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—De acuerdo.

Con experimentada velocidad y un mínimo derramamiento de porquería, Dane emergió de un contenedor de basuras. Tenía una taza cuarteada, una radio llena de moho, media maleta. Billy se quedó mirándolo todo.

—Lo que es esto, si conseguimos que se encarguen de ello (hay gente capaz de limpiar bien estas cosas, ¿sabes?), podríamos utilizarlo para…

¿Para qué? La taza, al parecer, para llevar algún elixir que requiriera exactamente de ese recipiente; la radio para sintonizar algún que otro flujo opaco de información decadente; la maleta para contener cosas que de otra forma no podrían ser transportadas. Dane se esforzó por articularlo. No cesaba de redundar en que necesitaban ir equipados, si era eso a lo que se enfrentaban.

Aparentemente, pensó Billy, ahora vivía en un paisaje trillado. En un nivel lo suficientemente por debajo de lo cotidiano, advirtió Billy con un sentimiento a medio camino entre la admiración y la aversión, una cosa tiene poder, de un modo bastante estúpido, porque es un poco otra cosa distinta. Quieres encantar zarzas, ¿qué otra cosa deberías tirar detrás de ti, si no un viejo rastrillo? Lo único que hacía falta era tener buen ojo para tan lindas correspondencias.

—Los londromantes son imparciales —dijo Dane—. Es lo suyo.

—Puede que Saira vaya por libre —dijo Billy—. Que lo esté haciendo sola.

—Necesito una pistola nueva —repetía Dane sin descanso. La batalla en la Torre Star Trek lo había dejado rabioso con la cuestión del armamento. Cualesquiera que fueran los detalles de esa lucha que tenía lugar a su alrededor, supuestamente entre Grisamentum y los londromantes, a él le faltaba potencia de fuego. Con la ayuda de Wati, anonimizando la petición, Dane hizo un pedido a los proveedores de armas de Londres. Porque había alguien por ahí que tenía la inmensa potencia psíquica del puto Architeuthis en su arsenal.

En el extremo más alejado de Wandsworth Common se produjo la entrega de un arma, depositada bajo unos matorrales determinados, como un bebé de fábula. Pasaban transeúntes, pero ninguno lo bastante cerca como para ver nada, y en cualquier caso, al igual que la mayoría de los londinenses de hoy en día, procedían de un modo furtivo y veloz casi en todo momento, como si estuvieran en el parque en contra de su voluntad.

Dane desechó su arpón con evidente alivio. Como paladín de la Iglesia del Dios Kraken había tenido pocas opciones. Al igual que muchos grupos desprovistos de un poder real y una realpolitik, lo cierto es que la iglesia estaba coartada por su estética. Sus operarios no podían llevar encima pistolas, simplemente porque las pistolas no eran lo suficientemente calamarianas.

Era una reivindicación frecuente. Los nuevos soldados borrachos de la Catedral de las Abejas se lamentarían: «No es que no crea que las cerbatanas con punta de aguijón no molen, solo que…»; «He llegado a dominar el manejo de la porra de vapor», les dice a sus mayores un pistonpunki desafecto, «pero ¿no sería útil…?»

Oh, por una carabina suspiraban los asesinos devotos.

Con un verbo algo más propagandístico, la Iglesia del Dios Kraken podía haber repartido entre sus luchadores, pongamos, FN P90, o HK53, y explicarles, con una sentenciosa lógica sermoneada, que la cadencia de disparo hacía que los vectores de balas en abanico alcanzaran su objetivo a modo de «tentáculos», o que la «mordedura» de un arma era igual que la del pico del calamar, algo por el estilo. Como excomulgado que era, Dane había dejado de estar condicionado. Lo que desenterró en el lugar de la entrega era un pesado revólver.

No sabían de qué autonomía disponía el fáser, de modo que Billy no hizo prácticas con él.

—Ya sé lo que podemos hacer —dijo Dane.

Se los llevó a un salón recreativo, abriéndose paso entre una muchedumbre adolescente. Billy se pasó estridentes horas de máquina en máquina, disparando con pistolas de plástico contra zombis e invasores extraterrestres. Dane le susurraba consejos referentes a la postura y los tiempos, palabras de tirador, percepciones de soldado entre aquellas muertes de juguete. Las mofas de los chavales que lo observaban fueron menguando a medida que la destreza de Billy mejoraba.

—Muy bien, tío —dijo un chico cuando Billy derrotó a un jefe para pasar de nivel. Era todo excitante en cotas desproporcionadas.

—¡Sí! —murmuraba Billy cuando salía victorioso en sus misiones.

—Estupendo, soldado —decía Dane—. Muy buena. Estás que te sales.

Apodó a Billy como miembro de diversas sectas violentas.

—Eres un thanicruciano. Eres un serrimor. Eres un pistogranjero.

—¿Un qué?

—Mira la pantalla. Érase que se era unos cabrones malos bichos. Levantaban las pistolas como perros de pelea. Vamos a hacer que dispares como ellos. Presta atención.

Desde TimeCops hasta lo último de House of the Dead y Extreme Invaders, para que Billy no se aprendiera los patrones de ataque recurrentes. Marines y soldados aprendían con máquinas como esas, le dijo Dane. Juba, el francotirador de Bagdad, pasó de cero a su mortal habilidad valiéndose de ellas. Y estas pistolas de pega no tenían retroceso, no pesaban, no se recargaban; igual que el fáser. Su limitado realismo las convertía, paradójicamente, en la mejor práctica para el arma real y ridícula que Billy había heredado.

Este no dejaba de hacer preguntas acerca de los cabezas huecas a los que posiblemente tendría que enfrentarse. ¿Cómo comen? ¿Cómo ven? ¿Cómo piensan?

—Esa no es la cuestión —decía Dane—. El mundo siempre puede manejar los detalles con finura. Y ¿quién lo escogería? Siempre gente dispuesta a hacer esa clase de cosas.

* * *

Así que sabían qué cebo había logrado que Simon hiciera el porte. Tenían que hablar con Saira.

¿Qué sentido tiene el giro teológico? ¿Acaso la naturaleza divina es una suerte de suciedad particularmente resistente? Tal vez el giro sea como una linterna ultravioleta en la escena de un crimen, que revela el residuo esparcido sobre lo que parecía terreno limpio. Uno no sabe en quién confiar. El apartado de correos de Grisamentum no se correspondía con una dirección del servicio postal, ni de ningún otro transportista que conocieran. El código postal no parecía del todo normal. ¿Algún transportista Trystero supersecreto?

—Tiene que llegarle —dijo Billy.

—Sí, pero no a través de los condenados cauces habituales.

No montarían guardia en el buzón.

—¿Cómo está Simon? —dijo Billy.

—Bien. He estado allí hace un rato —dijo Wati desde una estatua victoriana—. A ver, no del todo. Pero Mo lo está tratando bien.

—¿Qué pasa con la londromante? —dijo Dane.

—Me he acercado todo lo que he podido. Da la impresión de que ni siquiera tiene casa. Duerme en ese edificio. Cerca de la piedra.

—Bien —dijo Dane—. Entonces tendremos que pillarla allí. Wati, ayúdame, estoy intentando enseñarle a nuestro chico un par de cosas.

Billy oyó el chirrido de cristal en los márgenes de su consciencia. Hacía ya tiempo. Esperó, tratando de interpretarlo como un mensaje.

—Está bien, entonces… —dijo por fin, cuando pasaron junto a una cerrajería y reparó en algo que había expuesto en el escaparate. Recordó la lección de Dane en los cubos de basura y se quedó mirando la puerta en miniatura a la que habían sido adheridas varias manijas en venta, como muestra.

—Está bien, entonces, si nos quedamos con eso —dijo— y le hacemos lo que sea, lo colocamos en una pared. Entonces podrías, estoy seguro de que podrías…

—Ahí lo tienes —dijo Wati desde dentro, desde una aldaba con forma de gárgola que había al lado—. A lo mejor podrías usar cada una de las manijas para abrir e ir a dar a otro sitio. Aunque es demasiado pequeña. Solo podrías meter el brazo.

Esas revelaciones hacia un paradigma de ciencia recusante, de forma que el propio universo al completo se pone al alcance de la mano, eran parte del cambio de perspectiva más increíble que Billy había experimentado jamás. Pero el asombro había resultado aún mayor por cuanto no había comprendido nada en absoluto. Cuanto más se aclaraban, más le decepcionaba la vulgaridad de las normas.

—Toma.

Había una llave incrustada en el asfalto. La habían dejado caer cuando la superficie aún estaba blanda y luego la habían apisonado o la habían fijado, pisando alrededor con fuerza. A su lado pasaban fiesteros y noctámbulos ansiosos.

—Entonces —dijo Billy—, si pudiéramos hacerlo funcionar, con algún truquito, también podríamos usarlo para, no sé, ¿movernos de un sitio a otro?

Dane se quedó mirándolo.

—Mañana tenemos un montón de cosas que hacer, y va a ser bastante peliagudo —dijo—. Vamos a buscar un sitio donde podamos echar una cabezadita.

Casi habían agotado los pisos francos. Miró a Billy con suspicacia.

—¿Cómo es que te has imaginado que podríamos usar la llave de esa forma?

Porque, pensó Billy, lo hará, oh, despejará el camino.