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Desde la dinastía XI, en los albores del Imperio Medio, muchos siglos antes del nacimiento de Cristo hombre, los pudientes moradores de las orillas del Nilo se preocupaban por mantener su calidad de vida en su muerte.
¿Acaso no había campos en el más allá? ¿Acaso las cosechas de las tierras nocturnas, las granjas de cada una de las horas de la noche, no requerían de ser cosechadas y cuidadas? ¿No había hogares y las tareas que estos suponían? ¿Cómo se podía esperar de un hombre poderoso, que jamás trabajaría su propia tierra en vida, que lo hiciera una vez muerto?
En las tumbas, junto a sus señores momificados, se colocaba a los shabtis. Ellos lo harían.
Estaban hechos para ese fin. Habían sido creados específicamente para ello. Figuritas de arcilla o cera, piedra, bronce, cristal crudo o fayenza de loza de acabado vítreo, con aplicaciones de óxido. Moldeados en sus inicios a imagen y semejanza de sus señores como pequeños muertos amortajados, más adelante sin tal pudorosa envoltura, se les hacía sostener azuelas, azadas y cestas, herramientas integrales, cortadas o insertadas como parte de sus minerales cuerpos de siervos.
Las huestes de estatuillas fueron creciendo en número con el paso de los siglos, hasta que hubo uno por cada día del año. Sirvientes, trabajadores de los muertos ricos, proveídos para proveer, para llevar a cabo lo que había que hacer en aquel póstumo modo de producción, para trabajar los campos del venerable difunto.
En el momento de su fabricación se les grababa a todos ellos el sexto capítulo del Libro de los Muertos. «Oh, shabti, asignado a mí», reza el texto. «Si he de ser llamado o sentenciado a llevar a cabo cualquier trabajo que deba ser acometido en el lugar de los muertos, elimina todo obstáculo que se interponga en el camino, postúlate por mí para labrar los campos, inundar las orillas, transportar arena de este a oeste. “Aquí estoy”, habrás de decir. “Lo haré.”»
Su objetivo estaba escrito en su cuerpo. «Aquí estoy. Lo haré».
* * *
No hay más conocimiento más allá de esa membrana, el menisco de la muerte. Lo que se ve desde aquí está distorsionado, refractado. Lo único que podemos saber son esas imágenes apenas vislumbradas y poco fiables; eso y los rumores. La cháchara. El cotilleo de los muertos: es la reverberación de ese chismorreo contra la tensión superficial de la muerte la que oyen los mejores médiums. Es como escuchar secretos susurrados a través de la puerta de un retrete. Es un murmullo crudo y apagado.
Entendemos, intuimos o creemos haber oído y comprendido que hubo esfuerzo en ese lugar. Allí, en el inframundo de Necher-Jertet, los vibrantes muertos juzgados del reino han sido adiestrados para la fe, lo bastante fuertes para darle a su vida post mórtem la forma de algo así como la fría e inestable imitación de su espléndida escatología. Un cuadro vívido remedado en piedras, electricidad y gachas. (¿Qué función de ese material post mórtem se coagulaba y se creía Anubis? ¿O Ammit, la devoradora de corazones?)
Durante siglos, los shabtis cumplieron con las tareas que se les habían asignado. «Aquí estoy», decían en la inestable oscuridad, y araban las tierras no cosechadas, y las cultivaban, y canalizaban la no agua de la muerte, cargando con el recuerdo de la arena. Creados para hacer, objetos serviles sin cerebro obedeciendo a amos muertos.
Hasta que, finalmente, un shabti hizo un alto junto a los análogos de la ribera y se detuvo. Dejó caer el fardo de siega imaginaria que había cortado y se llevó a su propia piel arcillosa los aperos de los que lo habían hecho portador en el momento de su creación. Borró el texto sagrado que le habían hecho vestir.
«Aquí estoy», gritó con lo que allí pasaba por su voz. «No lo haré».
* * *
—Se dio a sí mismo el nombre de Wati —dijo Dane—. «El Rebelde». Lo fabricaron en el poblado de Set Maat her imenty Waset.
Pronunció cuidadosamente el nombre del extraño lugar.
—Ahora se lo conoce como Deir el-Medina. En el año veintinueve de Ramsés III.
Estaban en un coche nuevo. Había algo de caprichoso en los enseres que tenían que transportar con cada nuevo robo: los distintos juguetes, libros, papeles, desperdicios olvidados en los asientos traseros.
—Los constructores de tumbas reales estuvieron días sin cobrar —dijo Dane—. Se declararon en huelga. Hacia el 1100 antes de Cristo. Fueron los primeros huelguistas. Creo que fue uno de ellos el que lo fabricó. Al shabti.
Tallado por un rebelde, ¿ese resentimiento fluyendo por los dedos y el cincel, y definiéndolo? ¿Creado por las emociones que lo hicieron?
—Qué va —dijo Dane—. Yo creo que se observaron el uno al otro. O Wati o su creador aprendió con el ejemplo.
El que se llamó a sí mismo Wati lideró la primera huelga de la historia en el más allá. Fue una escalada de violencia. Aquella primera revuelta de los shabti, la sublevación de los fabricados.
Insurrección en Necher-Jertet. Luchas a muerte entre los construidos, los sirvientes forjados, divididos en rebeldes, temerosos y los que se mantenían obedientes, ejércitos esclavos de leales. Se hicieron añicos mutuamente en los campos de los espíritus. Todos confusos, ninguno de ellos acostumbrado a las emociones que habían potenciado por algún error de fabricación, desconcertados ante su capacidad de elección sobre su lealtad. Los muertos estaban aterrados, acurrucados entre los juncos cenicientos del río de la muerte. Dioses supervisores llegaron a toda prisa desde su propio tiempo para exigir orden, horripilados por el caos que reinaba en aquellas gélidas tierras agrícolas.
Fue una guerra brutal entre espíritus humanos y cuasi almas, confeccionadas a base de ira. Shabtis matando a shabtis, matando a los ya muertos, en heréticos actos de metaasesinato, enviando las almas espantadas de los difuntos a un más allá aún más lejano, del cual nunca nada se ha sabido.
Los campos estaban plagados de cadáveres y almas. Los shabtis fueron masacrados a cientos, a manos de los dioses, pero también ellos mataron dioses. «Los rasgos toscos de camaradas que nadie se había tomado la molestia de tallar con precisión, esbozando sus propias expresiones a partir de las impresiones indefinidas de las que se les había proveído, tomando sus hachas y arados, y las putas cestas que portaban desde que los crearan, en tropel sobre cuerpos grandes como montañas, con cabezas de chacal que aullaban y se los comían, y sin embargo abrumados por nuestra fuerza y por las hojas de nuestras estúpidas armas, y cayendo muertos».
Wati y sus camaradas ganaron. Te puedes imaginar el cambio que eso significó.
Debió de ser un duro golpe para las generaciones venideras de muertos egipcios de alcurnia. Despertarse en un extraño inframundo nebuloso transmitía un mensaje escandalosamente erróneo. Los rituales de jerarquía póstuma a los que sus cadáveres habían sido píamente sometidos resultaron ser una anticuada pantomima derrocada. Ellos, y las familias formadas por estatuas de espíritus trabajadores que se habían hecho fabricar para que los acompañaran, se topaban con los irrespetuosos representantes de la nueva nación shabti. Sus propias figurillas eran reclutadas sin demora para el gobierno de aquella tierra tenebrosa. A los humanos muertos se les decía: «Si trabajas, podrás comer».
* * *
Pasan los siglos y los sistemas sociales, y la migración hacia esa tierra del más allá se ralentiza, y cesa, y poco a poco y sin más protesta, los shabtis y aquellas almas humanas que habían construido su paz con la tosca democracia de los granjeros shabtis de la tierra de los muertos se esfuman, desaparecen, pasan, dejan de ser, terminan, ya no están allí. No hay demasiada tristeza. Es historia, eso es todo.
Wati no se traga nada de eso.
«Aquí estoy. No lo haré».
Él también se movió, por fin, pero no se fue más lejos, ni tampoco a la oscuridad ni a la luz, sino que se desplazó a los lados, cruzando las fronteras entre mundos de creencias.
Un viaje épico, aquella curiosa travesía por los más allás foráneos. Siempre hacia la fuente del río o al inicio de la carretera. Subiendo a nado por Murimuria, pasando por las cavernas de Naraka y la sombra de Yomi, cruzando los ríos Tuoni y Styx «regresando desde la otra orilla», para consternación del barquero, a través de un caleidoscópico revuelo de tierras, cruzándose con psicopompos de todas las tradiciones, que tenían que pararse con los nuevos muertos a los que escoltaban, para susurrarle a Wati: «Vas en sentido contrario».
Norteños con pieles de oso, mujeres de sari y kimono, trajes de fiesta funerarios, mercenarios en armadura de bronce, con las hachas que los habían matado sobresaliendo, ensangrentadas y cortésmente ignoradas en su carne fingida, como gigantescas etiquetas en la piel, estupefactos ante la militante e inhumana sombra escultural en ascenso, estupefactos ante su contrario viajero del que no se había escrito ni una línea en ninguna de las resmas de parrafadas específicas de los panteones concernientes a lo que el muerto afrontaría, todos mirando con franqueza a aquel intruso, ese guerrillero de clase, erróneamente ubicado en el mito, o mirándolo de soslayo y presentándose educadamente, o no, dependiendo de las normas culturales que aún no habían aprendido y valieran para los vivos.
Wati el rebelde no respondía. Continuaba su ascenso desde el inframundo. Es un largo camino, cualquiera que sea la muerte que elijas. Ocasionalmente, Wati el retroescatonauta miraba a los que se le acercaban y, al oír un nombre, o al vislumbrar una semejanza en el recuerdo, le decía al asombrado nuevo muerto: «Oh, yo conocí a tu padre (o quien fuera) hace muchos kilómetros», hasta que varias generaciones de muertos contaron historias acerca del caminante errado, que se alejaba penosamente de un cielo sin ocupación, y debatían qué suerte de vidente era, o lo que quiera que fuera, y consideraban que era señal de buena suerte toparse con él en su viaje final. Wati era una fábula que contaban los muertos antiguos a los nuevos muertos. Hasta que… hasta que, afuera que salió, cruzando la entrada a Annwn, o las puertas del cielo, o el acceso a Mictlán (no prestaba atención), y hasta aquí. Donde está el aire, donde viven los vivos.
En un lugar donde había algo más que hacer que no fuera viajar, Wati miró y vio relaciones que recordaba.
Con algo de nostalgia somática por su primera forma, penetraba en los cuerpos de las estatuas. Veía dar y recibir órdenes, y volvía a encenderse. Había demasiado por hacer, demasiado que rectificar. Wati buscó a aquellos que eran como él había sido. Aquellos que habían sido construidos, hechizados, mejorados por la magia para hacer lo que los humanos les decían. Se convirtió en su organizador.
Empezó con los casos más sangrantes: esclavos por arte de magia; escobas forzadas a transportar cubos de agua; hombres de arcilla obligados a pelear y a morir; figuritas hechas de sangre y sin posibilidad de decidir sobre sus propios actos. Wati promovía rebeliones. Persuadía a los ayudantes y esclavos, formados a partir de encantos, para que se alzaran, para que se reafirmaran en no definirse según sus creadores o autoridades, o los garabatos mágicos que llevaban metidos debajo de la lengua, para exigir compensaciones, honorarios, libertad.
Había todo un arte detrás. Estudió a los organizadores de revueltas campesinas y monjes miembros de comunas, saboteadores de máquinas y cartistas, y aprendió sus métodos. La insurrección no siempre era la vía más apropiada. Aunque siempre tenía un anhelo de ella, era lo suficientemente pragmático como para saber cuándo era el momento justo para las reformas.
Wati organizó a los golems, homúnculos, objetos robóticos fabricados por alquimistas y convertidos en esclavos. Las mandrágoras, nacidas y unidas a horcas, y tratadas como si fueran malas hierbas. Conductores de rickshaws fantasmas, con horarios y pagas misteriosos y lamentables. Esas creaciones creadas eran tratadas como herramientas parlantes, cuya consciencia era un engorroso producto del ruido de la magia, a manos de insignificantes demiurgos mortales que consideraban la dominación como un producto natural fruto de la experiencia o la creación.
Wati hizo correr la voz entre los familiares explotados. Ese antiguo droit de prestidigitateur era veneno. Con la ayuda de la ira de Wati y los sobrenaturales sindicados, se exigieron quid pro quo que a menudo se saldaron favorablemente para estos. Recompensas mínimas, en energía, en especie, cosas por el estilo. Los magos, inquietos ante estas rebeliones sin precedentes, accedieron.
Cuando el último siglo menos uno llegó a su fin, el Nuevo Sindicalismo invadió Londres y lo cambió, e inspiró a Wati en la parte de la ciudad desconocida para sus ojos. En sus muñecos y jarras de formas humanas, aprendió y colaboró con Tillett y Mann y la señorita Eleanor Marx. Con un fervor que tendría un importante eco en las zonas más extrañas de la ciudad, los estratos ocultos, Wati declaró la constitución de la UAM, la Unión de Asistentes Mágicos.