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Todo aquel que estuviera atento a los rumores de la ciudad sabía que Goss y Subby habían vuelto. Goss, del que se decía que su corazón no estaba en su cuerpo, de modo que no le teme a nada; y Subby, del que… ¿qué se podía decir? Habían vuelto para llevar a término un último trabajo. Por ahí había mucho de eso. Esta vez su pagador era el Tatuaje y el trabajo tenía algo que ver con la desaparición del kraken, sí, el calamarrapto, que el Tatuaje podía, o no, haber orquestado, dependiendo del rumor que uno prefiriera.
Tanto si lo había hecho como si no, se había empleado a fondo en la búsqueda. Al parecer no le bastaba con tener a sus órdenes a su extravagante tropa de matones autodespreciativos con cabeza de puño, y controlar sus reformados y destrozados castigados, que se trastabillaban, arrastrando los cables de sus mecanismos, sus añadidos electrónicos, de agujero en agujero, retransmitiendo órdenes y recabando información como autómatas. Ahora él y Goss y Subby, y el resto de los peores mercenarios de Londres buscaban a Dane Parnell, a quien («¿Te has enterado?») los krakenistas le dieron la patada.
De acuerdo con la compleja situación del panorama teopolítico, las lealtades y afiliaciones temporales se hacían en vistas a una guerra, cuya inminencia todo el mundo percibía. Todo ello tenía que ver con una condensación al alcance de toda sensibilidad.
El Tatuaje buscó a sus parias. Envió a una de sus devastadas máquinas humanas a preguntar a lo peor de sus sicarios si tenían alguna noticia suya. Se aseguró de que corriera la voz de que había llevado a cabo aquella particular obertura. Una estrategia de terror. Efectivamente. Así de malos somos.
* * *
Jean Montagne era el veterano guardia de seguridad que estaba de servicio en la entrada de la segunda casa de subastas más elegante de Londres. Tenía cincuenta y seis años. Se había trasladado a la ciudad desde Francia hacía casi dos décadas. Jean era padre de tres hijos, aunque, para su pesar, apenas mantenía contacto con su hija mayor, a la que había tenido cuando era demasiado joven. Jean era un consumado luchador de muay thai.
Había tenido a su cargo a su equipo de turno durante varios años, y había dado cuenta de sus habilidades en las ocasiones en que algún chalado había intentado entrar, a la caza de alguna pieza u otra que se estuviera valorando en el interior, normalmente insistiendo en que era suya y que le había sido sustraída de forma ilegal. Jean se mostraba cauto y educado. Conocía de vista a todos los empleados del lugar, con toda seguridad, y sabía el nombre de buena parte de ellos.
«Buenos días». «Buenos días». «Buenos días, Jean». «Buenos días».
—¿Qué…? —El hombre para quien la puerta de entrada se atascó le estaba sonriendo a modo de disculpa, sosteniendo su tarjeta.
—Hola, buenos días —dijo Jean.
El hombre tendría poco más de cincuenta años, era delgado, con el pelo corto, entradas, e iba bien peinado.
—La identificación es incorrecta —dijo Jean. El tipo trabajaba en adquisiciones, pensó. Mike, creía recordar que era su nombre. El hombre se echó a reír ante el error. Llevaba en la mano una tarjeta de crédito.
—Perdón, no sé ni lo que me hago.
Se palpó los bolsillos del traje, buscando.
—Pase —dijo Jean, y le abrió a Mike con el interfono, o más bien Mick, pensó, dándole acceso a adquisiciones. O cuentas—. Que tenga buen día, y tráigase la tarjeta la próxima vez.
—Entendido —dijo el hombre—. Gracias.
Se fue hacia los ascensores y Jean no advirtió nada raro en aquel intercambio.
* * *
Maddy Singh era la gerente de la planta de ventas. Tenía treinta y ocho años, vestía bien, lesbiana a lo «No he salido del todo del armario pero tampoco lo niego». Le gustaba ir a ver ballet, sobre todo los tradicionales.
—Buenos días.
Miró al hombre que se le acercaba.
—Hola —dijo. Lo conocía, escarbó en la memoria en busca de su nombre.
—Necesito comprobar una cosa —dijo. Maddy había dejado de hablarse con su hermano, a raíz de una bronca descomunal que habían tenido.
El hombre esbozó una sonrisa de satisfacción, levantó la mano derecha, separó los dedos corazón y anular.
—Larga y próspera vida.
—Larga vida y prosperidad —corrigió ella. Se llamaba Joel, estaba casi segura, y estaba en el departamento de informática—. Vamos, haz que Spock se enorgullezca.
Maddy Singh odiaba cocinar, y se alimentaba de comida precocinada de nivel.
—Perdón —dijo—. Necesito comprobar unos detalles sobre nuestra venta trekkie, los nombres de unos compradores.
—¿El filón friki? —dijo—. Eso lo está llevando Laura.
Señaló hacia el final de la sala.
—Gracias —dijo Joel, si es que ese era su nombre, volvió a hacer el saludo a modo de despedida, como llevaba haciendo todo el mundo en la oficina durante semanas, algunos de ellos esforzándose por colocar los dedos en la posición adecuada.
—Nunca he sido un buen klingon —dijo.
—Vulcano —dijo Maddy por encima del hombro—. Por Dios, eres un caso perdido.
No volvió a dedicarle un pensamiento a aquel hombre nunca más en toda su vida.
* * *
—Laura.
—Ah, hola. —Laura alzó la vista. El hombre que había junto a su mesa trabajaba en recursos humanos, si no recordaba mal.
—Un favor rápido —dijo—. Tienes el papeleo de la subasta de Star Trek, ¿verdad?
Ella asintió.
—Necesito una lista de compradores y vendedores.
Laura tenía veintisiete años, era pelirroja, esbelta. Estaba endeudada hasta las cejas, tenía pendientes juicios por insolvencia en internet. Tenía una predilección por el hip-hop que la divertía y también la avergonzaba ligeramente.
—Vale —dijo, frunció el entrecejo, se puso a rebuscar en su ordenador—. Mmm, ¿y de qué se trata?
No podía ser de recursos humanos, se le debían de haber cruzado los cables: un cobrador de morosos, obviamente.
—Bueno, ya sabes —dijo, movió la cabeza y arqueó las cejas como muestra de lo sufrido que era. Laura se echó a reír.
—Sí —dijo—. Ya me lo imagino.
Laura estaba contemplando la posibilidad de volver a estudiar, un máster de literatura. Fue abriendo carpetas.
—¿Estuviste en la venta? —dijo—. ¿Te disfrazaste?
—Oh, sí —dijo—. Teletransportándome.
—¿Los necesitas todos? —dijo—. Tengo que pedir autorización, ya sabes.
—Bueno —dijo pensativo—. Supongo que debería tenerlos todos, pero…
Se mordió el labio.
—Ya sé —dijo—. Si llamas arriba, te dará la confirmación, ya sabes, John, y entonces me lo puedes imprimir todo, pero no hay prisa. Pero, mientras tanto, ¿me podrías sacar los detalles del lote 601?
Laura clicó un par de veces.
—Está bien —dijo—. ¿Te vuelvo a llamar con los demás en un par de horas?
—Sin prisa.
—Ah, el comprador anónimo —dijo ella.
—Sí, ya sé, por eso necesito averiguar quién fue.
Laura echó un vistazo al rostro familiar.
—De acuerdo, entonces. ¿Qué estás comprobando?
Fue desenrollando el ovillo del anonimato.
—Ay, Señor —dijo. Puso los ojos en blanco—. No preguntes. Problemas y más problemas. Pero estamos en ello.
Ella imprimió. El hombre cogió la hoja, hizo un gesto de agradecimiento y se marchó.
* * *
—Ahí viene —dijo Dane.
Vagaba junto a Billy cerca de un vendedor de periódicos ambulante. Jason Smyle, el camaleón proletario, cruzó la calle. Aquí venía, doblando y desdoblando un papel.
Jason seguía empleando su don por el camino, y la gente que pasaba a su lado experimentaba un difuso convencimiento momentáneo de que lo conocían, que trabajaba en la oficina, un par de mesas más allá, o que transportaba ladrillos en la obra del edificio, o que molía granos de café, igual que ellos, si bien no conseguían recordar su nombre.
—Dane —dijo. Lo saludó con un abrazo—. Billy. ¿Dónde está Wati? ¿Está aquí?
—Está con lo de la huelga —dijo Dane.
Jason era una función de la economía. Su don lo deformaba, era inespecífico. Era abstracto, no un trabajador, sino la expresión humana de la mano de obra asalariada en sí misma. ¿Quién podía mirar a la cara a una gorgona tal? De modo que cualquiera que lo veía lo concretizaba, incorporándolo a su entorno local. Cosa que hacía que fuera imposible de advertir.
De no haber existido Smyle, Londres y su economía lo habría escupido, lo habría gestado como a un bebé. Podía buscarse un despacho libre, jugar al solitario o revolver papeleo, y al final del día solicitar en recursos humanos un adelanto en metálico sobre su sueldo, un requerimiento poco ortodoxo que causaría consternación, que se debía, en gran medida, a que, pese a estar segurísimos de que lo conocían, no lograban dar con su expediente, por lo que le prestarían el dinero, sacándolo de la caja para gastos menores, y harían una nota.
Smyle también podía trabajar a comisión, o haciendo favores a amigos. El residuo seguía impregnándolo, de tal forma que Billy, sabedor de que no era el caso, lo miró y tuvo la sensación de que Jason trabajaba en el Centro Darwin, que tal vez fuera un técnico del laboratorio, un biólogo quizá, algo así.
—Toma. —Jason le entregó el papel impreso—. Este es el comprador de tu pistola láser. Lo que te dije iba en serio, Dane. No me lo podía creer cuando me enteré de que te…, ya sabes, que tú y la iglesia… Me alegro de poder ayudar. Cualquier cosa que necesites.
—Te lo agradezco.
Jason asintió.
—Ya sabes cómo encontrarme —dijo. Se subió gratis a un autobús que pasaba, pues el conductor sabía que trabajaba en la misma cochera.
Dane desdobló el papel lentamente, como con un redoble.
—Ya sabes lo que va a poner —dijo Billy—. Lo único que nos falta por saber es el porqué.
Tardaron varios segundos en darle sentido a lo que estaban leyendo. Una serie de información: precio pagado, porcentajes, direcciones relevantes, fechas, propietario original, y allí, marcado para indicar lo que se anonimizaba en otros contextos, el nombre del comprador.
—Y, sin embargo, no lo es —dijo Dane—. No es Grisamentum.
—¿Saira Mukhopadhyay? —leyó Billy. Sabía cómo se pronunciaba—. ¿Saira Mukhopadhyay? ¿Quién narices es esa?
—La ayudante de Fitch —dijo Dane en voz baja—. La pija. Estaba allí cuando leyó las tripas.
Se miraron mutuamente.
Entonces, no es Grisamentum.
—La persona que compró esa pistola y la trucó, y la usó para comprar los servicios de Simon… —dijo Billy—. Una londromante.