mal, pues sus internas tierras nocturnas estaban infiltradas por bestias husmeantes sin ojos que se arrastraban desgarbadas por sus ensueños sexuales y sus angustias parentales, sabuesos de sueños que los cazadores soltaban en la cúspide de su peligrosidad, mientras ellos dormían. Tampoco podían oler a sus presas.
Los cazadores se peleaban entre sí. Más de una vez tuvieron feroces enfrentamientos con personajes que parecían formar parte de cualquier otro plan, que venían y se iban demasiado rápido como para encajar en ningún esquema político conocido. Hombres que desaparecían al ser vistos, hombres y mujeres acompañados por rastreras sombras monstruosas.
Las bandas y los solitarios autónomos sembraron la ciudad de recompensas: cualquier cosa por cosechar indicios. Pese a todo su celo, saber hacer y destreza, Dane no podía interceptar cada uno de los retazos, miradas efímeras, palabras oídas por casualidad; todo aquello que los transeúntes no detectaban ni por asomo, pero que el mejor cazador podía sonsacarle a alguien que ni tan siquiera sabía que lo estaba ocultando, podía cotejarse y sumar.
* * *
—Me voy adentro —dijo Fitch—. El resto de los londromantes necesita verme. Y ahora tendremos que encontrar el modo de ponerlo a él del lado correcto.
Señaló al hombre al que Billy había disparado.
—Tienes que dejarme volver a entrar, Dane —dijo—. ¿No querrás que se preocupen?
Dane levantó el arma como si no supiera qué hacer con ella, y apretó los dientes.
—¿Los crees? —susurró Billy.
—No sabíamos qué querías hacer con él —dijo Fitch—. De lo contrario, te lo habríamos contado.
—No sabíamos si podíamos confiar en ti —dijo Saira—. ¿Sabes cómo se deshacen de algunas páginas del Corán los musulmanes? Las queman. Ese es el método más sagrado. Lo que está por venir será después de quemar el mundo entero, empezando por el calamar. Y sigue por ahí. Pensábamos que ese podía ser tu plan.
—¿Pensabais que yo iba a acabar con el mundo? —dijo Dane.
—No deliberadamente —dijo Fitch, con una extraña confianza—. Por accidente. Al intentar liberar a tu dios.
Dane les clavó la mirada.
—Yo no voy a quemar una mierda —dijo, sin delatar emoción alguna—. Llevadme hasta él.
Y podremos decirte lo que nosotros sabemos, pensó Billy. Que Grisamentum sigue vivo.
—Tenemos que hacer preparativos —dijo Fitch—. Protecciones. Dane, podemos trabajar juntos. Podemos estar juntos en esto.
Ahora estaba impaciente. ¿Cuánto tiempo llevaba con esa losa encima?
—No nos faltan ofertas —dijo Dane—. Todo el mundo quiere trabajar con nosotros.
—Hay cosas que necesitamos saber —dijo Saira—. Ese kraken tiene que tener algo. Por eso te necesitamos.
Eso se lo dijo a Billy.
—Tú eres el hombre del calamar. Es perfecto. Si logramos averiguar qué es lo que tiene este de particular, quizá podamos detenerlo.
—¿Los crees? —susurró Billy. Oyó el chirrido del cristal—. Creo que yo sí, Dane.
* * *
Así fue como acabaron los dos solos en el patio, mientras los londromantes regresaban adentro, para fingir normalidad durante unas pocas horas más.
—¿Y si…? —dijo Dane mientras esperaban.
Billy dijo:
—¿Qué? ¿Se escapan? No pueden hacer desaparecer toda su operación. ¿Decírselo a alguien? Lo último que quieren es que alguien sepa lo que hicieron.
—¿Y si…?
—Me necesitan —dijo Billy.
Atrancaron la puerta para que los fumadores frustrados se buscaran otro sitio adonde ir.
—Esperad —les dijo Saira—. Cuando terminemos aquí, nos iremos.
El cielo se fue oscureciendo con el paso de las horas.
—Pronto —dijo Dane. Qué oportuno todo, qué gafe más perfecto: mientras decía aquello, se oyó un ruido de cristales en la mente de Billy. Con él llegó la consciencia. Se puso en pie.
—Viene alguien —dijo.
—¿Qué? —Dane se levantó—. ¿Quién?
—No lo sé.
Billy se agarró de las sienes. ¿Qué coño?
—Dios mío. —Su dolor de cabeza le estaba hablando.
—Solo sé que vienen. No creo que sepan dónde estamos. No con exactitud. Pero están cerca y no son amigos.
Dane miró alrededor del patio. Chirrido chirrido.
—Se están acercando —dijo Billy.
—No pueden encontrarnos aquí —dijo Dane—. No pueden enterarse de que los londromantes están metidos en esto. No podemos llevarlos hasta Dios.
Echó mano de un trozo de metal y grabó en la pared las palabras «De vuelta en cuanto podamos». Escrito con arañazos sobre arañazos.
—Arriba —dijo. Hizo un estribo con las manos y volvió a empujar a Billy al tejado. Echaron a correr bajo la noche incipiente, descendiendo de nuevo por cañerías y salidas de incendios comunitarias, hacia las calles principales de la ciudad, ya prácticamente desiertas. Eso era lo que menos les convenía, ser casi los únicos en la calle. Cada farola era como un foco. Billy apenas podía pensar entre aquel ruido de cristal.
—¿Oyes un ruido? —dijo Dane—. ¿Como de cristal?
¡Se suponía que nadie más lo oía! No había tiempo. Ahora había otro sonido. Las cámaras de circuito cerrado giraban, haciendo parpadear sus luces, mirando a todas partes. De detrás de una esquina salieron unos hombres.
Billy los miró con atención. Iban vestidos con ajados disfraces de nuevos románticos. Vio estilismos punk, chisteras, pantalones bombachos y camisetas palabra de honor, y hasta pelucas empolvadas. Los rostros eran bastante fieros. Billy levantó su fáser.
A medida que se iban acercando, las malas artes de los atacantes fueron en aumento, y las farolas que iban pasando brillaban demasiado, cambiaban de color, chasqueaban de una en una, fundiéndose en negro, de manera que los adornos blancos de las esposas que llevaban los hombres y las florituras de los reflectores centellearon. Billy vio que llevaban cosidas a la ropa unas chapas con multitud de brazos, una especie de disolutas esvásticas mutantes. Los hombres siseaban como monos a la luna.
Dane y Billy dispararon. Había tantas figuras extravagantes. Billy disparó de nuevo. Esperaba que ellos les respondieran con disparos, pero portaban látigos, espadas. La oscuridad fue invadiéndolo todo, alcanzó a los atacantes, ocultándolos. No había luces en ninguna ventana, ningún resplandor de ninguna oficina. Solo quedaba una última farola naranja encendida, convertida en un faro, a la que Billy miraba mientras los hombres se acercaban.
Dane se colocó con la espalda pegada a la de Billy.
—Nos quieren vivos —murmuró Dane.
—Vivos es discutible —dijo alguien—. Alguien quiere exprimiros el cerebro.
Le respondieron unas risas.
—Vivos, pero las extremidades y los ojos son opcionales. Si venís ahora, podéis conservarlos.
—Siempre nos quedará el taller —dijo otro más.
—Nos queda el taller —dijo la primera voz. Oscurecidos por la forzada penumbra. Billy disparó al azar, pero el disparo únicamente lo iluminó a él—. Su taller le chifla de verdad. ¿Qué vais a ser?
—Prepárate —susurró Dane.
—¿Para qué? —dijo la voz. Un látigo salió enroscándose de la sombra y enlazó la pierna de Billy, hincándose en su sitio como la pata de un lagarto, arrojándolo al suelo de un tirón y sacándolo del último círculo de luz. Ya en el asfalto, Billy abrió la boca para gritar, pero estaba aquel chirrido de cristal, mucho más fuerte de lo que lo había oído nunca. Tenía la cabeza llena de dolor comunicativo. Algo se acercaba. Como un torbellino.
Brazos de hueso girando como molinos de viento. Hubo un chasquido de dientes, vívidos ojos vacíos. Huesos de falanges perforando la carne como colmillos. Esa cosa llegó con un movimiento incomprensible, demasiado rápido. Repartió puñetazos con dedos duros, dejando sangre, desgarrando las gargantas de dos, tres, cinco de los atacantes, haciendo que gritaran y cayeran meando sangre.
Billy se zafó del látigo de una patada. Retrocedió a gatas. El intercesor se mecía al borde de la luz.
Era una calavera en lo más alto de un bote gigante. Un enorme tarro de conservación de vidrio, de los que Billy se había pasado años rellenando con conservante y muertos animales. Este medía casi metro y medio, estaba lleno de escara de carne y alcohol enturbiado. Sobre la tapa de vidrio había una astrosa calavera humana liberada, Billy lo sabía con toda certeza, de uno de los armarios de restos del museo de Historia Natural. Golpeó los dientes. En el punto en que el borde se tocaba con la tapa, el cristal brillante hacía las veces de hombros, y la cosa levantó dos brazos sin carne y con garras, sacados de cajas de huesos, húmeros, radios, cúbitos, carpianos que golpeteaban secamente, y esas falanges afiladas.
El ángel de la memoria.
El ángel tarro giró sobre su base redonda, osciló meciéndose hacia delante. Volvió a golpear y volvió a matar, y con una ligera inclinación de su cabeza calavera abrió su tapa. Un petimetre se quedó helado. Estaba inmóvil, y entonces dejó de estar, y Billy vio más jirones carnosos en el bote. Los cazarrecompensas se dispersaron. Se oyó un ruido seco. Dane se había desplomado y no se movía. Billy estaba demasiado lejos, y el lazo, o lo que fuera que tenía atrapado a Dane por el cuello, se tensó, y Dane fue arrastrado hacia la sombra menguante que los hombres de las esvásticas habían traído consigo.
Billy disparó dos veces, pero no los veía en absoluto, y a Dane ya no se lo veía por ninguna parte. Cogió la pistola de Dane.
—¡Aquí! —le gritó a su rescatador de cristal, y lo oyó bambolearse y volverse hacia él. Los atacantes lanzaban trozos de ladrillos y de hierros en su retirada.
Un pesado fragmento impactó de lleno en el cilindro. El ángel tarro se hizo añicos. El guardián de la memoria del museo reventó. Sus huesos cayeron a plomo entre los químicos y los cristales.
Billy levantó el fáser con una mano, la pistola con la otra. Pero los atacantes no regresaron. Corrió en la dirección en la que Dane había sido arrastrado, pero la oscuridad retrocedía más rápido de lo que él avanzaba y, cuando hubo desaparecido, estaba solo. Los cadáveres seguían allí, los destellos de cristal, el cráneo de aquello que lo había salvado. Dane ya no estaba.
Como siempre sucede cuando un silencio abre un boquete en la ciudad, un perro ladró para llenarlo. Billy caminó entre los restos despedazados de su rescatador, dejando huellas de conservante. Se derrumbó, quedándose sentado en el suelo, con la cabeza en las manos, junto a los muertos, a la puerta de un bar de bocadillos.
Allí era donde se encontraba cuando los londromantes lo encontraron; nada tan dramático podía tener lugar tan cerca de la Piedra de Londres sin su conocimiento. Pudo advertirlos en los límites de su campo visual, pero no iban a acercarse, no iban a infringir su neutralidad, neutralidad que solo algunos de ellos podían saber que ya estaba reventada.
Debió de ser uno de ellos el que avisó a Wati, que se metió en el juguete que Billy aún llevaba encima, por lo que la voz le llegó desde su bolsillo.
—Billy, colega, Billy. ¿Qué ha pasado? Será mejor que nos vayamos, Billy. Lo traeremos de vuelta. Pero ahora mismo tenemos que irnos.