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Había sido un hombre de variados y variopintos talentos. Nadie lo habría llamado criminarca, aunque, ciertamente, no era alguien que se dejara constreñir por tecnicismos legales. No era un dios, ni una deidad menor, ni ninguna suerte de guerrero. Lo que era, como él siempre proclamó, es un académico. Eso nadie se lo habría discutido a Grisamentum.

Sus orígenes eran oscuros («carecen de interés», decía) y se situaban en algún punto entre los cincuenta y los trescientos años anteriores, dependiendo de la anécdota que contara. Grisamentum intervenía de acuerdo con sus propias ideas acerca de cómo debería ser Londres, con cuyo buen criterio las fuerzas de seguridad y aquellos que estaban a favor de que hubiera un poquito menos de criminalidad solían coincidir ampliamente, según sus propios conjuros.

Fue un hombre que se ganó algunos corazones y mentes. A diferencia del Tatuaje, despiadado innovador de la brutalidad para quien el protocolo y la propiedad solo servían para causar la mayor conmoción posible al ser pisoteadas, Grisamentum valoraba las tradiciones del hinterland de Londres. Él promovió el comportamiento recto entre sus tropas, la adecuada muestra de respeto hacia los nombres de la ciudad.

Comentaba con agudeza, en tono lúdico pero sin caer en la broma, los espurios recuerdos de las zonas interiores de Londres. Hacía mucho tiempo que los contenidos de los bestiarios más fabulosos habían echado a andar, si es que lo habían hecho alguna vez, pero antes que encogerse de hombros y aceptar este panorama urbano poslapsariano de degradación hechiceresca, prefirió recuperar la moda de los arreadores de monstruos urbanos. Siendo anteriormente un grupo bastante ridículo de aficionados, estos invocadores de un pasado más mágico en la misma esencia de Londres (minotauros de hojas, mantícoras de basuras, dragones de casetas de perro) se convirtieron en sus tropas ocasionales. Y con su desaparición, habían vuelto a ser danzantes tradicionales de lo sobrenatural, y luego nada.

—No es como si pensáramos que no se podía morir —dijo Dane—. Ni que fuera algo así como inmortal, nadie es tan idiota. Pero fue un duro golpe. Cuando nos enteramos.

De que Grisamentum se estaba muriendo. A diferencia de tantos señores de la guerra, que es lo que era más o menos, de un modo tremendamente encantador, él no encubrió los hechos en su caso. Él lanzó peticiones. Él pidió ayuda. Él buscó una cura para cualquiera que fuera el gris y letal desorden que se había instalado en él.

—¿Quién lo ha hecho? —exigían saber sus angustiado adeptos. No les consolaba el hecho de que, aparentemente, la verdad fuera: nadie. Contingencia y biología.

—Hizo ricos a un buen número de muertistas —dijo Dane.

—¿Muertistas?

—Tanaturgos. Los tuvo entrando y saliendo sin parar, hechiceros utilizados para hechizar cosas sobre la muerte. La gente se figuró que estaba intentando encontrar la forma de escapar de ella. No habría sido el primero. Pero no hay mucho que hacer. Aunque fue así como conoció a Byrne. Ella era su mujer. Le proporcionó un poco de felicidad, me parecía a mí, en los últimos uno o dos años.

—¿Y?

—¿Y qué? Y se murió. Hubo un funeral. Una cremación, como el rollo vikingo. Fue increíble, una locura como de fuegos artificiales. Cuando se dio cuenta de que se iba, se pasó de los muertistas a los piros. Djinn y humanos, Anna Ginier, Comosellame Cole. Cuando aquella pira prendió, tío, estaba trucada, y no ardía como un fuego cualquiera.

—¿Tú lo viste?

—Teníamos una delegación. Como la mayoría de las iglesias.

El fuego ardía en todas direcciones, reduciendo a cenizas ciertas certezas, haciendo agujeros en cosas que no tenían derecho a tener agujeros ardiendo, espectacular como un castillo pirotécnico. La proximidad del lugar de reunión (una sala manipulada de algún banco, o lo que fuera, aparentemente inocuo) con Pudding Lane, la naturaleza extraordinaria del fuego y la reputación de los piros que lo habían preparado todo habían dado pie a especular acerca de que se había abierto un conducto, que había sido alguna chispa trucada con mala leche la que había salido disparada cuatrocientos años o más atrás, desencadenando el Gran Incendio, y quemando un pequeño agujero para que Grisamentum saliera del presente en el que se estaba muriendo.

—Y una mierda —dijo Dane—. Y, de todas formas, adonde quiera que fuera, seguiría llevando dentro su muerte.

Porque estaba muerto, ese hombre que acababa de enviarle un mensaje.

* * *

—¿Por qué ahora? —dijo Billy.

Caminaba junto a Dane, no un paso por detrás de él, como podía haber hecho en un momento dado. Estaban en Dagenham, en una calle repleta de edificios mugrientos y abandonados, donde las fachadas estaban formadas casi a partes iguales por calamina y ladrillo.

—Escúchame, Dane —dijo Billy—. ¿Por qué tienes tanta prisa? Por el amor de Dios.

Agarró a Dane y lo obligó a mirarlo de frente.

—Ya te lo he dicho, nadie más que él sabe que nos vimos…

—Tanto si es él como si no, tú no sabes lo que está pasando. Y se supone que nosotros tenemos que ponernos a cubierto. Han puesto precio a nuestras cabezas. Wati se reunirá con nosotros mañana. ¿Por qué no esperamos, hablamos con él de esto? Eres tú el que me ha estado diciendo que piense como un soldado —dijo Billy.

Dane levantó los hombros.

—No me digas —replicó— que no soy un soldado. ¿Qué eres tú?

—Dímelo tú —contestó Billy. Hicieron un esfuerzo por no levantar la voz. Se quitó las gafas y se acercó—. ¿Qué crees tú que soy? Hace tiempo que no me preguntas por mis sueños. ¿Quieres saber qué he estado viendo?

No había soñado nada.

—Claro que tenemos que ir con cuidado —dijo Dane—. Pero una de las personalidades más importantes de Londres acaba de regresar de la muerte. De la nada. ¿Por qué ha estado esperando? ¿Qué ha estado haciendo? Y ¿por qué quiere hablar conmigo? Tenemos que saberlo, y tenemos que saberlo ya.

—Quizá nunca estuvo muerto. Quizá sea a él a quien andamos buscando.

—Estaba muerto.

—Manifiestamente, no lo estaba —dijo Billy, volviendo a colocarse las gafas. No encajaba. Él no tenía ni idea de cómo funcionaba aquello—. ¿Cómo sabes que no quiere matarte?

—¿Por qué iba a querer hacer eso? Nunca hice nada en su contra. Trabajé con algunos de sus chavales. Nunca tuvo un equipo muy grande, yo los conocía a todos. Sabe que el Tatuaje nos está buscando, y esos dos… No hay afecto. De todas formas —dijo—, vamos disfrazados.

Billy no pudo evitar echarse a reír. Iban vestidos con ropa nueva, sin gracia alguna, todo procedente del último piso franco.

—Vamos a tener que hacer algo con esas gafas —dijo Dane—. Te delatan a la legua.

—Ni te acerques a mis gafas —protestó—. Si ha estado por aquí todo este tiempo, y no ha dicho nada a nadie… ¿Qué ha cambiado ahora? Tú estás exiliado. No le puedes contar a nadie que sigue vivo. Ahora eres un secreto, igual que él.

—Tenemos que serlo…

Dane no era un exiliado natural. En dos, tres ocasiones se había referido a otros de su clase en la iglesia. «Hace tiempo, cuando Ben hacía lo mismo que yo…», había dicho. «Estaba aquel otro tío, y él y yo…» Fuera lo que fuera lo que hicieran, habían dejado de hacerlo. Billy había visto a aquellos tíos forzudos en el servicio; estaba claro que había músculo entre los krakenistas. Pero había una diferencia entre un joven devoto a mano y un asesino exonerado. Dane no era mayor, pero tenía la edad suficiente como para llevar años haciendo esto, y esos camaradas a los que había hecho mención pertenecían todos al pasado. Algo le había sucedido a la Iglesia, pensó Billy, en aquella época. Una decadencia, tal vez. Uno no se exilia de la nada.

¿Se retiraban los agentes téuthicos? Habían muerto, eso seguro. La camarilla de colegas no alienados, como Wati y Jason, a los que Dane solicitaba ayuda, sus medio amigos y medio camaradas, una red reñida con su estatus de calamar solitario, no compartían la fe absurda que a él lo impulsaba. Dane era el último de los agentes del calamar, y estaba solo. Esa revelación de su relación con otro poder, un poder real, con el que tenía un pasado y a quien debía lealtad, súbita e inexplicablemente redivivo, lo atenazaba. Billy solo podía aportar algo de cautela.

Llegaron pronto al encuentro. Era una gasolinera clausurada, entablada, en un terreno triangular entre bloques de viviendas y una industria ligera poco convincente. Los surtidores habían desaparecido; en el cemento, marcado con líneas de goma de neumáticos, había brotado la vegetación.

—No te alejes —dijo Dane.

Estaban mirando un paso elevado que tenían enfrente, y debían de ser visibles desde las ventanas más altas de las casas más cercanas. Billy procedía como Dane le había sugerido, sin furtivismo, como si fuera a hacer algún trabajo cotidiano. Así era como se camuflaba uno en estos sitios.

Junto a la esquina de la zona de aparcamiento, detrás de los restos de maquinaria, había un paso por encima de un murete, que se adentraba en las calles en penumbra.

—Esa es nuestra ruta de huida, pero también es la ruta de otras cosas, así que vigílala —dijo Dane—. Tienes que estar listo para correr como un hijo de puta.

La luz se debilitó. Dane no pretendía pasar inadvertido, pero esperó hasta llegar a una determinada masa crítica de oscuridad para sacar su arpón. Lo llevó colgado. Al tiempo que el cielo se volvía de un apagado gris oscuro, una mujer salió por una rendija en la valla y avanzó hacia ellos.

—Dane —dijo.

Tendría unos cuarenta años, vestía un abrigo caro, una falda, y llevaba joyas de plata. Su pelo canoso estaba peinado hacia arriba. Portaba una cartera.

—Es ella —dijo Dane—. Es Byrne.

Murmuró apresuradamente:

—Es ella. La que vino a trabajar para Gris cuando enfermó. Estaba colada por él. No la había visto desde que él murió.

Dane apuntó el arpón desde la cadera.

—Detente donde estás —dijo. Ella reparó en su insólita arma—. Quédate ahí, señora Byrne.

En el espacio restante, repleto de escombros, durante unos segundos nadie habló. A algo más de medio kilómetro, Billy oyó el silbido doppleriano de un tren.

—Sabrás disculparme, estoy algo crispado —dijo Dane por fin—. Estoy un poco tímido estos días, tengo algunos problemas…

—Mis condolencias —dijo la mujer—. Hemos oído decir que tú y tu congregación habéis tenido un desencuentro.

—Correcto —dijo Dane—. Sí. Gracias. Te lo agradezco. Ha pasado mucho tiempo. Un poco repentina esta nota que me envía tu jefe.

—La muerte ya no es lo que era —dijo. Hablaba con afectación.

—Bien, bien, bien —dijo Dane—. Bueno, tú debes de saberlo, ¿no es cierto? Los dos sabemos que no eres tú quien lo ha traído de vuelta. Sin ánimo de ofender, estoy seguro de que eres buenísima en lo tuyo, pero aun así. Ni siquiera Grisamentum o tú podríais hacer algo así. ¿Dónde está? No te molestes, pero no he venido a verte a ti.

—En realidad tampoco es a ti a quien tiene más interés en ver, Dane Parnell. Aunque tiene que ver con ese dios tuyo.

Señaló a Billy.

Lo sabía, pensó Billy, y no tenía ni idea de dónde le venía aquel pensamiento ni qué significaba. No se esperaba nada. Hubo un silencio. Billy inspeccionó los alrededores, las siluetas enmarcadas sobre el cielo desapacible.

—¿Qué es lo que quiere tu jefe? —dijo Dane—. ¿Dónde está? ¿Dónde ha estado en los últimos sabe Dios cuántos años?

—Nos hemos enterado de que el Tatuaje ha azuzado a todo cazarrecompensas de aquí a Glasgow para que os sigan la pista, a cambio de una bonita suma —dijo Byrne—. Tu Iglesia te quiere muerto. Y por si fuera poco, tenéis detrás a Goss y a Subby.

—Somos unos tíos populares —dijo Dane—. ¿Adónde fue?

—Mira —dijo ella—, después de aquel asunto con el Tatuaje, la cosa no fue tan sencilla como quisimos hacer creer. No es que no hubiera vuelta atrás. Tenía… Había problemas. Y cuando nos dimos cuenta de que ese Tatuaje seguía teniéndolo en el punto de mira (y eso fue una chapuza, deberíamos haberlo matado sin más, esa es una lección que aprendimos, no ponernos creativos con las venganzas), Grisamentum necesitaba… un poco de tiempo. Un poco de espacio. Para curarse. Fíjate bien, Dane. Nadie sabe que está vivo. Piensa en la ventaja que eso supone. Has notado todo esto. —Byrne se encogió de hombros mirando al cielo—. Sabes que las cosas no van bien. Es así desde que se llevaron a tu dios. Señor Harrow, usted estaba allí. Estaba en el centro. Fue usted quien lo descubrió. Y eso no es ninguna nadería.

¿Eso era un chirrido de cristales?

—El Tatuaje anda buscando a tu dios, Dane Parnell. Se está acercando. Escúchame. —Por primera vez su tono transmitía urgencia—. ¿Por qué crees que no has tenido noticias de Grisamentum durante estos últimos años? Tú mismo lo has dicho. Por lo que a Londres respecta, está muerto. Eso nos sitúa en una buena posición. Así que no lo estropees diciéndoselo a alguien. Tú sabes igual que yo que cualquiera que sea el motivo por el que el Tatuaje lo quiere, no podemos dejar que él se apodere del kraken.

—¿Dónde está? —dijo Billy

—Sí —dijo Dane, sin mirar alrededor—. ¿Dónde está? Billy creyó que os lo podíais haber llevado vosotros.

—¿Para qué íbamos a querer a tu dios? —dijo Byrne—. Lo que queremos es que no lo tenga el Tatuaje. No sabemos quién lo tiene, Dane. Y eso me pone nerviosa. Nadie debería disponer de esa clase de poder. Sobre todo nadie de quien no tengamos conocimiento. Tú sabes tanto de lo que está sucediendo como cualquiera. Vosotros dos, quiero decir, con lo que el señor Harrow tiene en la cabeza. Pero nosotros también sabemos cosas. Todos queremos lo mismo. Encontrar al kraken y evitar que el Tatuaje se acerque a él.

»Queremos trabajar en equipo.

* * *

—Vaya, hombre —dijo Dane finalmente. Miró alrededor y le dijo a Billy—. Mierda. Deberíamos ponernos a cubierto.

Se volvió hacia ella.

—Grisamentum ya me pidió eso una vez —dijo—. Aquí mismo. Le dije que no.

—No es así —dijo Byrne—. La última vez intentó convencerte de que trabajaras para él. Lo lamenta. Eres un hombre del kraken, él lo sabe, yo lo sé, tú lo sabes. De eso va todo esto. No te vamos a hacer creer que no necesitamos tu ayuda. Y tú necesitas la nuestra. Estamos proponiendo que seamos socios.

Dane no apartó la vista de ella hasta que volvió a hablar.

—Lo que está pasando es demasiado, Dane. Los ángeles han salido. Tenemos que saber por qué.

Dane se echó hacia atrás, con los ojos aún clavados en Byrne, para susurrarle a Billy:

—Si esto no es una sarta de memeces —dijo—, entonces es algo importante. ¿Trabajar con Grisamentum, nada menos? Esto tenemos que pensarlo muy seriamente.

—Ni siquiera estamos seguros de que sea Grisamentum —dijo Billy despacio.

Dane asintió.

—Mira —dijo más fuerte—. Todo esto es muy halagador, pero no he visto a tu jefe. Nosotros no podemos tomar esta clase de decisiones de esta manera.

Nosotros, pensó Billy con satisfacción.

—¿Te vas a poner en plan jefes y subalternos? —dijo Byrne.

—Puedes pensar lo que te parezca —dijo Dane—. ¿Qué fue lo que pasó? Estaba muy enfermo.

—¿Lo estaba?

—Entonces ¿dónde está? ¿Por qué quiso estar desaparecido todo ese tiempo?

—No va a venir aquí —dijo con prudencia—. No cabe ninguna posibilidad de que vaya a…

—Pues ya hemos terminado —dijo Dane.

—¿Me vas a dejar acabar? Eso no significa que no puedas hablar con él.

—¿Cómo? ¿Tenéis una línea segura? —dijo Dane.

—Hay formas. —Sacó papel y una estilográfica—. Canales. Habla con él, pues.

Colocó la pluma contra el papel. Dane se aproximó. No dejó de apuntarla con el arpón en ningún momento. Byrne escribió. No apartó los ojos de los de Dane.

Hola, escribió. La letra era la misma que la del avión de papel, pequeña y rizada, y gris oscura. Cuánto tiempo.

—Pregúntale qué quiere —dijo Byrne.

—¿Dónde está? —preguntó Billy.

—Es su letra —dijo Dane.

—Eso no prueba nada —respondió Billy.

—¿Dónde estás? —dijo Dane. Al papel.

Cerca, escribió Byrne, sin mirar.

Billy parpadeó atónito ante este nuevo recurso, ese truco de escritura a distancia.

—Eso no demuestra nada —le susurró a Dane.

—Oí decir que habías muerto —dijo Dane. Nadie escribió—. La última vez que estuvimos aquí, me pediste que trabajara para ti. ¿Te acuerdas?

Sí.

—Cuando dije que no lo haría, dije que no podía, y te hice una pregunta. ¿Te acuerdas? ¿Qué dije? ¿Qué fue lo último que te dije antes de irme?

La mano de Byrne vaciló sobre el papel. Entonces escribió.

Dijiste que nunca abandonarías la iglesia, escribió. Dijiste: «Sé quién me hizo. ¿Sabes quién te hizo a ti?».

—Es él —le dijo Dane a Billy en voz baja—. Nadie más sabía eso.

La ciudad rompió el silencio con el estertor de un coche, como si estuviera incómodo.

¿Qué te ha apartado de la iglesia?, escribió Byrne.

—Diferencias ideológicas —dijo Dane.

Quieres a tu kraken.

—¿Muerto, podrido y destrozado? —dijo Dane—. ¿Por qué crees que lo quiero?

Porque tú no eres el Tatuaje.

—¿Qué me propones exactamente? —dijo Billy. Dane se quedó mirándolo.

Podemos encontrarlo, escribió Byrne. Seguía manteniendo alta la mirada. Contemplaba el lecho de estrellas, esparcidas como descartes. Quienquiera que lo tenga ha hecho planes. Nadie se lleva algo como eso sin haber hecho planes. No es bueno.

Harrow, tú sabes más de lo que sabes, escribió. Dibujó una flecha que apuntaba hacia él. Quienquiera que fuera, Grisamentum suspiraba por la opaca penetración oracular de Billy.

—Tenemos que pensarlo, Billy —dijo Dane.

—Bueno, no es el Tatuaje —le murmuró Billy—. Tengo una norma: prefiero a cualquiera que no intente matarme antes que alguien que sí lo haga. Tengo mis manías. Pero…

—Pero ¿qué?

—Hay demasiadas cosas que no sabemos.

Dane titubeó. Asintió.

—Mañana nos reunimos con Wati. Hablaremos con él sobre este tema. Puede que tenga noticias, ya sabes que ha estado indagando.

Billy sintió, repentina y vívidamente, como si estuviera sumergido en agua.

—Grisamentum —dijo Dane—. Tenemos que pensar.

—¡Bueno! —dijo Byrne. Apartó los ojos del cielo y de él, mientras su mano escribía Únete a nosotros ahora.

—Sin ánimo de ofender. Tú harías lo mismo en mi lugar. Estamos en el mismo bando. Es solo que tenemos que pensar.

La mano de Byrne se movió sobe el papel, pero de la pluma no salió tinta. Frunció los labios y volvió a intentarlo. Finalmente escribió algo y lo leyó. Sacó otra pluma y escribió, con letra distinta, un apartado de correos, un punto de recogida. Se lo entregó a Dane.

—Escríbenos —le dijo—. Pero rápido, Dane, o tendremos que presuponer una negativa. El tiempo se agota. Mira la luna sangrienta.

Billy observó su cualidad argentina. Sus cráteres y contornos hacían que pareciera carcomida.

—Algo se acerca.