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—Así que Simon va bien —dijo Dane—. Superando los fantasmas.

—Eso dijo Wati —contestó Billy—. ¿Viene?

—La huelga no va bien —dijo Dane—. Está un poco liado.

Era por la mañana y se encontraban cerca de donde palpitaba la Piedra de Londres. Entre dos edificios. Dane efectuaba pequeños gestos militares con las manos, cuyos significados Billy no conocía. Siguió a Dane hasta un muro bajo, una compleja danza entre cámaras.

Por el camino, Dane iba pronunciando opacas homilías téuthicas. Kraken no robó el fuego de ningún demiurgo, no moldeó a los humanos con arcilla, no envió al hijo del Kraken a morir por nuestros pecados.

—Pues Kraken estaba en las profundidades —había dicho Dane—. Estaba en las profundidades, y comió, y tardó como veinte mil años en terminarse el bocado.

¿Y ya está? Billy no insistió en la exégesis.

Dane se movía más rápido y con más gracia de lo que lo haría un hombre de su corpulencia. A Billy esta escalada también le resultó más fácil que la última. Solo veía tejados en todas las direcciones, como un paisaje. Descendieron hacia un patio interior, lleno de cajas de cartón ablandadas por causa de la lluvia y transformadas en unos residuos marrones vagamente vectoriales.

—Aquí es donde vienen a fumar. Saca el arma —dijo Dane. Él sostenía su pistola.

El primero en salir fue un hombre joven, que quemó rápidamente un cigarrillo y trasteó en su teléfono móvil. La segunda, una cuarentona con algo apestoso que se había liado. Hubo una larga espera después de eso. La siguiente vez que se abrió la puerta, era Saira Mukhopadhyay, envuelta en elegantes fulares.

—Listo —susurró Dane.

Pero no iba sola. Estaba charlando con un tipo atlético que se encendió un Silk Cut.

—Mierda —dijo Dane.

—Yo me ocupo de él —murmuró Billy. Y añadió—: No tenemos mucho tiempo.

Podían oír la conversación.

—Está bien —dijo Dane—. ¿Sabes cómo… usar el fáser para aturdir?

No pudieron evitarlo: soltaron unas risitas. Billy se recolocó las gafas en la nariz. No podría haber dado aquel salto unas pocas semanas atrás, fáser en mano, arrojándose a un aterrizaje difícil, pero controlado. Se puso en pie y disparó. El tipo corpulento salió rodando por el patio y fue a parar entre la basura.

Ahí estaba Dane, dejándose caer espléndidamente detrás de Saira. Ella lo oyó, pero ya lo tenía encima. Él la lanzó contra los ladrillos de un bofetón. Ella se aseguró. Allí donde se aferraron los dedos, los ladrillos se ablandaban como si estuvieran hechos de plastilina.

Saira siseó. Siseó literalmente. Dane volvió a golpearla. Ella lo miró con sangre en el labio. Había resultado fácil olvidar que para Dane se trataba de fervor sacro.

—Tranquilo, hombre —dijo Billy.

—No hay mucha gente que pueda portear algo de ese tamaño y sacarlo de allí —dijo Dane—. Pero eso ya lo sabes. Sabemos quién lo sacó de allí, y sabemos con qué lo tentaste para conseguir que lo hiciera. No me gusta que nadie robe a mi dios. Me pone nervioso que te cagas. ¿Qué hiciste? ¿Qué tuvo que ver Al Adler en todo esto? El fin del mundo está al llegar, y quiero saber qué has hecho con mi dios.

—¿Sabes con quién estás hablando? —dijo ella—. Soy una londromante…

—Tú vives en un sueño. El corazón de Londres deja de latir, ¿sabes lo que va a pasar? A la mierda. Londres no necesita un corazón. ¿Saben tus colegas lo que has estado haciendo?

—Ya basta.

Fitch había salido al patio. Se quedaron mirándolo mientras cerraba la puerta tras de sí. Se quedó en pie junto a Saira, en la trayectoria del arma de Dane.

—Crees que yo debería estar en un museo —dijo—. Puede ser. Pero las piezas de museo tienen su utilidad, ¿verdad, Billy? Estás casi en lo cierto respecto a mí, Dane. Verás, cuando ya no tienes las habilidades que tenías antes, dejas de ser una amenaza. Así que la gente te cuenta cosas.

—Fitch —dijo Dane—. Esto es entre Saira y yo…

—No, no lo es —dijo Fitch. Se cuadró con actitud beligerante, luego se ablandó—. Ella solo entregó el dinero. Si quieres saber qué pasó, habla conmigo.

* * *

—Si grito —dijo—, todos los demás vendrán al momento.

Por encima de ellos volaban cosas. Pájaros crispados. Alzó los ojos hacia ellos, y desde donde estaba Billy la perspectiva no parecía correcta.

—¿Tú te lo llevaste? —dijo Dane.

—Si siguieras siendo un krakenista, no estaría hablando contigo —dijo Fitch—. Pero no lo eres, y quiero saber por qué. Porque lo tienes a él.

Señaló a Billy con la cabeza.

—Y él es el que sabe qué está pasando.

—Yo no sé nada —dijo Billy—. No empecemos otra vez.

—¿Por qué no quieres que los krakenistas sepan lo que está pasando? —dijo Dane—. Nosotros… ellos… no son enemigos de Londres.

—Sé que se quieren deshacer de sus divinidades. Y ya sé dónde terminan esas cosas.

—¿Cómo? Ni siquiera lo están buscando, y no hablemos de deshacerse de él —dijo Billy.

—Ojalá tuvieras razón, Fitch, pero no la tienes —dijo Dane—. La iglesia no está haciendo nada.

—¿Para qué quieres tú al kraken? —dijo Fitch—. Estos días no debería ver nada en las entrañas. Se limitan a quedarse ahí plantadas, espachurradas. Pero ahí estaba. Fuego. La primera vez desde hace no sé cuánto tiempo y, oh, Londres mío, lo que vi.

—¿Qué pinta Al Adler en todo esto? —dijo Billy.

—¿Por qué te lo llevaste? —susurró Dane.

Fitch y Saira se miraron. Saira se encogió de hombros.

—Creo que no tenemos opción —dijo.

—Fue por su culpa —dijo Fitch. Gimoteó. Billy estaba seguro de que el viejo se sentía aliviado al poder quebrantar su voto—. Él fue quien empezó. Viniendo aquí con sus planes, y el incendio al final.

—¿Al? Dijiste que era supersticioso —le dijo Billy a Dane—. Entonces… vino buscando un augurio. Pero a nadie le gustó lo que vio.

—Cuéntanoslo —dijo Dane, con la voz trémula—, todo.

* * *

Adler había acudido a los londromantes con un plan ridículo, audaz. Iba a robar el kraken. No temía admitirlo en aquel sagrado confesionario: Fitch, sin juzgarlo, impertérrito incluso a esas alturas ante el enorme crimen que se avecinaba, obligado a guardar confidencialidad en virtud de los juramentos en vigor desde el templo de Mitra, hendió la piel de la ciudad para ver lo que podía suceder.

—Es imposible que a Al se le ocurriera ese trabajo —dijo Dane.

Una cortesía, una formalidad. Fitch no esperaba ver nada, como llevaba sucediendo desde hacía años. Lo que vio fue fuego.

La quema definitiva de todo. Calcinando lo que no podía arder, llevándose el mundo entero.

¿Y después? Nada. Ni una era fénix, ni un reinado de cenizas, ni un nuevo Edén. En esta ocasión, por vez primera, hasta un límite que no había alcanzado jamás ninguna amenaza del fin, no había un después.

—La mayoría de los londromantes no saben nada de esto —adujo Saira. No se les podía pedir que vulneraran sus votos igual que lo habían hecho su líder y la lugarteniente de este—. Estaba claro que Al no era más que un hombre de paja. No es que fuera un criminal muy brillante, ¿verdad?

—¿Qué le dijiste? —preguntó Billy.

Fitch hizo un gesto con la mano.

—Le solté un rollo. Teníamos que decidir rápido lo que teníamos que hacer.

—¿No le podías haber dicho que no lo hiciera? —dijo Billy.

Todos lo miraron fijamente. Esa no era para nada la cuestión. No se podían alterar los planes que uno tenía basándose en la lectura de un londromante, igual que no se podía elegir esposa basándose en la parrafada que le soltara a uno una pitonisa de feria al leerle la mano.

—¿Por qué iba a querer acabar con todo? —dijo Billy.

—No estoy seguro de que quisiera eso —dijo Fitch con cautela.

El plan debió de activar algo por sí mismo. Consecuencias no intencionadas, definitivas, ineluctables. ¿Qué nivel de infortunio tenía que alcanzar para conseguir que un londromante pusiera fin al honor de todo un milenio y se viera obligado a intervenir? Así de nefasto podía llegar a ser.

—Así que tenías que entrar allí primero para impedir que se desencadenara —dijo Billy, como maravillado—. Tenías que prerrobarlo.

—Surgió lo de esa subasta. —Saira se encogió de hombros—. Necesitábamos un cebo para Simon. No nos costó mucho encontrar un armero que la trucara. Dane… no sabíamos cuándo iba a ocurrir.

—Tuvimos que movernos cuando lo hicimos —dijo Fitch—. Entiéndelo: «Todo arde y nada sucede otra vez» si se hacían con el kraken. Cuando Adler me lo dijo, todo cambió.

Simon poniendo en práctica su juego, musitando frases de su serie televisiva, llegando de noche al Centro Darwin con un fundido asiduamente reproducido, como un titileo en el agua, para «tomar coordenadas» y, con una contracción de poder, disgregando al kraken y a sí mismo en un flujo de partículas, energía, partículas de nuevo.

—¿Y qué le pasó a Adler? —dijo Billy. Saira lo miró a los ojos. Fitch, no.

—Un lugar como ese —dijo Saira—, está guardado. No se puede entrar sin más.

—Cabrones desalmados —dijo Dane por fin.

—Venga, por favor —dijo Saira—. Eso no se lo tolero a un asesino.

—Lo usasteis como cebo —dijo Billy—. Le dijisteis lo que fuera para mantenerlo…, no, por los tiempos, vosotros lo enviasteis allí.

—Simon nunca habría podido entrar y salir —dijo Fitch, con intención embaucadora—. No sabíamos que el ángel… Solo necesitábamos distraerlo.

El ángel de la memoria, el mnemophylax, abatiéndose sobre Al, mientras Simon teletransportaba al interior al perplejo aspirante a ladrón. Tampoco es que eso eximiera al descompuesto trekkie de esa muerte. Resultaba que era responsable, como mínimo, de un homicidio culposo.

—Y mientras se encarga de él, vosotros os llevasteis al kraken.

Billy hacía gestos de negación con la cabeza.

—Eso nos lleva a otra cuestión. Hicisteis todo eso para evitar el fuego, ¿no es así? —Levantó las manos—. Bueno, vosotros nos enseñasteis las entrañas. Ya sabemos todos cómo es el cielo. Así que ¿qué ha salido mal?

Un largo silencio.

—No funcionó —dijo Saira. Negó con un gesto y abrió y cerró la boca.

Billy soltó una áspera risotada.

—Visteis lo que iba a pasar si lo robaban. Lo robasteis para evitar que fuera robado. Pero al robarlo, lo robasteis. Y se desencadenó.

—No sé qué hacer —dijo Fitch.

—Yo te diré lo que vas a hacer —dijo Dane—. Me vas a llevar hasta mi dios.