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Una delegación de gordos escarabajos iba desde Pimlico, siguiendo una ruta que coronaba muros y se sumergía en las aceras, hasta un taller de Islington. Eran porteadores de tinta, pequeñas cosas esclavizadas, sujetos experimentales imbuidos de poderes temporales como parte de la escritura, a manos de un erudito, de un exhaustivo volumen de una escuela de magia, El Entomonomicón. El hombre había suspendido su tarea porque, pese a que uno a uno eran más tontos que un saco de piedras, los insectos se habían colectivizado bajo un campo gestáltico, pensaban como un solo cerebro, y estaban en huelga.

Por donde pasaban había aves sobrevolando en círculos el ayuntamiento. En esta improbable bandada (un búho, varias palomas, dos cacatúas salvajes) eran todos familiares, de un rango lo bastante alto como para estar empapados de considerables porciones de la influencia de sus amos y amas. Protestaban en un lugar en el que trabajaban varios hechiceros particularmente explotadores, que ahora se veían en apuros, echando mano de unos maniquíes esquiroles mal formados.

La idea era que, bajo el gobierno de un activista de la UAM, el colectivo de coleópteros formaría un piquete volante, y se uniría a las aves en su circuito aéreo. Era su manera de corresponder al piquete solidario de aves que se había apostado en su lugar de trabajo la semana anterior. Había sido un potente gesto de solidaridad: algunos de los asistentes embrujados más fuertes de la ciudad eran pluma y quitina con algunos de los más débiles, depredadores entonando cánticos aviares de la mano de aquellos que, en condiciones normales, habrían sido sus presas.

Ese era el plan. Los medios estaban avisados de que esperaran visita. El liberado de la UAM les indicó a las aves circulantes que volvería, y se fue de junta con los recién llegados. Doblando la esquina de un parquecito, surgieron los escarabajos por una grieta, pequeñas balas de negro iridiscente esperando para entrar en contacto. Se arremolinaron entre la hojarasca, y adoptaron una formación de flecha cuando oyeron pasos.

No obstante, no era su organizador el que se aproximaba. Era un hombre fornido en vaqueros y botas negras, una chaqueta de cuero, la cara cubierta con un casco de motorista. Esperando junto a la valla había otro hombre, vestido exactamente igual.

Los escarabajos, que habían permanecido a la espera en perfecta quietud, se dispersaron un poco y se concentraron en los asuntos aparentemente insustanciales propios de la vida insectil, como si simplemente estuvieran merodeando por allí. Pero con creciente alarma, el huelguista coagulante se percató de que el hombre sin rostro los estaba mirando a ellos, apartando a patadas su camuflaje de maleza, levantando sus grandes botas de motero y bajándolas, justo encima de ellos, demasiado rápido como para que pudieran dispersarse.

Con cada golpe, decenas de carapachos se resquebrajaban, dando salida a las tripas espachurradas, y la consciencia global menguó y se convirtió en un pánico menos sensible. Los escarabajos se escabullían y el hombre los mataba.

El organizador de la UAM dobló la esquina. Se quedó plantado a la gris luz del día, a la vista de fachadas georgianas desconchadas, los cochecitos y las bicicletas de los transeúntes, y miró. Tras un instante de terror, gritó:

—¡Eh!

Y echó a correr hacia el atacante.

Pero el hombre prosiguió su brutal baile desenfrenado, haciendo oídos sordos al grito, asesinando a cada paso. Su acompañante se interpuso en el camino del organizador y le propinó un puñetazo en la cara. Lo mandó al cuerno, las piernas abiertas, un reguero de sangre. El hombre del casco lo agarró en el suelo y volvió a pegarle, una y otra vez. La gente lo vio y gritó. Llamaron a la policía. Las dos figuras vestidas de oscuro continuaron, una con una desquiciada danza asesina, la otra rompiéndole la nariz y los dientes al sindicalista, sacudiéndolo, no tanto como para matarlo, pero sí hasta el punto de que su cara nunca recuperaría el aspecto que había tenido treinta segundos antes.

Un coche de policía llegó aullando, al tiempo que la paliza y el aplastamiento concluían. Las puertas del vehículo se abrieron, pero entonces hubo un titubeo. Los agentes que iban dentro no salieron. Cualquiera que estuviera lo bastante cerca pudo ver a la agente gritándole a la radio, oyendo órdenes, gritando de nuevo, quedándose en el coche y llevándose las manos a la cabeza con rabia.

Los dos moteros recularon. Frente a los ojos horrorizados de los vecinos del barrio, algunos de ellos exigiéndoles que pararan, otros escabulléndose de su vista, otros llamando otra vez a la policía, los dos hombres salieron del parque y se alejaron. No se subieron a ninguna moto: se fueron andando, con las piernas arqueadas y pavoneándose como marineros violentos, por las calles del norte de Londres.

Cuando se hubieron perdido de vista, los policías salieron y fueron corriendo hasta donde el organizador de la UAM exhalaba burbujas de su propia saliva ensangrentada, y donde los huelguistas estaban hechos puré contra la tierra. A dos calles de allí, un halo de inquietud alcanzó al piquete aviar. Su circuito férreamente controlado se volvió desordenado a medida que, primero uno y después otro, se iban apartando para asomarse por encima del tejado del ayuntamiento a ver lo sucedido.

Profirieron graznidos. Sus llamadas resonaron con una dimensión mucho mayor de lo que sería convencional. De modo que no pasó mucho tiempo antes de que Wati llegara a la plaza a toda velocidad, con una ráfaga de presencia. Se apresuró a penetrar en un santo de escayola que había en la fachada de una casa.

—Cabrones —dijo. Él era el culpable. Había desviado toda su atención de aquel acto: estaba intrigado con la investigación de los nombres que Dane le había dado, la extrañeza que latía bajo la ciudad, la completa singularidad de ser incapaz de encontrar lo que quería, aquí no había rastro del kraken desaparecido, desde ninguna estatuilla en ninguna parte de la ciudad.

Llegó demasiado rápido incluso para sí mismo. Su velocidad lo hizo escurrirse de la estatua hasta caer al interior de un joven pastor de porcelana de Meissen que había sobre un mantel, al otro lado de la pared. Rebotó en un osito de peluche y volvió a salir nuevamente a la estatua. Miró al policía y a su camarada. Aun en el supuesto de que los agentes hubieran visto los cuerpos de los insectos, no pensaron nada de ellos.

—Hijos de puta —susurró Wati con voz de arquitectura—. ¿Quién ha hecho esto?

Los pájaros seguían graznando, y Wati oyó una sirena de ambulancia, como si quisiera sumarse a la cacofonía. Un dedo raudamente extendido: uno de los polis llevaba un san Cristóbal, pero el amuleto de plata era prácticamente plano, y Wati requería tridimensionalidad para manifestarse. Sin embargo, había un Jaguar destrozado justo al alcance del oído, y de un salto se metió en la efigie deslustrada del morro del coche. Allí se quedó, un gato inmóvil y lanzado hacia delante, y escuchó a la policía.

—¿De qué demonios va todo esto, señora? —dijo el agente más joven.

—Y yo qué sé.

—Es un maldito crimen, señora. Quedarse ahí sentado…

—Ahora ya estamos aquí, ¿no? —le espetó la agente veterana. Echó un vistazo alrededor. Bajó el tono de voz—. A mí no me gusta más que a ti, joder, pero órdenes son órdenes.