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Billy se despertó como saliendo del agua. Boqueando. Se llevó las manos trémulas a la cabeza. En aquel sueño profundo, lo que había visto fue esto.

Había sido un punto de consciencia, un granito de alma, un sensible nodo sumergido, y había vagado por un lecho marino que había visto monocromo, tan carente de luz como debía de ser, y súbitamente había caído en picado por una grieta, una fosa de las Marianas de agua como sombra cuajada. Su pequeño y desinteresado yo iba a la deriva. Y tras un lapso de esa deriva inconcebiblemente largo, nuevamente había visto algo debajo de él, ascendiendo. Algo tendido en la oscuridad, surgiendo de las tinieblas. Más allá de toda perspectiva. El Billy soñado sabía lo que era, y temía a sus brazos, a sus múltiples miembros y su cuerpo infinito. Pero cuando penetró en el agua, tímidamente iluminada, lo suficiente como para ver su contorno, vio un panorama que conocía bien, porque era él mismo. Un semblante de Billy Harrow, atlantiano, ojos abiertos y mirando al cielo, allá en lo alto. El enorme él llevaba tiempo sin vida. Conservado. Costras en la piel, unos ojos como catedrales con cataratas, causadas por la preservación, enormes labios fríos, despegados de unos dientes tan grandes que no alcanzaba la imaginación. Un cadáver de Billy en conserva, que algún cataclismo sumergido había eyectado.

Billy se estremeció en su cama. No tenía ni idea de si afuera daba comienzo un día, o si, cualquiera que fuera el programa por el que se regía, obedecía a los ritmos no cronometrados de la congregación. De repente sintió una increíble necesidad de contarle a Marge que Leon estaba muerto. No había pensado en ella hasta ese instante y se avergonzaba de ello. Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento al pensar en Leon. Billy trató de flexionar lo que quiera que fuera aquel no sé qué interno que había tocado cuando Goss había ido a por él, cuando el vaso se rompió y vaciló.

En su bandeja había un vaso con una bebida turbia. El ponche de leche entintado. Ya nadie le echaba sustancias en la bebida a hurtadillas; la decisión era suya. La oferta estaba encima de la mesa, la esperanza, aunque estaba soñando sin la ayuda de la tinta. Billy era un profeta rehén, un augur preso. Estaban jugando con él como si se tratara de una pieza en una variante del juego apocalíptico.

Se suponía que había que hacer cálculos. La adivinación era una apuesta cuántica, una competición de bola de cristal con diversidad de resultados posibles. Esa diversidad, las discrepancias, son indispensables para el cálculo. Triangulando posibilidades. Nadie sabía qué hacer ahora que los pronosticadores estaban de acuerdo. Billy se aferró a la base de la cama. Miró la tinta estupefaciente.

Oyó llamar a la puerta y entró Dane. Se quedó apoyado contra la pared. Llevaba puesto un abrigo, y tenía una bolsa en la mano. Durante un buen rato, ninguno de los dos habló. Se limitaron a mirarse.

—No soy vuestro profeta, Dane —dijo Billy—. Gracias por salvarme la vida. Aún no lo había dicho. Y lo siento. Pero esto es… Tienes que dejarme marchar.

Seguían buscándolo, sí, pero…

—Tú puedes ayudarme.

Dane cerró los ojos.

—Yo nací en la congregación —dijo—. Mi madre y mi padre se conocieron a través de ella. Era mi abuelo, el padre de mi padre, el que estaba metido en esto hasta las trancas. Fue él quien me enseñó. Impartía la catequesis conmigo. Pero, claro, eso son paridas, ¿verdad? No se trata de ir por ahí repitiendo las cosas como un loro. Se trata de entenderlo. Él me lo explicaba.

Abrió los ojos y empezó a sacar herramientas de la bolsa, las revisó y volvió a meterlas dentro. Una punta de lanza asomó por la bocacha de lo que parecía una pistola.

—La mayoría de mis amigos… Bueno, ya sabes cómo va esto de los niños con la iglesia. No acaban de hacer migas, ¿no? Sin embargo, yo… Tuve una llamada. Ya sabes lo que dijo el teuthex.

Dane examinó su equipo.

—Podemos protegerte. Te están buscando el Goss y el Subby de los cojones. Todos quieren lo que tienes en la cabeza, Billy. Ya lo sé, ya lo sé, no me lo digas, no tienes nada en la cabeza. Lo que tú digas.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Billy.

—Mi trabajo. Hago cosas de estas para la congregación. No me puedes preguntar todo lo que he hecho para ellos porque no te lo pienso contar. Todas la religiones tienen sus…

Hubo una pausa durante la cual hasta los pasillos vacíos parecían estar esperando.

—Cruzados —dijo Billy.

Dane se encogió de hombros.

—Iba a decir manitas. Gente de confianza.

Los nizarís persas, bebedores de hachís; los Hospitalarios de la Orden de Malta; el inquisidor Francis X. Killy. Empleados de la red autorizados por los devotos.

—Todo el mundo tiene brigadas apocalípticas, Billy, para cuando todo se hunde. Esperando como reyes al pie de una colina. No pueden ir de incógnito precisamente. —Se echó a reír—. No pueden conseguir un trabajo en el Centro Darwin, precisamente.

Dane se levantó la camiseta. Tenía la piel salpicada de marcas queloides. Las fue señalando una a una mientras las nombraba, como si fueran pequeñas mascotas.

—Mecánicos —dijo—. Secta del Salvador. Mártires de María. Esta…

Indicó un camino largo y sinuoso.

—Esta no es de una pelea divina, solo fue un encontronazo con un canalla. Nos estaba robando.

Se aproximaron unos pasos, pero pasaron de largo. Dane miró al techo.

—¿Sabes cuál es la cuestión? —dijo—. A qué debes lealtad. ¿A Dios? ¿A la congregación? ¿Al papa? ¿Y si ellos no están de acuerdo?

Mantuvo la mirada en lo alto.

—Lo que tú quieres y lo que yo quiero son cosas distintas. Tú quieres estar a salvo y… no ser un prisionero. ¿Cuál de ellas prefieres? Porque aquí estás más seguro. ¿También quieres un poco de venganza? Lo que yo quiero es a mi dios. Puede que en eso vayamos en la misma dirección.

»Si hacemos esto, Billy, tú y yo, tengo que saber que no vas a salir corriendo. No te estoy amenazando, te estoy diciendo que morirás si intentas manejar esta mierda tú solo. Si hacemos esto, te ayudaré, pero tú tienes que ayudarme a mí. Eso significa que tienes que confiar en mí.

»No va a ser seguro ni en lo más mínimo, ¿entendido? Si nos vamos. Tienes a todo el mundo detrás de ti.

Levantó la bolsa.

—Estarás más seguro si te quedas aquí. Pero no dejarán que te vayas. Quieren saber lo que ves. —Se golpeteó la cabeza.

—¿Por qué haces esto? —El corazón de Billy se estaba volviendo a acelerar.

—Porque no está en nuestra naturaleza el quedarnos mirando. Hay un dios al que salvar.

—Ellos creen que es lo correcto —dijo Billy—. He leído acerca del movimiento sin movimiento. Moore piensa que está haciendo lo que es sagrado, moverse como un kraken en la borda. Permaneciendo inmóvil.

—Bueno, ¿no nos conviene que esa interpretación le permita quedarse con el culo pegado al asiento? No te van a dejar ir. Quiero que me ayudes, pero no pienso obligarte. El tiempo no corre a nuestro favor. ¿Y bien?

—No soy lo que piensas —dijo Billy—. No soy un santo, Dane, solo porque cortara en pedazos un calamar.

—¿Te preocupa más ser un prisionero o un santo? —dijo Dane—. No te estoy pidiendo que seas ni una cosa ni la otra.

—¿Qué vas a hacer?

—Has ido a caer en pleno centro de una guerra. Yo no te voy a contar milongas, no te voy a decir que puedas vengarte por lo de tu amigo. Tú no puedes con Goss, ni yo tampoco. No es eso lo que te estoy ofreciendo. No sabemos quién tiene al kraken, pero sabemos que el Tatuaje va a por él. Si consigue apoderarse de algo como eso… Es él quien hizo que mataran a tu amigo. La mejor forma de aguarle la fiesta es recuperar al dios. Es lo mejor que puedo hacer.

Billy podía quedarse entre obsequiosos carceleros. Ofreciéndole alucinógenos, tomando devotas y monjiles notas sobre cualquier chorrada que a él lo entusiasmara.

—¿Irán a buscarte? —dijo Billy—. ¿Si te apartas del rebaño?

¡Lo que significaba renegar así! Dane se vería despojado de la iglesia que lo había hecho tal como era, un héroe apóstata que se lleva la fe hasta el corazón de las tinieblas, un paladín en el infierno. Una vida entera de obediencia, seguida de ¿qué?

—Oh, sí —dijo Dane.

Billy asintió. Se metió la tinta en el bolsillo y dijo:

—Vamos.

* * *

Los dos hombres que estaban de servicio en la entrada se quedaron aparentemente estupefactos cuando Dane se les acercó. Saludaron con la cabeza. Evitaron píamente mirar a Billy. Eso hizo que le entraran ganas de fingir que hablaba lenguas ignotas.

—Salgo —dijo Dane—. Un trabajo.

—Claro —dijo el portero más joven. Se cambió el arma de mano—. Solamente déjanos…

Forcejeó con la puerta.

—Solo que el teuthex nos dijo que necesitábamos su permiso… —dijo, y señaló a Billy.

Dane puso los ojos en blanco.

—No me toquéis los cojones —dijo—. Estoy de misión. Y lo necesito un momento para que pruebe una cosa fuera. Necesito lo que tiene ahí dentro.

Le dio unos toques a Billy en la cabeza.

—¿Sabes quién es? ¿Lo que sabe? No me hagas perder el tiempo, lo vuelvo a traer ya mismo.

Los dos hombres se miraron. Dane dijo, en voz baja:

—No me hagáis perder el tiempo.

¿Qué? ¿Acaso iban a desobedecer a Dane Parnell en persona? Abrieron la puerta.

—No echéis la llave —dijo Dane—. Vuelvo en un segundo.

Condujo a Billy escaleras arriba, que iba detrás, arriesgando un breve vistazo a su espalda. Dane abrió la trampilla de un empujón y tiró de él entre baluartes de basura hasta la trastienda de la Iglesia de Cristo del Sur de Londres.

* * *

La luz se colaba a borbotones por las ventanas. El polvo de Londres se asentó a su alrededor. Billy pestañeó.

—Bienvenido al exilio —dijo Dane sin hacer ruido, bajando la puerta. Ahora era un traidor, por su fidelidad al deber—. Vamos.

Pasaron por la cocina, los servicios, los trastos amontonados. En la sala principal, las sillas formaban un círculo. Billy y Dane se toparon con una reunión en la que participaban, sobre todo, mujeres mayores, que interrumpieron su cháchara.

—¿Ocurre algo, querido? —dijo una. Y otra:

—¿Estás bien, hijo?

Dane no les hizo ni caso.

—¿Estas también…? —susurró Billy—. ¿Estas también adoran al… al kraken?

—No, son baptistas. Protección mutua. El teuthex se enterará de un momento a otro de que nos hemos ido. Así que tenemos que irnos bien lejos, y rápido. Sígueme de cerca y haz exactamente lo que yo te diga, y cuando lo diga. Como intentes irte por tu cuenta, Billy, te van a encontrar y morirás. Ninguno de los dos quiere que eso pase. ¿Lo has entendido? Camina rápido, pero sin correr. ¿Estás listo?