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Hay muchos millones de londinenses, y una gran parte de ellos no sabe nada de la otra esfera del mapa, la ciudad de los conjureos y las herejías. Las millones de cotidianidades de esas personas no son más cotidianas que las de los magos. La escala de la ciudad visible eclipsa a la que es, en su mayoría, invisible, y la invisible no es el único lugar donde suceden cosas alucinantes.
En ese momento, no obstante, el drama se extendía por la metrópolis menos transitada. Para la mayoría de londinenses nada cambiaba, salvo por el inicio de una oleada de depresión e ira, una mala señal. No era algo positivo ni inocuo, desde luego. Pero para aquellos que vivían en la articulación minoritaria de la ciudad, las cosas se estaban poniendo más peligrosas a cada día que pasaba. La huelga tenía paralizadas amplias secciones de la industria del ocultismo. La economía de dioses y monstruos se estaba estancando.
Los periódicos de los lugares secretos (La Bagatela de Chelsea, el Notas, Drenadas del Támesis, El Estándar Vespertino de Londres —ese no, el otro, un diario más antiguo del mismo nombre) iban cargados de presagios ante señales milenarias. El consumo de drogas alcanzaba niveles récord. Caballo y farlopa, narcóticos que se disputaban los magiadictos y los no dotados en la capital dominante; y chutes más arcanos: escombros de líneas telúricas y de ciertas localizaciones arrasadas por el tiempo, el viaje de lo selecto para los yonquis del polvo, adictos al colapso y a la historia, colocados de entropía. El bajo suministro fue aumentando, hasta satisfacer la demanda; un producto más pulverizado y adulterado por la impaciencia, más que unas ruinas genuinamente esnifables.
Un misterioso grupo independiente interceptó una remesa de material que estaba moviendo el Tatuaje. No hubo nadie que pudiera darse un viaje con aquella degradada antigüedad: quemaron, machacaron y contaminaron con aceite el cargamento, luego desaparecieron, dejando agujeros en los cuerpos de los asesinados y rumores sobre siluetas monstruosas, confeccionadas a partir de elementos urbanos aglomerados.
Corrió la voz, mediante pintadas en las paredes, en tablones de anuncios secretos, virtuales o corpóreos, paneles de corcho de oficinas prescindibles, frecuentadas por curiosos visitantes de los que uno no podía estar del todo seguro que trabajaran allí, de que «Dane Parnell está exiliado de la Iglesia del Dios Kraken». ¿Qué herejía o traición podía haber cometido? La Iglesia se limitaba a decir que había demostrado falta de fe.
* * *
Estaba amaneciendo. Dane y Billy se encontraban al aire libre, cerca de la City de Londres. Dane estaba tan nervioso que no paraba de moverse. Tenía las manos en los bolsillos, con sus armas.
—Necesitamos más información —había dicho.
Cannon Street, enfrente del metro. En la cáscara vaciada de un banco extranjero había una tienda de deportes. Debajo de unos carteles que mostraban a unos hombres físicamente curtidos, había una vitrina con un frontal de cristal y una verja de hierro, detrás de los cuales había una gran piedra. Dane y Billy estuvieron un buen rato viendo las idas y venidas de la gente.
La Piedra de Londres. Aquella antigua roca siempre se hallaba sospechosamente cerca del centro de todo. Un fragmento del Miliario, el núcleo del megalito desde el cual los romanos medían las distancias. Confiar en aquella vieja roca era una tradición pintoresca o peligrosa, dependiendo de a quién se le preguntara. La Piedra de Londres era un corazón. ¿Seguía latiendo?
Sí, seguía latiendo, aunque estaba esclerótico. Billy pensó que podía sentirlo, un leve ritmo pesado que hacía temblar el cristal como el polvo en la cuerda de un contrabajo.
Allí fue donde había residido la soberanía, y afloraba a lo largo de la historia de la ciudad, si sabías dónde buscar. Jack Cade tocó la Piedra de Londres con su espada cuando proclamó sus reivindicaciones contra el rey: eso fue lo que le granjeó el derecho a hablar, dijo él, y los demás lo creyeron. ¿Acaso le extrañó que se volviera contra él después de eso? Tal vez, tras el cambio de signo en su fortuna, su cabeza mirara hacia abajo desde la pica del puente, viera como se llevaban los fragmentos de su cuerpo descuartizado para satisfacción nacional, y pensara irónicamente: Bueno, Piedra de Londres, para serte sincero, con esto me están llegando mensajes contradictorios… ¿Acaso debería, en realidad, no liderar a los rebeldes?
Pero olvidada, escondida, camuflada o lo que fuera, la Piedra era el corazón, el corazón era piedra, y latía desde sus diversos lugares, viniendo por fin a descansar aquí, a una insalubre tienda de deportes entre equipamientos de cricket.
Dane condujo a Billy a través de la penumbra. Billy podía sentir que eran (que él era) difíciles de ver. Junto a un callejón, agarrándose a una esquina de ladrillo e impulsándose hacia arriba de un modo asombroso, Dane entró en el complejo ruinoso como un fornido Spiderman. Le abrió la puerta a Billy. Lo fue llevando por pasillos rascados, por la trastienda, lavabos y oficinas por donde merodeaba un chico joven, vestido con una sudadera, con capucha, de Shakira. Se hurgó en el bolsillo, pero Dane había sacado su arpón y le apuntaba directamente a la frente.
—Marcus, ¿no? —dijo Dane.
—¿Te conozco? —El chico habló en un tono pasmosamente templado.
—Tenemos que entrar, Marcus. Tengo que hablar con los tuyos.
—¿Tienes cita?
—Llama a la puerta que tienes detrás, está el chaval.
Pero con todo el revuelo, la puerta se abrió preventivamente. Billy oyó un improperio.
—Fitch —dijo Dane, alzando el tono—. Londromantes. Nadie quiere líos. Voy a apartar mi arma.
La desvió de forma que todos los que estaban mirando pudieran verla.
—La voy a apartar.
—Dane Parnell —dijo alguien con una voz ancestral—. Y ese que va contigo debe de ser Billy Harrow. ¿A qué has venido, Dane Parnell? ¿Qué quieres?
—¿Qué quiere cualquiera de un londromante, Fitch? Queremos hacer una consulta. No se puede decir que estuviéramos en condiciones de pedir hora de antemano, ¿no te parece?
Hubo un largo titubeo y una risa.
—No, supongo que no podías llamar con antelación, precisamente. Déjalos entrar, Marcus.
Dentro había un salón de reuniones. Sofás de El Mundo de la Piel, una máquina de bebidas. Unas estanterías improvisadas, cubiertas de manuales y libros de bolsillo. Una alfombra barata, terminales de trabajo, archivadores de palanca. A la altura del techo, una ventana permitía la entrada de luz y dejaba ver las piernas y las ruedas que pasaban por la calle. Dentro había varias personas. La mayoría rondarían la cincuentena o más; otros eran mucho más jóvenes. Hombres y mujeres de chaqueta y corbata, con monos o zapatillas de deporte desgastadas.
—Dane —dijo un hombre de entre ellos. Era tan viejo, y tenía la piel hecha una mezcolanza de arrugas y densamente pigmentada, que su etnicidad resultaba imposible de descifrar. Parecía un gris oscuro. Del color del cemento. Billy recordó su voz de demente en la grabación del teuthex.
—Fitch —dijo Dane respetuosamente—. Saira.
Se dirigía a una mujer que había a su lado, de veintimuchos años, una asiática de aspecto severo y bien vestida, cruzada de brazos. Los londromantes no se movieron.
—Disculpad nuestra irrupción. Estaba… No sé quién nos está vigilando.
—Nos hemos enterado… —dijo Fitch. Tenía los ojos muy abiertos, y no paraban de moverse. Se lamió los labios—. Nos hemos enterado de lo tuyo con tu iglesia y lo sentimos profundamente, Dane. Es una vergüenza, una auténtica vergüenza.
—Gracias —dijo este.
—Has sido un amigo para Londres. Si hay algo…
—Gracias.
Un amigo para Londres. Más trasfondo, pensó Billy.
—No, no debes —dijo Fitch—. Vacilar. ¿Y tu amigo…?
—Tenemos que ser rápidos, Fitch. No podemos estar por ahí.
—Sé lo que estás haciendo, ¿sabes? —dijo Fitch, con un sesgo humorístico—. Nos dejas atrapados en nuestros votos.
—Confidencialidad —dijo Saira.
—Necesito que mantengáis el secreto, sí, pero también necesito una visión… Y no puedo confiar en vuestra…
—Ya sabes lo que te vamos a decir —dijo Saira. Su forma de hablar era inesperadamente pija—. ¿Las advertencias nos han concedido algún momento de tranquilidad últimamente? ¿Por qué crees que nos estamos quedando cortos con las cifras? Algunos estamos un poco enfermos de futuro.
—¿Alguna vez nos hemos puesto de parte de alguien, Dane? —dijo Fitch.
Los londromantes habían estado allí desde Gogmagog y Corineo, desde Mithras y los demás. Al igual que su secciones hermanas de otras psicópolis, los paristurges (Daniel se lo había pronunciado a Billy a la francesa, paguiturds), los varsovitarcas, los berlinimagos, ellos siempre habían guardado una ostentosa neutralidad. Era su manera de sobrevivir.
No eran custodios de la ciudad: ellos se llamaban a sí mismos sus «células». Reclutaban a jóvenes y cultivaban maleficios, espectros, predicción y los trances diagnósticos que ellos llamaban «urbopatía». Ellos, insistían, solo eran conductos para los flujos que se acumulaban en las calles. No veneraban a Londres, pero le profesaban una respetuosa desconfianza, canalizaban sus necesidades, impulsos y percepciones.
No se podía uno fiar. No era una sola cosa, para empezar (aunque también lo era), y no tenía una única agenda. Una entidad metropolitana gestáltica, con regiones como Hoxton y Queen’s Park intentando hacerle la rosca al peor de los poderes; Walthamstow, con un afán de independencia más combativo; Holborn, indefinido y convertido en un coladero; todos ellos componentes enfrentados de una totalidad, un algo londinense, vista.
—Nadie va a darnos una respuesta directa de qué está por venir —dijo Billy.
—Bueno, es difícil de ver —dijo Fitch—. Excepto su condenado… Solo la cosa en sí misma. Yo puedo ver algo. —Billy y Dane cruzaron una mirada—. De acuerdo, pues. Queréis una lectura. ¿Queréis saber qué está pasando? Saira, Marcus. Vamos a llevar a Dane y a Billy a ver qué vemos nosotros.
* * *
Fuera el viento los azotaba.
—¿Sabéis que nos están buscando? —le susurró Billy a Saira.
—Sí —dijo ella—. Creo que eso lo notamos.
Fumaba con una elegancia despreocupada que le recordaba a las chicas a las que no había conseguido llevarse al huerto en la escuela.
—¿Qué miras? —le preguntó ella.
—Estaba pensando en un amigo mío, y en su novia. —Era cierto—. Ni siquiera puedo…
Billy bajó la vista.
—Él murió, fue eso lo que me trajo hasta aquí, y no puedo evitar, pienso en ella, en lo que ella…
Era la verdad.
—Me gustaría poder decírselo, ni siquiera sabe que ha muerto.
—Lo echas de menos.
—Ya lo creo.
Marcus iba cargado con una bolsa muy pesada.
—Sé que preferiríais estar dentro, Dane —dijo Saira—, pero ya sabes cómo funciona esto.
Dane vigilaba el cielo y los edificios. Llevaba la mano metida en su bolsa, cerca de su arma. Procedían entre escaparates de cristal y bancos, pasando junto a tiendas de bocadillos, adentrándose en las profundidades de la City de Londres. Evitaban los lugares más señalados, llenos de transeúntes, trabajadores de traje.
Saira miraba a Billy de reojo. En realidad no prestaba atención a dónde se dirigían. No mantenía los ojos abiertos, como sabía que debería. Simplemente estaba en aquel momento, en aquel segundo, todo envuelto en la tristeza del mismo, de lo que había sucedido. Seguía el sonido de los pasos de sus acompañantes.
—Fitch —dijo Saira. Habló con él en voz baja.
Dane escuchaba.
—No tenemos tiempo —dijo.
Salieron a una calle más ancha, junto a un buzón rojo. Ahora Billy sí estaba atento, perplejo, mientras Fitch colocaba las manos en el buzón, a la altura del vientre, como si estuviera palpando a un bebé no nacido. Presionó. Miró hacia Billy como si estuviera cagando.
—Rápido —le dijo—. No va a durar toda la vida.
—Yo no…
—Quieres decirle algo a la amiga de tu amigo —le dijo Saira con serenidad.
—¿Qué?
—Mira en lo que llevas dentro. Habla con ella.
¿Qué mierda es esta?, pensó Billy. Saira tenía una expresión neutra en el rostro, pero esa amabilidad lo enfurecía. No era culpa suya, él lo sabía. No pienso participar en esta farsa, pensó.
—Te hará sentir mejor —dijo ella—. No estamos en Hoxton. No pasa nada porque lo hagas aquí.
Londres como terapia, ¿no era eso? Era todo lo demás, ¿por qué no también eso? ¿Por qué Dane no les estaba metiendo prisa? Billy estaba exasperado, y se dio la vuelta, pero ahí estaba Dane, esperando sin más. Al aire libre, expuesto, apurado, esperando a que Billy lo hiciera, como si le pareciera una buena idea.
Tampoco es que me vaya a echar a llorar, pensó Billy, pero fue mala idea pensar aquello, y tuvo que darse la vuelta. Hacia el buzón. Caminó hacia él.
Una metáfora de lo más manida, aquellas correspondencias tan obvias; allí estaba, a punto de enviar un mensaje mediante los conductos tradicionales de la ciudad. Se sentía ridículo y resentido, pero seguía sin poder mirar a los que lo estaban esperando, y seguía sin poder pensar en otra cosa que no fueran Leon y, cierta culpa mediante, Marge. Pasaba gente, pero nadie miraba. Contempló la oscuridad en la ranura del buzón.
Billy se inclinó sobre este. Llevó la boca hasta allí. Londres como terapia. Murmuró al buzón:
—Leon… —Tragó saliva—. Marge, lo siento. Leon ha muerto. Lo mataron. Estoy haciendo todo lo que puedo para… Está muerto. Lo siento, Marge. Tú quédate al margen de esto, ¿vale? Estoy haciendo lo que puedo. Cuídate.
¿Por qué lo estaban obligando a hacer esto? ¿En beneficio de quién? Apoyó la frente contra el metal y pensó que iba a llorar, pero estaba susurrando de nuevo su mensaje, y rememorando la escena que apenas si recordaba, el enfrentamiento entre Leon y Goss, y la desaparición de Leon. Y se le quitaron las ganas de llorar. En realidad, se sintió como si hubiera soltado algo dentro del agujero.
—¿Te encuentras mejor? —dijo Dane cuando se apartó—. Tienes mejor aspecto.
Billy no dijo nada. Saira no dijo nada, pero había algo en su modo de no mirarlo.
* * *
—Aquí —dijo Fitch. Estaban en un callejón sin salida plagado de desperdicios. Detrás de una valla publicitaria de madera, se balanceaban las grúas como objetos prehistóricos. Se oía un martilleo y los gemidos de la maquinaria industrial, los gritos de las cuadrillas.
—Nadie lo oirá.
Fitch abrió su bolsa. Sacó un mono, unas gafas de submarinismo, una mascarilla, una palanca y una radial muy usada. Una imagen rara, rara para alguien tan delicado. Dane le había dicho a Billy: «Marcus tiene algo que ver con los inmunes, Saira es plasticiana, pero Fitch es jefe, aunque esté para el arrastre, porque es el arúspice». Y al ver la expresión de Billy, tuvo que añadir: «Lee entrañas».
Fitch era un anciano con un equipo de protección. Encendió la radial. Con un chirrido de metal y cemento, trazó una línea en el asfalto. Por detrás de la hoja, brotó sangre.
—Dios bendito —dijo Billy, retrocediendo de un salto.
Fitch volvió a recorrer la hendidura con la radial. Una mezcla de polvo de hormigón y neblina sanguinolenta lo salpicó, ensuciándolo. Dejó a un lado la radial, que goteaba. Metió la barra en la grieta húmeda y roja e hizo palanca con más fuerza de la que se le atribuiría. La piedra de la acera se partió.
Por el agujero rezumaban tripas. Intestinos retorcidos, lilas y sangrientos bullían sumergidos en una masa de carne.
Billy había creído que las entrañas de la ciudad serían su subsuelo despedazado, raíces, las tuberías que supuestamente no debía ver. Había pensado que Fitch sacaría los cables, gusanos y cañerías de alguna esquina para interpretarlos. La literalidad de aquel conjuro lo dejó de piedra.
Fitch murmuraba. Metió los dedos en aquella inmundicia, suavemente, como un pianista, moviendo levemente los tubos de fibras, investigando los ángulos entre los bucles de las vísceras de Londres, mirando hacia arriba, como si reflejaran algo que hubiera en el cielo.
—Mira mira —dijo—. Mira mira mira. ¿Lo veis? ¿Veis lo que hemos estado diciendo? Ahora siempre es lo mismo.
Esbozó figuras en el montón de tripas.
—Mira. —Los menudillos se movían—. Algo se está cerrando definitivamente. Algo está emergiendo. El kraken.
Billy y Dane miraban con fijeza. ¿Eso era nuevo? ¿El kraken?
—Y mirad. Fuego. Siempre fuego. El kraken y todos los tarros. Luego llamas.
Las vísceras se estaban volviendo grises. Goteaban unas encima de otras, su sustancia se fusionaba.
—Fitch, necesitamos detalles —dijo Dane—. Tenemos que saber exactamente qué es lo que estáis viendo todos…
Pero no había forma de contener, acorralar, guiar el torrente de Fitch.
—El fuego lo inunda todo —dijo—, y el kraken se está moviendo, y el fuego lo inunda todo, el cristal prende hasta que se eleva en una nube de arena. Y ahora todo se va.
Las vísceras encharcadas rezumaban, formando una pila inmunda, convirtiéndose en cemento.
—Todo se va. No solo lo que hay ahí. Sin terminar de arder. El mundo se va con él, el cielo y el agua y la ciudad. Londres se va. Y se va, y ahora siempre ha estado ausente. Todo.
—Se supone que no iba a irse así —susurró Dane. No ese fin téuthico largamente anhelado.
—Todo —dijo Fitch—. Se ha ido. Para siempre. Y desde siempre. Con el fuego.
Su dedo se detuvo sobre lo que ahora era un estable montón burbujeante de hormigón. Alzó la vista. El corazón de Billy se había acelerado por el tono del discurso del anciano.
—Todo está acabando —dijo Fitch—. Y todos los demás «quizás» que debería haber para combatirlo se están secando, uno por uno.
Cerró los ojos.
—El kraken arde y los tarros y tanques arden y entonces todo arde, y entonces no hay nada, nunca más.