16
Billy se despertó. La niebla, el agua oscura que había visto en su mente, habían desaparecido por completo.
Se incorporó. Estaba magullado, pero no cansado. Llevaba puesta la misma ropa que cuando se había dormido, pero se la habían quitado y la habían lavado. Cerró los ojos y vio los entes oceánicos de su sueño narcotizado.
Junto a la puerta había un hombre vestido con un mono. Billy se removió en la cama para cambiar de postura y poder verlo, desenroscándose en una actitud a medio camino entre el amedrentamiento y la belicosidad.
—Te están esperando —dijo el hombre. Abrió la puerta. Billy bajó las manos lentamente. Reparó en que se encontraba mejor de lo que había estado en mucho tiempo.
—Me habéis drogado —le reprochó.
—Yo no sé nada de eso —dijo el hombre, nervioso—. Pero te están esperando.
Billy lo siguió, pasando junto a decápodos y pulpos iluminados por fluorescentes. Persistía la presencia del sueño de Billy, como el agua en sus oídos. Se fue quedando rezagado, hasta que el hombre dobló una esquina, entonces se escabulló y corrió lo más silenciosamente que pudo, acelerando entre los ecos de sus pisadas. Contuvo el aliento. En un cruce se detuvo, con la espalda pegada a la pared, y miró a su alrededor.
Distintas subespecies en el cemento. Tal vez pudiera rastrear la ruta a base de rememorar cefalópodos. No tenía ni idea de adónde ir. Oyó las pisadas de su escolta pocos segundos antes de que el hombre reapareciera. Le hizo un gesto, una llamada embarazosa.
—Te están esperando —dijo. Billy siguió al hombre por el espacio vaciado de la iglesia, hasta llegar a un salón lo bastante grande e insospechado como para que Billy ahogara una expresión de asombro. Todo sin ventanas, todo excavado en el subsuelo de Londres.
—El teuthex vendrá enseguida —dijo el hombre, y se marchó.
Había bancos, todos ellos con una ranura detrás de cada respaldo, un hueco para el himnario. Estaban frente a un altar de estilo shaker. Por encima de este había una versión enorme, hermosamente forjada, de aquel símbolo provisto de múltiples brazos, todo elaborado con sinuosas curvas extendidas de plata y madera. Las paredes estaban cubiertas de imágenes, como sucedáneos de ventanas. Todas ellas, de calamares gigantes.
Había fotografías granulosas del fondo marino. Parecían mucho más antiguas de lo que podían ser. Había grabados de bestiarios de época. Había cuadros. Versiones a pluma, pasteles, sugestivas geometrías op art con ventosas fractales. No reconoció ni una sola de ellas. Billy se había criado entre imágenes del kraken y libros de monstruos antiguos. Buscó una imagen conocida. ¿Dónde estaba el pulpo imposible de Montfort, arriando un barco? ¿Dónde las viejas versiones, tan familiares, de los poulpes de Verne?
Una pastoral del siglo XVIII al calamar gigante: una inmensa y afectada interpretación de un Architeuthis joven retozando entre la espuma, cerca de una orilla desde la cual unos pescadores lo observan. Una versión semiabstracta, un entramado de puntas marrones como tuberías, un nido de cuñas.
—Es Braque —dijo alguien a su espalda—. ¿Qué ha soñado?
Billy se volvió. Allí estaba Dane, cruzado de brazos. Frente a él estaba el hombre que había hablado. Era un sacerdote. El hombre andaría por los sesenta, con el pelo blanco, y barba y bigote bien cuidados. Era todo lo que uno se puede esperar de un sacerdote. Vestía una larga túnica negra y alzacuello blanco. Solo parecía un poco envejecido. Llevaba las manos unidas a la espalda. Lucía una cadena de la que pendía el símbolo del calamar. Los tres permanecieron sumidos en el absoluto silencio de aquella cámara sumergida, mirándose.
—Me habéis envenenado —dijo Billy.
—Vamos, vamos —dijo el sacerdote. Billy se aferró a un banco y lo miró fijamente.
—Me habéis envenenado —repitió.
—Estás aquí, ¿no es cierto?
—¿Por qué? —dijo Billy—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué está pasando? Me debéis… una explicación.
—En efecto —dijo el sacerdote—. Y tú nos debes la vida.
Su sonrisa desarmaba.
—De modo que los dos estamos en deuda. Mira, ya sé que quieres saber qué ha pasado. Y nosotros queremos explicártelo. Créeme, tienes que entenderlo.
Hablaba con un cuidado acento estándar, aunque se vislumbraba un cierto deje de Essex.
—¿Va a contarme qué es todo esto? —Billy buscó alguna salida en torno a él—. Lo único que le saqué a Dane ayer fue…
—Fue un mal día —interrumpió el hombre—. Confío en que te encuentres mejor. ¿Cómo has soñado?
Se frotó las manos.
—¿Qué me dieron?
—Tinta. Por supuesto.
—Y una mierda. La tinta del calamar no provoca visiones. Era ácido o algo por el estilo…
—Era tinta —dijo el hombre—. ¿Qué viste? Si viste cosas, solo a ti te incumbe. Siento que haya sido una inmersión un tanto brusca. No tuvimos elección. El tiempo no está de nuestra parte.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque necesitas saber! —El hombre lo miró con fijeza—. Necesitas ver. Necesitas saber qué está sucediendo. No te hemos suministrado ninguna visión, Billy. Lo que viste provenía de ti mismo. Tú puedes ver las cosas con más nitidez que nadie.
El hombre se aproximó al cuadro.
—Braque, como iba diciendo —prosiguió—, en 1908. Bertrand Hubert, el único teuthex francés que hemos tenido, se lo llevó mar adentro. Pasaron cuatro días en el golfo de Vizcaya. Hubert practicó un ritual en concreto, del cual, por desgracia, casi no nos queda testimonio, e hizo emerger a un pequeño dios.
»Debió de ser muy poderoso. Es el único desde Steenstrup que consigue rascar algo más que imágenes. El… pececillo auténtico. De manera que la deidad esperó mientras Braque, trastabillándose y prácticamente desbordado, aparentemente, le hizo un esbozo. Se sumergió blandiendo uno de sus tentáculos de alimentación mientras Braque decía «exactement comme un garçon qui dit “au revoir” aux amis».
Sonrió.
—Pobre idiota. No tenía ni la más remota idea. Nada de «comme». Suena extraño, pero dijo que era la naturaleza enrollable de lo que vio lo que le hizo pensar en ángulos. Dijo que ninguna curva podría hacerles justicia a las espirales que había visto.
El cubismo como fracaso. Billy pasó a otro cuadro. Una lectura más tradicional: un calamar gigante plano y gordo, pudriéndose sobre una losa, rodeado de piernas enfundadas en botas de goma. Rápidos trazos a manojos.
—¿Por qué me drogaron?
—Eso es Renoir. Aquel de allí, Constable. Pre Steenstrup, o sea, lo que nosotros llamamos la «época atramentosa». Antes de que emergiéramos de la nube de tinta.
Las obras que rodeaban a Billy, de repente, se le antojaron Manets. Piranesis, Bacons, Breughels, Kahlos.
—Moore es mi nombre —dijo el sacerdote—. Siento muchísimo lo de tu amigo. Honestamente te digo que ojalá hubiéramos podido evitarlo.
—Ni siquiera sé lo que pasó —dijo Billy—. No sabría explicar lo que ese hombre…
Se le atoraron las palabras. Moore se aclaró la garganta. Tras un cristal enmarcado había una superficie aplanada, un plano de pizarra. Era algo más de medio metro de roca marrón grisácea. En líneas orgánicas, con tinta de carbón y manchas de un rojo como de sangre seca, examinado por unos esbozos de figuras humanas, se veía un perfil de torpedo; un cónclave de látigos en espiral; un ojo negro y redondo.
—Eso es de la cueva de Chauvet —dijo Moore—. Treinta y cinco mil años de antigüedad.
El ojo de carbón del calamar los miraba a través de eras. Billy sintió vértigo ante la interpretación prehistórica. ¿Estaba pensado para ser contemplado bajo la luz de lenguas de fuego? Hombres y mujeres con palos y hábiles dedos hollinados ofreciendo su visión de lo que los había visitado a la orilla del mar. Lo que había alzado numerosos brazos en un saludo submarino, mientras ellos lo hacían desde sus pozas de marea.
—Siempre hemos hecho encargos —explicó Moore—. Les mostramos a dios.
Sonrió.
—O a los vástagos de dios. Es lo que hacíamos antes. Desde que terminó el atramento, generalmente solo podemos ofrecer sueños. Como hicimos contigo. Cómo consiguió Hubert atraer a un joven dios, no lo sabemos. Ni siquiera el océano puede decírnoslo. Y se lo hemos preguntado. Tú has visto a la cría, Billy. Bebé Jesús. —Sonrió por su pequeña blasfemia—. Eso fue lo que conservaste. El Architeuthis es el germen del kraken. Los dioses son ovíparos. No solo nuestros dioses, sino todos los dioses. La semilla de dios está por todas partes, si sabes dónde buscar.
—¿Qué era ese tatuaje? —preguntó Billy.
—¿Los krákenes que logran alcanzar la última etapa? —Moore señaló con el pulgar la pintura de la cueva—. Duermen, eso es lo que hacen.
Y citó:
—«Se sacian de enormes gusanos marinos», como se suele decir. Solo emergen al final de todo. Solo al final, cuando «la última llama calienta las profundidades». —Hizo un gesto de comillas con los dedos—. Solo entonces, para ser vistos una vez, clamando surgirán y en la superficie morirán.
Billy miró detrás de Moore. Se preguntaba cómo estaría transcurriendo la búsqueda de sus casi colegas, si Baron, Vardy y Collingswood estarían haciendo progresos en sus pesquisas por dar con él, que era lo que debían de estar haciendo. En un sobrecogedor instante de clarividencia imaginó a Collingswood, con su informal uniforme y su pavoneo, aplastando cabezas a su paso para encontrarlo.
—Estábamos allí en el inicio —dijo Moore—. Y estamos aquí ahora. Al final. Los dioses cría han empezado a manifestarse por doquier. Kubodera y Mori. Ese fue solo el primero. Fotografías, vídeo, se estaban dando a conocer. Architeuthis, Mesonychoteuthis, desconocidos. Después de todos estos años de silencio. Están emergiendo. El 28 de febrero de 2006, el kraken apareció en Londres.
Sonrió.
—En Melbourne tienen al suyo metido en un bloque de hielo. ¿Te lo imaginas? No puedo evitar pensar en ello como en un deicidio. ¿Sabes que están planeando que haya uno en París, que va a ser…, cómo lo dicen, plastinado? Lo mismo que hace ese alemán excéntrico con las personas. Así es como piensan exhibir a dios.
Dane negó con un gesto. Moore negó con un gesto.
—Pero tú no. Tú lo trataste… bien, Billy. Lo amortajaste con delicadeza. —Extraña fórmula, algo rebuscada—. Con respeto. Lo conservaste tras un cristal.
Su calamar había sido una reliquia en un relicario.
—Estamos en el año cero del kraken —dijo Moore—. Es el Anno Teuthis. Es el fin de los tiempos. ¿Qué crees tú que está pasando? ¿Piensas que es pura coincidencia que cuando sacas a dios a la luz y lo tratas del modo en que lo has tratado tú, de pronto el mundo empieza a acabarse? ¿Por qué crees que no dejábamos de ir a verlo? ¿Por qué crees que teníamos a alguien dentro?
Dane hizo una especie de reverencia con la cabeza.
—Teníamos que saber. Teníamos que observar. También teníamos que protegerlo, averiguar qué estaba sucediendo. Sabíamos que algo iba a ocurrir. ¿Te das cuenta de que la razón por la que tú disponías de un kraken con el que trabajar era que clamando surgió y en la superficie murió?