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—Pues claro que he visto Star Trek —dijo Dane—. Pero no sé qué es un puto tribble.

Estaban junto al Puente de la Torre. La última dirección conocida de Simon llevaba meses vacía. Fueron en su busca.

—Bueno, básicamente es una cosa de esas —dijo Billy. Una vez más, vestía el atuendo de un estudiante, demasiado juvenil para él. Miró dentro de la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Allí estaba Tribble, tembloroso. Billy le acarició el pelo sucio. Fueron pasando figuritas de pizarra y estatuillas de escayola por los edificios. Maniquíes mal vestidos. De cada uno de ellos surgía la voz susurrante de Wati, serenando a Tribble, tratando de que el inanimal mantuviera la calma.

—¿Estamos seguros de que vamos por buen camino? —dijo Billy.

—No —dijo Wati—. He estado intentando seguir el rastro a la inversa. Tengo entendido que lleva hasta aquí. Si nos acercamos lo suficiente, lo sentiré.

—¿Qué cojones tiene que ver eso con este rollo de los tribble? —dijo Dane.

—Es lo que estoy intentando explicarte —dijo Wati. Hablaba a pequeñas ráfagas desde todas las estatuas—. Simon estaba metido hasta las cejas en el mundo de esa serie estúpida. Iba a congresos. Tenía las colecciones, las figuras, todo eso. Se pasaba media vida vestido con ese ridículo uniforme.

—¿Y? —dijo Dane—. Así que tiene talento, amasó pasta y se la fundió en chorradas. Es un teletransportador que se convirtió en el jodido señor Spock.

—Scotty —dijo Billy. Miró a Dane por encima de sus gafas, con aire de institutriz estirada—. Spock no teletransportaba nada.

—¿Qué? ¿Qué? Lo que sea. Escucha, hay distintas formas de portear, Billy. Esta el plegado de espacio. —Dane hizo crujir las manos—. De manera que lugares alejados entre sí se tocan por un instante. Pero no es eso lo que hace Simon. Él es un teletransportador. Te desintegra lo que tú quieras, se lleva rápidamente los trozos a otro sitio y los vuelve a unir.

—¿No hubo una subasta de material de Star Trek? —dijo Billy—. ¿Hace un par de meses? ¿En Christie’s o un sitio de esos? Creo que me acuerdo… Todos los subastadores llevaban puesto el uniforme. Vendieron el modelo de la nave espacial por cerca de un millón o algo por el estilo.

Dane entornó los ojos.

—Algo me suena.

—Se está poniendo raro en el intervalo —dijo Wati desde un perro de piedra rayado—. Creo que quiere que giremos a la izquierda.

—Estamos andando en círculo —dijo Billy.

Redujeron la marcha. Habían doblado tres esquinas de un bloque de pisos, orbitando a su alrededor como si el desgastado pilar de hormigón fuera el sol. No estaban solos en la calle, pero ninguno de los transeúntes les prestaba especial atención.

—Nos quiere llevar allí —dijo Billy—, pero está asustado.

—De acuerdo, esperad —dijo Wati desde un búho de plástico, un espantajo en el tejado de una farmacia—. Iré a echar un vistazo.

* * *

Wati se metió en una diminuta y acogedora virgen de plástico, en un salpicadero; en un cementerio y en el ángel de una lápida, observando a través de unos ojos impregnados de heces de pájaro. Momentos manifestados en staccato a la base de la torre, contemplando el edificio desde un caballito balancín en un parque infantil.

Percibió familiares en varias plantas. Todos miembros del sindicato. Dos en huelga; el otro, un (¿qué era eso?) un loro, seguía trabajando, pero estaba dispensado por el motivo que fuera. Los tres sindicados notaron con sorpresa la presencia de su organizador. Se estiró, dio con el muñeco de un niño en el suelo del parque. Tardó escasos instantes en ver a través de la escueta Barbie, para marcharse otra vez; encontró una dama de terracota en el apartamento contiguo, para ver de nuevo, nada de interés; se trasladó a una campesina de porcelana en la repisa de la chimenea de la casa de al lado.

Se deslizaba de una figura a otra. Sus momentos de consciencia estatuesca proliferaban enturbiados. Se deslizaba estroboscópicamente por los suelos en muñeco figura jabonera tallada conejoconsolador antigua reliquia, y vio follar, comer, leer, dormir, reír, pelear, miserias humanas que no le interesaban.

A tres pisos, contando desde arriba, abrió su consciencia en una figura de plástico del capitán Kirk. Sintiendo la juntura de su molde, el juego de sus brazos y piernas, el tosco uniforme de la Flota Estelar que llevaba pintado encima, observó un apartamento ruinoso.

Menos de un minuto más tarde se encontraba nuevamente en la novedad de un despertador en forma de deshollinador, en el escaparate de una tienda por la que deambulaban Billy y Dane.

—Eh —dijo.

Un reloj me está gritando, pensó Billy, tan fuerte que cualquiera con un mínimo de sesera habría podido leerlo. Se quedó mirando a Wati. Hace bien poco era un tío que trabajaba en un museo.

—Tercera planta desde arriba. Vamos.

—Wati —dijo Dane—. ¿Está allí? ¿Se encuentra bien?

—Será mejor que lo veas.

* * *

—Joder —murmuró Billy—. Apesta.

—Os he avisado —dijo Wati. Dane lo sostenía en alto como si fuera un arma. Wati estaba dentro de un juguete de imitación, un «¡Pouer Ranguer!», que se habían traído.

Las cortinas estaban corridas. El hedor lo causaba la comida podrida, la ropa inmunda, los suelos sin limpiar. Las habitaciones rebosaban de basura descompuesta. Había huellas: cucarachas, ratones, ratas. Tribble gemía. Aquel ridículo ser trepador se salió de su bolsa y medio rodó, medio fluyó peludamente hasta el salón. De donde provenían ruidos.

—¿Venís más? —Una voz tirante—. No puede ser, no puede ser, ya he saldado, o vosotros lo habéis hecho, ya habéis terminado todos, ¿no?, esos somos nosotros, ¿no? ¿Tribble, Tribble? Pero tú no puedes hablar, ¿verdad que no?

—Es él —dijo Dane—. Simon.

Sacó el arpón.

—Ay, joder —dijo Billy.

Sobre todas las superficies había objetos de Star Trek: maquetas de la Enterprise, Spocks de plástico que reivindicaban su carencia de emociones de manera más convincente que el personaje al que representaban, armas de Klingon colgadas en las paredes. Había fásers y comunicadores de plástico en las estanterías.

Sentado en un sofá, mirándolos fijamente, con Tribble en el regazo, había un hombre de aspecto cadavérico. Simon tenía el rostro pálido y enjuto, encostrado. Su uniforme de Star Trek estaba sucio, la insignia era una entre multitud de manchas.

—Pensaba que eran ellos, que venían más —dijo.

Estaba rodeado, enmantillado, coronado por unas figuras susurrantes. Se dejaban ver en un espacio hecho de luz oscura, para desaparecer velozmente a continuación. Penetraban en su cuerpo y luego lo abandonaban, se introducían y refluían. Deambulaban por la habitación, canturreaban, ululaban en borrosas imitaciones lunáticas del lenguaje.

Todas las figuras tenían exactamente el mismo aspecto que Simon. Todas eran él, con cara de odio.

—¿Qué ha pasado, Simon? —dijo Dane. Azotó el aire con la mano para dispersar las sombras, como si fueran enjambres de insectos o malos olores. Le hicieron caso omiso y continuaron con su cruel caza.

—¿Qué ha pasado?

—Está perdido —dijo Wati—. Está completamente ido.

En su agitación, iba de juguete en juguete, hablando a pellizcos desde cada uno de ellos.

—Imagínate enfrentarse a… eso, a cada momento, cada día, y de noche también. Está ido.

—Necesitamos a un exorcista —dijo Dane.

—Sabía que traería problemas —dijo Simon. Rehuía de los enojados espíritus de sí mismo—. Empecé a notarlos, en el flujo de materia. Pero siempre hay un último trabajo.

Hizo un gesto de disparo. Algunas de las figuras le devolvieron el disparo con el dedo en una lúgubre burla.

—No podía no hacerlo. Lo hicieron realidad, Dios.

—Os lo dije —dijo Billy.

Entre montones de novelas desperdigadas situadas en su universo favorito, había una caja, aún rodeada de papel y cuerda. Contenía un libro grande y otro fáser. El libro era el catálogo de una subasta. Una venta de Star Trek muy cara. La maqueta de la Enterprise (de hecho era de La Nueva generación) tenía una reserva de doscientos mil dólares. Había uniformes, muebles, equipamiento, la mayoría de los años de Picard. Pero había algunas piezas de otras series derivadas y de la primera.

Billy encontró el fáser en la lista. Los detalles eran de una precisión fanática (se trataba de una pistola de fase tipo-2, con inserto tipo-1 extraíble, y todo eso). El precio de reserva era alto, el objeto de utilería se había empleado en pantalla muchas veces. Billy lo cogió, y los translúcidos Simons lo miraron iracundos y melancólicos. Debajo había una tarjeta, sobre la que habían escrito: «Según lo acordado».

Era sorprendente lo mucho que pesaba el arma. Billy le dio la vuelta, experimentando, la sostuvo frente a él y apretó el gatillo.

El sonido se asemejaba tanto al oído en televisión que resultó extraña e inmediatamente reconocible, un híbrido entre un chisporroteo agudo y el zumbido de mosquito. Notó calor y vio luz. Una especie de rayo de partículas imposible brotó de la insignificante arma, chamuscando el aire, una luz incidió sobre la pared, al tiempo que Dane daba un salto gritando y los espíritus de Simon aullaron.

Billy clavó los ojos en aquel objeto que le pendía de la mano, y en la pared socarrada. Aquel estúpido pedazo de plástico y metal con pinta de juguete, que disparaba como un fáser auténtico.

* * *

—Muy bien —dijo Dane, tras más de una hora sonsacándole frases a Simon, escudándolo de los Simons que lo rodeaban—. ¿Qué hemos descubierto?

—¿Qué son? ¿Los él? —dijo Billy.

—Esta es la razón por la que yo no viajaría de esta forma —dijo Dane—. A eso me refiero. Para una piedra o una prenda de ropa o algo muerto, ¿qué más da? Pero ¿coger algo vivo para hacer esto? ¿Teletransportarlo? Lo que haces es descuartizar a un hombre, y luego volver a juntar los pedazos y ponerlos a andar. Está muerto. ¿Me entendéis? El hombre está muerto. Y el hombre que hay en el otro extremo solo cree ser el mismo hombre. No lo es. Acaba de nacer. Tiene los recuerdos de los demás, vale, pero es un recién nacido. En la Enterprise esa, se matan a sí mismos una y otra vez, y se reemplazan a sí mismos con clones de muertos. Es una mierda de lo más macabra. Esa nave está llena de fotocopias de gente que está muerta.

—¿Por eso dejó de trabajar? —dijo Billy.

—Quizá sabía que no le estaba haciendo ningún bien. Había algo que lo ponía nervioso. Pero luego va y lo vuelve a hacer. Y es un trabajo enorme. —Dane asintió—. El kraken. Lo aboca al abismo. ¿Sabéis cuántos años se pasó Simon teletransportándose de un sitio a otro, «tomando coordenadas», teletransportándose con mercancía? ¿Me seguís? ¿Os hacéis una idea de cuántas veces ha muerto?

»Casi tantas veces como el puto James T. Kirk, esas veces. Ese hombre que está ahí sentado nació de la nada hace unos pocos días, cuando sacó al kraken. Y esta vez, cuando llegó, todos los él que habían muerto antes lo estaban esperando. Y estaban cabreados.

»Quieren venganza. ¿Quién mató a los Simons Shaws? Pues fue Simon Shaw. Una y otra vez.

—No se puede decir que sea justo —dijo Billy—. Él es el único de todos ellos que no ha matado a nadie; no ha hecho más que llegar. Son ellos los que se mataron mutuamente.

—Sí —dijo Dane—. Pero es el único de todos que está vivo, y esa ira tiene que focalizarse a alguna parte. No es que sean muy racionales. Por eso a Simon lo acosan los Simons. Pobre diablo.

—Eso es —dijo Billy—. Entonces ¿por qué lo hizo?

Señaló el fáser, el catálogo, la nota.

—Alguien se pone en contacto con él. Se avecina una de las ventas trekkies más importantes en muchos años, y no se va a poder quedar con nada, y alguien se pone en contacto con él para hacerle una oferta que no puede rechazar. Algo le han hecho a esta pistola.

Dane asintió.

—Han contratado a algún mago. Algún moldeador la conjuró para hacerla auténtica.

—¿Qué iba a hacer? —dijo Billy—. ¿Rechazar el único fáser del mundo que funciona? Te dicen que solo tienes que portear una cosa. Así que ¿quién escribió esa nota? Simon no quería un calamar gigante. Quienquiera que lo tentara con esta pistola es el personaje misterioso que buscamos. Ellos son los que tienen a tu dios.