VEINTICINCO

VEINTICINCO

LA MATANZA

DEMONIO

EL ÚLTIMO FÉNIX

Unas tropas de menor valía se habrían rendido y habrían aceptado su destino ante un enemigo tan abrumador pero los guerreros de la Guardia del Cuervo y de los Salamandras eran astartes, por lo que lucharon como nunca lo habían hecho antes, ya que sabían que su final estaba cerca y deseaban hacer que los traidores pagaran con su sangre cada uno de sus muertos.

Atrapada entre dos ejércitos, la primera oleada de las fuerzas leales fue masacrada de un modo sistemático. Los disparos incesantes de los Guerreros de Hierro en la zona de desembarco y las fuerzas que regresaban a todo lo largo de la depresión de Urgall aplastaron a los Salamandras y a la Guardia del Cuervo en un cepo de fuerza terrorífica, y sus guerreros murieron bajo una tormenta asesina de sangre y fuego.

Los guerreros de la Legión Alfa y de los Portadores de la Palabra siguieron a sus líderes por las llanuras negras de Isstvan V, y con los bólters rugientes y las espadas sierra chirriantes echaron a un lado los últimos jirones de su supuesta lealtad al Emperador para apuntar con ellos a sus hermanos.

El Dies Irae mato a decenas de astartes con cada disparo de sus poderosas armas, y avanzó como un demonio de leyenda entre la matanza nocturna. Múltiples explosiones golpearon a las fuerzas leales, y unas llamaradas letales recorrieron el desierto negro vaporizando guerreros y convirtiendo la arena en cristal, los tanques traidores, rugientes, bajaron desde las colinas de Urgall, sin dejar de disparar con todas sus armas y aplastando a los heridos bajo sus cadenas. Los Manos de Hierro estaban perdidos, y el destino de su primarca era una incógnita, ya que su última posición conocida había sido arrollada por las hordas de aúllantes guerreros enemigos.

Angron regresó de su falsa retirada y abrió un surco sangriento entre los guerreros leales. Sus armas se cobraron innumerables vidas entre las filas de sus enemigos. El Ángel Rojo luchó con un frenesí bárbaro, con la mente puesta únicamente en el ansia asesina que lo impulsaba. Sus guerreros tajaban y descuartizaban a sus adversarios como si fueran simples carniceros, con una rabia asesina que los llevó a cubrirse las armaduras con la sangre de los muertos.

Si el estruendo de la batalla había sido algo increíble antes, en esos momentos ya era ensordecedor. No se oían otras voces que no fueran gritos de dolor o de odio. Los sonidos se perdían en el constante rugir de los disparos o de las explosiones retumbantes, y todo ello se fundía para formar un único e inmenso aullido de asesinato. Lo que había comenzado como una batalla se había convertido en una matanza. Las bolsas de resistencia formadas por guerreros leales eran acribilladas por la tremenda superioridad de potencia de fuego antes de que los destrozados supervivientes fueran despedazados con las espadas sierra ensangrentadas.

Mortarion aniquilaba guerreros leales con grandes barridos de su guadaña. Su capa rasgada aleteaba en el aire sacudida por los vientos calientes alimentados por los incendios. La Guardia de la Muerte aplastó a sus oponentes con el incesante pisoteo de sus botas al marchar y sus disciplinadas ráfagas de disparos.

Al frente de los Hijos del Emperador, el comandante general Eidolon y el capitán Lucius dirigían un contingente de guerreros hacia el corazón del enemigo. Mataban a sus adversarios con maravillosas demostraciones de esgrima y con agudos gritos de poder sónico en estado puro. El espadachín recorría la batalla bailando, y su espada abrió un camino sangriento y aullante mientras reía al compás de una música que sólo él parecía oír.

Marius Vairosean y su orquesta de condenación araron la arena ensangrentada con sus terroríficos sonidos armónicos, que partían el metal y abrían la carne con acordes chirriantes y escalas estridentes. Por contraste, Julius Kaesoron apenas tomó parte en el combate y se dedicó a mutilar y a profanar los cadáveres que su hermano dejaba a su paso. De la armadura le colgaban trofeos de carne, y cada profanación que ejecutaba sobre los cadáveres enemigos era más extrema que la anterior.

El apotecario Fabius se abrió paso entre la matanza como un buitre, parándose aquí y allá sobre un astartes caído para efectuar una repugnante extracción. Un grupo de guerreros lo protegía, y un séquito de horribles homúnculos lo ayudaba en su asquerosa tarea, los frutos de la cual eran transportados detrás de él en una procesión repulsiva de portadores de órganos ensangrentados.

A Fulgrim no se le veía por ningún lado. El primarca de magnífico aspecto estaba perdido entre la destrucción de los morlock de los Manos de Hierro, pero sus guerreros combatieron con una alegría salvaje y exquisita, incluso sin su presencia.

Con la victoria ya al alcance de la mano, el Señor de la Guerra bajó al campo de batalla rodeado por Falkus Kibre y los exterminadores de la Justaerin. Lo que quedaba del Mournival de Horus luchó a su lado, y la magnífica armadura negra con el adorno de color ámbar en el pecho relució rojiza bajo la luz de las llamas.

El campo de matanza de Isstvan V estaba encharcado con la sangre de los leales al Emperador. Su valiente intento de detener la rebelión de Horus era ya poco más que un montón de carne desgarrada que luchaba por los últimos retazos de honor que les quedaba.

En algunos puntos, la feroz resistencia venció a los traidores, y grupos de héroes desesperados se abrieron paso para salir de aquella trampa, y arrastraron consigo a los heridos para llegar hasta las pocas naves de desembarco que les quedaban.

Un puñado de guerreros de la Guardia del Cuervo atravesó un cordón de miembros de los Hijos del Emperador, quienes aullaron de placer orgásmico mientras eran despedazados al estar demasiado inmersos en sus propias sensaciones de dolor como para responder a los ataques. Un capitán de armadura negra encabezó la huida, y sus guerreros, que llevaban el cuerpo herido de su primarca, se abrieron paso luchando hasta una Thunderhawk, que milagrosamente estaba intacta, para poder escapar.

No se veía señal alguna de Vulkan. Sus guerreros habían quedado rodeados y aislados por los Amos de la Noche y por la Legión Alfa. Auténticos vendavales de proyectiles de bólter acribillaron a los valientes guerreros de Nocturne y los aniquilaron por completo. No todos los Salamandras murieron de un modo tan cruel. Otros siguieron el ejemplo de la Guardia del Cuervo y se abrieron camino hasta algunas naves con la esperanza de escapar.

Los pocos Manos de Hierro supervivientes, carentes del liderazgo de su primarca, se unieron a los Salamandras y unos cuantos valientes consiguieron escapar de la horrible matanza, pero aquellos éxitos no fueron más que una mínima fracción de la batalla.

A las pocas horas, la matanza se había completado, y casi todos los guerreros de tres legiones completas yacían muertos en las torturadas arenas de Isstvan V.

El cielo hasta entonces gris del planeta relucía con un fuerte color naranja debido al reflejo de un millar de piras. La luz de las llamas bañaba la arena vítrea y ondulada con una calidez radiante. Unas inmensas columnas de humo negro procedentes de los cadáveres que ardían llenaban el aire. Lucius contempló la ventisca de ceniza que caía como nieve del cielo y sacó la lengua para probar el sabor grasiento de los muertos.

A su lado estaba el comandante general Eidolon. Tenía la piel de la cara tensa sobre los huesos y de un color parecido a la cera. Contemplaba la cremación cono ojos apagados y vidriosos.

—Tenemos que ponernos pronto en marcha —comentó—. No tenemos tiempo que perder en rituales inútiles.

Lucius estaba de acuerdo con aquello, pero se mantuvo callado, lo mismo que los miles de astartes leales a Horus que llenaban el desierto abrupto de la depresión de Urgall. Estaban reunidos delante de una tribuna de desfiles que había sido construida por los sacerdotes oscuros del Mechanicus a una velocidad sorprendente. Cuando el sol comenzó a ponerse detrás del horizonte, las placas negras y lisas de la tribuna relucieron con un brillo rojo sangre.

La tribuna se había construido a partir de una serie de cilindros de diámetro cada vez menor. La base tendría aproximadamente unos mil metros de anchura, y sobre ella se encontraban los guerreros de la Legión de los Hijos de Horus, ya que su posición como las tropas de élite del Señor de la Guerra había quedado clara después de aquella gran victoria. Cada guerrero llevaba en la mano una rama encendida, y las llamas provocaban reflejos intensos en sus armaduras.

Sobre aquel pedestal de llamas se alzaba otra plataforma, ocupada por los oficiales superiores de la legión. Lucius distinguió la fornida silueta de Abaddon, junto a quien se encontraba Horus Aximand. No reconoció a los demás, pero algo atrajo su mirada antes de que pudiera prestarles mayor atención.

Por encima de los oficiales superiores estaban los primarcas.

Incluso a pesar de parecer diminutos en la lejanía, la increíble magnificencia de semejante concentración de poder era algo sobrecogedor. Siete seres de poder inimaginable se encontraban en el penúltimo nivel de la tribuna de desfiles. Sus armaduras todavía estaban manchadas con la sangre de sus enemigos, y sus capas se agitaban movidas por el viento que recorría la depresión de Urgall.

Había conocido a Angron y a Mortarion desde Isstvan III. Le habían mostrado su poder una y otra vez durante esa campaña. Su propio primarca había sido una fuente de inspiración para Lucius durante décadas, aunque Fulgrim se mantenía curiosamente apartado de sus hermanos en el podio, como si los desdeñara.

Pero a los otros… A los otros no los había conocido hasta ese momento, y su poder y su presencia llenaban la llanura que se extendía ante ellos con un silencio respetuoso.

Lorgar de los Portadores de la Palabra, que había llegado hacía muy poco, se mantenía erguido y orgulloso con una capa roja envolviendo su armadura de color gris granito igual que si fuera un sudario. Alpharius, espléndido en su armadura púrpura y verde, se mantenía en posición de firmes como si quisiera igualar en estatura a los seres que lo rodeaban. Perturabo, con el rostro siempre ceñudo, también se mantenía apartado de sus hermanos. La luz de las llamas se reflejaba en las placas bruñidas de su armadura y en su gran martillo de combate. La armadura del Acechante Nocturno, decorada con relámpagos, parecía más oscura incluso que el podio negro sobre el que se encontraba, y su casco en forma de calavera era una mancha blanca en mitad de las sombras que lo rodeaban.

Finalmente, el último nivel de la tribuna era un cilindro alto de color carmesí que se alzaba un centenar de metros por encima de los primarcas. El Señor de la Guerra estaba en lo más alto, con los guanteletes rematados por garras alzadas hacia el cielo. Una capa de pelo de alguna clase de bestia colgaba a su espalda, y la luz de las piras se reflejaba en el ojo ámbar de su placa pectoral.

El Señor de la Guerra estaba iluminado desde abajo por una fuente de luz oculta que lo bañaba en un resplandor rojizo. Aquello le daba el aspecto de la estatua de un héroe legendario mientras miraba desde lo más alto de la plataforma por encima del interminable mar de seguidores.

Cuando el sol finalmente se ocultó bajo el horizonte, una escuadrilla de aeronaves de ataque pasó rugiente por encima de las colinas de Urgall y balancearon las alas en muestra de saludo a los guerreros reunidos allí abajo. Unas oleadas casi sólidas de aplausos resonaron dirigidas a la tribuna de desfiles acompañadas de aullidos de alabanza procedentes de decenas de miles de gargantas.

Lucius se encontró arrastrado por el momento de gloria y unió su voz al estruendo. Sus sentidos potenciados aullaron de placer por el ensordecedor volumen de los gritos. Las voces agudas y aullantes de los Hijos del Emperador resonaron con un eco extraño por la llanura, chillidos extáticos de placer y de envilecimiento que jamás debieron haber salido de una garganta humana.

Apenas acabaron de pasar las aeronaves por encima de ellos, los astartes allí congregados comenzaron a marchar alrededor de la tribuna de desfiles, con los brazos extendidos y golpeando las placas pectorales en saludo al Señor de la Guerra. En respuesta a una señal invisible, una llama se encendió en las laderas septentrionales de la depresión de Urgall y una ardiente línea de fósforo recorrió el terreno en un arco que acabó trazando la silueta de un enorme ojo que los miraba desde allí.

La adulación alcanzó nuevas cotas cuando el Ojo de Horus se grabó a fuego en las arenas de Isstvan V. Las fuerzas del Señor de la Guerra se quedaron roncas alabándolo. Varios tanques superpesados dispararon salvas en honor a Horus, y la gigantesca figura del Dies Irae inclinó la enorme cabeza en un gesto de respeto.

Las cenizas de los muertos cayeron como confeti sobre el poderoso ejército del Señor de la Guerra. Lucius sintió que el corazón se le llenaba con un inmenso sentido de lealtad y juró no dejar nunca de estar al servicio del poder que Horus representaba, Ni siquiera la muerte se lo podría impedir. Agarró con fuerza la empuñadura de la espada cuando unos altoparlantes colocados en el desierto emitieron con fuerza la voz estentórea del Señor de la Guerra por encima de los astartes:

—¡Mis valientes guerreros! —empezó diciendo Horus—. Hemos logrado mucho, pero todavía queda mucho por hacer. Con valor, visión y poder, hemos conseguido derrotar a aquellos que buscaban impedir que cumpliéramos nuestro gran sueño, pero nuestra victoria de hoy no servirá de mucho si no seguimos adelante. —Horus alzó en el aire una garra—. El camino a Terra está despejado. ¡Ha llegado el momento de que llevemos la guerra al Emperador en su fortaleza más inexpugnable! Empezaremos de inmediato los preparativos para la invasión de Terra y el asalto al Palacio Imperial. ¡Podéis estar seguros de algo, hermanos: acabará siendo nuestro! No será tarea fácil, porque el Emperador y sus engañados seguidores lucharán con todas sus fuerzas para tratar de impedir que interrumpamos sus planes de deificación. Es evidente que todavía se derramará mucha sangre, suya y nuestra, pero el premio es la propia galaxia. —Horus se calló un momento para que el peso de esa promesa calase entre los astartes antes de hablar de nuevo—. ¿Estáis conmigo? —aulló en aquella llanura de Isstvan V.

Lucius se unió a los vítores al mismo tiempo que alzaba los puños hacia el cielo iluminado por las llamas.

—¡Salve, Horus! ¡Salve, Horus! —resonó largo tiempo en la oscuridad.

Las sombras provocadas por las piras funerarias levantadas dentro del torreón destrozado se reflejaban sobre las losas pulidas de basalto. El aire estaba cargado por las motas de polvo arrancadas de los techos y de las paredes por el rugir de los cohetes impulsores que resonaban por doquier mientras el ejército del Señor de la Guerra se marchaba del quinto planeta. Horus contempló como otro escuadrón de Stormbird despegaba envuelto en nubes de polvo iluminadas por chorros de fuego azul. Estaba satisfecho de que todo hubiera salido como él lo había planeado.

Sus hermanos primarcas estaban preparando a sus fuerzas para el asalto al Palacio Imperial, y estaba seguro de que todos y cada uno de ellos comprendía la necesidad de una obediencia inquebrantable a sus órdenes. Como Señor de la Guerra había tenido bajo su control a todas las fuerzas militares del Imperio, desde las poderosas flotas de combate hasta el más humilde soldado de infantería, pero ver tanto poder marcial reunido en un solo lugar era algo realmente inspirador.

No presenciaba semejante reunión de héroes desde Ullanor, y su humor se ensombreció de nuevo al recordar el planeta devastado por los pielesverdes y la última vez que había visto a su padre. Había pasado mucho tiempo, y eso había revelado muchas cosas que permanecían escondidas, pero de todas maneras, la sensación de que todo se movía a demasiada velocidad como para que él lo controlara todo lo seguía reconcomiendo en los rincones más remotos de la mente.

Se apartó de la ventana y se sirvió una copa de vino de una jarra de bronce que tomó de una mesa cercana. Se bebió el vino de un solo trago y se estaba sirviendo otra copa cuando oyó a alguien llamar con unos rápidos golpes en la entrada de la cámara.

Horus levantó la mirada y su humor se ensombreció todavía más cuando vio que quien estaba en la entrada era Fulgrim. El primarca llevaba una caja con incrustaciones doradas.

Antaño habían compartido una sensación de hermandad que era todo lo fuerte que podía ser, pero a lo largo de los años pasados combatiendo juntos, algo fue cambiando en el interior de Fulgrim. Su hermano había sido un guerrero que buscaba la perfección, pero lo único que hacía ahora era disfrutar de las sensaciones de la batalla y del aumento de adrenalina fruto de la ferocidad del combate.

Su hermano llevaba puesta la armadura de combate. Las placas estaban relucientes e indemnes, como si nunca hubiera pasado por el campo de batalla. De los hombros le colgaba una larga capa de brillantes escamas doradas, y por debajo de la placa pectoral tintineaba una cota de malla de plata reluciente. Lo que antaño había tenido el aspecto de una magnífica armadura para la batalla, ahora parecía un disfraz de teatro.

—Mi Señor de la Guerra.

—Me has pedido una audiencia privada, Fulgrim. ¿Qué es tan importante que no me puedes informar delante de tus hermanos?

El primarca sonrió y le hizo una reverencia antes de abrir la caja que llevaba con él.

—Mi estimado señor y amo de Isstvan, os traigo un trofeo.

Fulgrim metió una mano en la caja y sacó un repugnante trofeo obtenido en el campo de batalla. Horus tuvo un momentáneo estremecimiento de horror al ver que era la cabeza cortada de Ferrus Manus.

La carne tenía el color gris de la muerte. A su hermano le habían sacado los ojos plateados y las cuencas oculares se mostraban ensangrentadas y vacías. La mandíbula le colgaba abierta, y de un lado de la cabeza, donde le habían abierto un agujero, sobresalía un trozo astillado de hueso blanco.

Ferrus Manus se había convertido en su enemigo, pero ver su carne tratada de un modo tan brutal fue algo repugnante para Horus, aunque tuvo buen cuidado de no mostrar lo que sentía.

Fulgrim arrojó con gesto despreocupado el sangriento despojo a los pies de Horus. La cabeza de Ferrus Manus rodó por el suelo negro y acabó puesta en pie, con las cuencas oculares destrozadas mirando a Horus con una acusación ciega.

Horus apartó la vista de la cabeza y miró a Fulgrim. Vio de nuevo la misma despreocupación que lo había enfurecido tanto cuando su hermano regresó con un fracaso después de su intento de ganarse al primarca de los Manos de Hierro para su causa.

Por muy desagradable que fuera aquello, sabía que tenía que felicitarlo.

—Bien hecho, Fulgrim. Has matado a uno de nuestros peores enemigos, tal como me prometiste, pero no entiendo porqué esta presentación requiere una audiencia en privado. ¿No habrías querido que tus hermanos compartieran contigo este triunfo?

Fulgrim se echó a reír, pero había algo en la alegría de su hermano que le provocó un escalofrío en la espalda al recordar dónde había sentido esa misma malicia ancestral…, en la voz de Sarr’Kell, la entidad que Erebus había invocado en el corazón de la Espíritu Vengativo.

—¿Fulgrim? Explícate.

El primarca de los Hijos del Emperador hizo un gesto de negación con la cabeza y luego movió un dedo en dirección al Señor de la Guerra.

—Con el mayor de mis respetos, poderoso Horus, me temo que ya no habláis con Fulgrim.

Horus miró con atención los ojos oscuros de su hermano para captar lo que había detrás de aquella arrogancia y superioridad. El interior de Fulgrim estaba lleno de oscuridad, una oscuridad que se había arrancado a sí misma del útero de una raza agonizante con un sangriento grito de nacimiento.

Su existencia era tan antigua como las estrellas y tan fresca como el amanecer. Su vida era inmortal, y su capacidad para la maldad, infinita.

—No eres Fulgrim —murmuró, y de repente desconfió de aquel intruso.

—No —admitió la criatura que tenía el rostro de su hermano.

—Entonces, ¿quién eres? —le exigió saber Horus—. ¿Eres alguna clase de espía o de asesino? Si has venido a matarme, debo advertirte que no soy tan débil como Fulgrim… ¡Puedo partirte en dos antes de que te dé tiempo a ponerme la mano encima!

Fulgrim se encogió de hombros y arrojó la caja al suelo, donde se estrelló con un repiqueteo hasta quedar al lado de la cabeza cortada de Ferrus. Horus hizo salir las garras de sus guanteletes como una advertencia.

—Quizá sea cierto que podéis derrotarme —le dijo Fulgrim, mientras cruzaba la estancia para servirse una copa de vino—, pero no tengo interés en ponerlo a prueba en un combate sin sentido y sin utilidad. Al contrario. He venido a jurar lealtad a vuestra causa.

Horus echó un rápido vistazo al cinto de Fulgrim y se relajó un poco cuando vio que la criatura que había venido disfrazada como su hermano estaba desarmada. Fuesen cuales fuesen sus intenciones, al desvelarse a sí misma de ese modo no parecía que hubiera acudido con un propósito violento.

—Todavía no has contestado a mi pregunta —insistió Horus—. ¿Quién o qué eres?

Fulgrim sonrió y se lamió los labios con la punta de la lengua.

—¿Que quién soy? Pensé que sería evidente para alguien que ya ha tratado con otras criaturas de mi clase.

Horus sintió de nuevo el estremecimiento que experimentó cuando el Señor de las Sombras se había manifestado en la logia de paredes de piedra construida en el corazón de su nave insignia.

—¿Eres una criatura de la disformidad?

—Eso es lo que soy. Lo que vuestro lenguaje insuficiente llamaría un «demonio». Una palabra limitada, pero que tendrá que bastar. Soy un humilde servidor del Príncipe Oscuro, un emisario que ha venido a ayudaros en esta pequeña guerra.

Horus notó que la ira que sentía hacia aquella criatura insolente crecía con cada palabra condescendiente que le salía de los labios. Había usurpado el cuerpo de uno de sus subordinados, el destino de la galaxia estaba en juego, ¡y se atrevía a llamar a aquel conflicto «pequeña guerra»!

La criatura Fulgrim se apartó de él y comenzó a caminar arriba y abajo por la cámara, como si nunca se hubiera encontrado en una estancia semejante.

—He reclamado como mía esta envoltura mortal, y debo decir que me resulta muy satisfactoria. Las sensaciones de que uno disfruta con una envoltura de carne son bastante particulares, aunque me temo que con el tiempo tendré que realizar algunos ajustes respecto a mi forma.

A Horus se le erizó el vello al pensar en semejante violación.

—¿Qué le ha pasado a Fulgrim? ¿Dónde está?

—No temáis —le contestó la criatura de la disformidad con una sonrisa—. Él y yo tenemos una… relación desde hace tiempo, y por supuesto, no le deseo ningún mal duradero. Veréis, he sido su conciencia desde hace cierto tiempo. Le he hablado durante largas noches, le he aconsejado, le he consolado, le he influido con suavidad, le he advertido, he dirigido sus actos.

Horus contempló cómo el demonio pasaba las manos por las paredes desgastadas por la arena. Cerró los ojos como si disfrutara de la textura rugosa de la superficie de piedra.

—¿Dirigido sus actos? —preguntó Horus.

—¡Oh, sí! —exclamó la criatura de la disformidad—. Yo fui quien le hizo creer que no debía dudar de vuestros planes. Por supuesto, se resistió, pero puedo llegar a ser muy persuasivo.

—¿Tú hiciste que Fulgrim se uniera a mí?

—¡Por supuesto! ¿De verdad pensasteis que sois un orador tan bueno? —se burló el demonio—. Debéis agradecerme que le nublara el sentido y que uniera mi fuerza a la vuestra. Si no hubiese sido por mí, habría ido corriendo al Emperador para avisarle a gritos de vuestra traición.

—Y crees que te debo algo, ¿no es así?

—No, en absoluto, porque al final fue débil, demasiado débil para acabar lo que su propio deseo había comenzado —le explicó la criatura—. Su obsesión lo llevó a darle el golpe de gracia a un viejo amigo, pero su debilidad no le permitía hacerlo sin ayuda. Yo me limité a proporcionarle la fuerza para que hiciera lo que tenía que hacer.

—Pero ¿dónde está ahora?

—Creo que ya te lo he dicho, Horus —le advirtió el demonio—. La angustia que Fulgrim sintió por lo que había hecho fue demasiada como para que pudiera resistirla. Me suplicó que lo ayudara a acabar con su propia vida, pero yo no podía destruirlo. Hubiera sido demasiado prosaico. En vez de eso, le di la paz eterna, aunque creo que no del modo que él deseaba realmente.

—¿Está muerto? ¡Contéstame, maldita sea! ¡Contéstame!

—Oh, no —le contestó el demonio, con una sonrisa, al mismo tiempo que se daba unos golpecitos con una uña afilada en la sien—. Está en mi interior, plenamente consciente de todo lo que ocurre, aunque me parece que no se siente muy feliz apretujado en los rincones más recónditos de mi alma.

—Ya te has apoderado de su carne —gruñó Horus, a la vez que daba un paso hacia el demonio Fulgrim—. Si ya no te sirve de nada, déjalo morir.

El demonio negó con la cabeza e hizo un gesto de burla.

—No, Horus, no voy a hacerlo. Sus gritos de angustia son un gran aliento para mí. No me siento muy tentado de dejar que desaparezca, ya que disfruto mucho de nuestras conversaciones, y no creo que jamás me canse de ellas.

Horus se sintió asqueado por el destino que había sufrido su hermano, pero dejó a un lado su disgusto. Después de todo, el demonio Fulgrim ya le había jurado lealtad y era evidente que se trataba de un ser muy poderoso, y difundir que el primarca estaba igual que si hubiera muerto le costaría con toda seguridad la lealtad de la Legión de los Hijos del Emperador.

—Puedes quedarte con Fulgrim, de momento —le dijo Horus—. Pero mantén tu identidad en secreto para los demás, o te juro que haré que te destruyan.

—Como deseéis, poderoso Señor de la Guerra —le respondió el demonio Fulgrim, asintiendo y haciendo una reverencia innecesariamente ostentosa—. No siento muchos deseos de revelarme a otros. Será nuestro secreto.

Horus asintió, aunque en silencio juró que liberaría a su hermano en cuanto le fuera posible, ya que nadie se merecía soportar un destino tan terrible.

Pero ¿qué poder sería capaz de destruir a un demonio?

* * *

El espacio orbital que rodeaba Isstvan V estaba tan ocupado como cualquier instalación de amarre de la flota alrededor de las bases lunares debido a las naves de ocho legiones distintas que asumían las formaciones previas al tránsito hasta el punto de salto del sistema. Más de tres mil naves buscaban su posición sobre el oscurecido quinto planeta, con las bodegas repletas de guerreros que habían jurado lealtad al Señor de la Guerra.

Los tanques y las máquinas de guerra se habían trasladado desde la superficie del planeta con una eficiencia increíble, y una armada de mayor tamaño que cualquier otra reunida en la historia de la Gran Cruzada se preparó para llevar el fuego de la guerra al mismo corazón del Imperio.

Las flotas de Angron, Fulgrim, Mortarion, Lorgar y la legión del propio Señor de la Guerra se reunirían en Marte, ya que les habían llegado noticias de Regulus de que el planeta había caído en manos de los seguidores de Horus dentro del Mechanicus. Les habían arrebatado a las fuerzas del Emperador las instalaciones de fabricación de Mondus Gamma y Mondus Occullum, por lo que las forjas de Marte estaban en disposición de suministrarle lo necesario al ejército de Horus.

Las impacientes guerreros de la Legión Alfa recibieron un encargo especial de Horus. Era una misión vital, de la que podría llegar a depender el éxito de toda la empresa que habían iniciado. Gracias a los engaños del Señor de la Guerra, los Lobos Espaciales de Leman Russ se encontraban operando en la zona de Prospero después de su ataque contra los Mil Hijos de Magnus. En el cercano sistema Chondax estaban los Cicatrices Blancas de Jaghatai Khârn, quien se habría enterado ya con toda seguridad de la rebelión de Horus, por lo que sin duda intentaría unir fuerzas con los Lobos Espaciales. Horus no podía permitir que se produjera una amenaza tan grave, por lo que los guerreros de Alpharius debían buscar a esas legiones y atacarlas antes de que se reunieran.

La flota del Acechante Nocturno ya había partido en dirección al planeta Tsagualsa, un mundo remoto en la frontera oriental que se encontraba oculto en la sombra de un gran cinturón de asteroides. Desde allí, las tropas de los Amos de la Noche comenzarían una campaña de genocidios contra las posiciones defensivas imperiales de Heroldar y Thramas, unos sistemas que si no se tomaban supondrían una amenaza para los flancos del Señor de la Guerra en su ataque a Terra. El sistema Thramas era especialmente importante, ya que incluía un cierto número de mundos forja del Mechanicus que se mantenían fieles al Emperador.

Las naves de los Guerreros de Hierro se prepararon para viajar hacia el sistema Phall donde se sabía que una gran flota de los Puños Imperiales se estaba reagrupando después de un intento fallido de llegar a Isstvan V. Aunque los guerreros de Rogal Dorn no habían participado en la matanza, el Señor de la Guerra no podía permitir que una fuerza enemiga de esa importancia permaneciera libre de toda amenaza. La enemistad entre el amargado Perturabo y el orgulloso Dorn era bien conocida, por lo que los Guerreros de Hierro se pusieron en marcha con gran alegría.

Una vez cubiertos sus flancos, y con las fuerzas imperiales que podían suponer un reforzamiento potencial del corazón del Imperio trabadas en alguna clase de campaña o batalla, las puertas de Terra estaban abiertas de par en par.

Una a una, las flotas del Señor de la Guerra comenzaron su largo viaje hacia el planeta desde el que habían comenzado la Gran Cruzada. Las naves de cada legión se redujeron a diminutas manchas plateadas en la oscuridad antes de desaparecer por completo.

En muy poco tiempo, sólo los Hijos de Horus se mantenían en órbita alrededor de Isstvan V.

El Señor de la Guerra, que se encontraba en el strategium de la Espíritu Vengativo, contemplaba el orbe oscuro a través de la enorme escotilla circular situada sobre su trono. La expresión de su rostro mientras contemplaba alejarse la curva del quinto planeta era indescifrable.

Se dio la vuelta al oír el sonido de unas pisadas a su espalda. Vio que era Maloghurst, quien se le acercaba cojeando con una placa de datos en la mano.

—¿Qué es lo que me traes, Mal? —quiso saber Horus.

—Un mensaje, mi señor —le contestó el palafrenero.

—¿De quién?

Maloghurst son rio.

—Es de Magnus el Rojo.

* * *

La Fenice estaba en ruinas. El demonio que se había apoderado del cuerpo de Fulgrim caminaba entre los restos de la última y mejor representación de Bequa Kynska. Sonreía mientras recordaba las escenas de destrucción y ansia lujuriosa que se habían producido allí. El brillo de un puñado de focos parpadeaba en la penumbra. El aire apestaba a sangre y a lujuria, y el suelo estaba pegajoso por los fluidos derramados y cubierto de trozos de hueso.

El poder del Príncipe Oscuro se había derramado sobre el enorme teatro y penetrado en todas las criaturas vivas que se encontraban en su interior, derribando así las barreras de inhibición existentes entre el deseo y el acto.

Ciertamente había sido una representación maravillosa, y los avatares de su señor se habían dado un festín con el exceso de sensaciones desatadas antes de desechar la carne que habían tomado prestada y volver a la disformidad.

Todo a su alrededor estaba lleno de señales de que se había desatado el poder de su amo y señor: los restos de un cadáver profanado, una llamativa obra de arte creada a partir de sangre y de heces pintada sobre una pared, o una escultura de carne formada por multitud de partes de diferentes cuerpos.

En su aspecto exterior, el demonio seguía pareciéndose al cuerpo que había poseído, pero ya comenzaban a verse indicios de que la carne no tardaría en tomar nuevas formas, más de su gusto. Un aura de poder sacudía el aire a su alrededor, y su piel mostraba un leve resplandor de luminosidad interna.

El demonio tarareó las notas iniciales de la obertura de Maraviglia y desenvainó la espada que llevaba al cinto. La empuñadura dorada relució bajo la débil luz de los focos parpadeantes. Había recuperado el anatam del estudio de Ostian Delafour, donde, sorprendido, encontró otro cadáver empalado en la hoja letal. El cuerpo reseco apenas era reconocible como Serena d’Angelus, pero el demonio había honrado su cadáver con los destrozos más sublimes antes de dirigirse a La Fenice.

Se puso la espada delante de la cara y se echó a reír cuando vio el alma torturada de Fulgrim atrapada detrás de sus ojos, reflejada en las profundidades relucientes de la afilada hoja. El demonio oía sus gritos lastimeros, que resonaban en el interior del cráneo. El tormento de cada aullido desesperado era la música más dulce para él.

Aquellas cosas agradaban al demonio, y se quedó quieto por un momento para saborear los frutos de su influencia sobe Fulgrim. Los estúpidos que servían en la III Legión no tenían ni idea de que su amado líder forcejeaba de un modo infructuoso con las cadenas que lo retenían.

Tan sólo el espadachín, Lucius, parecía darse cuenta de que algo iba mal, pero ni siquiera él había dicho nada al respecto. El demonio había notado la presencia de la disformidad en el guerrero y le había entregado la espada plateada en la que los laer habían enlazado una parte de su esencia. Aunque el arma carecía ya de su espíritu, todavía quedaba poder en su interior, un poder que reforzaría a Lucius en los años de muerte que llegarían.

Acordarse de las matanzas que estaban a punto de cometerse hizo que el demonio sonriera al imaginarse lo que lograría con aquella carne robada. Las sensaciones con las que sólo podía soñar en la disformidad se harían reales en el universo mortal, y toda una galaxia llena de sangre, de lujuria, de rabia, de miedo, de éxtasis y de desesperación lo esperaban en el camino a Terra. Miles de millones de almas estaban a merced del Señor de la Guerra, y con el poder de una legión a su disposición, ¿qué cotas de nuevas sensaciones podría llegar a experimentar?

El demonio se dirigió al escenario y alzó la mirada hacia el gran retrato que colgaba sobre el proscenio destrozado. La majestuosidad del retrato era discernible incluso bajo aquella escasa luz.

Un glorioso marco dorado mantenía atrapado el lienzo en su interior, y el demonio sonrió de nuevo al contemplar la maravillosa perfección de la pintura. Donde antes la imagen había sido un desbordamiento de colores chillones con un aspecto terrible que había horrorizado a los mortales que lo miraban, ahora había una creación de enorme belleza.

Fulgrim estaba retratado con su admirable armadura púrpura y dorada delante de las grandes puertas de la Heliópolis, con las grandes alas llameantes de un fénix desplegadas a su espalda. El resplandor del fuego de aquel pájaro legendario relucía sobre la armadura. Cada placa parecía brillar con el calor del sol y su cabello era una cascada de oro.

El primarca de los Hijos del Emperador estaba representado minuciosamente en cada detalle con gran perfección. Cada matiz de la grandeza y de la vida que hacían de Fulgrim una visión de semejante belleza estaba capturado con pinceladas exquisitas. El demonio sabía que no existía un guerrero de mejor figura, y que jamás existiría, y simplemente el hecho de atisbar un momento ese ejemplo sin defecto alguno del arte de un pintor era comprender que todavía existían maravillas en la galaxia.

El retrato de Fulgrim tenía la mirada puesta en la ruina del teatro y en el monstruo que le había arrebatado su envoltura mortal. El demonio sonrió cuando vio el horror que albergaban aquellos ojos, un horror que no había sido puesto allí por la mano del pintor. Una agonía exquisita y perfecta ardía en la mirada del retrato, y cuando el demonio envainó el anatam e hizo una reverencia hacia el escenario, dio la impresión de que los pozos oscuros de sus ojos pintados seguían todos y cada uno de sus movimientos.

El demonio le dio la espalda al retrato y se encaminó a la salida del teatro mientras el último de los focos parpadeaba hasta apagarse, dejando al último fénix envuelto para siempre en la oscuridad.