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Cuando Billy despertó, se dio cuenta de que sus sueños no habían sido otra cosa que los habituales coletazos improvisados de significado.

¿Por qué no iban a ser los dioses del mundo calamares gigantes? ¿Hay un animal mejor? No costaría mucho imaginar esos tentáculos cerrándose alrededor del mundo, ¿no es cierto?

Sabía que ahora estaba en guerra. Billy había salido a librarla. Aquella había dejado de ser su ciudad, era una zona de combate. Alzaba la vista al oír ruidos inesperados. Era un guerrillero, detrás de Dane. Dane quería a su dios; Billy quería libertad y venganza. Por mucho que Dane dijera, Billy quería vengar a Leon y la pérdida de sentido de su propia vida, y estar en guerra con el Tatuaje le concedía al menos una mínima oportunidad para ello. ¿No?

Simplemente se habían disfrazado. Billy con el pelo aplastado, Dane con un cardado. Dane vestía un chándal; Billy tenía un aspecto ridículo, con la ropa robada al estudiante imaginario. Billy pestañeaba como el prófugo que era, viendo pasar a los londinenses, apresurados. Dane tardó un par de segundos en abrir otro coche.

—¿Tienes una llave mágica? —dijo Billy.

—No seas imbécil —dijo Dane. Solo estaba usando una técnica criminal con el dedo. Billy inspeccionó el interior del vehículo: había una bolsa de papel, botellas de agua vacías, papeles desperdigados. Albergó la esperanza, con una preocupación desesperada, de que este robo no perjudicara a alguien que le pudiera agradar, alguien amable. Era de una ambigüedad patética.

—Bueno… —dijo Billy. Ahí estaba, en las trincheras—. ¿Cuál es el plan? Se lo vamos a llevar, ¿verdad?

—Buscar —dijo Dane—. Tenemos pistas que seguir. Pero ¿es peligroso? Estoy… Ahora que soy un renegado, tú y yo necesitamos ayuda. No es verdad que no tengamos aliados. Conozco a algunas personas. Nos vamos a la BB.

—¿La qué?

—La Biblioteca Británica.

—¿Cómo? Pensaba que querías que pasáramos desapercibidos.

—Sí. Ya lo sé. No es un buen sitio para nosotros.

—Entonces, ¿por qué…?

—Porque tenemos que encontrar a un dios —le espetó Dane—. ¿Vale? Y porque necesitamos ayuda. Es arriesgado, sí, pero básicamente es territorio de principiantes. La gente que sabe lo que quiere va a otros sitios.

Allí había magia, dijo, pero estrictamente novata. Para otras cosas más serias, se iba a buscar a otra parte. Una piscina desierta en el distrito de Peckham; la torre del teatro Gaumont State, en Kilburn, que ya no era ni un cine ni un salón de bingo. En la nevera de la carne de un Angus Steak House, a la altura de Shaftsbury Avenue, había textos lo bastante poderosos como para modificar su ubicación cuando los bibliotecólogos no miraban, y de los cuales se rumoreaba que susurraban mentiras que querían que el lector oyera.

—Mantén la boca cerrada, los ojos abiertos, mira y aprende, muestra respeto —dijo Dane—. Y no olvides que nos están persiguiendo, así que si ves cualquier cosa, me avisas. Mantén la cabeza gacha. Hay que estar listo para correr.

Llovió, un poco. Cuando llueve, dijo Dane, parafraseando a su abuelo, es un kraken sacudiéndose el agua de los tentáculos. Cuando sopla el viento, es la exhalación de su sifón. El sol, dijo Dane, es un destello de biofósforo en la piel de un kraken.

—No dejo de pensar en Leon —dijo Billy—. Necesito… Debería contárselo a su familia. O a Marge. Ella debería saberlo…

Resultaba casi demasiado duro articular sus sentimientos de esa manera, y tuvo que callarse.

—No le vas a contar nada a nadie —dijo Dane—. No vas a hablar con nadie. Te vas a quedar escondido.

La ciudad se notaba como vacilante. Como una bola de bolos en la cima de una colina, henchida de energía en potencia. Billy se acordó de la mandíbula desencajada de Goss, como la de una serpiente, los huesos empellados y una boca vertiginosamente reconfigurada en el quicio de una puerta. Dane pasó con el coche junto a una pequeña galería y una lavandería, un montón de baratijas de mercadillo, fruslerías a mogollón, horteradas urbanas.

* * *

Frente a la Biblioteca Británica, en el gran patio de entrada, se concentraba una pequeña multitud. Estudiantes y otros investigadores, con los portátiles en ristre, sobrias gafas a la última moda, y bufandas de lana. Estaban embobados, y se reían.

Lo que contemplaban era un grupito de gatos que marchaban en compleja formación, con una lánguida determinación. Cuatro eran negros, uno pardo. Daban vueltas y más vueltas. No se dispersaban ni reñían. Describían su trayectoria con dignidad.

A una distancia lo bastante prudencial, y aun alarmantemente cercana, había tres palomas. Se contoneaban en su propio círculo. Los trazados que seguían ambos grupos de animales prácticamente se solapaban.

—¿Te lo puedes creer? —dijo una chica. Sonrió a un Billy vestido con aquella ropa estúpida—. ¿Alguna vez habías visto un grupo tan formalito? Me encantan los gatos.

La mayoría de los estudiantes, tras uno o dos minutos de hilarante contemplación, pasó junto a los gatos de camino a la biblioteca. Sin embargo, había unos cuantos entre la muchedumbre que no miraban divertidos, sino consternados. Ninguno de esos hombres y mujeres entró. No cruzaron las cintas de acceso. Pese a que era temprano y acababan de llegar, al ver la pequeña congregación se marcharon.

—¿Qué está pasando? —dijo Billy. Dane se dirigió al centro del patio, donde aguardaba una figura gigantesca. Estaba incómodo allí fuera. Miraba sin cesar en todas direcciones, condujo a Billy, con una suerte de acobardada pugnacidad, hasta la estatua de seis metros de Newton. El científico imaginado se inclinaba hacia delante, examinando la tierra, con su compás midiendo distancias. Un tremendo malentendido es lo que parecía, los eufóricos lamentos malcarados de Blake hacia la miopía, malinterpretados por Paolozzi como algo espléndido y autárquico.

Junto a la figura había un hombre corpulento en pie, con una chaqueta inflada, y un sombrero de lana y gafas. Llevaba en la mano una bolsa de plástico. Parecía estar musitando algo para sí mismo.

—Dane —dijo alguien. Billy se dio la vuelta, pero no había nadie al alcance del oído. El hombre del sombrero saludó a Dane con la mano, receloso. Su bolsa estaba llena de copias de un periódico de izquierdas.

—Martin —dijo Dane—. Wati.

Saludó al hombre y a la estatua.

—Wati, necesito tu ayuda…

—Cierra el pico —dijo la voz. Dane retrocedió, visiblemente consternado—. Hablo contigo dentro de un minuto, joder.

Hablaba en susurros, con un acento especial. Un término medio entre londinense y algo extravagante e indeterminado. Era un susurro metálico. Billy supo que era la estatua la que hablaba.

—Ah, vale —dijo el hombre de los periódicos—. Si tienes cosas que hacer, yo me abro. Te veo el miércoles.

—De acuerdo —dijo la estatua. Sus labios no se movían. No se movía ni un ápice, era una estatua, pero la voz susurraba desde su boca del tamaño de un tonel—. Saluda a la parienta de mi parte.

—De acuerdo —dijo el hombre—. Esta luego. Buena suerte. Solidaridad con esos.

Miró a los gatos. Una inclinación de cabeza para despedirse de Dane, y otra para Billy. El hombre dejó un papel entre los pies de Isaac Newton.

Dane y Billy se quedaron allí en pie. La estatua permaneció sentada con rotundidad.

—¿Acudes a mí? —dijo—. ¿A mí? Tendrás valor, Dane.

Este movió la cabeza. Dijo en voz baja:

—Venga, tío. Te has enterado…

—Pensaba que habría algún error —dijo la voz—. Me lo contaron y me quedé en plan, no, no puede ser, Dane no haría eso. Él nunca lo haría. Planté a un par de vigilantes en tu casa para sacarte del apuro. ¿Lo entiendes? ¿Cuánto hace que te conozco, Dane? No te creo.

—Wati —dijo Dane. Hablaba con voz lastimera. Billy nunca lo había visto así. Ni siquiera discutiendo con el teuthex, su papa, se había puesto de mal humor. Ahora lo estaba engatusando—. Por favor, Wati, tienes que creerme. No tenía alternativa. Por favor, escúchame.

—¿Qué crees que puedes decirme a mí? —dijo Newton.

—Wati, por favor. No digo que esté bien lo que hice, pero me debes al menos dejarme darte una explicación. ¿No crees? ¿Solo eso?

Billy miraba alternativamente al encorvado hombre metálico y al adorador del kraken.

—¿Conoces el café Davey? —dijo la estatua—. Te veo allí en un minuto. Por lo que a mí respecta, es para despedirnos, Dane. Sencillamente no puedo creerte, Dane. No me puedo creer que seas un esquirol.

Sin hacer ruido, algo se fue. Billy estaba perplejo.

—¿Qué ha sido eso? —dijo—. ¿Con quién hemos estado hablando?

—Un viejo amigo mío —dijo Dane apesadumbrado—. Que está bien cabreado, y con toda la razón del mundo. Con toda la razón. Esa puta ardilla. Qué idiota soy. No tenía tiempo, no pensaba que pudiera arriesgarme. Iba a la carrera.

Miró a Billy.

—Es por tu culpa, coño. Qué va, colega, no te culpo a ti. Tú no lo sabías.

Suspiró.

—Esto es… —Señaló la estatua, ahora vacía. Billy no sabía cómo podía estar seguro de ello—. Ese era, o sea, el jefe del comité. El enlace sindical.

Algunos usuarios se acercaban a la biblioteca, veían a las pequeñas cuadrillas de animales, se reían y continuaban o, aquellos que parecían entender algo, titubeaban y se marchaban. La presencia de las criaturas circulantes les impedía el paso.

—Ya ves lo que pasa —dijo Dane. Se pasó las manos por la cabeza, desconsolado—. Eso es un piquete, y yo estoy metido en un lío.

—¿Un piquete? ¿De gatos y pájaros?

Dane asintió.

—Los familiares están en huelga.