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No cabía placer alguno, nada de «Ya lo dije yo», entre los videntes de baja estofa que tanto tiempo llevaban vaticinando que el fin del mundo estaba cerca. Ahora que todos aquellos que se habían molestado en pensarlo estaban de acuerdo con ellos (aunque tal vez abjuraran del punto de vista), los que repentina e inesperadamente se descubrieron en la vanguardia de la opinión mayoritaria estaban un poco perdidos. ¿Qué sentido tenía dedicar toda tu vida a dar avisos si todos los que tenían opciones de haber escuchado (porque la mayor parte seguía despreocupada y probablemente seguiría estándolo hasta que el sol se apagara) simplemente asentían, aceptándolo?

Una plaga de tedio asoló a los profetas maníacos de Londres. Se desestimaron las señales de advertencia, los panfletos quedaron hechos trizas, los megáfonos quedaron relegados a los armarios. Aquellos que podían advertir presencias cuestionables insistieron en que, desde la desaparición del Architeuthis, algo nuevo andaba suelto. Algo dirigido e intenso, y absorto en sí mismo. Y poco después de eso, se había vuelto a desplegar y se había convertido en algo un poco más parecido a sí mismo, surgiendo de una crisálida de indefinición, para abrazar el discernimiento, un obsesivo momento del ahora que marcaba con fuerza su paso en el tiempo.

No, tampoco acababan de saber qué significaba eso, pero era la fuerte sensación que les llegaba. Y los estaba dejando flipados.

* * *

Billy se topó con el día, la fría luz solar, los transeúntes. Gente vestida con ropa normal, que cargaba con papeles y bolsas, y que se dirigía a las tiendas del sur de Londres. Nadie lo miraba dos veces. Los árboles arañaban el cielo, desprovistos de hojas. Todo estaba lavado por el invierno.

Una bandada de palomas se alzó, revoloteando, y desapareció por encima de las antenas. Dane observó las formas de su retirada con franca suspicacia. Llamó a Billy por señas.

—No me gusta la pinta que tienen esos pájaros.

Billy escuchó la monotonía del ruido de sus pasos sobre el asfalto, sin ningún eco. Tenía el pulso acelerado. Había una franja de horizonte bajo y un muro de ladrillo abandonado. La iglesia que tenían detrás era poco más que un cobertizo grande.

—No me gusta nada la pinta que tienen esos pájaros —dijo Dane.

Pasaron quioscos, pasaron papeleras desbordadas, cagadas de perro al pie de los árboles, una hilera de tiendas. Dane lo llevó hasta un coche. No era el mismo de antes. Abrió la puerta. Se oyó un susurro.

—¿Qué? —dijo Dane. Alzó la vista—. ¿Eso ha sido…?

No hubo más ruidos. Estaba frente a un dragón de arcilla cruda, una pequeña floritura victoriana en la cubierta de un tejado, sobresaliendo de su vértice. Apremió a Billy para que entrara en el coche.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Billy. Dane dejó escapar una exhalación temblorosa mientras conducía.

—Nada —dijo Dane—. Pero es una idea. Dios sabe que necesitamos ayuda. Hay que poner tierra de por medio.

Billy no reconocía ninguna calle.

—De un momento a otro un buen montón de los míos va a abarrotar Londres. Los ex míos, y bien cabreados.

—Entonces, ¿adónde vamos?

—Nos esconderemos. Luego empezaremos la búsqueda.

—Y… ¿qué pasa con los polis? —dijo Billy.

—No vamos a ir a la policía. —Dane palmeó el volante—. No pueden hacer una mierda. Y si pudieran, no sería lo que nosotros queremos que hagan. ¿Por qué crees que están buscando? Lo quieren para ellos.

—¿Y qué vas a hacer tú con él si lo encuentras, Dane?

Dane lo miró.

—Voy a asegurarme de que nadie más se queda con él.

* * *

Dane tenía sus escondrijos. En edificios aparentemente vacíos, en desvencijadas casas okupas, en lugares de aspecto pulcro que parecían estaban habitados por inquilinos con trabajos respetables y no tan respetables.

—Nos trasladamos, nos quedamos uno o dos días seguidos —dijo Dane—. Vamos buscando.

—Seguro que la congregación nos encuentra —dijo Billy—. Estas casas son seguras, ¿no?

—Estas no las conoce ni el teuthex. Cuando haces el trabajo que yo hago, tienes que tener margen de acción. Cuanto menos sepan, mejor. Hay que dejarles las manos limpias. Lo nuestro no es matar, no somos nosotros los depredadores, ¿me sigues? Pero qué se le va a hacer.

Para defender el cielo, desencadenas el infierno, esa clase de sofistería.

—¿Eres el único? —dijo Billy.

—No —dijo Dane—. Pero soy el mejor.

Billy dejó caer la cabeza en el respaldo y vio pasar Londres.

—Lo único que hizo Goss fue abrir la boca —dijo—. Y Leon estaba…

Movió la cabeza.

—¿Ese es su… don?

—Su don es ser un cabrón indescriptible —dijo Dane—. Un legalista en su trabajo.

Desdobló un papel con una sola mano.

—Esto es una lista de promotores —dijo—. Tenemos a un dios por encontrar. Estos son los que podrían haber hecho el trabajo.

Billy estuvo observando a Dane un rato, viendo cómo la rabia iba y venía por su semblante, y momentos de pavorosa incertidumbre. Acabaron echándose a dormir cerca del río, en un apartamento de una sola habitación, decorado como un piso de estudiantes. Había libros de biología y de química sobre unas estanterías baratas, un cartel de System of a Down en la pared y parafernalia para fumar hierba.

—¿De quién es todo esto? —dijo.

—Por si alguien fuerza la entrada —dijo Dane—. O lo vigila a distancia. Que lo adivinen o lo que sea. Tiene que resultar creíble.

En el baño había un cepillo de dientes encostrado de pasta babeada, una pastilla de jabón a medio usar y champú. En los armarios había ropa, toda apropiada para el habitante inventado: toda de la misma talla y el mismo estilo displicente. Billy descolgó el teléfono, pero no tenía conexión.

Dane inspeccionó unos huesos pequeñísimos atados en manojos, en el alféizar de la ventana. Pequeños coágulos repugnantes de algo mágico. De una caja que había debajo de la mesa sacó un artilugio fabricado a partir de viejas herramientas oxidadas y otros objetos absurdos: una placa base, un antiguo osciloscopio, chismes cogidos con pinzas de arranque. Cuando lo enchufó se produjo un ruido sordo, unas ondas fluyeron por la pantalla y el ambiente se resecó.

—Vale —dijo Dane—. Un poco de seguridad.

Sistemas de alarma e inhibidores de frecuencia jodiendo los flujos de consciencia y sensibilidad: magia. Llámalo «conjureo», se dijo Billy. Las máquinas ocultas evitaban dejar una nada, evitaban dejar un vacío que pudiera llamar la atención como una mella en la encía, y proyectaban una chispa de presencia en los sensores remotos, un alma confeccionada. El residuo de una persona de pega.

Cuando Dane se fue al baño, Billy no intentó huir. Ni siquiera se quedó junto a la puerta pensándoselo.

—¿Por qué no quieres esto? —dijo Billy cuando Dane regresó. Levantó las manos para indicar todo lo que lo rodeaba—. El fin, quiero decir. Dices que se está acabando. O sea, el que lo está haciendo es vuestro kraken…

—No, él no es —dijo Dane—. O no como se supone que tiene que hacerlo.

Billy lo habría comprendido si Dane le hubiera dado evasivas y reparos y hubiera vacilado, si hubiera disimulado o hubiera eludido sus preguntas. No podía ser un fenómeno tan poco común, los pies fríos de última hora de los devotos. Por supuesto que firmaba por el apocalipsis, pero ¿justo ahora? ¿Así? Habría tenido sentido, pero no era de eso de lo que iba todo el asunto. Billy supo entonces, y con bastante certeza, que de haber creído Dane que ese era el horizonte sobre el cual había leído y le habían hablado en la catequesis desde su más ferviente y entusiasta juventud, lo habría aceptado. Pero este no acababa de ser el verdadero apocalipsis del kraken. Ese era el problema. Lo era según otro plan distinto. Otro esquema. Algo había secuestrado la naturaleza definitiva del calamar. Este era y no era el final deseado.

—Tengo que hacerle llegar un mensaje a alguien —dijo Billy. Dane suspiró—. Eh.

Billy se asombró ante la velocidad de su propia rabia, poniéndose en guardia. El hombretón también parecía sorprendido.

—No soy tu perrito faldero. No puedes ir por ahí dándome órdenes. Mi mejor amigo ha muerto y su novia tiene que saberlo.

—Eso me parece estupendo —dijo Dane. Tragó saliva. Sus esfuerzos por mantener la calma eran alarmantes—. Pero en una cosa te equivocas. Tú dices que no puedo ir por ahí dándote órdenes. Pero sí que puedo. Tengo que hacerlo. Haz lo que yo te diga, o Goss, Subby, el Tatuaje o cualquiera de los demás que hay ahí fuera buscándote te encontrará, y entonces, si tienes mucha suerte, solo morirás. ¿Lo entiendes?

Pinchó a Billy con el dedo en el pecho una, dos, tres veces.

—Acabo de exiliarme, Billy. No está siendo mi mejor día.

Se miraron el uno al otro.

—Mañana empieza el jaleo de verdad —dijo Dane—. Ahora mismo no hay ningún sitio con tanto truco flotando en el ambiente como tú te crees. Se está produciendo lo que podríamos llamar «escasez de energía». Eso nos da opciones. No solo conozco a gente de iglesia, ¿sabes?

Abrió su bolsa.

—Puede que no tengamos que hacer esto completamente solos.

—Vamos a asegurarnos —dijo Billy con cautela—. Respóndeme solo a esto. Es decir… Ya sé que no quieres meter a la policía en esto, pero… ¿Y si contamos solo con Collingswood? Ella no es como el jefe de esa panda, es una agente más, pero es evidente que tiene algo. Podríamos llamarla…

La ira rotunda que se leía en el semblante de Dane lo acalló.

—No vamos a tratar con esa panda —dijo—. ¿Te crees que nos van a poner a salvo? ¿Que no se van a meter con nosotros? ¿Te crees que no nos va a entregar a las primeras de cambio?

—Pero…

—Pero una puta mierda, Billy. Nos vamos a limitar a mis contactos.

Dane desplegó mapas de Londres marcados con anotaciones en rotulador, signos mágicos en parques y rutas trazadas por las calles. Para su sorpresa, Billy vio un arpón, como el de un submarinista.

—Nunca has disparado, ¿verdad? —dijo Dane—. A lo mejor tendríamos que conseguirte algo. No…, no he tenido tiempo de planear mucho todo esto, ¿sabes? Estoy pensando en quién nos podría ayudar. Con quién me he juntado.

Contó con los dedos de la mano y fue garabateando nombres.

—Mi colega Jason. Wati. Jo, tío, Wati. Se va a enfadar. Si queremos conseguir algún talismán o algo tendremos que recurrir a Butler.

—¿Todos esos son gente del kraken?

—Qué va, ni de coña, la iglesia está descartada —dijo Dane—. Eso se acabó. No podemos ir allí. Esta es gente con la que me he relacionado. Wati es un rojo, un buen tío. Butler, todo depende de lo que vea: te puede proveer de defensas. Jason, Jason Smyle, él es una buena apuesta.

—Eh, ese nombre lo conozco —dijo Billy—. ¿No trabajó en… el museo?

Dane sonrió y negó con la cabeza. No, pensó Billy, la familiaridad se esfumó bruscamente.

Comieron de la bolsa de comida basura que Dane había comprado. Había dos camas, pero se echaron a dormir en el suelo del salón, como un par de campistas. Aquel era un paisaje por el que estaban de paso, un claro en el bosque. Estuvieron un rato tumbados sin hablar.

—¿Qué sentiste —dijo Dane— trabajando con el kraken?

—Era como goma maloliente —dijo Billy por fin. Dane parecía estar a punto de bramar su desaprobación, pero entonces se echó a reír.

—Jo, tío —dijo Dane—. Qué malo eres.

Sacudió la cabeza. Su sonrisa reflejaba sentimiento de culpa.

—En serio. ¿Me estás diciendo que no hubo nada? Tú tienes algo. —Chasqueó los dedos, provocando aquel punto de biofosforescencia, como un calamar en las profundidades marinas—. ¿No sentiste nada?

Billy se tumbó de espaldas.

—No —dijo—. Entonces no. Fue antes. Los primeros meses que estuve allí era un puto desastre en todo lo que hacía. Ni siquiera sabía si mandarlo todo a la mierda. Pero entonces, de repente, mejoré muchísimo. Ahí fue cuando sentí algo especial. Como si pudiera conservar cualquier cosa, como yo quisiera.

—¿Y qué me dices del callejón? —dijo Dane. Billy lo miró desde el otro lado de la oscura habitación. Dane hablaba con tiento—. Cuando Goss iba a por ti. Entonces hiciste algo. ¿Sentiste algo en ese momento?

—No hice nada.

—Si tú lo dices, Billy —dijo Dane—. Mi abuelo era un hombre venerable. Solía preguntarme cuál era mi santo preferido. Afirmaba que eso decía mucho de una persona. Así que yo le contestaba que el Kraken, porque quería ser un buen chico, y esa era la respuesta correcta para la mayoría de las… cuestiones religiosas. Y él me decía: «No, eso es hacer trampa. ¿Qué santo?». Estuve siglos sin poder decidirme, pero de pronto un día lo hice. Se lo dije. «San Argonauta», le dije. «¿En serio?», me dice él. No estaba enfadado ni nada de eso, solo estaba como sorprendido. Pero creo que aquello le gustó. «¿En serio?», me dice. «¿No san Anillo Azul? ¿No san Humboldt? Son tus dioses guerreros». Dijo eso porque yo era grande como él, y todo el mundo sabía que acabaría siendo un soldado. «¿Por qué san Argonauta?», me dice. «Por esa espiral tan bonita que tiene», digo yo.

Dane esbozó una hermosa sonrisa, y Billy se la devolvió. Visualizó la intrincada forma en abanico de la concha fractal que Dane estaba describiendo, a la cual el argonauta le debía su otro nombre.

—El nautilo de papel —dijo.

—Era un hombre duro, pero eso le encantó —dijo Dane.

Cuando Dane volvió a ir al baño, Billy abrió la botellita y se vertió en la lengua unas cuantas gotas amargas de la tinta de calamar. Se tumbó y esperó a oscuras. Pero, incluso con toda la adrenalina de aquel día y la insuficiente cena rápida, no tardó en caer en un sueño vacío, más allá de cualquier visión o imagen.