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Un agorero normal y corriente, con un tablón colgando por delante y otro por detrás, se apeó abruptamente del que había sido su puesto a lo largo de los últimos días, junto a las puertas de un museo. El letrero que lucía por delante era una profecía del fin del mundo de la vieja escuela; el que se mecía a su espalda rezaba: «Olvídalo».

* * *

Dentro, un hombre recorría el gran vestíbulo, pasó junto a una escalera doble y un esqueleto gigante, sus pasos resonando en el mármol. Lo contemplaban animales de piedra.

—Muy bien —repetía sin cesar.

Se llamaba Billy Harrow. Echó un vistazo a los grandes huesos falsos y asintió. Parecía como si estuviera saludando. Eran poco más de las once de una mañana de octubre. La sala se estaba llenando. Un grupo lo aguardaba en el mostrador de la entrada, mirándose los unos a los otros con tímida cortesía.

Había dos chicos, veinteañeros, con cortes de pelo de moderno gafapasta. Un chico y una chica, que apenas habían dejado atrás la adolescencia, no dejaban de tontear. Estaba claro que ella lo estaba complaciendo con la visita. Había una pareja más mayor, y un padre de treinta y tantos con su hijito en brazos.

—Mira, eso es un mono —dijo. Señaló unos animales esculpidos sobre parras en las columnas del museo—. ¿Y ves ese lagarto?

El niño se asomó. Miró el apatosaurio de hueso al que Billy parecía haber saludado. O tal vez, pensó Billy, estaba mirando el gliptodonte que había detrás. Todos los niños tenían un habitante favorito en el primer vestíbulo del museo de Historia Natural, y el gliptodonte, ese armadillo gigante en forma de semiglobo, era el de Billy.

Billy sonrió a la mujer que suministraba las entradas y al guardia que tenía detrás.

—¿Son ellos? —dijo—. Muy bien, todos. ¿Vamos allá?

* * *

Se limpió las gafas y pestañeó mientras lo hacía, reproduciendo una mirada y un movimiento que una ex le había dicho una vez que eran adorables. Le faltaba poco para cumplir los treinta y parecía más joven: tenía pecas, y le faltaba la barba suficiente para justificar un «Bill». A medida que se hiciera mayor, sospechaba Billy, se volvería sencillamente, a la manera de DiCaprio, como un niño cada vez más arrugado.

Llevaba el pelo negro despeinado, con un estilo desapasionadamente moderno. Vestía una camiseta no del todo insufrible y vaqueros baratos. Cuando empezó en el centro, le gustaba pensar que su imagen era inopinadamente molona para un trabajo como aquel. Ahora sabía que no sorprendía a nadie, que ya nadie esperaba que los científicos tuvieran pinta de científicos.

—Así que habéis venido todos para la visita al Centro Darwin —dijo. Actuaba como si estuvieran allí para explorar toda una zona de investigación, para ver los laboratorios y las oficinas, los archivos, los cubículos de administración. Y no única y exclusivamente para ver lo más importante que había en el edificio.

—Soy Billy —dijo—. Soy conservador. Eso significa que me encargo de buena parte de las labores de catalogación y preservación, esas cosas. Llevo ya un tiempo por aquí. Cuando llegué, quería especializarme en moluscos marinos; ¿sabes lo que es un molusco? —le preguntó al niño, que asintió y se escondió—. Caracoles, muy bien.

Su tesis de máster trataba sobre los Mollusca.

—De acuerdo, amigos —dijo—. Seguidme. Estamos en un entorno de trabajo, así que, por favor, no hagáis mucho ruido, y os ruego que no toquéis nada. Tenemos cáusticos, toxinas, cosas horribles de toda clase por todas partes.

Uno de los chicos empezó a decir:

—¿Cuándo veremos…?

Billy alzó la mano.

—¿Podría…? —dijo—. Dejadme que os explique qué va a pasar cuando estemos ahí dentro.

Billy había desarrollado sus propias idiosupersticiones, una de las cuales era que traía mala suerte pronunciar el nombre de lo que habían ido a ver antes de llegar donde estaba.

—Os voy a enseñar algunos de los lugares donde trabajamos —dijo sin convencer a nadie—. Si tenéis preguntas, podréis hacerlas al final: vamos un poco justos de tiempo. Vamos a hacer primero la visita.

Ni los conservadores, ni los investigadores estaban obligados a cumplir con estas tareas de guía. Pero muchos lo hacían. Billy había dejado de rezongar cuando le tocaba a él.

Salieron al jardín y lo cruzaron en dirección al Centro Darwin, dejando a un lado el edificio y al otro las filigranas en ladrillo del museo de Historia Natural.

—Por favor, no hagan fotos, no está permitido —dijo Billy.

A él le daba lo mismo si obedecían o no, pero su obligación era recordarles la norma.

—Este edificio se abrió en 2002 —dijo—. Y, como podéis comprobar, estamos ampliando. En 2008 tendremos un edificio nuevo. En el Centro Darwin contamos con siete plantas de especímenes en remojo. O sea, cosas metidas en formol.

Los corredores de uso cotidiano desembocaban en un hedor.

—Joder —dijo alguien.

—Pues sí —dijo Billy—. Eso se llama el dermestario.

A través de las ventanas interiores se veían contenedores de acero similares a pequeños ataúdes.

—Aquí es donde limpiamos los esqueletos. Eliminamos toda la mugre. Dermestes maculatus.

En la pantalla de un ordenador que había junto a las cajas se veía una nube de insectos devorando una especie de pez asqueroso, aparentemente de agua salada.

—¡Aj! —dijo alguien.

—Hay una cámara dentro de la caja —dijo Billy—. Se les llama escarabajos necrófagos. Atraviesan cualquier cosa, solo dejan los huesos.

El niño sonrió y apretó la mano de su padre. El resto del grupo sonrió incómodo. Bichos carnívoros: a veces la vida es una auténtica película de serie B.

* * *

Billy se fijó en uno de los chicos. Llevaba un traje pasado, un atuendo dignamente andrajoso, poco habitual en alguien tan joven. Tenía una insignia en la solapa con la forma de un asterisco de largos brazos, dos de cuyos rayos tenían las puntas curvadas. El joven iba tomando notas. Rellenaba a toda velocidad el cuaderno que había traído.

Como taxónomo que era por vocación tanto como por profesión, Billy había decidido que no había tantas clases de personas que se apuntaban a esa visita. Había niños: la mayoría niños pequeños, tímidos y exultantes de emoción, y ampliamente informados acerca de lo que veían. Estaban sus padres. Había veinteañeros abochornados, igual de entusiastas que los niños. Estaban sus novias y novios, aguantando con paciencia. Unos cuantos turistas explorando caminos poco frecuentados.

Y estaban los obsesos.

Eran los únicos que sabían más que los niños. A veces no decían nada: algunas veces interrumpían las explicaciones de Billy vociferando preguntas, o le corregían algún detalle científico con una agotadora ansia quisquillosa. En las últimas semanas había notado un aumento de estos visitantes.

—Es como si el final del verano sacara a la calle a esos frikis —le había comentado Billy a su amigo Leon una noche, hacía poco, bebiendo en un pub del Támesis.

»Hoy ha venido uno cubierto de parches de la Flota Estelar. Lástima que no haya sido en mi turno.

—Fascista —le había respondido Leon—. ¿Por qué tienes tantos prejuicios contra los nerds?

—Por favor —dijo Bill—. Eso sería odiarme un poco a mí mismo, ¿no te parece?

—Sí, pero tú tienes un pase. Tú estás como… tú tienes camuflaje —dijo Leon—. Tú te puedes escabullir del gueto nerd y esconder el parche para ir a buscar provisiones y ropa y noticias del mundo exterior.

—Mmm, me gusta.

—Bien —murmuró Billy al pasar junto a algunos colegas—. Kath —le dijo a una ictióloga—. Brendan.

Este último le respondió:

—¿Qué tal, Probeta?

—Id pasando, por favor —dijo Billy—. Y no os preocupéis, ya llegamos a lo bueno.

¿Probeta? Billy notó que alguno que otro de sus escoltados se preguntaba si no habría oído mal.

El apodo era el resultado de una juerga que se había corrido con los compañeros en Liverpool, en su primer año en el centro. Era la convención anual de la asociación profesional de conservadores. Tras un día de conferencias sobre metodología y rollos de preservación, de programas museísticos y políticas de exhibición, el relajamiento vespertino que había comenzado con un cortés «¿Y tú cómo te metiste en esto?», derivó en una reunión multitudinaria en el bar, en la que, de uno en uno y por etílicos turnos, fueron relatando su infancia y digresiones varias, convirtiéndose en una sesión de lo que alguien bautizó como «Bulos Biográficos». Cada uno tenía que citar algún hecho supuestamente extravagante sobre sí mismo (haberse comido una babosa, haber participado en un cuarteto, haber intentado prender fuego a su colegio y cosas por el estilo), y a continuación los demás debatirían lo verídico del asunto entre sonoras carcajadas.

Billy había proclamado, con un gesto de total sinceridad, ser el resultado de la primera fertilización in vitro del mundo, pero que el laboratorio había renegado de él por motivos de política interna y por un interrogante en materia de consentimiento, razón por la cual oficialmente le habían puesto la medalla a uno que había nacido unos cuantos meses después que él. Cuando le pidieron detalles, con una facilidad alcohólica pasmosa, nombró a los médicos, la localización, una complicación menor del procedimiento. Pero antes de que hicieran las apuestas y él confesara la verdad, se produjo un giro repentino en la conversación y el juego se dio por terminado. Fue dos días después, de vuelta en Londres, cuando un compañero del laboratorio le preguntó si había mentido o si era cierto.

—Completamente —le dijo Billy, con una burlona neutralidad, que podía significar tanto «desde luego» como «desde luego que no». Desde entonces se había aferrado a esa respuesta. Pese a que dudaba de que nadie lo creyera, algunos todavía se referían a él con apodos como «Bebé probeta» y otras variantes.

* * *

Pasaron junto a otro guardia: un tipo grande y con cara de malas pulgas, con la cabeza completamente afeitada y una musculatura en decadencia. Tenía algunos años más que Billy, se llamaba Dane Algo, por lo que había oído este por ahí. Billy lo saludó con un gesto y trató de captar su atención, como hacía siempre. Dane Lo Que Fuera, como hacía siempre, ignoró aquel mínimo saludo, suscitando en él un resquemor desproporcionado.

No obstante, mientras se cerraba la puerta, Billy vio que Dane sí reconocía a alguien. El guardia asintió momentáneamente al joven entusiasta de la insignia en la solapa, el obseso, cuyos ojos le respondieron con un mínimo parpadeo. Billy lo vio con sorpresa, y justo antes de que la puerta se cerrara entre los dos, vio que Dane reparaba en su mirada.

* * *

El conocido de Dane no lo miró a los ojos.

—¿Notáis que hace más frío? —dijo Billy, moviendo la cabeza. Les hizo acelerar para pasar por unas puertas con control de cierre—. Para evitar la evaporación. Hay que tener cuidado con los incendios. Porque, ¿sabéis?, no andamos cortos de alcohol aquí dentro, así que…

Con las manos, simuló una pequeña explosión.

Los visitantes se quedaron parados. Se encontraban en un laberinto de especímenes. Una enrevesada maraña. Kilómetros de estantes y tarros. En cada uno de ellos flotaba inmóvil un animal. De pronto, incluso los sonidos parecían embotellados, como si alguien le hubiera colocado una tapa a todo.

Los especímenes se reconcentraban ausentes, algunos posando con sus propias tripas descoloridas. Peces planos en tanques amarronados. Botes abarrotados de ratones de color sepia, grotescas bocazas como cebollitas en vinagre. Había engendros con demasiadas extremidades, fetos con formas arcanas. Estaban cuidadosamente expuestos, como si fuesen libros.

—¿Lo veis? —dijo Billy.

Una última puerta y llegarían a lo que habían venido a ver. Billy sabía, por reiterada experiencia, cómo transcurriría todo.

Cuando entraran a la sala del tanque, la estancia situada en el corazón del Centro Darwin, obsequiaría a sus visitantes con un momento sin parrafadas. La sala grande también tenía las paredes cubiertas de estanterías. Había cientos de botes más, los había que le llegaban a uno al pecho y otros del tamaño de un vaso. Todos ellos contenían lúgubres rostros animales. Era un decorado linneano. Las especies presentaban una variación clinal entre sí. Había cubos de acero, poleas colgando como parras. Nadie se daría cuenta. Todos mirarían fijamente el gran tanque situado en el centro de la sala.

Para eso habían venido, por aquella enormidad rosácea. Por su total inmovilidad, las heridas de su descomposición ralentizada, la roña que enturbiaba su solución; pese a los ojos marchitos y perdidos, su color enfermizo; pese a su madeja de extremidades retorcidas, como si lo estuvieran escurriendo. Por todo eso era por lo que habían venido.

Allí colgado, un acontecimiento tentacular en sepia de proporciones disparatadas. Architeuthis dux. El calamar gigante.

* * *

—Tiene ocho metros y sesenta y dos centímetros de longitud —diría Billy por fin—. No es el más largo que hemos visto, pero tampoco se le puede llamar renacuajo.

Los visitantes rodearían el cristal

—Lo encontraron en 2004, frente a las Islas Malvinas. Está metido en una mezcla de solución salina y formol. El tanque lo fabricaron los mismos que hacen los de Damien Hirst. Ya sabéis, el tío que metió dentro el tiburón.

De haber niños, estarían pegados al calamar, lo más cerca que pudieran.

—Los ojos debían de tener veintitrés o veinticuatro centímetros de diámetro —diría Billy. La gente lo mediría con los dedos, y los niños abrirían bien los ojos como para imitarlo—. Sí, como platos. Como platos llanos.

Lo decía todas las veces, siempre pensando en el perro de Hans Christian Andersen.

—Pero es muy difícil mantener frescos los ojos, así que ya no están. Le inyectamos lo mismo que hay dentro del tanque para evitar que se pudriera desde dentro. Estaba vivo cuando fue capturado.

Aquello provocaría ahogadas exclamaciones de asombro. Visiones de un ejército de bucles, veinte mil leguas, un combate, hacha en mano, contra una blasfemia salida de las profundidades. Un cilindro predador hecho de carne, miembros desenroscándose como cuerdas, hallando la borda de un barco con pavorosa aprehensión.

No había sucedido nada de eso. En la superficie, un calamar gigante era una cosa débil, desorientada, moribunda. Aterrado por el aire, aplastado por su propio ser, probablemente se limitó a resollar a través de su sifón y a quedarse paralizado, una masa gelatinosa agonizante. Poco importaba. Fuera como fuese, no se podía degradar el momento en que emergió con el relato de cómo sucedió en realidad.

El calamar fijaría su mirada de cuencas vacías, de un palmo de ancho, y Billy respondería a preguntas que ya le sonaban: «Se llama Archie». «De Architeuthis. ¿Lo pilláis?» «Sí, aunque pensamos que es una chica».

Cuando lo trajeron, envuelto en hielo y una tela conservante, Billy había ayudado a desenvolverlo. Fue él quien masajeó la carne muerta, amasando el tejido para ver hasta dónde habían llegado los líquidos. Había estado tan absorto en la tarea que fue como si, de alguna manera, no hubiera llegado de ser del todo consciente. No fue hasta que todo había pasado, y estaba ya metido en el tanque, cuando cayó en la cuenta, y pudo calibrar el verdadero alcance de todo aquello. Había observado cómo la refracción lo hacía cambiar de postura, según se acercara o se alejara del animal, un movimiento inmóvil mágico.

No era un espécimen tipo, una de esas esencias platónicas que lo definen todo a su imagen. Con todo, el calamar estaba completo, y nunca sería desmembrado.

Al final, otros especímenes que había en la sala acabarían por captar mínimamente la atención de algún visitante. Un pez remo hecho un nudo, botes de monos. Y allí, al fondo de la sala, había una vitrina de cristal que contenía trece frascos pequeños.

—¿Alguien sabe qué es eso? —diría Billy—. Os lo voy a enseñar.

Se distinguían por la tinta amarronada y la anticuada angulosidad de la mano que los había etiquetado.

—Estos los recogió alguien bastante especial —le diría Billy a algún niño—. ¿Puedes leer esa palabra? ¿Alguien sabe lo que significa? ¿El Beagle?

Algunos lo pillaban. Si así era, miraban boquiabiertos la subcolección que habían colocado allí, increíblemente, en una estantería igual a todas lo demás. Unos animalillos que habían sido recopilados, sometidos a eutanasia, conservados y catalogados en un viaje a los mares sudamericanos hacía doscientos años, a manos del joven naturalista Charles Darwin.

—Es su letra —diría Billy—. Era joven, cuando los encontró aún no había desarrollado sus grandes teorías. Son parte de lo que le dio la idea. No son pinzones, pero son estos los que hicieron que se pusiera en marcha todo el asunto. Pronto se celebrará el aniversario de su viaje.

Muy de vez en cuando alguien intentaba discutir con él el punto de vista darwinista. Billy nunca se metía en ese tema.

Incluso esos trece huevos de cristal de teoría evolutiva y todos los siglos de cocodrilos pardos y virguerías del fondo marino merecían poco más que unos segundos de interés, en comparación con el calamar. Billy sabía de la importancia de ese material darwiniano, tanto si los visitantes lo conocían como si no. Daba igual. Entrar en esa sala equivalía a abrir una brecha en un radio de Schwarzschild de algo poco acogedor, y el cadáver de ese cefalópodo era la singularidad.

Billy sabía que así era como habría sucedido. Pero esta vez, cuando abrió la puerta, se detuvo y se quedó mirando unos segundos. Los visitantes entraron detrás de él, chocando contra su inmovilidad. Esperaron, sin saber con seguridad qué les estaban enseñando.

El centro de la sala estaba vacío. Todos los tarros contemplaban la escena de un crimen. El tanque de nueve metros, los miles de litros de salmuera y formol, el propio calamar gigante, habían desaparecido.