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Sede de la UDFS, una sala mediana donde había sillones baratos y muebles de oficina de Ikea. Collingswood raramente usaba una mesa y nunca había reclamado una para ella, en lugar de eso trabajaba con su ordenador portátil en un sillón bajo.

—¿Y qué pasa con el capullo gruñón? —preguntó Collingswood.

—Con lo que hoy nos referimos a… —dijo Baron.

—Vardy. Ha estado todavía más callado y gruñón de lo normal desde que estamos con el tema del calamar.

—¿Usted cree? A mí me parece igual de cascarrabias que siempre.

—Nanay. —Collingswood se inclinó hacia la pantalla de su ordenador—. De todas formas, ¿qué está haciendo?

—Luchando a brazo partido contra la secta del calamar.

—Vale. O sea, echando una cabezadita.

Collingswood había visto los métodos de Vardy. Se cruzaba Londres de arriba abajo interrogando a soplones. Rastreaba bastante la red. Algunas veces se ponía a buscar como un loco y se concentraba en seguir un rastro de un libro a otro, leyendo un párrafo en uno, dejándolo de lado y cogiendo otro del pedregal con riesgo de desprendimiento que tenía en su escritorio, o se levantaba de un brinco para ir a ver si encontraba otro en las estanterías que tenía enfrente, leyéndolo en el camino de regreso, de manera que para cuando se volvía a sentar ya había acabado con él. Era como si hubiera encontrado un único relato apasionante y lo estuviera pasando de contrabando, hecho pedacitos en incontables libros. También estaba su canalización. Se sentaba, con los dedos arqueados delante de la boca, los ojos cerrados. Se mecía. Se adentraba en ese ensueño y allí se quedaba durante largos minutos, puede que una hora.

«¿Qué cree que hay detrás de todos esos huesos de pangolín?» le preguntaba, tal vez, Baron, en relación a alguna secta rara que hubiera surgido, o «Alguna pista sobre lo que quiso decir esa sacerdotisa con “clavasangre”?», o «¿Dónde pensamos que van a sacrificar a ese chico?».

«No estoy seguro», decía entonces Vardy. «Hay un par de ideas. Tengo que pensarlo». Y sus compañeros se quedaban más tranquilos, y Collingswood, si estaba en la sala, movía la cabeza, en un gesto que decía «Vaya un capullo», o fingía su intención de derramarle la bebida encima o algo por el estilo.

Permanecía así durante mucho rato, al final abría los ojos de golpe y decía cosas como «No tiene que ver con la armadura. Los pangolines son bípedos. De eso se trata. Por eso han secuestrado a esa bailarina…». O «Greenford. Pues claro. Los vestuarios de una piscina en desuso. Rápido, no tenemos mucho tiempo».

—No podemos avanzar en lo del calamar —dijo Baron—. La última vez que he mirado tenía las notas sobre la conservación de Archie y un puñado de artículos sobre el metabolismo del calamar. Y algunos panfletos para el viaje del Beagle ese.

Collingswood arqueó las cejas.

—No me inspira nada todo ese follón de Putney —dijo—. Están pasando demasiadas cosas. El calamar de los cojones trae a todos de cabeza. No se imagina la de pirados que están llamando.

—¿Cómo va con todo eso?

Emitió un ruido obsceno.

—Que le den, jefe —dijo. No le contó lo de su nueva pesadilla recurrente, la arrojaban desde un coche y se estrellaba contra una pared de ladrillo.

—Pero, definitivamente, ¿es para nosotros, ese asunto de Putney?

—Apostaría a que sí —dijo Collingswood—. Con moretones como esos.

Un cuerpo había estado alterando lánguidamente la orilla de piedra con el azote del agua. Se trataba de un periodista que guardaba especial interés en temas laborales, y al que aparentemente habían aplastado. Habían remitido el crimen a la UDFS cuando un patólogo señaló que los cuatro enormes estacazos que tenía el hombre en el pecho parecían un poco como si los hubiera producido un único puñetazo de una mano inconcebiblemente grande.

Baron miró su pantalla.

—Mensaje de Harris.

—Entonces ¿tengo razón? —dijo Collingswood. Ella había sugerido la posibilidad de que el cuerpo que encontraron en el sótano («Jefe, olvídese por un momento de lo de “no cabe en la puta botella”») no tuviera relación con el caso del calamar. Que, de hecho, era un arcano golpe entre bandas más viejo que la tana con el que Billy se había topado en aquel momento de hipersensibilidad. «Tiene algo», había dicho en aquel momento. «Algo de cacumen. Puede que con todo el estrés se oliera algo».

—Ja —dijo Baron, y se reclinó en su silla—. Muy bien. Esto le va a gustar, Kath. Tiene razón.

—¿Cómo? —Se incorporó lo bastante rápido como para derramar el café—. Joder. ¿En serio, jefe?

—Harry dice que metieron el cuerpo en la botella, según sus cálculos, hace sus buenos cien años. Ese es el tiempo que lleva metido en ese mejunje.

—Su puta madre. En qué momento, ¿no?

—Espere, espere. Eso no es todo. Hay un «y». O quizá debería decir un «pero». ¿No hay alguna palabra que signifique las dos cosas?

—Suéltelo, jefe.

—Así que ese cuerpo lleva en conserva como un siglo. Pero barra y. ¿Has oído hablar de GG Allin?

—¿Quién concho es ese?

—A mí que me registren. Por suerte, la doctora Harris tiene buena mano para Google. Era un cantante, pone aquí. Aunque también pone que eso es mucho decir. Estupendo. «Rockero scum», pone aquí. Yo soy más de Queen. «No ponerse en primera fila», dice Harris. En fin, murió hace cosa de una década.

—¿Y qué?

—Pues que seguramente no deberíamos pasar por alto el hecho de que uno de los tatuajes que luce nuestro amigo muerto reza «GG Allin and The Murder Junkies».

—Vaya, mierda.

—En efecto. Aparentemente fue encurtido varias décadas antes de hacerse ese tatuaje.

Cruzaron una mirada.

—Quiere que averigüe quién era, ¿verdad?

—No hace falta —dijo—. Hemos dado en el blanco. Está en la base de datos.

—¿Qué?

—Huellas, ADN, el paquete completo. Ese sería el ADN que tiene un siglo de antigüedad y que, no obstante, determina su fecha de nacimiento en 1969. Nombre: Al Adler. También conocido por una buen sarta de estupideces. Mira que les gustan sus apodos.

—¿Por qué lo enchironaron?

—Robo con allanamiento. Pero eso porque llegaron a un acuerdo, llegó a pasar una temporada a la sombra. En un principio los cargos estaban en la otra lista. —Códigos contra la magia ilícita. Adler había estado entrando y saliendo por medios esotéricos.

—¿Socios?

—Era autónomo en sus inicios. Tuvo una época en que actuó como una especie de corresponsal local para un aquelarre de Deptford. Se pasó los últimos cuatro años de su vida laboral trabajando a tiempo completo para Grisamentum, por lo que parece. Desapareció cuando Griz murió. Conque Grisamentum, ¿eh?

—Ese es anterior a mi época —dijo Collingswood—. No lo conocí.

—No me lo recuerdes —dijo Baron—. Debería estar prohibido ser tan escandalosamente más joven que yo. No estaba mal, Grisamentum. Quiero decir, nunca se sabe en quién se puede confiar, pero él arrimó el hombro unas cuantas veces.

—Eso tengo entendido. Geezer aparece. ¿Qué hacía exactamente?

—Era un poco pieza —dijo Baron—. Estaba metido en un montón de cosas. Una especie de jugador. Desde que se murió está todo un poco parado. Era un buen contrapeso.

—¿No me dijo que no se había muerto con…?

—Sí, no. No fue ninguna batalla ni nada dramático. Se puso enfermo. Todo el mundo se enteró. El secreto peor guardado. Pero una cosa le voy a decir: tuvo un funeral de agárrate y no te menees.

—¿Estuvo?

—Ya lo creo que estuve.

La Policía Metropolitana no podía pasar por alto tan importante deceso. Un adiós tan anunciado. Los detalles de dónde y cómo Grisamentum iba a despedirse de la ciudad se habían filtrado de manera tan ostentosa que resultaba evidente que se trataba de convocatorias.

—¿Y cómo lo coló? —dijo Collingswood. Baron sonrió.

—Con una vigilancia no demasiado competente, oh, míranos, nos habéis visto todos, ay, qué bobos somos. —Meneó la cabeza.

Collingswood estaba ya lo bastante inmersa, era lo bastante aguda en su condición policial, leal a la UDFS y a los protocolos londinenses como para captarlo. Oficialmente, la policía no podía asistir al entierro de un personaje tan cuestionablemente lícito, pero tampoco podía hacer caso omiso de aquel evento público, mostrar falta de respeto e ingratitud. De ahí la farsa, un acto pensado para hacerse transparente, la incompetencia putativa de su manera de espiar el evento, quedando a la vista de todos, y se daba por hecho que habían asistido.

Collingswood dijo:

—Entonces, ¿qué hizo Adler para que lo embotellaran?

—¿Quién sabe? Hiciera lo que hiciera para cabrear a alguien, sus conjeturas valen tanto como las mías.

—La mía es mucho mejor que la suya, jefe —dijo ella—. Coja lo que necesite, yo voy a por mis trastos.

Fue a su taquilla a buscar una vieja pantalla de glifos, una vela y un bote de desagradable sebo. Baron le envió un mensaje a Harris pidiéndole un jirón de la piel de Adler, un hueso y un mechón de pelo.

* * *

No podía marcharse, pero tampoco estaba retenido. Billy se pasaba horas en la biblioteca hundida. Se saturó de teología y de poética de las profundidades. Buscaba algo específico sobre el apocalipsis téuthico.

Tragando y escupiendo, tomado desde la oscuridad, en la oscuridad. Una picadura terrible. Los elegidos como, ¿qué?, bichos de la piel, pequeños parásitos sobre o dentro del cuerpo del gran calamar sagrado, transportados por el vórtice. O no, dependiendo de los detalles. Pero no era así. Cuando por fin pudo suspirar una vez y se quitó las gafas, y devolvió a sus estanterías los versos sobre lo tentacular, parpadeó y se restregó los ojos, se sobresaltó al ver a varios hombres y mujeres que habían asistido a la reunión con el teuthex. Se puso en pie. Era diversos en edad y atuendo, aunque no en sus expresiones de respeto. No los había oído entrar ni descender.

—¿Cuánto tiempo lleváis ahí? —dijo.

—Teníamos una pregunta —dijo una mujer vestida con túnica, con un centelleo dorado de signo tentacular—. Trabajaste en él. Este kraken ¿tenía algo de… especial?

Billy se llevó las manos al pelo.

—¿Quieres decir si era especialmente especial? ¿Poco común para ser un calamar gigante?

Sacudió la cabeza, desesperanzado.

—¿Cómo voy a saberlo? —Se encogió de hombros—. Decídmelo vosotros. No soy uno de vuestros profetas.

Uf. Algo recorrió la sala al decir aquello. Todos parecieron avergonzados. ¿Qué…?, pensó Billy. ¿Qué ha sido…? Ah.

Pues claro que era uno de sus profetas.

—Oh, mierda —dijo. Se dejó caer contra la estantería. Cerró los ojos. Por eso le habían dado sueños. No eran los sueños de cualquiera: estaban allí para ser leídos.

Billy miró los libros, libros de texto junto a las visiones. Trató, al igual que Vardy, de canalizar escenas damascenas indirectas. Se imaginó que aquellos fieles verían a los biólogos especializados en cefalópodos como santos inconscientes, con una visión desconocida incluso para ellos mismos, y la más pura, despojada de todo ego. ¿Y él? Billy había tocado el cuerpo de Dios. Lo había mantenido a salvo, protegido contra el tiempo, lo había acompañado en el Anno Teuthis. Y por causa de Goss y el Tatuaje, también había sufrido por Dios. Por eso su congregación lo protegía. No era un santo más. Billy era el protector. El Juan Bautista del calamar gigante. La timidez que vio en los krakenistas era devoción. Era admiración.

—Oh, por el amor de Dios —dijo.

Los hombres y mujeres siguieron mirándolo. Notó cómo procuraban hallar exégesis a su arrebato.

* * *

Cualquier momento al que llamemos «ahora» está siempre repleto de posibilidades. En épocas de exceso de talveces, a los londinenses más sensibles no les quedaba otra que echarse a oscuras de vez en cuando. Algunos eran propensos a la náusea ocasionada por una fina capa de apocalipsis. Mal del fin, lo llamaban, y en momentos de alineación planetaria, mala suerte calendárica o nacimiento de engendros, sus sufridores se lamentaban y vomitaban, paralizados por los efectos colaterales de revelaciones en las que no tenían ninguna fe.

En aquel momento les daban una de cal y otra de arena. Por un lado, semejantes ataques eran cada vez más infrecuentes. Tras años siendo mártires de los mártires de los demás, el mal del fin nunca se había visto tan liberado del problema. Por otra parte, esto se debía a que la propia proliferación, el emborrachamiento de un universo no del todo cerrado que siempre había hecho estragos en su oído interno, y se estaba viniendo abajo. Algo lo estaba reemplazando. En lugar de todos esos quizás, subyaciendo en todos ellos, aproximándose levemente y a un ritmo creciente, había algo simple y absolutamente definitivo.

¿Qué era esa sensación de mareo que se había impuesto en lugar de esa otra sensación de mareo?, se preguntaban los sensibles. ¿Qué era esa nueva incomodidad, esa nueva dolencia fría? Ah, ya, empezaron a caer en la cuenta. Eso es lo que es. Es miedo.

Los animales también estaban asustados. Las ratas se refugiaban. Las gaviotas regresaban al mar. Los zorros de Londres caían en celo en medio de un aterrado amalgama hormonal, y su adrenalina los convertía en buenas presas para las secretas cazas urbanas. Para la mayoría de londinenses, todo esto era de momento patente tan solo en una epidemia de ajonje, el guano del terror, cuando las palomas empezaron a cagarse. Las tiendas estaban cubiertas. En Chelsea, Anders Hooper miró el escaparate de ¡Toma Nipón! e hizo un gesto de asco. Con un suave din don se abrió la puerta. Goss y Subby entraron.

—¡Bertrand! —dijo Goss, y lo saludó con la mano amistosamente. Subby se quedó mirando—. ¡Me dejaste tan emocionado que tenía otra pregunta que hacerte!

Anders retrocedió. Buscó a tientas su teléfono móvil. «Llámenos si vuelve a tener noticias suyas, ¿de acuerdo?», le había dicho Baron, y le había dado una tarjeta, cuya ubicación estaba tratando de recordar. Anders chocó contra la pared. Goss se apoyó en el mostrador.

—En fin —dijo Goss—. Aquí estamos, Subby y yo y, bueno, ya sabes, todos nosotros. Ya sabes. Claro que lo sabes, tú y todos los condenados matemáticos, ¿eh? Así que la cuestión es ¿qué es el flaco?

Sonrió. Exhaló un humo de cigarrillo que no había inhalado.

—No entiendo —dijo Anders. En su bolsillo, el pulgar buscaba la tecla del 9.

—No, claro —dijo Goss. Subby pasó por debajo de la trampilla del mostrador y se situó al lado de Anders. Le tocó el brazo. Le tiró de la manga. Anders no atinó a marcar. Volvió a intentarlo.

—No podría estar más de acuerdo —dijo Goss. Lo pronunció con acento—. Nunca podría estar más de acuerdo. Lo del club de jockeys ha pasado de castaño oscuro, por eso hemos tenido que enderezar bien a ese talabartero dopante. Imagina mi sorpresa cuando oí mi nombre. ¿Eh? Ha sido todo para bien.

Se golpeteó una aleta de la nariz y guiñó un ojo.

—Esos guindillas, ¡eh! ¡Mi nombre! Mi nombre, ¿a ti eso te entra en la mollera?

Anders sintió como si se le llenara la barriga de agua fría.

—Espere.

—¿No habrás estado por ahí largando la manivela de mi bocaza? ¿Acertaría con eso? ¡Ahora está todo lleno de pazguatos preguntando por mí! —Goss se echó a reír—. Es todo como que me jeringa un poco. ¡Di mi nombre, di mi nombre! Tú dijiste mi nombre.

—No lo hice. Ni siquiera sabía su nombre…

Anders bajó el pulgar, pero hubo una ráfaga de aire, un golpe rápido y seco. No vio ningún movimiento. Lo único que supo era que Goss estaba a un lado del mostrador. Anders pulsó el botón de su teléfono, sonó un ruido, la trampilla seguía surcando el aire lentamente, dejando un reguero de astillas, y Goss estaba al otro lado del mostrador, enfrente de él, pegado a él, agarrándolo por la muñeca y apretando tan fuerte que Anders soltó el teléfono y ahogó un grito.

La trampilla se precipitó contra el suelo. Goss hizo un gesto de cháchara con la mano que tenía libre.

—Mi amiguito el parlanchín —dijo—. ¡Tú y Subby, achantarse la puta boca!

Anders podía oler el pelo de Goss. Podía verle las venas bajo la piel de su rostro. Goss acercó la cara aún más. No le olía el aliento a nada en absoluto. Era como el aire que mueve un abanico de papel. Hasta que volvió a exhalar y surgió el humo. Anders se puso a gimotear.

—Yo los leí, los libros —dijo Goss. Inclinó la cabeza hacia las estanterías de origami—. Se los leí a Subby. Él estaba cautivado. Jo. Dida. Mente. Cautivado. Nunca me vino con «cuéntame el de Los tres cerditos», con este era todo «¡Ahora dime cómo se hace la carpa! ¡Ahora, cómo se hace un caballito!». Ahora ese se me da de lo mejorcito. Déjame que te lo enseñe.

—Nunca se lo dije a nadie —dijo Anders—. No sé quién es usted…

—¿Hacemos un manzano? —dijo Goss—. ¿Hacemos una tortuga? Doblar, doblar, doblar.

Se puso a doblar. Anders empezó a gritar.

—¡No soy tan bueno como tú! —dijo Goss, riéndose.

Goss doblaba, con ruidos de carne húmeda y crujidos. Al final Anders dejó de gritar, pero Goss siguió doblando.

—No sé, Subby —dijo por fin.

Se secó las manos en el abrigo de Anders. Miró de reojo su obra.

—Tengo que practicar más, Subby —dijo—. No se parece tanto a un loto como me hubiera gustado.