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Corrió la voz. Es lo que pasa. Una ciudad como Londres siempre iba a ser una paradoja, lo mejor de ella siempre tan infestada de lo contrario, tan plagada de agujeros morales como un queso suizo. Estarían todas esas vías alternativas a las oficiales y también a aquellas que enorgullecían a los londinenses: habría tendencias bastante contrapuestas.
Allí no había un estado que mereciera una mierda, nada de sanciones, sino autoayuda, ninguna homeostasis, más que la de la violencia. La policía especializada se metía y se la toleraba como si fuera una secta, o bien se los asesinaba alegremente, como a una panda de antropólogos patanes.
—Venga, ya estamos otra vez, la UDFS —guiño guiño puñalada puñalada.
Incluso en ausencia de un soberano, en Londres se iba tirando con eficacia. El poder hacía el derecho, y ese no era un precepto moral, sino la simple constatación de un hecho. Verdaderamente era la ley, esa ley reforzada por matones, gorilas y cazarrecompensas, venales shogunes de suburbios. Tenían que ver cero con la justicia. Uno puede tener su propia opinión al respecto, desde luego (Londres tiene sus bandidos sociales), pero eso es un hecho.
De modo que cuando un poder hacia correr la voz, lo que pretendía conseguir era una busca y captura; era como la radio de la policía, el anuncio de una ley y un orden venideros.
—¿El Tatuaje? ¿En serio? Ya tiene bastante fuerza con los suyos. ¿Para qué estará contratando a gente de fuera?
La última vez fue cuando había dejado de ser humano y se había convertido en el Tatuaje, cuando Grisamentum lo había atrapado en la cárcel que era la piel de otra persona.
—El que me traiga la cabeza de Grisamentum dominará la ciudad —fue lo que dijo entonces.
Cuando renombrados cazapersonas que habían aceptado ese cometido fueron hallados ostentosamente muertos, el entusiasmo fue decayendo. El Tatuaje no había sido vengado.
Ahora la situación era otra. ¿Hay alguien disponible para un trabajo?
Se reunieron en un club nocturno de Shepherd’s Bush, con las puertas acordonadas tras un letrero que decía «Fiesta privada». Había pasado mucho tiempo desde la última feria de muestras. Los y las cazarrecompensas se saludaron con cautela y cortesía, sin romper el protocolo, la paz comercial de la sala. Si se hubieran encontrado en plena lucha por su presa, fuera la que fuera, entonces, por supuesto, habría habido sangre, pero en esa tesitura bebían de sus copas y comían los aperitivos que les ofrecían, y era todo «¿Cómo te fue en Gehena?» y «Me han dicho que tienes un grimorio nuevo».
Habían dejado las armas en consigna; un hombre de piel granulosa cuidaba una guardarropía de berettas, escopetas recortadas, látigos cresa. Se formaron pequeños grupos, en función de las alergias micropolíticas y mágicas. Cerca de dos tercios de los presentes en la sala podían salir a pasear por cualquier calle principal sin despertar la menor consternación, en algunos casos, no sin antes cambiarse de ropa. Vestían toda clase de uniformes urbanos y su diversidad étnica cubría todo el abanico de posibilidades existentes en Londres. En la sala había portadores de un buen montón de destrezas: rastreo de milagros, desencantamiento, sangre de hierro. Algunos de los asistentes trabajaban en equipo, otros solos. Algunos no tenían ninguna habilidad oculta, simplemente tenían una suerte extraordinaria para los contactos, y buena mano para las artes soldadescas cotidianas, como matar. Entre los demás, estaban los que se disfrazaban cuando salían de su círculo de amistades: las entidades miasmáticas, que deambulaban a la altura de los ojos, como pedos con cara de demonio, se reincorporaban a sus huéspedes; la monumental mujer, vestida con un arco iris de polaridad inversa, reinstauraba su poco glamur y volvía a convertirse en una adolescente de uniforme de supermercado.
—¿Quién ha venido? —murmuraban los censos—. Tiene a todo el mundo. Neothugistas, sancratosianos, todos.
—Nada de pistogranjeros.
—Sí, he oído decir que están en la ciudad. Aquí no, gracias a dios. Puede que estén en otro evento. Te voy a decir quién está aquí. ¿Ves a ese fulano de allí?
—¿El capullo que va vestido de nuevo romántico?
—Sí. ¿Sabes quién es? Un nazi del caos.
—¡No!
—Y un huevo que no. Obviamente, se ha pasado por el forro todo límite.
—Pues no sé qué pensar…
—Ahora estamos aquí. Será mejor que vaya a ver qué hay en la mesa.
* * *
Se formó un revuelo en el escenario. Dos de los subordinados del Tatuaje dieron un paso al frente, con su uniforme de vaqueros y chupa, y sus habituales cascos, sin hablar. Hicieron crujir los dedos y balancearon los brazos.
Entre los dos iba un hombre destrozado. Tenía los labios caídos y las cuencas de los ojos vacías; más que quedándose calvo, tenía el pelo raído, con el cuero cabelludo coronado por un patético copete. La piel parecía madera húmeda, podrida. Caminaba dando cortos pasitos. De su hombro sobresalía, como un grotesco loro de pirata, una cámara cuadrada de circuito cerrado. Chasqueó y emitió un zumbido, giró sobre el pie de sujeción, en la carne del hombre. Hizo un reconocimiento de toda la sala.
El hombre desnudo habría seguido avanzando, habría caído por el borde del escenario, pero uno de los guardianes con casco estiró un brazo y lo detuvo a un paso del borde. Se tambaleó.
—Señores —dijo repentinamente, con una profunda voz estática. Sus ojos no se movieron—. Señoras. Iremos al grano. No sé si habrán oído los rumores. Son ciertos. Los hechos son los siguientes. Uno: el kraken almacenado en los últimos tiempos en el museo de Historia Natural ha sido robado. No se sabe quién ha sido. Tengo mis sospechas, pero no he venido aquí a darles ideas. Lo único que puedo decir es que los que creen muertos tienen la costumbre de no estarlo, sobre todo en esta condenada ciudad. Estoy seguro de que lo habrán notado. Nadie debería haber estado en condiciones de llevárselo. Estaba protegido por un ángel de la memoria.
»Dos: había un hombre bajo mi custodia, de nombre Billy Harrow. Sabe algo de todo esto. Yo pensaba que no, tonto de mí. Se escaqueó. A mí eso no me gusta nada.
»Tres: corre la voz de que ese señor Harrow, en su inaceptable escaqueo, recibió ayuda por parte de un tal Dane Parnell.
Un murmullo inundó la sala.
—Feligrés de la Iglesia del Dios Kraken desde hace años. Bien, Dane Parnell ha sido excomulgado.
El murmullo aumentó considerablemente.
—Por lo que tengo entendido, los porqués de ese punto tienen algo que ver con el hecho de haber convertido a Billy Harrow en su bujarrón.
»Cuatro: algo decididamente jodido está pasando en el universo en este momento, como estoy seguro que saben todos, y algo tiene que ver con este calamar. Bien. Esta es la misión.
»Quiero guerra. Quiero terror.
»Quiero, en orden de prioridades: el kraken, o cualquier rastro de él; a Billy Harrow, vivo; a Dane Parnell, me la suda cómo. Permítanme que insista en que me importa una puta mierda lo que hagáis por el camino. Quiero que nadie se sienta seguro hasta que yo tenga lo que quiero.
—Bien…
La voz que salía de la garganta del enfermo se volvió astuta.
—Pienso pagar una cantidad escandalosa de dinero por esto. Pero solo a la entrega. Sin victoria, no hay paga. Lo toman o lo dejan. Eso sí, les puedo asegurar que quienquiera que entregue al kraken no tendrá que volver a trabajar. Y Billy Harrow le reportará un par de años sabáticos.
La cámara recorrió la sala una vez más.
—¿Preguntas?
El hombre de la esvástica y el rímel le envió un mensaje a un camarada con un montón de signos de exclamación. Un cura católico renegado se ahuecó el alzacuello de collar de perro. Un chamán susurró a su fetiche.
—Oh, mierda.
La voz provenía de un joven de aspecto afable, vestido con una chaqueta andrajosa, cuyas dotes para los malabarismos con las armas eran de una creatividad que admiraba a la mayoría de los que lo conocían.
—Oh, mierda.
Echó a correr. El hombre se vio asaltado por un empático instinto autodireccional, engorroso efecto secundario de lo que, en su caso, era una alergia a la codicia de los demás (no a la suya propia, por lo que daba gracias con regularidad a la Providencia). La oleada de venalidad que recorría la sala en aquel momento era tan intensa que nunca albergó la esperanza de llegar a los servicios antes de vomitar.