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Si te metías en una relación con Leon, y eso Marge siempre lo había tenido claro, había ciertos comportamientos que había que dar por supuestos. No era algo negativo: daba vía libre a tu propio comportamiento, cuyas indulgencias podían haber sido motivo de toda clase de resentimientos y hostilidades en sus relaciones anteriores.

Por ejemplo, Marge no tenía ningún escrúpulo a la hora de cancelar una salida nocturna si estaba trabajando en algo y se le estaba dando bien.

«Lo siento, cari», le había dicho muchas veces, inclinada sobre el machacado equipo de vídeo que había rescatado de los contenedores de basura de eBay. «Estoy liada con una cosa. ¿Podemos dejarlo para otro día?»

Cuando Leon hacía lo propio, aunque a ella le molestaba, no dejaba de causarle cierta satisfacción, sabedora de que aquello suponía crédito que podría cobrarse más adelante. Por parecidas razones, considerando que ella no había albergado intención alguna de convertirse a la monogamia cuando empezaron a salir, las ocasionales relaciones sexuales que mantenía Leon más allá de ella (la mayoría telegrafiadas sin ningún pudor) se le antojaban más bien un alivio.

El hecho en sí mismo de no tener noticias de Leon en dos, tres, cinco días, incluso una semana seguida, no le habría dado mucho que pensar. Eso no era nada, no más que una cancelación de última hora. No obstante, lo que sí le causó cierta inquietud, cierta vacilación, fue que habían quedado para una cita en particular (iban a ver una maratón de James Bond, porque «Será tronchante») y que no hubiera llamado para cambiar de planes. Lo único que hizo fue enviarle un mensaje incomprensible (cosa que tampoco es que fuera una novedad) y no aparecer. Y ahora pasaba de sus mensajes.

Le puso mensajes, le escribió al correo electrónico. «¿Dónde estás?», escribió. «Dime algo o me voy a empezar a preocupar. Por teléfono, correo, sms, paloma mensajera, lo que prefieras, besos».

Marge había borrado el último mensaje que Leon le había enviado, con la sospecha de que era alguna estupidez que había escrito estando pedo. Por supuesto, ahora se arrepentía profundamente de haberlo hecho. Decía algo así como: «Billy dice q ay una secta dl calamar».

* * *

—Padres y madres y tías y tíos inclementes de las tinieblas glaciales, os rogamos.

—Os rogamos. —La congregación murmuró al unísono en respuesta a la súplica de Moore, el teuthex.

—Somos vuestras células y sinapsis, vuestra oración y vuestros parásitos.

—Parásitos.

—Y si en alguna medida os importamos, no lo sabemos.

—No.

Billy estaba sentado al fondo de la iglesia. No se había levantado y sentado junto con el resto de la congregación, y tampoco musitó fonemas carentes de todo sentido, como si de un eco cortés de sus palabras se tratara. Observaba. Había menos de veinte personas en la sala. La mayoría blancos, aunque no todos, la mayoría vestidos de forma austera, la mayoría de mediana edad o más mayores, pero existía una pequeña irregularidad demográfica, cuatro o cinco jóvenes varones de aspecto adusto, severos y devotos y obedientes, en una fila.

Dane permanecía en pie, como un monaguillo gigantón. Tenía los ojos cerrados y movía los labios. La luz era tenue, había sombras por todas partes.

El teuthex dijo la misa alternando con el latín, o el seudolatín, y con algo que sonaba a griego, a misteriosas sílabas escurridizas que tal vez no fueran más que sueños de lenguas hundidas o el susurro inventado de los bancos de calamares, la lengua atlantiana, o el hiperbóreo, el idioma falso de R’lyeh. Billy se esperaba éxtasis, la febril devoción de los desesperados hablando en lenguas o tentáculos, pero este fervor (y sin duda era fervor, veía claramente las lágrimas y las manos unidas con fuerza de los feligreses) era controlado. La secta tenía un regusto vicario, sin carisma, un anglocatolicismo de adoración al molusco.

Un grupo tan reducido. ¿Dónde estaban los demás? La propia sala, los propios asientos, podrían haber albergado a tres veces más gente de la que había allí. ¿Acaso ese espacio había sido siempre una aspiración, o se trataba de una religión en decadencia?

—Acogednos en vuestros brazos abiertos —dijo Moore.

Y la congregación respondió:

—Abrazadnos. —Hicieron unos gestos con los dedos.

—Sabemos —dijo el teuthex. Un sermón—. Sabemos que son tiempos extraños. Los hay que piensan que ha llegado el final.

Hizo otro gesto de desdén.

—Os pido a todos que tengáis fe. No tengáis miedo. «¿Cómo puede haber sucedido?», me ha preguntado la gente. «¿Por qué no están haciendo nada los dioses?» Recordad dos cosas: los dioses no nos deben nada. No es por eso que los veneramos. Los veneramos porque son dioses. Ese es su universo, no el nuestro. Eligen lo que eligen, y no es nuestro cometido el saber por qué.

Madre de Dios, pensó Billy, qué teología más macabra. Sin el quid pro quo emocional de la esperanza, lo raro era que hubiera alguien en la sala. Eso fue lo que pensó Billy, pero se dio cuenta de que no había nihilismo en aquella estancia. Que dijera lo que dijera el teuthex, estaba llena de esperanza; y él, el teuthex, pensó Billy, también albergaba una esperanza sosegada. La doctrina no era exactamente la doctrina.

—Y dos —continuó Moore—, recordad el movimiento que parece inmóvil.

A eso le siguió un escalofrío.

No hubo comunión, nadie repartió… ¿qué?, ¿calamares rebozados sagrados? Solo un himno sin palabras, discordante y deslavazado, una oración silenciosa, y los fieles se marcharon. En su desfile, todos ellos miraron a Billy con ojos ávidos e insondables. Los jóvenes parecían especialmente voraces, ansiosos por cruzarse con su mirada.

Dane y Moore fueron a reunirse con él.

—Bueno —dijo el teuthex—. Esta ha sido tu primera misa.

* * *

—¿Qué era esa ardilla? —preguntó Billy.

—Es autónoma —dijo Dane.

—¿Cómo? ¿Autónoma de qué?

—Un espíritu familiar. —Familiar—. No lo parece. No hagas como si nunca hubieras oído hablar de ellos.

Billy pensó en gatos negros.

—¿Ahora dónde está?

—No lo sé, ni quiero saberlo. Hizo lo que tenía que hacer, para eso la pagué. —Dane no lo miró—. Deber cumplido. Así que se ha ido.

—¿Con qué la pagaste?

—La pagué con nueces, Billy. ¿Con qué te crees que se le paga a una ardilla?

Dane lucía tal inexpresividad que Billy no sabía si le estaba diciendo la verdad o demostrándole un total desprecio. Bienvenido a este mercado laboral. Animales mágicos a los que se les paga en especie, sean nueces o lo que sea. Billy examinó los cuadros y los libros de las dependencias gris oscuro del propio Moore.

—Baron… —empezó Billy.

—Ah, ya conocemos a Baron —dijo Dane—. Y a sus amiguitos.

—Me dijo que habían robado unos libros.

—Están en la biblioteca —dijo el teuthex. Se sirvió té—. No se puede persuadir al mundo con una fotocopia.

Billy asintió como si aquello tuviera algún sentido. Se dirigió a Moore.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó—. ¿Qué quería ese… hombre? ¿Y por qué me tienen prisionero?

Moore parecía descolocado.

—¿Prisionero? ¿Adónde quieres ir?

Se hizo el silencio.

—Me largo de aquí —sentenció Billy, y entonces, muy rápido, dijo—: ¿Qué… le hizo Goss a… Leon?

—¿Te ofenderías mucho si te dijera que no te creo? —le espetó Moore—. Eso de que quieres salir. No estoy seguro de que sea así.

Miró a Billy a los ojos.

—¿Qué viste? —Billy prácticamente retrocedió ante el entusiasmo que transmitía su voz—. Anoche. ¿Qué soñaste? Ni siquiera sabes por qué no estás a salvo. Y si recurres a Baron y a Vardy, tu situación empeoraría considerablemente. Sé lo que dijeron de nosotros.

Casi resplandecía. Un cura que era buena persona.

—Pero esa mafia de la fe llamada «policía» no nos puede ayudar, ¿sabes? Ahora estás en el punto de mira del Tatuaje.

—Piensa en el Tatuaje —dijo Dane—. Esa cara. El rostro de ese hombre en la espalda de otro hombre. ¿Cómo pensabas enfrentarte a él, Billy?

Tras un instante de silencio, Dane dijo:

—¿Cómo pensabas conseguir que la policía se enfrentara a eso?

—Y tampoco es solo eso —dijo Moore—. Como si no bastara. Sé que resulta todo un poco… Bueno. Pero ni siquiera se trata solo del Tatuaje. De repente, desde no sé muy bien qué momento, todo el mundo está de acuerdo en que el final está a la vuelta de la esquina. Eso no tiene nada de particular, dirás, y estarás en lo cierto, solo que cuando digo todo el mundo, quiero decir todo el mundo. Eso tiene… ramificaciones que te incumben. Necesitas estar con una fuerza. Deja que te lo diga. Nosotros somos la Congregación del Dios Kraken. Y es nuestra hora.

* * *

Se explicaron.

Londres estaba plagado de dioses disidentes. Una ciudad que estaba viviendo su propia vida de ultratumba. ¿Por qué no?

Desde luego, están por todas partes, los dioses. Alimañas teúrgicas, los que fueron adorados o siguen siéndolo en secreto, los medio adorados, los temidos y ultrajados, divinidades mezquinas: lo contaminan todo, joder. Los ecosistemas de divinidad son fecundos, porque no hay nada ni ningún lugar que no pueda generar la admiración de la que se alimentan. Solo porque haya cucarachas por todas partes no significa que no haya cucarachas en una cocina de Nueva York en particular. Y solo porque los ángeles conserven sus lugares ancestrales y porque cada una de las piedras, paquetes de cigarrillos, puertas y ciudades tengan su deidad, eso no significa que Londres no tenga nada de especial.

Las calles de Londres son sinapsis de piedra interconectadas para el culto. Dependiendo de en qué dirección enfiles Tooting Bec, estarás invocando una cosa u otra. Quizá no te interesen los dioses londinenses, pero a ellos tú sí que les interesas.

Y allá donde moran los dioses hay conjureos y dinero y bulla. Asesinos devotos de centro de reinserción, pistogranjeros y sedicentes saqueadores. Una ciudad de expertos, estafadores, brujas, papas y villanos. Criminarcas como el Tatuaje, esos reyes ilícitos. El Tatuaje andaba con los hermanos Kray, los gánsteres de Londres, antes de convertirse en el Tatuaje; pero lo cierto es que no se podía salir de casa sin echar la llave. Nadie recordaba cómo se llamaba entonces: eso era parte de lo que le había pasado. Cualquiera que fuese el milagro obrado, lo había endermizado y había desechado tanto su nombre como su cuerpo. Todos sabían que en un tiempo pasado conocieron su nombre, incluido él, pero ya nadie lo recordaba.

—El fulano que lo dejó así fue listo —dijo Dane—. Todo iba mejor cuando rondaba por aquí, el viejo Griz. Yo conocía a algunos de los suyos.

Existía una red multidimensional geográfica, económica, de obligación y castigo. La delincuencia se solapaba con la religión («La zona de Neasden la controlan los Bastardos de Dharma», dijo Dane), aunque muchos artífices de las guerrillas eran seculares, agnósticos, ateos o filisteos ecuménicos. Pero la fe perfilaba el panorama.

—¿Quiénes son Goss y Subby? —quiso saber Billy.

Permanecía sentado entre los dos, mirando a uno y al otro. Dane bajó la vista hacia sus dos gruesos puños. Moore suspiró.

—Goss y Subby —dijo.

—¿Cuál es su…? —preguntó Billy.

—Todo lo que alcances a imaginar, eso es.

—Maldad —dijo Dane—. Goss vende su maldad.

—¿Por qué mató a ese tío, el del sótano? —dijo Billy.

—El hombre en conserva —respondió el teuthex—. Si es que fue obra suya.

Billy dijo:

—Ese Tatuaje pensaba que yo había robado el calamar.

—Por eso te buscaba —dijo Dane—. ¿Lo ves? Por eso yo tenía a ese familiar vigilándote.

—Tú lo preservaste, Billy. Tú abriste la puerta y lo hallaste desaparecido —dijo Moore. Lo señaló—. No es de extrañar que Baron te quisiera. No es de extrañar que el Tatuaje te quisiera, y no es de extrañar que nosotros estuviéramos vigilándote.

—Pero él sabía que no lo había hecho yo —adujo Billy—. Dijo que yo no tenía que ver con nada de eso.

—Sí —dijo Dane—. Pero entonces te rescaté.

—Te tenemos con nosotros, así que somos aliados —dijo Moore—. De modo que ahora eres su enemigo.

—Estás bajo nuestra protección —dijo Dane—. Y por eso mismo la necesitas.

—¿Cómo os llevasteis al Architeuthis? —dijo por fin Billy.

—No fuimos nosotros —dijo Moore con serenidad.

—¿Cómo? —Pero era una reliquia. Lucharían por él, segurísimo, igual que un devoto de Roma lucharía por un sudario, igual que un budista ferviente liberaría un sutra robado—. Entonces, ¿quién?

—Bueno —dijo Moore—. Ahí está. Mira. Hay que convencer al universo de que las cosas cobran sentido de un modo determinado. Eso es lo que significa conjurear.

Billy se sorprendió ante un giro tan brusco en la conversación, aquella palabra extrañamente empleada.

—Se usa todo lo que se puede.

—Chas —dijo Dane. Y chasqueó los dedos, y al sonido le acompañó el pequeño destello fluorescente en el aire, justo donde se había producido la percusión. Billy lo miró y se dio cuenta de que no era un truco de salón—. Solo es piel y mano.

—Se usa lo que se puede —dijo Moore—, y algunos «lo que se puede» son mejores que otros.

Billy reparó en que, en el fondo, Dane y su sacerdote no estaban cambiando de tema.

—Un calamar gigante es…

La voz de Billy se fue apagando, pero estaba pensando: Es una poderosa medicina, algo grande, un asunto inmenso. Es magia, eso es lo que es. Para conjurear.

—Por eso se lo han llevado. Por eso lo quiere el Tatuaje. Pero es una locura —añadió. No podía detenerse—. ¡Es una locura!

—Lo sé, lo sé —dijo Moore—. Creencias descabelladas como esas, ¿eh? Debe de ser una metáfora, ¿verdad? Debe de significar otra cosa.

Negó con la cabeza.

—Qué arrogancia tan espantosa. ¿Y si las religiones son exactamente lo que son? ¿Y si quieren decir exactamente lo que dicen?

—Deja de intentar buscarle el sentido y limítate a escuchar —dijo Dane.

—¿Y si el motivo principal —dijo Moore— por el que son tan pertinaces es que son de una precisión perfecta?

Esperó, y Billy no dijo nada.

—Todo esto es absolutamente real. El Tatuaje quiere ese cuerpo, Billy, para hacer algo con él, o bien para evitar que lo haga otro —dijo Moore—. Todas estas cosas tienen sus poderes, Billy —dijo con vehemencia—. Hay multitud de corrientes en el camino hacia las profundidades, que es lo que diríamos nosotros. Pero algunos llegan a las profundidades más rápido que otros. Algunos tienen razón.

Sonrió, pero no como si estuviera bromeando.

—¿Qué podrían hacer con él? —dijo Billy.

—Sea lo que sea —dijo Dane—, estoy en contra.

—¿Qué no harían? —dijo Moore—. ¿Qué no podrían hacer con algo tan sagrado?

—Por eso tenemos que salir ahí fuera —dijo Dane—. Para encontrarlo.

—Dane —dijo Moore.

—Tenemos la obligación de velar por él —continuó.

—Dane. Necesitamos comprensión, sin duda —dijo Moore—. Pero tenemos que tener fe.

—¿Qué demostraría más fe que salir ahí fuera? —preguntó Dane, y le dijo a Billy—: ¿Entiendes lo que está pasando? ¿Lo peligroso que es todo esto? El Tatuaje te quiere a ti, y alguien tiene al kraken. Se trata de un dios, Billy. Y no sabemos quién, ni por qué.

* * *

Un dios, pensó Billy. El ladrón tenía en su poder una masa de hedor gomoso conservado en una solución desinfectante de formol.

—Dios puede cuidar de sí mismo —le dijo Moore a Dane—. Tú sabes que están sucediendo cosas, Billy. Hace días que lo sabes.

—Te he visto sentirlo —dijo Dane—. Te he visto mirar al cielo.

—Esto es un final —dijo Moore—. Y es nuestro dios quien lo está haciendo, y nosotros no podemos controlarlo. Y eso no está bien.

Separó los dedos en un absurdo ademán de oración.

—Por eso estás aquí, Billy. Ni siquiera sabes las cosas que sabes —dijo. El fervor que transmitía le provocó un escalofrío a Billy.

—Tú has trabajado en su carne sagrada.