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Aquella extraña noche, Billy estuvo despierto hasta tarde. Corrió las cortinas del salón, imaginándose a la repugnante ardilla observándolo, mientras él llevaba a cabo sus indagaciones en el portátil. ¿Por qué lo habría seguido Dane? ¿Cómo? Procuraba pensar como un detective. No se le daba bien.

Podía llamar a la policía. No había visto a Dane cometer ningún delito, pero aun así. Debería. Podía llamar a Baron, como él le había pedido. Pero, pese a su inquietud, por no llamarlo miedo, Billy no quería hacer tal cosa.

En su interacción con Baron, Vardy y la mujer, había estado bordeando un incómodo juego. Estaba tan claro que lo estaban tanteando, que le estaban ocultando información, que no le habían mostrado ni la más mínima consideración, salvo en la medida en que él se había colado en su oscuros planes, fueran los que fueran. No quería involucrarse en este asunto. O, mejor dicho, quería entenderlo por sus propios medios.

Al final durmió un poco, muy poco. Por la mañana descubrió que no era tan difícil volver a acceder al Centro Darwin como él se había imaginado. Los dos policías de la entrada no parecían muy interesados en él, y examinaron su acreditación por puro trámite. Interrumpieron su relato, cuidadosamente ideado, sobre por qué tenía que volver a entrar para ordenar unas cosas en su mesa que no podían esperar, pero que lo haría con cuidado y rápidamente y blablablá. Se limitaron a indicarle que podía entrar.

—No se puede entrar en la sala del tanque —le dijo uno de ellos. Pues vale, pensó Billy. Lo que tú digas.

Estaba buscando algo, pero no tenía ni idea de qué. No se decidía entre las retortas y los fregaderos, los contenedores de plástico y los peces diafanizados, con su carne invisibilizada por efecto de las enzimas y las espinas de color azul. Había una sala común repleta de pilas de carteles para el Proyecto Beagle, una recreación de aquellos primeros días cruciales de los viajes de Darwin, una reconstrucción hortera en un laboratorio flotante, supuestamente hecho a imagen y semejanza del Beagle.

—Eh, Billy —dijo Sara, otra conservadora a la que habían permitido el acceso, por la razón que fuera—. ¿Te has enterado?

Miró a su alrededor y bajó el tono de voz; le contó un rumor tan fugaz e insustancial que, tan pronto lo dijo, le entró por un oído le salió por el otro. El folclore se generaba solo. Billy asintió, como si estuviera de acuerdo, hizo un gesto de negación como si, fuera lo que fuera lo que le estaba contando, se tratara de una posibilidad alarmante.

—¿Te has enterado? —dijo también—. Dane Parnell ha desaparecido.

De eso sí que se había enterado. A Billy le dio otro escalofrío, como la noche anterior, cuando vio a Dane a todos esos metros de distancia, a través de la luna del autobús.

—He estado hablando con un policía, de los que estaban por la sala del tanque, y me estaba diciendo que desde que, ya sabes, desde que no está, han estado oyendo cosas —dijo Sara. Como un chirrido.

—Uuuh —dijo Billy imitando a un fantasma. Sonrió. Pero esas son mis alucinaciones, pensó. Era como le estuvieran robando. Eran sus imaginaciones lo que estaban oyendo los policías.

Se conectó en un terminal de trabajo y se puso a buscar, probando una infinidad de posibles grafías de los nombres que Vardy le había dicho, remitiéndose a lo que había garabateado en un papel y cruzándolos, uno a uno. Al final insertó la interpretación «Kubodera» y «Mori».

—Vaya, hombre —susurró. Se quedó mirando fijamente la pantalla y se reclinó—. Pues claro.

Con razón le atormentaban esos nombres. Se avergonzaba de sí mismo. Kubodera y Mori eran los investigadores que, hacía solo unos meses, se convirtieron en los primeros en captar imágenes de un calamar gigante en su hábitat natural.

Se descargó el texto. Volvió a ver las imágenes. «Primer avistamiento de la historia de un calamar gigante vivo en su hábitat natural», se llamaba el artículo, como si la revista Proceedings de la Real Sociedad Británica de Ciencias Biológicas hubiera sido invadida por chavales de diez años. El primero de la historia.

Más de uno de sus compañeros tenía encima de su mesa copias de aquellas fotografías. Cuando se difundieron las imágenes, Billy en persona se había presentado en la oficina con dos botellas de cava y había propuesto que, a partir de entonces, celebrarían el aniversario con un día de fiesta anual, el Día del Calamar. Porque esas fotos, como le dijo a Leon por aquel entonces, eran de una trascendencia acojonante.

La primera era la más famosa, la que habían utilizado en las noticias. Apareciendo entre el agua oscura, a casi un kilómetro de profundidad, un calamar de ocho metros. Con los brazos abiertos, curvados a izquierda y derecha, y alrededor del anzuelo situado al final de la línea en perspectiva. Pero era la segunda fotografía la que miraba Billy con atención.

Una vez más, la línea descendía; una vez más, allí estaba el animal en aguas amenazantes. Pero esta vez la aproximación se producía de boca. Lo habían captado en un estallido radial de los miembros casi perfecto: en el vértice, el pico. Los dos tentáculos alimenticios, miembros más largos con mazas en forma de remo, quedaban rezagados en la oscuridad.

Una explosión tentacular. Aquella foto desterraba todas las teorías difamatorias, según las cuales el Architeuthis era un predador perezoso y accidental que dejaba colgar sus tentáculos aletargados en las aguas profundas para que la presa se topara casualmente con ellos; no tanto un cazador como una estúpida medusa cualquiera.

Aquella era la imagen que habían abrazado los partidarios del Mesonychoteuthis, el «calamar colosal», el enorme rival achaparrado del Architeuthis. Y sí, el Mesonychoteuthis también había hecho sus apariciones ante las cámaras y el video, suscitando en tiempos recientes un gran e histórico entusiasmo muy poco habitual. Y, desde luego, era una animal de lo más terrorífico. Cierto, poseía una masa inmensa; su manto era más alargado; sin duda, sus tentáculos no estaban provistos de ventosas, sino de crueles garras curvas, como las felinas. Pero, tuviera la forma que tuviera, obviando las estadísticas y las comparaciones con el Architeuthis, nunca sería el calamar gigante. Era un monstruo advenedizo. De ahí las memeces que soltaban los que lo estudiaban, ansiosos por degradar al kraken de toda la vida frente a su nuevo ojito derecho: «inconmensurable», «más grande todavía», «un grado más de malignidad».

Pero mira las imágenes de Kubodera/Mori. No era ni remotamente el débil oportunista que sus detractores habían retratado. El Architeuthis no se quedaba colgado, esperando. El Architeuthis amenazaba, salía disparado desde el abismo para cazar.

Billy se quedó mirando la pantalla. Diez brazos, cinco líneas entrecruzadas, dos más largas que el resto. El diseño plateado de la insignia que había visto era la acometida de aquel depredador. Visto por su presa.

* * *

Estuvo recorriéndose los pasillos, cargado de papeles, para aparentar que iba de un sitio a otro. Entró en salas a las que tenía permitido el acceso, saludaba con un gesto al policía que vigilaba las que tenía vetadas. A pesar del descubrimiento que había hecho, seguía sin tener ni idea de qué esperaba encontrar.

Salió del Centro Darwin en dirección al museo principal. Allí no vio policía. Tomó la ruta que solía hacer de niño, pasando junto al oftalmosaurio, los ammonites de piedra, junto a lo que hoy es la cafetería. Una vez allí, por fin, en mitad de todo y de todos, creyó, tal vez, oír un ruido. El ruido que hace un tarro rodando. Muy levemente.

Procedía (o así le pareció a él, se dijo, corrigiéndose) de una puerta de acceso prohibido a los visitantes, que conducía escaleras abajo, hasta una zona de almacenaje y corredores subterráneos. Lo escuchó a conciencia, con la muchedumbre a su espalda. No oyó nada. Introdujo la clave de acceso y descendió.

Billy fue avanzando por pasillos subterráneos sin ventanas. Se dijo que no creía estar oyendo algo real. Que, fuera lo que fuera aquel indicio que andaba buscando, le venía de dentro. Así que, venga, se dijo a sí mismo, échame una mano. ¿Qué es lo que estoy buscando? ¿Qué me estás (qué me estoy) contando?

Los guardias y los conservadores levantaban la mano a su paso, saludándolo brevemente. Las salas y los pasillos estaban forrados con estanterías industriales, donde había cajas de cartón etiquetadas con rotulador, vitrinas vacías o repletas de especímenes sobrantes, papeles, muebles innecesarios. Debajo de los conductos de la calefacción, junto a unas paredes y columnas altas de ladrillo, Billy volvió a oír el ruido. A la vuelta de la esquina. Lo siguió como si el camino estuviera marcado con miguitas de pan.

El pasillo se abría no a una sala, sino a un gran corredor inesperado. Estaba abarrotado de taxidermia y osarios victorianos. Cabezas de mamíferos vigilando desde las paredes, como un centenar de faladas; bisontes tiesos como soldados envejecidos, junto a un iguanodonte de yeso y un emú ajado. Había un bosque bajo de jirafas conservadas de cuello para arriba, un toldo de cabezas en lo alto.

Un tintín, un clac. Bajo los fluorescentes, los cuerpos disecados proyectaban sombras afiladas. Billy oyó otro ruidito. Procedía del rincón oscuro junto a la pared, en lo más recóndito de la maleza de especímenes.

Billy se apartó del sendero. Se abrió paso entre antiguos cuerpos inflexibles, penetrando a empujones en el pequeño bosque de restos animales. Alzó la vista, como avistando aves, y se apretujó contra las paredes encaladas. No oyó otro de los sonidos, solo sus propios esfuerzos y el roce de su ropa contra las pieles secas. Rodeó un montón de fragmentos de hipopótamo y, de pronto, se topó con algo que durante unos instantes no consiguió interpretar.

Cristal, un viejo recipiente de cristal, grande como el que más. Un cilindro alto hasta el pecho, con tapa y base festoneada, lleno de conservante de color pis, y un espécimen al que se quedó mirando. Algo demasiado grande para el recipiente, metido allí a la fuerza, de cualquier manera. Pelado en parte, con los ojos y las patas pegadas al cristal y la piel desgarrada, suspendida en forma de unas alas abiertas; pero, incluso en el momento de pensarlo, iba diciendo que no con la cabeza.

Billy vio que lo que había creído pellejo era una camiseta hecha jirones, lo que había creído pelado era una calva y abotargamiento, que por Dios bendito aquello que le dirigía esa mirada mortal en tan retorcida postura, aplastado y deformado contra el interior de la botella, era un hombre.

* * *

Billy no quiso ni acercarse a la policía. Ni siquiera fue él quien los llamó. En aquellos primeros instantes de terror, cuando subió las escaleras a toda velocidad, incapaz de respirar, no pensó en hacer la llamada. En lugar de eso había salido corriendo hacia los dos agentes que custodiaban el Centro Darwin gritando:

—¡Rápido, rápido!

Un nutrido grupo de colegas suyos acudió apresuradamente, acordonando más zonas del museo, declarando el sótano zona prohibida. A Billy le tomaron las huellas dactilares. Le dieron un chocolate caliente para tranquilizarlo.

Nadie lo puso en duda. Lo metieron en una sala de conferencias y le dijeron que no saliera de allí, pero nadie le preguntó cómo había encontrado lo que había encontrado. Estuvo esperando junto a un proyector suspendido, un televisor colocado sobre una base con ruedas. Oyó que desalojaban el museo, la consternación de la gente.

Deseaba estar solo más de lo que deseaba respirar aire fresco. Deseaba que cesaran los últimos temblores de pánico que lo atenazaban, de modo que se sentó y esperó, como le habían dicho que hiciera, con las gafas empañadas cada vez que sorbía, hasta que se abrió la puerta y Baron asomó la cabeza.

—Señor Harrow —dijo Baron, y movió la cabeza de lado a lado—. ¡Señor. Ja. Row…! Señor Harrow, Billy, Billy Harrow. ¿Qué lo trae por aquí?