VEINTICUATRO
HERMANOS CON LAS MANOS ENSANGRENTADAS
Ferrus Manus golpeaba a su alrededor con los puños, dos bolas gemelas de acero plateado que aplastaban huesos y atravesaban armaduras allá donde impactaban. Había dejado a un lado la pistola ya que no le quedaba más munición, pero no necesitaba armas para ser una máquina de matar. Ninguna espada podía herirlo, y ningún disparo podía penetrar en su armadura. Cada uno de sus golpes era una fluida economía de movimientos. Mataba a cada paso que daba mientras hacía avanzar la cuña de combate de los morlock hacía el corazón de la línea enemiga.
La espada que llevaba al cinto le pesaba como una losa de justicia cósmica, pero no quería desenvainarla, no hasta que se enfrentara a su traicionero hermano y le revelara cuál era su terrible propósito antes de cobrarse su venganza.
Ansiaba dejar atrás a sus guerreros, abrirse paso de un modo sangriento entre los traidores para buscar a Fulgrim, pero mientras la victoria no estuviera asegurada no podía abandonar sus obligaciones de mando y buscar un duelo con su antiguo hermano para resolver de una vez por todas la enemistad que existía entre ellos.
El fuego y el clamor de la guerra lo rodeaban. De los tanques destrozados y de las posiciones defensivas reventadas surgían columnas de humo. Las explosiones de los disparos llenaban el aire con balas, rayos láser y toda clase de proyectiles. Los gritos y el olor a sangre le saturaban los sentidos. La naturaleza caótica de la batalla era una extensión de miles y miles de astartes que se enfrentaban entre sí. Ferrus Manus fue capaz de ver, a pesar de la furia que sentía, la terrible tragedia que estaba teniendo lugar en el escenario de Isstvan V. Nada sería igual después de aquella batalla, ni siquiera en su victoria final.
Aquella traición mancharía para siempre el honor de los astartes, sin importar cuál fuera el resultado.
«Los seres humanos nos temerán a partir de ahora, y tendrán razón al hacerlo», pensó el primarca.
Oyó gritos de júbilo a su espalda, pero pasaron algunos momentos antes de que el motivo de los mismos le llegara a través de la rabia asesina que sentía. Aplastó el cráneo de un guerrero de los Hijos de Horus de un tremendo puñetazo y se dio la vuelta. Lo que vio fue el bienvenido espectáculo de una flota de cañoneras que descendía desde la órbita del planeta.
—¡Mis hermanos! —gritó, triunfante, cuando reconoció los símbolos de sus camaradas leales.
Las Thunderhawk de la Legión Alfa cruzaron aullantes el campo de batalla, y las naves negras como la medianoche de la legión de Curze, los Amos de la Noche, descendieron para posarse en los flancos y así rodear a las fuerzas del Señor de la Guerra, las Stormbird de los Portadores de la Palabra aullaron al descender. Las alas doradas del fuselaje de la nave relucieron como si las hubiera incendiado el brillo de la batalla. Los pesados transportes de los Guerreros de Hierro se posaron en la depresión de Urgall y descargaron miles de guerreros, que se pusieron de inmediato a fortificar la zona de desembarco con barricadas blindadas y rollos de alambre de espino.
Decenas de miles de camaradas astartes desembarcaron en la superficie de Isstvan V de un solo golpe, la fuerza fiel al Emperador logró más que doblar sus efectivos. Ferrus Manus alzó un puño hacia el cielo en un gesto entusiasta al contemplar cómo el poder y el número de las legiones de sus hermanos llenaban el desierto negro a su espalda, con sus guerreros descansados y dispuestos para el combate.
Su comunicador resonó de forma insistente al mismo tiempo que una oleada de miedo sacudía las líneas de los traidores ante aquella tremenda demostración de poder militar. Su veteranía le indicó que sus enemigos habían perdido las ganas de combatir. Unidades enteras se apresuraban a dejar atrás sus posiciones. Hasta el propio Dies Irae se retiraba. El poderoso titán se había amedrentado ante una fuerza tan abrumadora.
Ferrus Manus captó la lejana figura de Mortarion, que estaba ordenando a sus guerreros que se retiraran hacia la fortaleza en ruinas. Incluso Angron retrocedía. Sus Devoradores de Mundos parecían una monstruosa tribu de salvajes cazacabezas. Sin embargo, los Hijos del Emperador…
El humo se disipó delante de él y Ferrus Manus vio lo que había estado buscando desde que había llegado a aquel maldito planeta.
Vio a Fulgrim, con su reluciente armadura púrpura y dorada.
Su antiguo hermano ordenó con señas de su espada plateada a sus seguidores más repugnantes que se reunieran con él a los pies de la muralla negra. Un largo mástil de color ébano con decoraciones doradas y plateadas le sobresalía por la espalda, y Ferrus Manus sonrió con gesto ceñudo cuando se dio cuenta de que Fulgrim también se había dado cuenta de que el destino había ordenado que aquel duelo debía librarse en la superficie de Isstvan V.
Unos engendros retorcidos con las armaduras cubiertas de pellejos rodeaban al primarca de los Hijos del Emperador, y un monstruo con la piel roja y quemada se mantenía a su mano derecha. Sólo en ese momento, al final, se había atrevido Fulgrim a dar la cara.
En cuanto Ferrus vio a Fulgrim supo que éste también se había dado cuenta de su presencia. Sintió que el odio y la rabia se apoderaban de él como una ola imparable.
Los traidores estaban alejándose de las fuerzas leales cada vez con mayor rapidez, dejando atrás miles de cadáveres, tanto suyos como enemigos. A Ferrus Manus no se le escapó la magnitud de la matanza, y aunque la sangre le cantaba por la victoria y por su inminente enfrentamiento con Fulgrim, no pudo evitar pensar en que las legiones leales habían sufrido unas bajas terribles para lograrla.
Contempló la línea enemiga desvanecerse ante sus ojos. Los agotados guerreros leales, exhaustos por el combate, se tambalearon mientras el enemigo huía. Ferrus Manus llamó a sus morlock para que se reunieran con él antes de abrir un canal de comunicación con Corax y Vulkan.
—El enemigo ha sido derrotado. Mirad cómo huye. ¡Avancemos! ¡Que ninguno escape a nuestra venganza!
La respuesta le llegó cargada de estática y casi no logró oír las palabras de Corax, debido a las explosiones que todavía resonaban y al aullido del descenso de más naves aliadas.
—¡Espera, Ferrus! Puede que hayamos vencido, pero dejemos que nuestros aliados consigan parte de la gloria de este combate. Hemos logrado una gran victoria, pero no sin pagar un terrible coste. Mi legión está debilitada, lo mismo que la de Vulkan. No creo que la tuya no haya hecho un tremendo sacrificio para hacernos avanzar tanto.
—Estamos debilitados, pero no vencidos —gruñó Ferrus Manus mientras observaba la lejana figura del resplandeciente Fulgrim.
El primarca de los Hijos del Emperador se subió a un peñasco de roca negra y abrió los brazos de par en par en un gesto de claro desafío. La sonrisa de superioridad burlona era claramente visible incluso a centenares de metros.
—Así estamos todos —apuntó Vulkan—. Deberíamos parar un momento a descansar y a vendarnos las heridas antes de meternos de nuevo de cabeza en una batalla tan terrible. Debemos consolidar lo que hemos conseguido y dejar que nuestros hermanos recién llegados continúen la lucha mientras nosotros nos reagrupamos.
—¡No! —gritó Ferrus Manus—. ¡Los traidores han sido derrotados, y ahora lo único que hace falta para destruirlos por completo es un último ataque!
—¡Ferrus, no cometas una estupidez! —le advirtió Corax—. ¡Ya hemos ganado!
El primarca de los Manos de Hierro apagó el comunicador y se volvió hacia los morlock supervivientes de su escolta. Media centuria de exterminadores lo rodeaba. Sus cuchillas de combare relucían cargadas de energía, y su porte orgulloso le indicó que cumplirían cualquier orden que les diese, ya fuese retirarse o marchar de nuevo al infierno de la batalla.
—¡Que nuestros hermanos se queden lamiéndose las heridas, si quieren! —gritó—. ¡Los Manos de Hierro no permitiremos que nadie tenga la satisfacción de resolver nuestros asuntos pendientes con los Hijos del Emperador!
Fulgrim sonrió cuando Ferrus Manus retomó su ataque contra el centro de las líneas defensivas situadas sobre la depresión de Urgall. Su hermano, cuya silueta quedaba recortada por el resplandor de la batalla, era una magnífica figura vengativa. Sus manos y sus ojos plateados reflejaban los fuegos de la matanza con un brillo reluciente. Fulgrim creyó por un momento que Ferrus se detendría para reagruparse con los Salamandras y con la Guardia del Cuervo, pero después de desafiarlo desde encima de aquella roca, no habría forma alguna de contener al primarca de los Manos de Hierro.
A su alrededor, los últimos miembros supervivientes de la Guardia del Fénix esperaban el contundente ataque de los Manos de Hierro con las alabardas bajadas y apuntando hacía sus enemigos. Marius y su gemebunda arma sónica aullaban de impaciencia, y Julius, casi irreconocible con toda la piel de la cara achicharrada, se pasó la lengua, cubierta de ampollas, por lo que le quedaba de boca.
Ferrus Manus y sus morlock avanzaron a la carga por las ruinas destrozadas de las defensas con las armaduras negras y sus placas bruñidas quemadas y manchadas con la sangre de sus enemigos. La sonrisa de Fulgrim disminuyó levemente de intensidad cuando se dio cuenta realmente de lo mucho que lo odiaba su hermano. Se preguntó de nuevo cómo era posible que hubieran acabado de ese modo. Sabía que ya no quedaba oportunidad alguna de recuperar aquella hermandad.
Aquello sólo acabaría con la muerte.
La retirada de las fuerzas del Señor de la Guerra parecía débil y desorganizada, exactamente como lo había planeado Horus. Los guerreros se alejaron de la línea del frente en grupos determinados, con la moral aparentemente perdida, pero se reunieron en bolsas de resistencia detrás de las ruinas que habían dejado los bombarderos y los cráteres ennegrecidos.
Los Manos de Hierro atravesaron las defensas, y los voluminosos exterminadores fueron imparables en su incesante avance. La energía crepitaba en las garras que les sobresalían de los guanteletes, y sus ojos rojos brillaban cargados de furia. La Guardia del Fénix se preparó para recibir la carga, muy consciente del poder de aquellas poderosas armaduras.
Marius emitió un sonido de alearía extática y su extraña arma lo amplificó hasta convertirlo en un aullido de armonía letal que atravesó el suelo en una rugiente oleada sónica que explotó entre las filas delanteras de los morlock.
Los gigantescos guerreros fueron destrozados por el tremendo poder de aquella arma cuando las armaduras no repelieron el sonido y el estampido les licuó la carne. Los Hijos del Emperador chillaron de placer ante el estruendo, ya que sus sentidos modificados y las sondas neurales potenciadas en sus cerebros convirtieron los sonidos discordantes en las sensaciones más vividas imaginables.
—¡Cuando lleguen aquí, dejadme a Ferrus Manus a mí! —gritó Fulgrim.
La Guardia del Fénix respondió con un terrible grito de guerra y se lanzó a por los morlock, provocando un feroz choque de hojas metálicas. Del filo dorado de las alabardas y de las garras saltaron tremendas descargas eléctricas, y una tormenta de luz y sonido surgió de cada enfrentamiento a vida o muerte. La batalla rodeó al primarca de los Hijos del Emperador, pero éste se mantuvo apartado de los combates a la espera del gigante de armadura negra, que pasaba sin ser molestado a través de la entre aquellos hermanos que se atacaban con un odio furibundo.
Fulgrim hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo cuando Ferrus Manus se llevó una mano a la espada que llevaba al cinto. Sonrió al reconocer la empuñadura de Filo de fuego.
—Has reforjado mi espada —comentó Fulgrim.
Su voz atravesó el tremendo fragor del combate. Aunque a su alrededor los guerreros morlock y los de la Guardia del Fénix combatían con ferocidad, ninguno de los pretorianos de ambos primarcas se atrevió a acercarse a ellos, tal vez conscientes de que interrumpir un enfrentamiento como aquél sería un crimen imperdonable.
—Sólo para poder matarte con una arma forjada por mis propias manos —le replicó Ferrus Manus.
En respuesta, Fulgrim envainó la espada plateada y alargó una mano por detrás de la espada para empuñar el gran martillo de combate que llevaba colgando allí.
—Entonces, yo haré lo mismo.
Le reconfortó sentir en las manos el gran peso de Rompeforjas, el arma que había creado con su propia habilidad y energía bajo el monte Narodnya, y se bajó de la roca para acercarse a su antiguo hermano.
—Es apropiado que nos enfrentemos con las armas que nosotros mismos creamos hace tanto tiempo —comentó Fulgrim.
—Llevo esperando este momento desde hace mucho, Fulgrim —le contestó Ferrus Manus—. Desde que viniste a mí con la traición dentro de ti. He soñado desde hace meses con esto. Sólo uno de nosotros saldrá de aquí con vida. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé —admitió Fulgrim.
—Has traicionado al Emperador y me has traicionado a mí —añadió Ferrus, y Fulgrim se sintió sorprendido al notar en la voz de su enemigo que estaba verdaderamente triste.
—Acudí a ti por nuestra amistad, no a pesar de ella —le respondió Fulgrim—. El universo está cambiando. El viejo orden se acaba y llega un nuevo. Te ofrecí la oportunidad de formar parte de ese nuevo orden, y la rechazaste.
—¡Quisiste que me convirtiera en un traidor! Horus está loco. Sólo ansia el poder. ¡Mira la muerte que nos rodea! No hay justificación para esto. Acabaréis colgados de la puerta de los Traidores por vuestros actos, ya que soy un leal siervo del Emperador, y por mi mano, su voluntad y su venganza se cumplirán.
—El Emperador está acabado —le replicó Fulgrim—. Se dedica a tonterías sin sentido en las criptas de Terra mientras sus dominios se deshacen. ¿Acaso ésa es la actitud de alguien que está preparado para gobernar la galaxia?
—No creas que me puedes ganar para tu causa, Fulgrim. Fracasaste una vez y no tendrás una segunda oportunidad.
Fulgrim hizo un movimiento de negación con la cabeza.
—No te estoy ofreciendo una segunda oportunidad, Ferrus. Ya es demasiado tarde para ti y para tus guerreros.
Ferrus Manus se echó a reír.
—¿Es que te has vuelto loco, Fulgrim? Se acabó. El Señor de la Guerra, tu, todos estáis derrotados. Vuestras fuerzas se retiran en desbandada y el poder de otras cuatro legiones no tardará en aplastar por completo vuestra rebelión.
Fulgrim fue incapaz de contener las sensaciones que le bullían dentro de la cabeza y negó con la cabeza mientras saboreaba sus siguientes palabras.
—Hermano, qué ingenuo eres. ¿De verdad crees que Horus sería tan estúpido como para dejarse arrinconar de este modo? Mira hacia el norte y verás que sois vosotros los que estáis acabados.
Las fuerzas de la Guardia del Cuervo y de los Salamandras retrocedieron de forma ordenada hacia la zona de desembarco, donde se estaban desplegando los refuerzos para unirse al combate. Las naves de desembarco de los Guerreros de Hierro, unos bastiones blindados unidos por altas murallas protegidas con pinchos, formaban una línea continua de fortificaciones amenazantes que se extendían por la parte norte de la depresión de Urgall.
En la zona de desembarco había desplegada una fuerza de asalto de mayor tamaño que la que había iniciado el ataque contra Isstvan V, y estaba dispuesta para el combate, descansada y sin baja alguna.
Corax y Vulkan encabezaron el repliegue de sus tropas para que se reagruparan y los guerreros de sus hermanos primarcas pudieran participar en la gloria de derrotar a Horus. Con ellos llevaban a sus muertos y heridos. Habían conseguido la victoria, pero el coste había sido tremendamente elevado, ya que miles de guerreros de las tres legiones habían muerto a consecuencia de la traición del Señor de la Guerra. Las fuerzas de Horus se estaban retirando, pero no habría celebración de la matanza, ningún festín alegre para marcar el acontecimiento ni gloriosos días para recordar, tan sólo otro pergamino triste que añadir a un estandarte que no volvería a ver la luz del día.
Los tanques ennegrecidos, con la munición ya agotada y los cascos marcados por los impactos de proyectiles marchaban al lado de los astartes.
Se pidió ayuda médica y suministros, pero la línea de astartes que se encontraba en el lado norte de la llanura observó en un silencio ceñudo cómo los agorados guerreros de la Guardia del Cuervo y de los Salamandras llegaban a un centenar de metros de sus aliados.
Una única bengala salió disparada hacia el ciclo desde el interior de la fortaleza negra donde Horus había establecido su cubil. Una vez arriba, estalló, y su infernal resplandor rojizo iluminó el campo de batalla que se extendía bajo ella y que parecía la visión del fin del mundo que podría tener un demente.
Y el fuego de la traición rugió en los cañones de un millar de armas.
Fulgrim se echó a reír ante la expresión de sorpresa que apareció en el rostro de Ferrus Manus cuando las fuerzas de sus «aliados» abrieron fuego contra la Guardia del Cuervo y los Salamandras. Cientos de hombres murieron en los primeros instantes, y cientos más en los segundos posteriores cuando una andanada tras otra de disparos de bólter y de cohetes segaron sus filas desprevenidas. En mitad de los guerreros leales estallaron tremendas explosiones que los vaporizaron y abrieron grandes agujeros en los tanques cuando la potencia combinada de cuatro legiones destrozó la primera oleada.
Ferrus Manus contempló con un horror mudo cómo Corax quedaba envuelto por una tormenta de fuego y una nube con forma de hongo producida por una explosión titánica se elevaba desde el punto donde Vulkan se había quedado mirando inmóvil lo que estaba ocurriendo.
En cuanto aquella tremenda nueva matanza comenzó, las fuerzas en retirada del Señor de la Guerra se dieron la vuelta y apuntaron con sus armas a los enemigos que tenían más cerca. Cientos de guerreros de los Devoradores de Mundos, de los Hijos de Horus y de la Guardia de la Muerte cayeron sobre las compañías veteranas de los Manos de Hierro, y aunque los guerreros de la X Legión continuaron luchando con valentía, los superaban en número de un modo imposible de resistir y acabaron despedazados.
Ferrus Manus se volvió para encararse con Fulgrim, y el primarca de los Hijos del Emperador vio la desesperación grabada en el rostro de su antiguo hermano. Sus ojos plateados estaban apagados, sin vida. Tener una victoria como aquélla al alcance de la mano y que se escapara al instante siguiente debía ser una sensación sublime. Fulgrim casi deseó poder intercambiarse con Ferrus para saber qué se sentía.
—Sólo te esperan una derrota absoluta y una muerte segura, Ferrus —le dijo—. Horus ha ordenado tu muerte, pero le pediré que te perdone en nombre de nuestra antigua amistad si tiras las armas. Tienes que rendirte, Ferrus. No tienes escapatoria.
Ferrus Manus apartó definitivamente la mirada de la matanza de las fuerzas leales y gruñó con la furia volcánica de su planeta natal.
—Puede que no, traidor, pero no le temo a la muerte, ¡sólo al deshonor! —le replicó Ferrus—. Los guerreros leales al Emperador no se rendirán ni ahora ni nunca. ¡Tendrás que matarnos a todos y cada uno de nosotros para vencer!
—Que así sea —respondió Fulgrim, y se lanzó a por su hermano.
El primarca de los Hijos del Emperador blandió el poderoso martillo de combate, que se estampó contra la espada de su oponente. Las armas, forjadas en hermandad pero blandidas en venganza, chocaron y provocaron una columna de energía centelleante. El campo de batalla quedó iluminado en varios centenares de metros a la redonda por el tremendo poder de ambas.
Los dos primarcas intercambiaron golpes de sus armas de potencia monstruosa con la fuerza suficiente como para derrotar ejércitos o derribar montañas mientras se enfrentaban al igual que dioses obligados a resolver sus diferencias como simples mortales. Ferrus Manus movía la espada llameante dando feroces tajos, pero cada golpe era detenido por el mango de color ébano del martillo que él mismo había blandido en incontables campañas.
Fulgrim movía en grandes arcos amplios el martillo, cuya cabeza era lo bastante potente como para convertir en pasta el blindaje de un titán. Ambos guerreros luchaban con el odio que sólo unos hermanos enfrentados pueden poseer. Las armaduras comenzaron a abollarse, a partirse y a ennegrecerse por la ferocidad del enfrentamiento.
Combatir contra un adversario de tal magnificencia era todo un privilegio, y Fulgrim saboreó cada choque de la espada contra el martillo, cada rasguño llameante que sufría en la piel, cada gruñido de dolor que soltaba su hermano cuando Rompeforjas le rozaba la armadura. Lucharon dando vueltas el uno alrededor del otro entre gritos de dolor y un alegre rugido salvaje. Prácticamente todos los morlock de Ferrus Manus habían muerto, salvo unos escasos y desesperados héroes.
Ferrus Manus le partió una hombrera a Fulgrim y se metió dentro de su guardia para lanzarle un tajo letal contra el bajo vientre. El primarca de los Hijos del Emperador se acercó a su vez para hacer frente al golpe y echó a un lado la punta llameante de la espada con el mango del Rompeforjas para luego empujar la cabeza del martillo contra el cráneo de Ferrus.
El primarca de los Manos de Hierro recibió el golpe, se dejó caer sobre una rodilla y lanzó una tremenda estocada mientras la sangre le salía con fuerza de la tremenda herida en la sien. La punta llameante de la espada impactó de lleno a Fulgrim en la zona del estómago, le atravesó la armadura y se le clavó en el cuerpo. El dolor fue indescriptible, y Fulgrim retrocedió tambaleándose. Dejó caer el martillo y se colocó las manos sobre la herida en un esfuerzo por impedir que la sangre le siguiera saliendo a chorros.
Ambos primarcas se quedaron mirándose, envueltos en una neblina rojiza de dolor, y Fulgrim notó de nuevo una oleada de tristeza en su interior. El dolor de sus heridas y la visión de la cabeza de su hermano empapada en sangre le abrieron la mente. La sensación fue igual que si se abriera una ventana a una fuerte corriente de aire fresco, y aquello despejó la niebla que lo envolvía de un modo tan sofocante que no se había dado cuenta de su existencia hasta que hubo desaparecido.
—Mi hermano —susurró—. Mi amigo.
—Hace mucho tiempo que perdiste el derecho a llamarme amigo —le respondió Ferrus Manus, con un gruñido, al mismo tiempo que se ponía en pie. Luego se dirigió tambaleante hacia Fulgrim con Filo de fuego en alto, preparado para acabar con él.
A Fulgrim se le escapó un grito, y la mano se le fue de forma involuntaria a la cintura mientras la espada llameante se abría paso por el aire en dirección a su cuello. El acero plateado relució cuando desenvainó la espada que había tomado del templo laer y detuvo el arma de su adversario. La espada de Ferrus Manus siseó y crepitó al chocar contra el arma plateada, y la fuerza del primarca de los Manos de Hierro empujó al metal ardiente centímetro a centímetro hacia la cara de Fulgrim.
—¡No! —gritó Fulgrim—. ¡Esto no debería ser así!
La amatista de la empuñadura de la espada de Fulgrim palpitó con un resplandor maligno e iluminó el rostro de Ferrus Manus con un brillo púrpura burlón. Una extraña energía recorrió la hoja, y un humo cargado de olor almizcleño los rodeó, apagando los sonidos e impidiendo la visión. Fulgrim sintió que una presencia monstruosa crecía a su alrededor, y que su poder y su esencia innombrable eran más embriagadores y temibles que cualquier otra cosa que se hubiera podido llegar a imaginar nunca.
Una fuerza diabólica le recorrió las extremidades y contrarrestó la fuerza de Ferrus Manus. Sintió la sorpresa de su antiguo hermano al ver que se resistía. Fulgrim se puso en pie con un grito de rabia animal, lanzó de espaldas al primarca enemigo y le propinó un tremendo mandoble con la espada.
El filo plateado cortó profundamente la placa pectoral de la armadura de Ferrus Manus, y el primarca de los Manos de Hierro se desplomó de rodillas cuando la centellante energía de la espada le partió la armadura negra, como un cuchillo cortaría la mantequilla fría. De la herida salió un chorro de sangre caliente, y al primarca se le escapó de la mano Filo de fuego por el tremendo dolor que sintió.
¡Acaba con él! ¡Mátalo!, gritó la voz, y a Fulgrim le dio la impresión de que resonaba por el tiempo y por el espacio además de en el interior de su propio cerebro. Se tambaleó por la tremenda fuerza de la orden y se agitó como si ya no tuviera bajo su control sus propias extremidades.
Su gracia y elegancia habituales desaparecieron mientras alzaba a trompicones la espada y se preparaba para darle el golpe de gracia a Ferrus Manus. Una nueva energía desconocida lo recorrió, bajando desde hoja mellada y, pasando por los brazos, hasta la carne y los huesos de todo su cuerpo.
Fulgrim quedó envuelto en un resplandor de color púrpura. Unos crepitantes arcos relampagueantes lo acariciaron con la ternura de un amante y buscaron sus heridas para lamerlas con aquel fuego infernal mientras intentaban penetrar en su cuerpo.
Fulgrim se quedó de pie delante de Ferrus Manus. El pecho se le movía de forma convulsa mientras todo el cuerpo se le estremecía con la violencia del poder que buscaba hacerse con él.
¡Debe morir! ¡Si no, te matara!
Fulgrim bajó la mirada hacia su oponente derrotado y vio su propio reflejo en los ojos de Ferrus Manus.
En un instante que se alargó una eternidad, vio en lo que se había convertido y en la monstruosa traición en la que había participado de forma voluntaria. Supo en ese instante eterno que había cometido una equivocación terrible al empuñar la espada en el templo laer, y se esforzó por soltar aquella arma maldita que lo había hecho caer tan bajo.
La mano se le mantuvo firmemente cerrada alrededor de la empuñadura, y al mismo tiempo que se dio cuenta de lo bajo que había caído, también se percató de que había llegado demasiado lejos como para poder parar, y a todo eso se unió el darse cuenta de que todo por lo que había luchado en aquella traición era mentira.
Fulgrim vio que Ferrus Manus alargaba una mano, casi a cámara lenta, hacía su espada. Su adversario cerró los dedos alrededor de la empuñadura y las llamas se encendieron de nuevo ante el contacto con su creador.
¡Mátalo antes de que te mate! ¡YA!
La espada de Fulgrim pareció moverse con independencia, pero no necesitaba tales artificios, ya que él la blandió por voluntad propia.
El arma plateada hendió el aire hacia Ferrus Manas, y Fulgrim notó la sensación de triunfo de la presencia que ahora sabía que había habitado en su interior desde el principio. Intentó desesperadamente detener el golpe, pero ya no poseía el control de sus propios músculos.
El acero forjado de un modo antinatural en la disformidad chocó con la piel de hierro de un primarca, y su filo aberrante atravesó la piel, el músculo y los huesos de Ferrus Manus con un chillido aullante que resonó en unas dimensiones más allá de las conocidas por los simples mortales.
De la herida surgieron una catarata de sangre y las monumentales energías unidas a la carne y a la sustancia de uno de los hijos de sangre del Emperador. Fulgrim retrocedió y dejó caer la espada plateada a un lado cuando aquel poder ardiente lo cegó. Oyó un aullido penetrante, semejante al de un coro de espectros, que lo rodeó al mismo tiempo que unas manos fantasmales tiraban de él y un millar de voces gritaban en el interior de su mente.
Unos torbellinos espectrales lo atraparon y lo hicieron girar como un simple trapo al viento amenazando con arrancarle los miembros como castigo. Cuando ya aceptaba aquella oportunidad de olvido, sintió que otra presencia aparecía para protegerlo, la misma presencia que había guiado el brazo de la espada, la misma presencia que había sido su compañía constante desde Laeran, aunque él no lo hubiera sabido entonces.
Fulgrim cayó al suelo cuando los torbellinos lo soltaron y se desvanecieron con un grito aullante de angustia y frustración. Se desplomó y rodó sobre un costado, boqueando para tragar grandes bocanadas de aire frío, mientras volvía a oír el sonido de la batalla. Le llegaron gritos de dolor, disparos, explosiones y el estampido rítmico de los bólters al lanzar una andanada tras otra. Era el sonido de la muerte.
Era el sonido de una matanza.
Le dolía todo el cuerpo por las heridas y por la sensación de pérdida, pero Fulgrim se puso en pie. Estaba rodeado de sangre y de los restos del combate, y las figuras inmóviles de los guerreros con armadura contemplaban inmóviles el cuerpo decapitado que yacía en el suelo negro delante de él.
Fulgrim inspiró de forma profunda y temblorosa y alzó las manos al cielo para gritar su pérdida ante el espectáculo de su hermano tan cruelmente asesinado.
—¿Qué es lo que he hecho? —aulló—. ¡Que el Trono me salve! ¿Qué es lo que he hecho?
Lo que había que hacer.
Fulgrim oyó la voz como un siseo sibilante en el oído, el aliento de alguien pegado a su cuello. Giró la cabeza pero allí no había nadie, ningún interlocutor invisible, ninguna presencia.
—Está muerto —musitó Fulgrim. La sensación de pérdida y de culpabilidad por su crimen era inmensa—. Yo lo he matado.
Si, eso hiciste. Con tus propias manos. Mataste a tu hermano, que siempre pensó bien de ti y que lucho fielmente a tu lado a lo largo de todos esos años.
—Era… era mi hermano.
Eso era, y siempre te honró.
Le dio la impresión de que la presencia ominosa que lo rodeaba y que le hablaba le arañaba los ojos con unos dedos inmateriales, y Fulgrim sintió que su mente era arrastrada al mundo de los recuerdos, y vio de nuevo la batalla contra la Diasporex, y a la Puño de Hierro acudiendo en ayuda de la Pájaro de Fuego. Vio el resentimiento que había albergado durante meses, y sólo en ese momento comprendió el altruismo del acto de Ferrus Manus y la pérdida de vidas que había provocado su actitud egoísta. Donde antes sólo había visto ambición de gloria por parte de su hermano, ahora veía el acto realmente heroico que había realizado.
Los comentarios críticos de su hermano, las pullas dirigidas a subestimarlo, no habían sido más que bromas destinadas a restarle orgullo y a que recuperara algo de humildad. Lo que había percibido como fanfarronadas orgullosas y actos temerarios eran hazañas valerosas que él había despreciado con desdén.
El rechazo de Ferrus Manus a su intento de traición era un acto de auténtica amistad, pero sólo en ese momento se dio cuenta de que lo que su hermano había intentado siempre era salvarlo.
—¡No, no, no! —gritó Fulgrim cuando el verdadero horror de lo que había hecho le impacto con toda la fuerza de un rayo.
Miró a su alrededor a través de los ojos llenos de lágrimas y vio los horribles cambios que había provocado en su amada legión, las perversiones que había ocultado tras la fachada de placeres epicúreos.
—Todo lo que he hecho no son más que cenizas —susurró, y empuñó la dorada Filo de fuego, la espada que su hermano había empuñado a su vez en un intento por deshacer todo el mal que él había desencadenado.
Fulgrim le dio la vuelta a la espada y sostuvo la hoja llameante contra su cuerpo. El filo le ennegreció las manos y le quemó la piel a través de las grietas de la armadura.
Acabar con todo en ese momento sería lo más fácil del mundo. Eliminar la culpabilidad y terminar con el dolor gracias a un fuerte empujón del acero en sus entrañas. Fulgrim agarró la espada con fuerza y la sangre comenzó a correrle por la palma de las manos allá donde el filo le cortó la piel.
No. Un noble suicidio no es para gente como tú, Fulgrim.
—Entonces, ¿qué lo es? —aulló Fulgrim al mismo tiempo que arrojaba lejos la espada que su hermano había forjado.
El olvido. El dulce vacío de la paz eterna. Puedo otorgarte lo que ansias… y acabar con la culpabilidad y el dolor.
Fulgrim se irguió y se mantuvo así bajo las nubes tormentosas de Isstvan V. Su rostro, antaño bello, estaba cubierto de lágrimas, y armadura llena de manchas de la sangre de su hermano.
Fulgrim levantó las manos y miró la sangre que también la cubría.
—El olvido —murmuró con voz roncan—. Sí, ansío el don de la no existencia.
Entonces, ábrete por completo a mí y yo acabaré con todo esto.
Fulgrim echó un último vistazo a su alrededor. Miró a los guerreros que estúpidamente se habían aliado con el Señor de la Guerra: Julius, Marius y los miles más que estaban condenados y que no lo sabían.
A su alrededor oyó los ruidos del futuro, la guerra y la muerte. La idea de que él compartía una parte de la responsabilidad por la destrucción del sueño del Emperador era la mayor vergüenza y pena que jamás hubiera conocido.
Acabar con todo aquello sería un alivio bendito.
—El olvido —susurró. Cerró los ojos—. Hazlo. Acaba conmigo.
Las barreras de la mente de Fulgrim cayeron por completo y sintió el éxtasis de una criatura más antigua que el propio tiempo mientras se derramaba sobre el vacío de su alma. Apenas su contacto se apoderó de su carne, supo que ahora sí que había cometido el peor error de toda su vida.
Fulgrim gritó mientras se esforzaba por mantenerla fuera, pero ya era demasiado tarde.
Su conciencia se vio aplastada contra las esquinas oscuras sin utilizar de su mente, condenada para siempre a ser un testigo mudo de la destrucción que provocaría el nuevo amo de su cuerpo.
Un momento antes, Fulgrim era un primarca, uno de los hijos de sangre del Emperador; al siguiente, era una criatura del Caos.