3
Billy tuvo pesadillas. No fue el único. No tenía forma de saber que aquella noche hubo sudores fríos por toda la ciudad. Cientos de personas que no se conocían entre sí, que no podían comparar sus síntomas, durmieron inquietas. No era cosa del tiempo.
Suponía darse una buena caminata, aquella reunión a la que le habían ordenado acudir y a la que, engañándose a sí mismo, llegó a plantearse no acudir. Se planteó la posibilidad o, una vez más, fingió plantearse la posibilidad, de llamar a su padre. Desde luego, no lo hizo. Empezó a marcar el número de Leon, pero, nuevamente, no lo hizo. No había nada que añadir a lo que ya le había contado. Quería hablar con alguien más acerca de la desaparición, de aquel robo tan insólito. Hizo un repaso mental de los candidatos a recibir aquella llamada, pero la energía necesaria para hacerlo, para decir algo, se iba derramando sin remedio, abandonándolo reiteradamente.
Aquella ardilla seguía allí. Estaba seguro de que era el mismo animal que lo observaba desde detrás del canalón, como un soldado atrincherado. Billy no fue a trabajar. Ni siquiera estaba seguro de que fuera a ir alguien, y tampoco llamó para comprobarlo. No llamó a nadie.
Al final, tarde, cuando el cielo se volvió gris y plomizo, más tarde de lo que le habría gustado a su interlocutor, a modo de una leve desobediencia fingida, salió de su edificio junto a una zona comercial de Manor House para tomar el autobús de la línea 253. Se abrió paso entre envoltorios de comida que se le enredaban entre los pies, periódicos, folletos que alentaban al arrepentimiento y que el viento iba arrancando uno por uno de un montón abandonado. En el autobús, bajó la vista hacia los tejados bajos y planos de las marquesinas, pedestales para las hojas.
En Camden cogió el metro, volvió a subir y caminó un poco para tomar otro autobús. Comprobaba su móvil una y otra vez, pero lo único que recibió fue un mensaje de texto de Leon: «+ tesoros perdidos??» En aquel último tramo, Billy exploró zonas de Londres que no conocía, pero que le resultaban familiares de un modo atrayente, con sus negocios mediocres y sus restaurantes baratos, las farolas de las que pendían como inusitada ropa tendida unas luces de Navidad apagadas, ya fueran colocadas con antelación para tenerlas preparadas o bien abandonadas allí durante todo un año. Llevaba puestos unos cascos, iba escuchando un sound clash entre M.I.A. y un rapero con futuro. Billy se preguntó por qué no se le habría ocurrido insistir en que la policía pasara a recogerlo, si resultaba que tenían la jefatura en un lugar tan rebuscado, tan apartado.
Al andar, incluso con los cascos puestos, Billy se sobresaltaba por los ruidos. Por primera vez fuera de los pasillos del Centro Darwin, oyó o imaginó aquel ruido de cristal. La luz de media tarde no era la que tocaba. Todo está jodido, pensó. Como si el grueso eje del cuerpo del Architeuthis tuviera una ranura y contuviera algo en ese lugar. Billy se sintió como una tapa sin cerrar batida por el viento.
La comisaría estaba en la misma calle principal, era mucho más grande de lo que esperaba. Se trataba de uno de esos edificios horribles de ladrillo color mostaza que hay en Londres y que, en lugar de mejorar con el paso del tiempo, como les ocurre a sus ancestros victorianos rojos, nunca envejecen, sino que simplemente acumulan suciedad y más suciedad.
Estuvo esperando durante mucho rato en la antesala. Se levantó dos veces a decir que quería ver a Mulholland.
—Enseguida estamos con usted, señor —le dijo el primer agente al que preguntó.
—¿Y quién coño es ese? —dijo el segundo.
Billy estaba cada vez más enfadado, hojeando revistas viejas.
—¿Señor Harrow? ¿Billy Harrow?
El hombre que venía hacia él no era Mulholland. Era bajito y escuálido, e iba muy arreglado. Cincuentón, vestía de forma sencilla, un traje marrón pasado de moda. Llevaba las manos a la espalda. Mientras esperaba, se inclinó hacia delante poniéndose de puntillas más de una vez, un pequeño tic danzarín.
—¿Señor Harrow? —dijo con una voz tan fina como su bigote. Le estrechó la mano a Billy—. Soy el inspector jefe Baron. ¿Conoció a mi compañero, a Mulholland?
—Sí, ¿dónde está?
—Sí, no. No está aquí. Yo me encargo de su investigación, señor Harrow. Más o menos. —Ladeó la cabeza—. Disculpe la espera, y gracias por acercarse.
—¿Qué quiere decir con eso de que se encarga usted? —dijo Billy—. Quienquiera que fuera la que habló conmigo anoche… fue de lo más grosera, para serle sincero.
—Aunque supongo que, con todos los laboratorios invadidos como los tenemos —dijo Baron—, ¿adónde iba a ir, si no? Supongo que hasta que terminemos no podrán seguir enfrascando conservas, me temo. A lo mejor se lo puede tomar como unas vacaciones.
—En serio, ¿qué ha pasado?
Baron condujo a Billy por pasillos iluminados con fluorescentes. Bajo la luz blanca, Billy se dio cuenta de lo sucias que tenía las gafas.
—¿Por qué lo ha sustituido? Y usted está muy lejos… Es decir, sin ánimo de ofender…
—En fin —dijo Baron—. Le prometo que no los molestaremos más de lo estrictamente necesario.
—No tengo claro qué es lo que puedo hacer por ustedes —dijo Billy—. Ya les conté todo lo que sabía. Es decir, ese era Mulholland. ¿Es que ha metido la pata? ¿Lo han mandado a usted desde arriba para arreglar el desaguisado?
Baron se detuvo y encaró a Billy.
—Es como en las películas, ¿no es eso? —dijo. Y sonrió—. Usted dice «Pero ya se lo he contado todo a los agentes», y yo digo «Bueno, ahora me lo puede contar a mí», y usted no se fía de mí y hacemos un poco de tira y afloja, hasta que al final, después de unas cuantas preguntas más, usted pone cara de susto y dice «¿Qué? No creerá que yo tengo algo que ver con esto, ¿verdad?». Y seguimos dándole vueltas.
Billy se había quedado sin habla. Baron no dejaba de sonreír.
—Pierda cuidado, señor Harrow —dijo—. No es eso lo que está pasando aquí. Palabra de honor.
Levantó la mano a modo de juramento de explorador.
—Nunca he pensado… —consiguió articular Billy.
—De modo que, una vez aclarado este punto —dijo Baron—, ¿cree que podremos prescindir del resto del guion y que me echará una mano? Eso es una persiana, señor Harrow. —Su vocecilla se aflautó—. Así me gusta. Vamos con ello, pues.
Era la primera vez que Billy estaba en una sala de interrogatorios. Era igualita que en la tele. Pequeña, beis, sin ventanas. En el extremo más alejado de una mesa había una mujer y otro hombre. El hombre andaría por los cuarenta, era alto y fuerte. Vestía un traje oscuro de lo más insulso. El pelo empezaba a ralear, con un corte serio. Juntó sus manos enérgicas y miró a Billy con ecuanimidad.
Lo primero que notó Billy de la mujer fue su juventud. Tal vez tuviera los veinte cumplidos, pero no hacía mucho. Era, ahora reparaba en ello, la policía que había hecho un pequeño cameo en el museo. Vestía el uniforme azul de la Policía Metropolitana, pero lo llevaba con más informalidad de la que habría creído permisible. No se lo había abotonado hasta arriba, un poco de cualquier manera. Limpio, pero arrugado, tironeado, reajustado. También iba más maquillada de lo que creía aceptable, y llevaba el pelo, rubio, cuidadosamente despeinado. Parecía una alumna obediente ante la norma, pero reacia a aceptar el fondo del reglamento sobre el uniforme escolar. Ni siquiera le dirigió la mirada, y no pudo verle la cara con más claridad.
—Muy bien —dijo Baron. El otro hombre asintió. La policía joven se reclinó contra la pared y se puso a trastear con un teléfono móvil.
—¿Té? —dijo Baron. El otro hombre asintió—. ¿Café? ¿Absenta? Es una broma, por supuesto. Le ofrecería un cigarrillo, pero en estos tiempos, ya sabe.
—No, estoy bien —dijo Billy—. Solo me gustaría…
—Claro, claro. Muy bien, pues. —Baron se sentó y se sacó de los bolsillos unos papelitos que estuvo consultando. El aire de atolondramiento no resultaba convincente—. Hábleme de usted, señor Harrow. Creo que es conservador en el museo, ¿no?
—Sí.
—¿Y eso en qué consiste?
—Preservación, catalogación, cosas así. —Billy se puso a juguetear con sus gafas para no tener que cruzar la mirada con nadie. Intentó adivinar hacia dónde miraba la mujer—. Consultas para exposiciones; procurar que esté todo en buen estado.
—¿Siempre lo ha hecho?
—Mayormente, sí.
—Y… —Baron se quedó mirando de reojo una nota—. Según me han dicho, fue usted quien preparó el calamar.
—No. Fuimos todos. Fue… fue un trabajo de equipo. —El otro hombre se sentó junto a Baron sin decir nada y mirándose las manos. La mujer suspiró y le dio una sacudida al teléfono. Parecía como si estuviera jugando a algún juego. Chasqueó la lengua.
—Usted estaba en el museo, ¿no es así? —le dijo Billy. Ella lo miró—. ¿Fue usted la que me llamó? ¿Anoche?
Su peinado a lo Winehouse era muy característico. No dijo nada.
—Usted… —Baron estaba señalando a Billy con un bolígrafo, sin dejar de organizar sus papelillos— es muy modesto. Usted es el hombre del calamar.
—No sé de qué me habla. —Billy cambió de postura—. Llega algo como eso, sabe… Todos trabajamos en ello. Todos a cubierta. Es decir…
Representó la enormidad con un gesto.
—Vamos, vamos —dijo Baron—. A usted se le dan bien, ¿no?
Baron lo miró a los ojos.
—Todo el mundo lo dice.
—No sé. —Billy se encogió de hombros—. Me gustan los moluscos.
—Es usted de una modestia encantadora, joven —dijo Baron—. Y no va a engañar a nadie.
Los conservadores trabajaban con todas las taxonomías. Pero en el centro se consideraba un hecho incuestionable que los moluscos de Billy en particular eran especiales. Se podía formular de distintas maneras: Billy y sus moluscos o los moluscos de Billy, que permanecían prístinos durante siglos en sus soluciones, que caían en sus tarros en posturas especialmente impresionantes y sin moverse. No tenía ningún sentido; difícilmente se podía ser mejor embotellando una sepia que un gecko o un ratón común. Pero la broma no había caído en el olvido, porque tenía un no sé qué. Aunque lo cierto era que, cuando empezó, Billy era bastante manazas. Había conseguido hacer añicos un buen puñado de vasos, tubos y frascos; más de un animal muerto y empapado había acabado estrellándose contra el suelo del laboratorio antes de que Billy desarrollara su destreza, cosa que sucedió de un modo bastante inesperado.
—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo Billy.
—Tiene que ver con el siguiente «para qué» —dijo Baron—. Verá, lo tenemos a usted aquí abajo, o aquí arriba, según se mire el mapa, por dos motivos, señor Harrow. Punto primero, usted es la persona que descubrió la desaparición del calamar gigante. Y punto segundo, algo un poco más específico. Algo que usted mencionó.
»¿Sabe? Tengo que decírselo —continuó Baron—. Nunca había visto nada igual. Quiero decir que ya había oído hablar acerca de robos de caballos. Bastantes perros, por supuesto. Uno o dos gatos. Pero…
Sofocó una risita y movió la cabeza de un lado a otro.
—Sus guardias van a tener que responder de muchas cosas, ¿no es cierto? Tengo entendido que reina un fuerte sentimiento de mea culpa en el ambiente ahora mismo, tal y como están las cosas.
—¿Dane y todos esos? —dijo Billy—. Supongo que sí, no lo sé.
—No hablaba de Dane, en realidad. Es interesante que lo haya sacado a colación. Me refería a «los otros» guardias, como dicen ellos. Pero desde luego que Dane Parnell y sus compañeros también deben de haberse quedado con cara de tontos. De ellos hablaremos más tarde. ¿Reconoce esto?
Baron deslizó por la superficie de la mesa la página de un cuaderno. En ella se podía ver el vago diseño de un asterisco. Podían ser los rayos radiantes de un sol. Dos de los brazos, más largos que el resto, se curvaban en las puntas.
—Sí —dijo Billy—. Lo dibujé yo. Era lo que llevaba aquel tío del grupo. Se lo dibujé al tipo que me interrogó ayer.
—¿Sabe lo que es, señor Harrow? —dijo Baron—. ¿Puedo llamarle Billy? ¿Lo sabe?
—¿Cómo voy a saberlo? Pero el tío que lo llevaba no se separó de mí. No tuvo tiempo de alejarse ni hacer nada, ya sabe, turbio. Habría visto…
—¿Lo había visto antes? —El otro hombre habló por primera vez. Apretó las manos, como evitando que hicieran algo. Su acento no delataba clase social ni procedencia, era de una neutralidad que tenía que ser, por fuerza, cultivada.
—¿Le refresca la memoria?
Billy vaciló.
—Perdón —dijo—, ¿podría…? ¿Quién es usted?
Baron negó con un gesto. El rostro del hombre robusto no sufrió más alteración que un lento parpadeo. La mujer levantó por fin la vista de su teléfono y emitió una especie de leve chasquido con los dientes.
—Este es Patrick Vardy, señor Harrow —dijo Baron. Vardy apretó los dedos—. Vardy nos está ayudando con la investigación.
Sin rango, pensó Billy. Todos los policías que había conocido eran el agente Fulano, el detective Mengano, el inspector Zutano. Pero Vardy, no. Vardy se levantó y se fue hasta el final de la sala, apartándose de la luz directa, convirtiéndose en un tema tabú.
—Entonces, ¿ya lo había visto antes? —dijo Baron golpeando repetidamente el papel con el dedo—. ¿Le suena de algo el garabatillo?
—No lo sé —dijo Billy—. No creo. ¿Qué es? Si se puede saber.
—Les contó a nuestros colegas de la zona de Kensington que el hombre que llevaba esto parecía, abro comillas, exaltado, cierro comillas, o algo así —dijo Baron—. ¿Qué me dice de eso?
—Sí, se lo dije a Mulholland. No sé si era raro o qué —contestó Billy. Se encogió de hombros—. Hay gente que viene a ver el calamar que es un poco…
—¿Ha visto más de esos últimamente? —dijo Baron—. Mmm, bichos raros.
Vardy se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído. El policía asintió.
—¿Alguien que se sobreexcitara especialmente?
—¿Frikis de los calamares? —dijo Billy—. No lo sé. Puede. Ha habido un par que vestían raro, con ropa extravagante.
La mujer anotó algo. La observó mientras lo hacía.
—De acuerdo, ahora dígame —siguió Baron—. ¿Ha sucedido algo fuera de lo normal en los alrededores del museo últimamente? ¿Han repartido algún panfleto interesante, algún piquete? ¿Alguna protesta? ¿Ha reparado en alguna otra joya peculiar entre los otros visitantes? Ya sé, se lo pregunto como si fuera usted una urraca y se le salieran los ojos al ver cualquier cosa que brille. Pero ya me entiende.
—No —dijo Billy—. No sé. Sí que hemos tenido algún tarado fuera. En cuanto a ese tipo, pregúntenle a Dane. Parnell.
Se encogió de hombros.
—Como dije ayer, creo que lo conocía.
—En efecto, ya nos gustaría poder intercambiar unas palabras con Dane Parnell. Con eso de que, al parecer, él y el Misterioso Hombre de la Insignia se conocían y todo eso. Pero no podemos.
Vardy le susurró algo más y Baron prosiguió.
—Porque, al igual que el espécimen al que le pagaban por custodiar y, de hecho, al igual que el hombre de la insignia, Dane Parnell ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
Baron asintió.
—Está en paradero desconocido —dijo—. Nadie contesta al teléfono. No está en casa. Y por qué iba a desaparecer, se preguntará. Estamos muy interesados en que él nos ayude con las pesquisas habituales.
—¿Has hablado con él? —preguntó la policía de sopetón. Billy dio un respingo en su silla y se quedó mirándola. Ella cargó el peso de su cuerpo sobre una cadera. Hablaba rápido, con acento de Londres—. Te gusta mucho hablar, ¿verdad? Palique de todos los colores que, supuestamente, no deberías mantener.
—¿Cómo…? —dijo Billy—. No hemos cruzado más de diez palabras desde que empezó a trabajar allí.
—¿Qué hacía antes? —dijo Baron.
—No tengo ni idea…
—¡Mira cómo chilla! —La mujer parecía estar disfrutando.
Billy pestañeó. Intentó tomárselo con humor, sonrió, con la intención de conseguir que ella le devolviera la sonrisa. Fracasó.
—Para serle franco, ni siquiera me gusta ese tipo. Está acomplejado. Ni se molesta en saludar, y mucho menos en decir nada.
Baron, Vardy y la mujer se miraron mutuamente en silente cónclave. Se comunicaron algo mediante leves movimientos de cejas y mohines, repitieron varias veces un gesto de asentimiento.
Baron dijo despacio:
—Bien, si se le ocurre algo más, señor Harrow, háganoslo saber, por favor.
—Sí. —Billy movió la cabeza de lado a lado—. Sí, lo haré.
Alzó las manos en un gesto de rendición.
—Muy bien. —Baron se levantó. Le entregó a Billy una tarjeta, le estrechó la mano, como si se lo agradeciera de corazón, y le señaló la puerta—. No se vaya a ninguna parte, ¿quiere? Tal vez queramos volver a charlar con usted.
—Sí, creo que lo haremos —añadió la mujer.
—¿Qué ha querido decir con eso de que el hombre de la insignia ha desaparecido? —preguntó Billy.
Baron se encogió de hombros.
—Todas las cosas y las personas se están esfumando, ¿no es así? Tampoco es que haya desaparecido, en realidad; eso implicaría que estuvo alguna vez. Sus visitantes tienen que reservar y dejar un número. Hemos llamado a todos los que lo acompañaban ayer. Y el hombre del destello en la solapa… —Baron golpeteó el dibujo con el dedo—. Ed, dejó dicho en el mostrador que se llamaba. Eso, Ed. El número que dio no existe, y no contesta nadie.
—Vuelva a sus libros, Billy —dijo Vardy, al tiempo que este abría la puerta—. Me ha defraudado usted.
Tocó varias veces el papel con el dedo.
—Mire a ver qué le pueden enseñar Cubo, Derra y Morry.
Aquellas palabras eran extrañas, pero extrañamente familiares.
—Espere, ¿qué? —dijo Billy desde la puerta—. ¿Qué ha sido eso?
Vardy le dijo adiós con la mano.
* * *
Billy trató, en vano, de analizar en profundidad el encuentro durante su perplejo trayecto hacia el sur. No lo habían detenido, podía haberse ido en cualquier momento. Había sacado su teléfono, listo para soltarle una diatriba a Leon, pero de nuevo, por causas que no lograba verbalizar, no hizo la llamada.
Tampoco se fue para casa. En lugar de eso, con una infinita sensación de estar siendo observado, Billy se dirigió al centro de Londres. De café en café librería, dando vueltas entre libros de bolsillo y nadando en demasiado té.
Su teléfono no tenía conexión a internet, y tampoco llevaba encima el ordenador portátil, así que no pudo poner a prueba su intuición de que, pese a haberlo confesado él mismo la noche anterior, no habría información en las noticias acerca de la desaparición del calamar. Desde luego los periódicos londinenses no cubrían la noticia. No comió, aunque estuvo fuera hasta tan tarde que ya había pasado de largo la hora de comer; atardeció, y luego cayó la noche. En realidad no hizo otra cosa que reflexionar malhumoradamente y caer en la frustración; no llamó al centro, simplemente trató de barajar las posibilidades.
Y lo que no dejaba de venirle al pensamiento una y otra vez, lo que más lo carcomió en el transcurso de esas horas, fueron los nombres que había dicho Vardy: ni siquiera sabía cómo se escribían. Garabateó las posibles opciones en un pedazo de papel, «ku baderra», «mory», «more», «cobadara» y otros.
Tengo que ponerme a buscar esto de una puñetera vez, pensó.
Cuando por fin puso rumbo a casa, sin estar del todo seguro de por qué, le llamó la atención un hombre que estaba sentado en el último asiento de su autobús. Trató de averiguar qué era lo que había notado. No conseguía verlo bien.
El tipo era alto y recio, llevaba capucha, y miraba hacia abajo. Siempre que Billy se giraba, estaba encorvado o con la cara pegada al cristal. Todo lo que veía por el camino intentaba captar la atención de Billy.
Era como si lo estuvieran observando los animales nocturnos y los edificios de la ciudad, y cada uno de los pasajeros. No debería tener estas sensaciones, pensó Billy. Y las cosas tampoco deberían causármelas. Miró a un hombre y una mujer que se acababan de subir. Imaginó que la pareja se metía en los asientos metálicos que tenía justo detrás, fuera de su vista.
Una ráfaga de palomas creó una sombra sobre el autobús. Deberían estar durmiendo. Salieron volando cuando el autobús se movió, y se pararon cuando el autobús se paró. Deseó tener a mano un espejo para poder mirar sin volver la cabeza, ver el evasivo rostro del hombre que tenía a su espalda.
Estaban en la planta de arriba, por encima del neón más escandaloso del centro de Londres, al nivel de las copas de los árboles bajos y las ventanas de los apartamentos de las plantas primeras, los paneles de las señales de tráfico. Las zonas iluminadas estaban invertidas respecto a su orden oceánico, alzándose, y no cayendo, hacia la oscuridad. La calle, donde las farolas estaban encendidas y la fluorescencia de los escaparates la deslumbraba, era el lugar más bajo e iluminado; el cielo era el abismo, punteado de estrellas a modo de bioluminiscencia. En la planta de arriba del autobús se hallaban al borde de las profundidades, en los límites de la zona disfótica, donde las oficinas vacías se adentraban en las tinieblas y se perdían de vista. Billy alzó la vista como bajándola hacia una zanja de las profundidades marinas. El hombre que tenía detrás también miró hacia arriba.
En la siguiente parada, que no era la suya, Billy esperó hasta que las puertas se cerraron para levantarse de un salto y bajar las escaleras a toda prisa, gritando:
—¡Espere, espere, lo siento!
El autobús se alejó en dirección a las tinieblas como si fuera un sumergible. A través de la mugrienta luna trasera del autobús, vio que el hombre lo miraba directamente.
—Mierda —dijo Billy—. Mierda.
Agitó la mano defensivamente. El cristal se flexionó y el hombre sufrió una sacudida cuando el autobús se alejó. Incluso las gafas de Billy temblaron en su rostro. No vio que nadie se moviera detrás de la luna, sin contar una grieta en el cristal que lo había partido en dos de repente. El hombre que había visto era Dane Parnell.