30
vamos campeón ensilla es hora de irnos hay que darse prisa tenemos tarea pendiente
Tan pronto Billy se hallaba sumido en las profundidades del sueño y soñando vívidamente, y al momento era como estar en una película proyectada a cámara rápida.
ensilla y vamos a por esos.
Estaba bajo el agua, como lo estaba ahora la mayor parte de las veces que dormía, pero esta vez había luz, no oscuridad, el agua tan brillante que era como la luz del sol; era la luz del día en lo que estaba sumergido: las rocas eran rocas del fondo marino o eran las tripas de un cañón, bajo la vigilancia de los cuellos volcánicos o las mesetas, con el sol o cualquier otra luz que viniese de arriba. Se estaba preparando para cabalgar.
campeón, gritó, campeón ensilla.
Ahí estaba su montura. Sabía lo que vendría por las rocas y las colinas para que él lo agarrara y, con la teatralidad propia del vaquero, se subiría a lomos de él al pasar. Architeuthis, nadando a propulsión, manto cerrado y tentáculos extendidos, listo para asir a su presa. Sabía que serpentearía por las praderas, soltando miembros para aferrarse a todo lo que iba pasando a su lado, para anclarse y cazar.
Vino. Pero sucedió algo inesperado.
¿Cómo me subo ahí?, pensó Billy. ¿o acaso he de entrar?
Lo que llegaba, corcoveando por las colinas, era el Architeuthis dentro de su tanque, el gran rectángulo de cristal, cabeceando como una canoa, la solución salina y el formol chapoteando contra la cubierta transparente y salpicando por las aristas, en forma de gotas, dejando un reguero húmedo en la tierra. El kraken en su tanque relinchaba y se encabritaba, la carne del animal, muerta desde hacía tiempo, se escurría.
campeón campeón.
En un instante Billy estaba en ese sueño. Al momento estaba despierto, los ojos abiertos, mirando al techo del apartamento al que Dane lo había llevado. Inspiró, espiró. Escuchó el silencio de la habitación.
La persona imaginaria a la que pertenecía el apartamento era una profesional, médico de familia, a juzgar por los libros de las estanterías y los títulos de las paredes. Nunca había existido, pero su espíritu lo impregnaba todo. Estaba amueblado y decorado con gusto, y tenía un papel estampado cuidadosamente elegido. Tras las cortinas había escondidos amuletos y custodios. Estaban en la segunda planta de una casa compartida.
Dane estaba durmiendo en el cuarto.
—Mañana hablaremos con Wati —le había dicho—. Necesitamos echar un sueñecito.
Billy estaba en el sofá. Tendido, con los ojos en las molduras del techo, intentando descifrar qué era lo que lo había despertado. Había notado un chirrido, como una uña arañando algo.
Todos los ruiditos del aire y el roce de su ropa, su cabeza contra la almohada, cesaron. Se incorporó, y seguía sin oírse ningún ruido. En aquella quietud artificial lo que oyó, en un nítido segundo, fue la rítmica fricción del cristal contra el mármol. Abrió mucho los ojos. Notó que algo vibraba contra el cristal. Sin saber cómo, se encontró en pie, un poco alejado del sofá, ahora junto a la ventana, apartando unas cortinas flexibles que oponían una inusitada resistencia. Llevaba puestas sus gafas.
Había un hombre en el alféizar de la ventana, por fuera. Y había otro en el suelo, mirando hacia arriba. Billy ni siquiera se sorprendió. El primer hombre llevaba en la mano un trozo de tubería, estaba efectuando unos cortes en la ventana con un cúter. Él y su acompañante estaban quietos. Ni siquiera las nubes de medianoche se movían. Billy dejó caer la punta de la cortina, que inmediatamente adoptó la posición drapeada exacta que había tenido antes.
Supo que aquello no duraría más que otro pocos segundos. No hizo ningún intento por despertar a Dane, pensó que no había tiempo, no es que Dane fuera a moverse si lo intentaba. Dio un paso y volvió a notar un movimiento en el aire, oyó la minúscula alteración en el salón. Las cortinas se levantaron con la corriente.
Con un gesto asombrosamente silencioso, el intruso abrió la ventana. Empezó a cruzarla, un bulto informe naciendo por la rendija entre los visillos. Billy lo agarró con una llave de yudo que apenas recordaba, alrededor del cuello, lo lanzó rodando por el suelo, estrangulándolo con fuerza y agilidad. El hombre emitía unos leves sonidos. Se puso a cuatro patas, reforzando su postura y tirando, recuperándose de su postración y levantándose, con un salto imposible de sacacorchos que hizo que Billy saliera disparado contra la pared.
La puerta del dormitorio se abrió y allí estaba Dane, con los puños apretados, negro como un agujero en forma de hombre. Cruzó la habitación con tres pasos insólitamente veloces, sacudió al recién llegado en la mandíbula, haciéndole batir la cabeza hacia atrás. El hombre cayó al suelo, desplomado.
Billy chasqueó los dedos para captar la atención de Dane. Señaló abajo a través de las cortinas: hay otro. Dane asintió. Murmuró:
—Hay unas esposas en mi bolsa. Amordázalo, inmovilízalo.
Sin descorrer las cortinas, Dane estiró el brazo por detrás de los bordes de estas y se dispuso a tirar de la ventana para abrirla. Las cortinas se ahuecaron al entrar el aire frío. Hubo un susurro corto y un golpe seco. Una de las cortinas se agitó y se estremeció en torno a un nuevo agujero. Una flecha sobresalía del techo.
Dane saltó por la ventana. Billy ahogó un grito. El hombretón se lanzó desde lo alto de los dos pisos, girando sobre sí mismo, y aterrizó abajo del todo y en silencio, en el patio delantero, plagado de matojos, del edificio. Se fue directo a por el hombre, que corría con una pistola de proyectil retenido en la mano. Iban muy deprisa, entrando y saliendo de los haces de luz de las farolas. Billy intentaba mirar mientras encontraba las esposas e inmovilizaba al intruso, inconsciente, maniatándolo a un radiador, le metía en la boca un calcetín y se lo fijaba en su sitio con un par de medias de la mujer inventada.
La puerta principal se abrió. Billy se puso en guardia, pero era Dane el que entró, con la respiración acelerada y el vientre convulso.
—Pilla tus cosas.
—¿Lo has cogido? —dijo Billy.
Dane asintió. Estaba muy serio.
—¿Quiénes son? —dijo Billy—. ¿La gente del Tatuaje?
Dane entró en el dormitorio.
—¿Qué quieres decir? —respondió—. ¿Es que le pasa algo en la cara? No es ninguna máquina andante, ¿no? Qué va. Este es Clem. El otro tío es Jonno. Saluda. Saluda, Clem —le dijo al hombre amordazado.
Abrió su bolsa de par en par.
—Vaya —dijo—, parece que el teuthex conoce algunos escondites de estos.
Dejó escapar una risita de fastidio.
Clem miró a Dane a los ojos y exhaló mocos en su mordaza.
—Eh, Clem —dijo Dane—. ¿Cómo te va, colega? ¿Cómo va todo? ¿Va todo bien, tío? Estupendo, estupendo.
Dane registró los bolsillos de Clem. Cogió todo el dinero que encontró, el teléfono. En su mochila encontró otro de esos arpones submarinos.
—Por el amor del Krak, Clem, colega, mírate —dijo Dane—. Con todo lo que te has esforzado en encontrarme a mí y te conformas con quedarte ahí plantado como un limonero mientras alguien se lleva a Dios. Tengo un mensaje para el teuthex. Le dices lo siguiente, ¿quieres, Clem? Cuando venga a recogerte, le das este mensaje, ¿vale? Le dices que es una vergüenza. Todos lo sois. No soy yo el que se ha exiliado. Yo soy el que está haciendo el trabajo de Dios. Ahora yo soy la Iglesia. Sois todos los demás los que estáis excomulgados, cojones. Díselo.
Le dio a Clem unas palmaditas en la mejilla. Este lo miró con los ojos inyectados en sangre.
—¿Adónde vamos a ir? —dijo Billy—. Si conocen tus pisos francos, estamos jodidos.
—Conocen este. Tengo que andarme con más cuidado. Me ceñiré a los nuevos.
—¿Y si también los conocen?
—Entonces, estamos jodidos.
* * *
—¿Qué nos harían? —dijo Billy. Dane iba conduciendo un nuevo coche robado.
—¿Qué te harían a ti? —dijo—. Te encerrarían. Te obligarían a que les contaras lo que ves por las noches. ¿Qué me harían a mí? Apostasía, colega. Un crimen capital.
Pasó conduciendo junto a un canal donde había una esclusa con los bordes cubiertos de roña, y la luz de las farolas era fría y plateada.
—¿Qué se figuran que van a descubrir conmigo?
—Yo no soy sacerdote —dijo Dane.
—Yo no soy un profeta —dijo Billy. Dane no replicó—. ¿Por qué tú no me preguntas qué sueño? ¿No te interesa?
Dane se encogió de hombros.
—¿Qué sueñas?
—Pregúntame qué he soñado esta noche.
—¿Qué has soñado esta noche?
—He soñado que estaba cabalgando al Architeuthis como Clint Eastwood. En el salvaje Oeste.
—Bueno, ahí lo tienes.
—Pero seguía… —Seguía metido en el tanque. Seguía muerto y embotellado.
La noche se abrió al torcer hacia una calle principal, una avenida de neón, un pollo frito burdamente dibujado e iluminado, y las tres esferas que señalan a los prestamistas.
—Lo has hecho bien, Billy. Clem es duro de pelar. No tardará en salir de allí. ¿Dónde has aprendido a pelear?
—Ha estado a punto de matarme.
—Lo has hecho bien, tío —asintió Dane.
—Algo ha pasado. Y el sueño ha tenido algo que ver.
—Bueno, eso es lo que te estoy diciendo.
—Cuando me he despertado no se movía nada.
—¿Ni un ratón?
—Escucha. El mundo. Todo estaba…
—Lo que yo te decía, colega —dijo Dane—. Yo no soy sacerdote. Los caminos de los krákenes son inescrutables.
No tenía la sensación que el kraken se moviera, pensó Billy. Había algo haciendo algo. Pero no sentía que fuera el kraken, ni ningún otro dios.