18
—Podrías patalear un poco con esos piececillos tuyos, ¿no te parece, Subby? Podrías quitarte el zapato y tirarlo al lago.
Goss pataleó. Subby dio unos cuantos pasos por detrás de él, con las manos a la espalda en un gesto que imitaba burdamente la pose del hombre. Goss estaba inclinado hacia delante, sobresaliendo con ímpetu. Desenganchaba las manos una y otra vez y se las secaba en la mugrienta chaqueta. Subby lo observó e hizo lo mismo.
—¿Dónde estamos ahora? —dijo Goss—. Ya lo puedes preguntar. Ya lo puedes preguntar. En efecto, ¿dónde estamos ahora? No sucede a menudo que su señoría se equivoque, pero resulta evidente que ese señor Harrow no es una mosquita muerta, como ha podido darle a entender a uno, si es que tiene gorilas como esos listos para hacerlo desaparecer como por arte de magia. Aún no es seguro quién fue el que te sacudió el coco, pobre muchacho. ¿Va mejor?
Le revolvió el pelo a Subby ante la mirada atónita del chico.
—¿Que cómo es? Chorrea todo él esa cosa, como estiércol, por todos los orificios de su cuerpo. Con todo, es nuestra mejor pista, de quien ahora su eminencia de piel tintada admite y ¿cómo se dice?, que una vez nunca es suficiente. Ya nos hemos puesto al día con él anteriormente, lo volveremos a hacer.
»¿Dónde? Esa es efectivamente la interrogante, mi joven aprendiz.
»Orejas al suelo, Subby, lenguas al viento.
Hizo lo que acababa de decir y saboreó el lugar en el que se encontraban, y si los peatones y los tenderos de aquel centro comercial limítrofe con las zonas residenciales repararon en su lametón de serpiente sorbedora, fingieron no haberlo hecho.
—Mayormente, vamos buscando a Peluche, así que cualquier sabor de ya sabes qué, un buqué inconfundible a carne de caza lejiosa, ya me dices y para allá que vamos, pero si no, parece que el señor Harrow sabe un poquitito, y de él aún conservo el gusto.
* * *
En esos días se estaban produciendo toda clase de tragedias en la ciudad: intrigas, traiciones, insinuaciones y malentendidos entre grupos de intereses distintos y solapados. En oficinas, talleres, laboratorios y bibliotecas de expertos iracundos y autónomos manipuladores de teóricos, tenían lugar discusiones a grito pelado entre ellos y los compañeros no humanos que todavía quedaban por allí. «¿Cómo puedes hacerme esto a mí?» era la frase más repetida, seguida de «Anda y que te den».
En la sede de la Confederación para la Industria Británica había un pasillo situado entre unos servicios muy frecuentados y una pequeña sala de juntas, que, si bien la mayoría de los miembros de la organización había reparado en él, era solo para preguntarse por un instante por qué no lo habían hecho antes; y la tendencia era a no volver a hacerlo tras la primera vez. No estaba lo suficientemente iluminado. Las acuarelas de las paredes parecían algo desvaídas: allí estaban, desde luego, pero costaba prestarles alguna atención.
Al final del pasillo una placa de plástico rezaba «Almacén» o «Fuera de servicio» o cualquier cosa, un texto difícil de recordar con exactitud, pero cuyo mensaje venía a decir «Esta puerta no es, vete a otra parte». Dos siluetas hicieron caso omiso de ese mensaje. Delante iba un hombre alto, vestido con un traje caro y un casco negro de motero. Justo detrás de él, cogida de su mano, una mujer de unos sesenta años avanzaba dando traspiés como un animal inquieto. Tenía el semblante laxo, y llevaba puesta una gabardina raída.
El hombre llamó a la puerta y la abrió, sin esperar respuesta. Dentro había un pequeño despacho. Un hombre en pie que los saludó, indicándoles los dos asientos que había delante de su mesa. El hombre del traje no se sentó. Empujó a la mujer hacia una de las sillas. Mantuvo las manos sobre los hombros de ella. El abrigo de la mujer se abrió y no llevaba nada debajo. Tenía la piel fría y de aspecto enfermizo.
Durante unos segundos no sucedió nada. Entonces la mujer movió la boca de un modo extraordinario. Emitió un sonido metálico.
—¿Hola? —dijo el hombre del otro lado de la mesa.
—Hola —dijo la mujer, entre chasquidos y un sonido hueco, con voz de hombre, una voz de Londres. Tenía los ojos vacíos como los de un maniquí—. ¿Hablo con el señor Dewey de la CIB?
—Así es. Gracias por ponerse en contacto conmigo tan rápidamente.
—Por supuesto —dijo la mujer. Babeaba ligeramente—. Tengo entendido que tiene algo que proponerme. En relación con la, eh, disputa en curso.
—Eso es, señor… Eso es. Estábamos pensado que tal vez pudiera ayudarnos.
* * *
Fue en Cricklewood donde, tras una consulta basada en criterios geográficos de elevada especificidad, la Policía Metropolitana había ubicado a sus operativos acotidianos: la UDFS y su personal de apoyo altamente especializado (secretarias impasibles ante la información que debían mecanografiar, patólogos que hacían autopsias a cualquier cuerpo que se les pusieran delante, por poco convencionales que fueran su disposición o las causas de su muerte. Vardy, Baron y Collingswood se reunieron en el frío laboratorio de uno de ellos, la doctora Harris, una mujer enormemente indiferente a las pruebas absurdas y espachurradas. Habían ido a que les mostrara los restos del sótano del museo una vez más.
—Me dijeron que lo dejara entero —les había dicho.
—Ahora le digo que abra el condenado cacharro —había dicho Baron, y media hora más tarde, después de un crujido y de apalancarlo cuidadosamente, el frasco se meció sobre el acero en dos partes. En medio, el hombre que había estado dentro conservaba prácticamente su constreñida forma cilíndrica. Los bordes de su piel, la posición de las manos, aún parecían estar pegados al cristal.
—Ahí lo tienen —dijo Harris.
Lo señaló con un láser. El hombre la miraba con la intensidad de un ahogado.
—Como les expliqué —dijo. Señaló el cuello de la botella—. No hay manera de que entrara por ahí.
Los efectivos de la UDFS se miraron entre sí.
—Puede que tal vez haya cambiado de opinión al respecto —dijo Baron.
—No habría podido suceder. No habrían podido meterlo dentro, a no ser que lo metieran cuando nació y lo dejaran crecer dentro. Cosa que, dada la presencia de varios tatuajes, además de todas las demás imposibilidades evidentes, no fue lo que pasó.
—De acuerdo —dijo Baron—. Tampoco es lo que nos interesa averiguar. Muy bien, damas y caballeros, ¿qué sabemos acerca de los métodos de nuestros sospechosos? ¿Vemos aquí algún movimiento característico? Aquí la cuestión tiene que ver con Goss y Subby.
* * *
Goss y Subby. ¡Goss y Subby!
Collingswood estaba segura de que no se equivocaba. Anders Hooper era un buen origamista, pero la razón principal por la que había conseguido el trabajo era porque era nuevo, joven y no conocía a su cliente.
No era más joven que ella, desde luego, pero, tal y como había dicho Vardy en severo reconocimiento, «Collingswood no cuenta». Tal vez sus investigaciones se salieran de lo común, y su aprendizaje fuera parcial, pero Collingswood se tomaba muy en serio el conocimiento del mundo en el que operaba. Leía sus historias de manera caótica, pero las leía. ¿Cómo no iba a conocer a Goss y Subby?
La memorable parranda de «Cabras del Soho» con Crowley, que se había saldado con un cuádruple asesinato, recuerdos de las fotografías que aún obligaban a Collingswood a cerrar los ojos. El Desmembramiento de los Cantantes, mientras Londres se esforzaba por recuperarse del Gran Incendio. Los Peatones de la calle Face de 1812 habían sido Goss y Subby. No podían ser otros. Goss, el Rey de los Chanchulleros Asesinos, designación que le atribuyó un intelectual romano que, sin duda contra viento y marea, se había resistido a ser identificado. Subby, de quien los que saben de esto decían que fue quien inspiró el poema de Margaret Cavendish sobre el «fruto de la carne y la malevolencia».
Los putos Goss y Subby. Deslizándose furtivamente a través de la historia de Albión, desapareciendo durante diez, o treinta, o cien benditos años enteros, para regresar, «Hola, ¿qué tal?», guiñándote el ojo, con un brillo de sociópata, para venir a ofrecer sus servicios como profanadores de sarcófagos.
Goss y Subby no tenían ninguna particularidad. Si uno trataba de recabar alguna información acerca de cuáles eran exactamente sus trucos, lo que Collingswood seguía considerado sus superpoderes, lo único que conseguía averiguar era que Goss era un «cabrón sanguinario como no hay otro igual». Supersanguinario; el Capitán Cabronazo. No tenía ninguna gracia. Podías considerarlo todo lo banal que quisieras, si eso te hacía sentir mejor, pero el mal era el mal. Goss podía abrir la boca hasta zamparse a una persona, se decía por ahí, podía darle un puñetazo a otro hasta atravesarlo, podía escupir fuego para cubrir de llamas a un tercero. Cualquier cosa.
La primera vez que Collingswood había leído algo sobre ellos fue en el facsímil de un documento del siglo XVII, una descripción del «regalador de mal de manos largas y el muerto viviente de su hijo», a lo largo de las semanas que siguieron, al no estar familiarizada con las fuentes antiguas, había creído que se llamaban Goff y Fubby. Ella y Baron se echaron unas buenas risas a propósito de aquello.
«Afí puef» decía ella, «¿lo ef? ¿Ef la obra de Goff y Fubby?». Baron llegó, de hecho, a soltar una breve risa. «¿Ef fu moduf operandi?»
Y ese era el problema. Goss y Subby no tenían nada semejante a un modus operandi. Baron, Vardy y Collingswood escudriñaron al hombre conservado. Consultaron sus notas, tomaron más, circunnavegaron el cuerpo, musitaron palabras para sí y para los demás.
—Lo único que podemos decir sin miedo a equivocarnos —dijo Baron por fin, mirando con los ojos entornados, inclinándose— es que, por lo que sabemos, no nos consta que nadie le haya hecho esto a alguien con anterioridad. He tirado de archivo. ¿Vardy?
Vardy se encogió de hombros.
—Vamos a ciegas —dijo—. Eso lo sabemos todos. Pero ¿quieren mi opinión? En última instancia creo… Yo opino que no. Por lo que sé de sus métodos, siempre han trabajado de cerca, manos, huesos. Esto es… otra cosa. No sé lo que es, pero no es eso, no lo creo.
—De acuerdo —dijo Baron—. Entonces andamos tras los condenados Goss y Subby, y además buscamos a otro que encurte a sus enemigos.
Sacudió la cabeza.
—Dios, por unas Lesiones Físicas Graves de narices. De acuerdo, damas y caballeros, vamos a ponernos manos a la obra con este amigo. Necesitamos el ADN de este pobre desgraciado cuanto antes. Entre otras muchas cosas.