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En cuanto Billy empezó a lamentarse se vio rodeado de compañeros, todos asomándose y pidiendo explicaciones de lo que estaba pasando y, ¿qué narices, dónde estaba, dónde estaba el puñetero calamar?
Sacaron a los visitantes del edificio a toda prisa. Más tarde, lo único que recordaba Billy del momento en que los despacharon a todos eran los sollozos del niño, desolado porque no le habían enseñado lo que había ido a ver. Llegaron biólogos, guardias, conservadores, a mirar con cara de bobos el enorme vacío en la sala del tanque.
—¿Qué…? —decían, igual que había hecho Billy, y—: ¿Dónde…?
Corrió la voz. La gente iba de aquí para allá a toda velocidad, como si estuvieran buscando algo, como si hubieran descolocado algo sin querer y lo fueran a encontrar debajo de un armario.
—No puede ser, no puede ser —decía una biofísica llamada Josie, y no, no podía ser que hubiera desaparecido, tantos metros de carne abisal no podían haberse esfumado. No había ninguna grúa sospechosa. No había ningún agujero en la pared con forma de tanque gigante, o de calamar, como en los dibujos animados. No podía desaparecer, pero, mira por dónde, no estaba.
No había protocolo para algo así. ¿Qué hacer en caso de vertido químico?, eso estaba previsto. Si se rompía el tarro de un espécimen, si los resultados no coincidían, incluso si algún miembro de un grupo se ponía violento, se aplicaba un algoritmo determinado. Pero esto, pensó Billy. ¿Qué demonios?
* * *
Por fin llegó la policía, una brigada que entró como una apisonadora. El personal estaba allí en pie, esperando, amontonados como si tuvieran frío, como si estuvieran empapados en aguas bentónicas. Los agentes intentaron tomar declaración.
—No lo entiendo, lo siento… —decía uno.
—No está.
Se prohibió el acceso a la escena del crimen, pero, como fue Billy quien lo descubrió, le permitieron quedarse. Prestó declaración en pie junto al hueco. Cuando terminó y su interrogador se distrajo, se hizo a un lado. Observó el trabajo policial. Los agentes examinaban lo que en su día habían sido animales, ancestrales, que les devolvían la mirada, la ausencia del tanque gigante, el vacío en el que solo algo tan grande y ausente como el Architeuthis podía estar.
Midieron la sala como si las dimensiones pudieran, tal vez, esconder algo. A Billy tampoco se le ocurría ninguna idea mejor. Daba la sensación de que la sala era inmensa. Los demás tanques parecían afligidos y lejanos, los especímenes parecían querer disculparse.
Billy volvió la vista hacia el lugar en el que debería haber estado el tanque del Architeuthis. Seguía revolucionado. Escuchó lo que decían los policías.
—Encuéntrame alguna prueba, joder…
—Mierda, ya sabes lo que significa esto, ¿no?
—Ni me lo menciones. Pásame esa cinta métrica.
—Te lo digo en serio, esto es una transferencia, está clarísimo…
—¿A qué estás esperando, tío? ¿Colega? —Se refería a Billy, por fin. Un policía lo estaba mandando, con muy poca educación, a hacer puñetas. Salió a reunirse con el resto de los empleados. Murmuraron en los corrillos, agrupados más o menos por áreas de trabajo. Billy vio que los directores estaban debatiendo algo.
—¿De qué va eso? —preguntó.
—No saben si cerrar o no el museo —dijo Josie. Se estaba mordiendo las uñas.
—¿Cómo? —dijo Billy. Se quitó las gafas y parpadeó sin pudor mientras los miraba—. ¿Qué mierda de discusión es esa? ¿Qué tiene que pasar para que esos imbéciles cierren?
—Señoras y señores.
Un policía mayor reclamó su atención dando unas palmadas. Sus oficiales lo rodearon. Estaban susurrando y escuchando por lo bajo.
—Soy el inspector jefe Mulholland. Gracias por su paciencia, siento haberlos hecho esperar.
Los empleados resoplaron, cambiaron de postura, mordiéndose las uñas.
—Les voy a pedir que, por favor, no hablen de este asunto, señoras y señores —dijo Mulholland.
Una agente joven se coló en la sala. Tenía el uniforme desaliñado. Hablaba con el manos libres de un teléfono móvil, musitando algo a alguien invisible. Billy la estuvo observando.
—Por favor, no hablen de esto —repitió Mulholland. En la sala prácticamente cesaron los susurros.
—Bien —dijo Mulholland tras una pausa—. ¿Quién descubrió la desaparición?
Billy levantó la mano.
—Entonces usted será el señor Harrow —dijo Mulholland—. ¿Podría el resto de ustedes esperar aquí, aunque ya nos hayan contado lo que saben? Mis agentes hablarán con ustedes.
—Señor Harrow. —Mulholland se dirigió a él mientras el personal obedecía—. He leído su declaración. Le agradecería que me enseñara todo esto. ¿Podría llevarme exactamente por la misma ruta que hizo con su grupo?
Billy reparó en que la joven policía se había ido.
—¿Qué busca? —dijo—. ¿Cree que lo va a encontrar…?
Mulholland lo miró con indulgencia, como si Billy fuera un poco lento.
—Pruebas.
Pruebas. Billy se pasó los dedos por el pelo. Imaginó marcas en el suelo, en el punto en que pudo haber un pérfido y enorme sistema de poleas. Un reguero de conservante reseco, un signo tan revelador como migajas en un camino. Ya.
Mulholland reunió a algunos compañeros y Billy tuvo que darles una vuelta por el centro. Les fue señalando lo que iban viendo en una lacónica parodia de lo que sería su intervención habitual. Los agentes tocaban algo con la punta de los dedos y preguntaban qué era.
—Una solución con enzimas —decía Billy, o—: Eso es una tarjeta de registro horario.
Mulholland dijo:
—¿Se encuentra bien, señor Harrow?
—Esto es bastante gordo, ¿sabe?
No era la única razón por la que Billy no dejaba de mirar hacia atrás. Le parecía haber oído un ruido. Un ligerísimo estrépito, un sonido metálico, como si se hubiera caído un vaso de precipitado y hubiera salido rodando. No era la primera vez que lo oía. Había captado retazos de aquel sonido inoportuno en momentos fortuitos, desde que se cumplió un año de haber empezado en el centro. Más de una vez, tratando de hallar la causa, había abierto una puerta que daba a una sala vacía, u oía el leve rechinar de un cristal en un corredor al que nadie podía haber entrado.
Hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que aquellos ruidos como el que acababa de oír no eran más que invenciones suyas. Coincidían con momentos de ansiedad. Había comentado aquel fenómeno con algunas personas, y aunque algunos reaccionaban con alarma, muchos de ellos le contaban anécdotas sobre escalofríos y espasmos nerviosos cuando se hallaban bajo presión, así que Billy se mantuvo bastante optimista.
En la sala del tanque, el equipo forense seguía espolvoreando, fotografiando y midiendo los tableros de las mesas. Billy se cruzó de brazos y movió la cabeza.
—Son esos cabrones de California.
Cuando volvió adonde la mayoría de los empleados seguía esperando, a la entrada de la sala del tanque, bromeó en voz baja acerca de los institutos rivales con un compañero de trabajo. Sobre disputas en torno a la metodología de conservación, que había sufrido un giro radical.
—Son los kiwis —dijo Billy—. O’Shea por fin ha sucumbido a la tentación.
* * *
No se fue directamente a su apartamento. Hacía tiempo que había quedado con un amigo para ese día.
Billy conocía a Leon desde que estudiaban en la misma facultad, aunque en departamentos distintos. Leon estaba matriculado en un curso de doctorado de un departamento de literatura de Londres, aunque nunca hablaba de ello. Desde entonces no había dejado de trabajar en un libro llamado Brotes heteróclitos. Cuando Leon se lo contó, Billy le dijo:
—No tenía ni idea de que fueras a participar en las Olimpiadas de Títulos Patéticos.
—Si no nadaras en tu letrina de ignorancia, sabrías que ese título está pensado para tocarles los huevos a los franceses. Ninguna de esas dos palabras se puede traducir a su ridícula lengua.
Leon vivía tan al borde de Hoxton que apenas se podía decir que así fuera. Se parodiaba a sí mismo en su papel de Virgilio ante el Dante Billy, llevándolo a happenings artísticos, o contándole aquellos a los que él no podía asistir, exagerando y mintiendo acerca de lo que entrañaban. Jugaban a que el anecdotario de Billy siempre tenía el saldo agotado, siempre le debía historias a Leon. Leon, delgaducho y con la cabeza rapada, y con una extravagante chaqueta, estaba sentado en la terraza de la pizzería, con sus largas piernas estiradas.
—¿Dónde has estado toda mi vida, Richmal? —gritó. Tiempo atrás, había decidido que a aquel Billy de ojos azules le habían puesto ese nombre en honor a otro chico travieso, el Guillermo de Las aventuras de Guillermo, y sin contemplar lógica alguna lo había rebautizado con el nombre del autor del libro.
—En Chipping Norton —dijo Billy, dándole unas palmaditas a Leon en la cabeza—. Theydon Bois. ¿Cómo le va a esa mente?
Marge, la pareja de Leon, inclinó la cabeza para darle un beso. El crucifijo que llevaba siempre al cuello lanzó un destello.
Solo la había visto unas pocas veces.
—¿Es una fanática religiosa comecocos? —le había preguntado Billy a Leon después de la primera vez que la vio.
—Ni por asomo. Colegio de monjas. De ahí el minúsculo complejo de culpa en forma de Jesucristo que lleva entre las tetas.
Tal y como solía ser costumbre entre las novias de Leon, era atractiva y un poco entrada en carnes, algo mayor que Leon, demasiado para el estilo emo gótico relajado que lucía.
—Elige rubensiana o voluptuosa, bajo tu entera responsabilidad —le había dicho Leon.
—¿Cómo de voluptuosa? —dijo Billy.
—¿Y te puedes tragar lo de «demasiado mayor»?, Pauley Perrette es mucho mayor.
—¿Quién es esa?
Marge trabajaba a tiempo parcial en la Oficina de Vivienda de Southwark y hacía videoarte. Había conocido a Leon en un bolo, un grupo de música drone que tocaba en alguna galería. Leon había esquivado la broma simpsoniana de Billy y le había contado que era una de esas personas que se cambian el nombre, que Marge era una abreviación de Marginalia.
—Eh, ¿qué? ¿Cómo se llama de verdad?
—Billy —le había dicho Leon—, no seas tan aguafiestas.
—Hemos estado observando a un grupo de palomas muy raras que había a la puerta de un banco, eso es lo que nos traíamos entre manos —dijo Leon, al tiempo que Billy se sentaba.
—Hemos estado hablando sobre libros —dijo Marge.
—Es la mejor conversación —dijo Billy—. ¿De qué iba?
—No le des pistas falsas —intervino Leon, pero Marge ya estaba contestando:
—Virginia Woolf contra Edward Lear.
—Por Dios bendito —dijo Billy—. ¿Y esas son las únicas opciones?
—Yo me he inclinado por Lear —dijo Leon—. En parte por fidelidad a la letra L. En parte porque, puestos a elegir entre el absurdo y la verborrea burguesa, es de cajón que hay que quedarse con el absurdo.
—Salta a la vista que no has leído el glosario de Tres guineas —adujo Marge—. ¿Quieres absurdo? Ahí llama «devoratripas» a los soldados, el «heroísmo» equivale a «botulismo», «héroe» equivale a «botella».
—¿Lear? —dijo Billy—. ¿En serio? En el país de los ciegos, ya se sabe.
Se quitó las gafas y se pellizcó la punta de la nariz.
—Vale, os voy a contar una cosa. Allá va —dijo por fin, y entonces, fuera lo que fuera, se encalló. Leon y Marge se lo quedaron mirando.
Billy volvió a intentarlo. Sacudió la cabeza. Cacareó como si tuviera algo atascado en la boca. Al final, prácticamente tuvo que arrancarse la información con los dientes apretados.
—Uno de… Nuestro calamar gigante ha desaparecido. —Decirlo en voz alta le sentó como si se hubiera perforado un párpado.
—¿Qué? —dijo Leon.
—No lo… —dijo Marge.
—No, para mí tampoco tiene ningún sentido. —Les desgranó, paso a paso, todos los detalles insufribles.
—¿Desaparecido? ¿Qué quieres decir con «desaparecido»? ¿Por qué no he oído nada? —dijo por fin Leon.
—No lo sé. Pensaba que habría… O sea, la policía nos dijo que lo mantuviéramos en secreto… vaya, mira lo que he hecho… Pero no me esperaba que funcionara tan bien. Pensaba que a estas alturas ya lo habrían sacado en el Standard.
—A lo mejor es una… ¿Cómo lo llaman? Una orden mordaza —dijo Leon—. Ya sabes, una cosa de esas con las que impiden a los periodistas hablar de ciertas cosas.
Billy se encogió de hombros.
—No van a poder… A estas horas seguramente la mitad del grupo de la visita ya habrá colgado toda la movida en internet.
—Habrán registrado el dominio «calamargiganterobado punto com» —dijo Marge.
Billy volvió a encogerse de hombros.
—Puede. Mira, cuando venía para acá iba pensando que a lo mejor no debería… Hasta yo he estado a punto de no contároslo. Está claro que tengo el miedo metido en el cuerpo. Pero para mí lo gordo no es que la policía no quiera que lo contemos, es el hecho de que sea completamente imposible.
* * *
Aquella noche hubo tormenta mientras regresaba a casa, una tormenta horrible que llenó el aire de mala electricidad. Las nubes oscurecieron el cielo, pintándolo de un tono marrón. Los tejados humeaban cual urinarios.
Al entrar en su apartamento de Haringay, justo en el momento de traspasar el umbral, sonó el teléfono de Billy. Miró los árboles y los tejados empapados a través de la ventana. Al otro lado de la calle, una ráfaga de aire levantó restos de basura, azuzando a una ardilla con pinta de klingon que había en un tejado. La ardilla movió la cabeza y lo miró.
—¿Diga? —contestó—. Sí, soy Billy Harrow.
—… Blablablá, ya era hora de que volvieras. Entonces vienes, ¿no? —dijo una mujer al teléfono.
—Espere. ¿Cómo?
La ardilla seguía mirándolo fijamente. Billy le hizo un corte de mangas y articuló un «A la mierda» sin decirlo en voz alta. Le dio la espalda a la ventana y trató de prestar atención.
—Perdón, ¿quién es? —dijo.
—¿Quieres escucharme de una puta vez? Se te da mejor hablar más de la cuenta que escuchar, ¿eh? La policía, colega. Mañana. ¿Entendido?
—¿La policía? —dijo él—. ¿Quiere que vuelva al museo? Quiere…
—No. A la comisaría. Límpiate las orejas, joder. —Silencio—. ¿Estás ahí?
—Mire, no me gusta nada el tono…
—Ya, y a mí no me gusta que te vayas de la lengua cuando te han dicho que no lo hagas.
Le dio unas señas. Billy frunció el entrecejo mientras las anotaba en un menú de comida a domicilio.
—¿Dónde? Eso es Cricklewood. No está cerca del museo. ¿Qué…? ¿Por qué han enviado al museo a alguien desde tan lejos…?
—Hemos terminado, colega. Tú vete para allá. Mañana.
Colgó, dejándolo con la mirada clavada en el auricular, en su fría habitación. El viento hacía sonar las ventanas como si se estuvieran doblando. Billy se quedó mirando el teléfono. Le molestaba sentirse en la obligación de acatar aquella última orden.