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Billy tuvo la cabeza embarullada durante toda la noche. Difícilmente podía llamarse sueño a tan furioso y distorsionado torrente de imágenes. Llámalo vómito, llámalo chorreo.

Estaba otra vez en el agua, sin osadía, sino con preocupación, en un nado sincronizado; sin nadar, sino hundiéndose, hacia el calamadiós que sabía que estaba allí, el paisaje cárnico tentacular y el ojo del tamaño de la luna que nunca veía, pero que conocía, como si en el núcleo del puto planeta no ardiera metal, sino molusco, como si aquello hacia lo que caemos cuando nos caemos, aquello hacia lo que se dirigía la manzana cuando la cabeza de Newton se interpuso en su camino, fuera kraken.

Su hundimiento se vio interrumpido. Se aposentó sobre algo invisible. Paredes de cristal, imposibles de ver en el océano negro. Una forma de ataúd en la que yacía y en la que se sentía no meramente a salvo, sino poderoso.

Luego un dibujo animado, que reconocía, aquella historia querida durante tanto tiempo sobre botellas que bailaban mientras el boticario dormía, y ni un cefalópodo a la vista, y después, por un instante, él era Tintín, en algún sueño de Tintín, y el capitán Haddock acudía a él, sacacorchos en mano, porque era una botella, pero nada podía llegar hasta él y no tenía miedo, y después estaba con una mujer de cabello castaño a la que identificó como Virginia Woolf ignorando, a quién se le ocurre, al calamar que había en su ventana, que tenía un aspecto bastante abandonado, impotente y repudiado, y en cambio le estaba diciendo a Billy que era un héroe poco ortodoxo, según una definición poco habitual, y se encontraba en una tierra clásica y todo era una catástrofe, un fiasco, le vino la palabra, pero si lo era ¿por qué se sentía fuerte? ¿Y dónde estaba ahora el puto kraken de los cojones? Demasiado holgazán para entrar en su cabeza, ¿eh? ¿Y qué era eso de espiar desde detrás de la gentil sonrisa de la modernista, a dos alturas distintas? ¿Malo como los indicios de guerra? ¿Una sonrisa y un semblante vacío carente de pensamientos? ¿Y aproximándose con un leve deslizamiento, un creído salto arrastrado de piernas de espantajo, un dedo en la nariz y un escape de tabaco como un torrente por un orificio nasal? ¡¡Qué pasa, macho!! Subby, Goss, Goss y Subby.

Se despertó de sopetón. Era temprano, y su corazón continuó con su interpretación, y él se sentó sudando en el sofá cama. Esperó a calmarse, pero no pudo. Dane estaba sentado junto a la ventana, con la cortina descorrida, para poder espiar la calle. No estaba mirando abajo, sino a Billy.

—No eres tú —dijo—. No te vas a encontrar mejor.

Billy fue con él. La ventana tenía abierta una rendija, y se arrodilló y aspiró aire fresco. Dane tenía razón, no se tranquilizó demasiado. Billy se agarró al alféizar de la ventana y puso la nariz encima, como un grafiti mirón de «Kilroy estuvo aquí», y se quedó contemplando la penumbra. No había absolutamente nada que ver. Tan solo charcos de orillas borrosas de luz naranja y casas hechas de sombra. Tan solo ladrillos y asfalto.

—Ya sabes lo que quiero saber —dijo Billy—. Los hombres del Tatuaje. No solo lo de las manos. También lo de los hombres radio.

Dane no dijo nada. Billy dejó que el aire frío lo cubriera.

—¿De qué va todo eso?

—Explícate.

—¿Quiénes son?

—Hay de todo —dijo Dane—. Hay gente por ahí que prefiere ser herramienta que persona. El Tatuaje puede darles lo que quieren.

El Tatuaje. Uno no diría «encantador», ese no alcanzaba a ser el adjetivo, pero algo, tenía algo. Si te odiabas profundamente a ti mismo, pero estabas salpicado de un ego lo suficientemente grande como para necesitar diluir tu transición hacia la muerte, ansioso por hallar silencio y mutismo, si tu envidia por el objeto era intensa, pero la angustia no la había alterado, podías sucumbir a la brutal seducción del Tatuaje. «Yo te daré un uso. ¿Quieres ser un martillo? ¿Un teléfono? ¿Una lámpara que ponga en evidencia las memeces secretas de la magia? ¿Un tocadiscos? Entra en ese taller, colega».

Hay que ser un psicólogo de primera para aterrorizar, engatusar, tener un control semejante, y el Tatuaje olía a los necesitados y a los posnecesitados que se habían rendido. Así era como lo hacía. Nunca se limitaba a ser un matón a secas. Los matones a secas nunca pasaban de un punto determinado. Los mejores matones eran todos psicólogos.

—Así que no fue Grisamentum quien se lo llevó —dijo Billy. Dane negó con la cabeza y no lo miró—… Pero no vamos a trabajar con él.

—Hay demasiado… —Dane volvió a negar pasado un buen rato—. No lo sé. No sin saber más… Al tiene alguna vela en este entierro, y era el hombre de Grisamentum. No sé en quién confiar. Salvo en mí.

—¿Siempre trabajaste para la iglesia? —dijo Billy abruptamente. Dane no lo miró.

—Ah, ya sabes, todos tenemos nuestro, ya sabes… —dijo Dane—. Todos tenemos nuestras pequeñas rebeliones.

Ya fueran rumspringas sancionados o crisis de fe de las que renegar. Suplicando castidad y continencia, pero aún no.

—Fui soldado. Me refiero… en el ejército. —Billy lo miró levemente sorprendido—. Pero volví, ¿no es verdad?

—¿Por qué?

Dane se volvió para mirar a Billy de frente.

—¿Por qué crees tú? —dijo—. Porque los krákenes son dioses.

* * *

Billy se levantó. Y se quedó helado. La piernas retorcidas, pero temiendo moverse, para no perder la perspectiva, aquel ángulo a través de la ventana que provocó algo repentinamente.

—¿Qué pasa? —dijo Dane.

Buena pregunta. La calle, sí, las luces, sí, los ladrillos, las sombras, los arbustos que se convertían en greñudas bestias oscuras, la ausencia de gente en mitad de la noche, la falta de iluminación en las ventanas. ¿Por qué rebosaba?

—Algo se mueve —dijo Billy. Próxima a los límites de la ciudad, una tormenta se cernía sobre ellos. La precipitación aleatoria de las nubes era solo aleatoria, pero a través de la ventana parecía tinta organizándose, como si estuviera observando un secreto, como si tuviera una visión de cualquiera que fuera la metropolitopoyesis que estaba ocurriendo. No tenía nada semejante. ¿Cómo iba a tenerlo con aquellos ojos tan inadecuados? Era únicamente el cristal lo que le proporcionaba algo, algún destello, una mirada refractada de un conflicto incipiente.

* * *

Miles de londinenses se despertaron en ese momento. La memoria contra lo inevitable, implacable, que dará al traste con tus patrones de sueño. Marge se despertó, con una vívida consciencia de que algo nuevo había sucedido. Baron se despertó, y en el mismo momento en que lo hacía, dijo:

—Venga, allá vamos, maldita sea.

Vardy, para empezar, no estaba durmiendo.

Más cerca de Billy de lo que ninguno de los dos habría imaginado, Kath Collingswood también estaba mirando por la ventana. Se había incorporado exactamente en el mismo segundo en que lo había hecho Billy. El cristal de su ventana no la ayudó lo más mínimo, pero ella tenía sus propios métodos para darles sentido a las cosas.

De pronto se hizo patente que los fantasmas de pega que había armado habían sido derrotados. Se levantó de la cama a rastras. No había nadie con ella: llevaba puesto el camisón de Snoopy. Sintió un repelús por todo el cuerpo. Escalofríos con patrones de interferencia. Londres se estaba pulverizando a sí misma como un hueso roto sin soldar.

—¿Y qué cojones vamos a hacer? —dijo en voz alta. No le gustó lo débil que había sonado su voz—. ¿A quién voy a llamar?

Algo fácil, algo de donde pudiera sacar información sin demasiada dificultad. No tenía que ser duro ni listo. Tanto mejor si no lo era. Hojeó un cuaderno que tenía al lado de la cama, donde tomaba nota de diversas invocaciones. ¿Un primate del espacio, todo tentáculos acaracolados, que estimularan directamente su nervio auditivo? Demasiada actitud.

Está bien, un hocico auténtico, otra vez, que se merezca el apelativo. Enchufó su pentáculo eléctrico. Se sentó dentro de unos círculos concéntricos de neón, de distintos colores. Se trataba de una bonita y estridente conjuración. Collingswood fue leyendo fragmentos aquí y allá del relevante manuscrito. La parte crítica de esta técnica no era poner en marcha la invocación, era no invocar demasiado. Le estaba tendiendo la mano a un pequeño espíritu en particular, no al jefe de la manada.

No tardó mucho. Esa noche todo estaba ansioso por empezar. Apenas tuvo que colgar un cubo nocional de bazofia psíquica, y con unos resoplidos exploratorios y chillidos de júbilo, golpeando los límites de su espacio de seguridad, manifestándose en forma de sombra porcina revoloteadora, entró la gorrina entidad a la que había engatusado para que se apartara de la piara de ídem en mitad de la monstruosidad exterior, presentada a Londres e instruida para responder al nombre de Jeta.

koliwood, gruñó, koliwood comida. No mucho más que una sombra en el aire. No tenía la cola retorcida y, como si fuera a modo de compensación, ella misma se enroscaba, y hozaba por la habitación, enviándole a Collingswood ráfagas de basura por todas partes.

—Jeta —dijo. Cogió una botella con restos de residuos espirituales—. Hola de nuevo. Te invito a una cosa rica. ¿Qué está pasando?

ñam ñam, dijo Jeta. ñam rico.

—Sí, puedes ñamearlo, pero primero tienes que contarme lo que pasa.

miedo, gruñó Jeta.

—Sí, da un poco de miedo esta noche, ¿verdad? ¿Qué es lo que sucede?

miedo. anglis salir. chiis no dice.

—¿Anglis? —Se esforzaba por no perder la paciencia. No tenía sentido ponerse borde con aquel ser amable y glotón. Estaba demasiado gorda para ir a joder la marrana.

La porcina presencia revoloteó hasta su techo y se puso a roer el cable de la lámpara.

—No lo voy a contar. ¿Anglis, Jeta?

ss. ss anglis correr luchar venir cuerdo no futro.

Sí. Algo había venido, o salido, para luchar. ¿Cuerdo? ¿Cuerdos? ¿Cordura? ¿Futro?

Ah, claro, joder. Collingswood se quedó petrificada en su refulgente pentáculo. «Recuerdo», y «futuro». Recuerdo contra algún futuro. Anglis. Los anglis, por supuesto, eran ángeles. Los putos ángeles de la memoria habían salido. Habían salido de sus museos, de sus castillos. Estaban en guerra con lo que fuera que estaba por venir. Los hechos mismos de la retrospección y el destino que tenían varios bandos luchando ahora estaban, ellos mismos, fuera, personificados o glorificados y, directamente, dándose una paliza de muerte los unos a los otros. Ya no eran meros razonamientos, justificaciones, téloi, casus belli para que invocaran o en los que creyeran otros: ahora combatientes. La guerra se acababa de transformar en metaguerra.

—Hasta luego, Jeta —dijo. Destapó el contenedor y lo meneó para diseminar el invisible contenido al otro lado de su círculo protector. La cerda se fue para allá a la carrera, lamiendo y mordisqueando y sorbiendo en dimensiones en las que, para su regocijo, Collingswood no tendría que limpiar.

Ahora que sabía que solo se trataba de Jeta, las precauciones resultaban excesivas, y dio un paso fuera de los ángulos de protección electrostática y los desenchufó.

—Diviértete —le dijo por encima del hombro—. No me lo llenes todo de mierda, y no me birles nada al salir.

kat koliwood chao gracis por ñam

Collingswood se rastrilló el pelo, se maquilló un mínimo, se puso el uniforme desaliñado y se adentró en la ciudad, profundamente amenazante.

—El palo de la escoba está en el garaje —se dijo más de una vez. El chiste era tan viejo, tan malo, que perdía todo significado. Decirlo como si no pasara nada era un muy leve consuelo.

—Aquí no se puede fumar —le dijo el taxista, y ella se lo quedó mirando, pero no pudo ni balbucear algo que lo dejara fulminado. Apagó el cigarrillo. No volvió a encenderse otro hasta encontrarse en el ala de la UDFS de la comisaría de Policía de Neasden.

Habría que ser un adepto más adepto que Collingswood para alcanzar a comprender una ínfima parte de lo que estaba teniendo lugar, inminentemente, totalmente, por encima de todo. Varios dioses londinenses largamente aletargados habían sido despertados por el clamor, se estaban estirando y tratando de imponer pompa y autoridad. Aún no habían caído en la cuenta de que absolutamente a todos los londinenses ya se la sudaba lo que pasara con ellos. La tempestad esa noche fue imponente, pero no eran más que un puñado de deidades gruñonas que estaban para el arrastre, un divino «¿Qué demonios es todo este ruido?».

* * *

Lo bueno de verdad se estaba desarrollando en las calles, a otra escala. Pocos de los guardias, terrenales o no terrenales, de cualquiera de los museos de Londres, podían haber explicado por qué se sintieron de repente tan extremadamente asustados. Era porque sus palacios de la memoria se hallaban desprotegidos. Sus ángeles habían desaparecido. Los guardias de todos los museos vivos se unieron, a excepción de uno, que seguía desempeñando en solitario su propia misión. Los ángeles salieron a la búsqueda del fin inminente, aquel futuro clausurado. Si lo localizaban, tenían intención de machacarlo.

Vardy ya estaba en la oficina. Collingswood pensó que la noche no parecía haberlo alterado, no se lo veía más agotado ni más apurado de lo normal. Se colgó del marco de la puerta. Le pilló un poco por sorpresa la mirada con la que la recibió, aún más arisca, si cabe, de lo que ya acostumbraba.

—Joder, antipático —le dijo—. ¿Qué pasa con usted? ¿El apocalipsis le ha hecho la pascua?

—No estoy seguro de qué es esto —dijo revisando alguna página web—. Pero todavía no es el apocalipsis. De eso estoy bastante seguro.

—Solo era una forma de hablar.

—Oh, yo creo que es mucho más que eso. Creo que la palabra que no hay que perder de vista es «todavía». ¿Qué le trae por aquí?

—¿A usted qué coño le parece? El «todavía no» apocalipsis, caballero. ¿Sabe qué está pasando? Los guardianes de la memoria han salido a buscar a alguien para darle una paliza. Se supone que esos cabrones no pueden salir de los museos. Quiero ver si puedo descubrir qué es lo que pasa. Lo que sea acaba de cambiar. ¿Usted qué sabe?

—¿Por qué no?

—Joder, ¿sabe?, a veces, en serio, a veces me gustaría vivir en una ciudad en la que no fuera todo tanto una ida de olla y tal y cual. O sea, ya sé que de todos esos hay algunos que no son más que unos delincuentes, ya sabe, solo chicos malos, pero al final todo acaba por reducirse a lo de los dioses. En Londres. Pero así es. Todas las putas veces. Y eso, tío, ¿qué va a decir a eso? —Collingswood negó con un gesto—. Puta mierda para pirados blandos. Arcas y dinosaurios y vírgenes, y no sé qué coño más. A mí dame un robo, tío. Solo que eso ya lo han hecho, ¿eh?

—¿Mierda para pirados blandos? —Vardy se reclinó en su silla y la miró, con una inquietante mezcla de disgusto, admiración y curiosidad—. ¿En serio? De ahí es de donde viene, ¿verdad? Lo tiene todo clasificado, ¿a que sí? La fe es una estupidez, ¿verdad?

Collingswood ladeó la cabeza. ¿A mí me estás hablando de esa manera, colega? No podía leer sus textos mentales, por supuesto, no los de un especialista como Vardy.

—Oh, créame, me conozco la historia —dijo—. Es un sostén, ¿no es eso? Un cuento de hadas. Para los débiles. ¿Lo ve? Por eso nunca será lo bastante buena para este puñetero trabajo, Collingswood.

Esperó, como si ya hubiese hablado demasiado, pero ella le hizo un gesto con la mano, «Oh, por favor, continúa de una puta vez».

—Ya esté o no de acuerdo con los puñeteros predicadores, agente Collingswood, debería considerar la posibilidad de que la fe sea un modo de pensar las cosas más rigurosamente, en oposición a las vaguedades propias de la mayoría de los ateos. No es un error intelectual.

Se golpeteó la frente.

—Es una manera de pensar en otras cosas, de todo tipo, aparte de en la fe misma. El nacimiento de la Virgen es una forma de pensar en la mujer y en el amor. El arca es una forma muchísimo más lógica de pensar en la puñetera cuestión de la cría de animales que la preciosa brutalidad ad hoc que hemos instituido. El creacionismo es una forma de pensar «No soy despreciable» en un momento en que a la gente se le enseña y se le demuestra que sí lo es. Quiere enfadarse por esa puñetera doctrina humanista tan admirable, y, ¿por qué quiere hacerlo?, culpe a Clinton. Pero no es solo que sea demasiado joven, es que es demasiado ignorante para saber nada de la reforma del sistema de bienestar social.

Se quedaron mirándose el uno al otro. Fue un momento tenso, y algo cómico, extrañamente.

—Sí, pero… —dijo Collingswood, con toda cautela—. Es que no es completamente admirable, no es así, dado que es una completa sarta de gilipolleces.

Se miraron un poco más.

—Bueno —dijo Vardy—. Eso es cierto. Voy a tener que concedérselo, desgraciadamente.

Ninguno de los dos se rió, pero podían haberlo hecho.

—Bien —dijo Collingswood—. ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué son esos archivos?

Había papeles por todas partes.

—Bueno… —Vardy parecía vacilante. La miró—. ¿Se acuerda de aquella nota bastante peculiar que nos cayó del cielo? He estado pensando en quién pudo ser.

Cerró una de las carpetas para que ella pudiera ver el nombre.

—¿Grisamentum? —dijo Collingswood—. Se murió.

Lo dijo en un tono oportunamente incierto.

—Efectivamente.

—Baron estuvo en el funeral.

—Algo así. Sí.

—Entonces fue el Tatuaje, ¿no? —dijo Collingswood—. ¿El que se lo cargó?

—No. Eso es lo que pensaba la gente, pero no. Simplemente estaba enfermo, nada más, así que estuvo hablando con médicos, nigromantes. Conseguimos su historial médico y le puedo afirmar casi con total seguridad que tenía cáncer, y que casi con total seguridad lo estaba matando.

—Entonces, ¿por qué piensa que es él el que está detrás de esto?

—Hay algo en el estilo. Algo en lo de encontrar a Al Adler después de todo este tiempo. Algo en que haya corrido el rumor de que han acudido a unos arreadores de monstruos para encargarles un trabajo de enjundia. ¿Se acuerda de su…?

—No, no me acuerdo del tipo, yo no estaba.

—Bueno, siempre fue un tradicionalista.

—¿Y quién es toda esa pandilla? —dijo Collingswood. Señaló los detalles de un académico, un físico llamado Cole, un médico, Al Adler, Byrne.

—Socios. Relacionados de alguna forma con su, bueno, funeral, o lo que fuera. Estoy pensando que podría revisarlos. Tengo unas cuantas ideas que me gustaría investigar. Todo esto me ha dado que pensar. Esta noche se me han ocurrido algunas cosas. —Sonrió. Resultaba alarmante—. Me pregunto si alguno de ellos tendrá alguna pista sobre todo esto. Todo esto.

Contempló más allá de los muros, a la extraña noche en la que los dioses permanecían ignorados y los recuerdos habían salido en busca del futuro.