VEINTITRÉS
LA BATALLA DE ISSTVAN V
El capitán Balhaan estaba de pie en su atril de mando, inmóvil, e intentaba mantener controlada su respiración mientras contemplaba a las tres majestuosas figuras que se habían reunido en el puente de mando de la Ferrum. El padre de hierro Diederik se encontraba en el control del timón, igualmente impresionado por las gigantescas siluetas de los tres primarcas, que estaban discutiendo el mejor método para destruir a las fuerzas enemigas desplegadas en Isstvan V. En sus lecturas sobre historia se mencionaba el carisma de antiguos héroes de leyenda: el poderoso Hektor, el valiente Alexander y el sublime Torquil.
Los relatos hablaban de cómo los hombres se habían sentido mudos por su increíble majestad, por lo que aquellos héroes habían sido descritos en términos de maravillosas hipérboles que eran evidentes exageraciones, pensadas para magnificar sus reputaciones. Balhaan había dado por sentado que la mayoría de aquellos relatos eran invenciones recargadas hasta que vio por primera vez a un primarca, y entonces supo que tenían que ser verdad. Sin embargo, ver a tres de ellos reunidos no se parecía a nada que él pudiera describir. No había palabras que fueran capaces de transmitir el temor reverencial que sentía ante la visión de los guerreros tan perfectos como los que estaban en el puente de mando de su nave.
Ferrus Manus, equipado con su reluciente armadura negra, les sacaba una cabeza a sus hermanos. Caminaba arriba y abajo como un león níveo medusano que estuviera enjaulado mientras esperaba noticias del resto de su legión. De vez en cuando se golpeaba la palma de la mano plateada con el otro puño, y Balhaan vio en cada movimiento la necesidad urgente que tenía de llevar la lucha a los traidores.
Comparado con el primarca de los Manos de Hierro, de anchas espaldas y tremendos músculos, Corax, el primarca de la Legión de la Guardia del Cuervo, parecía delgado y alto. Su armadura también era negra, pero parecía no reflejar en absoluto la luz, como si absorbiera toda aquella que se atreviera a posarse en ella. El reborde blanco de la armadura era de marfil claro, y unas grandes alas de plumas oscuras se alzaban a cada lado de su rostro de rasgos pálidos y aquilinos. Sus ojos eran unos carbones negros asesinos, y en los guanteletes llevaba desenvainadas unas largas garras de plata reluciente. El primarca de la Guardia del Cuervo no había dicho nada hasta ese momento, pero Balhaan había oído decir de Corax que era un guerrero taciturno que no expresaba su opinión hasta que tenía que decir algo que mereciera la pena.
El tercero de los primarcas era Vulkan, primarca de los Salamandras, un hermano con quien Ferrus Manus tenía una gran amistad, ya que ambos eran forjadores además de guerreros. Vulkan tenía la piel oscura y correosa, y sus ojos mostraban una sabiduría que hubiera hecho sentirse humilde al mayor erudito del Imperio. Su armadura era de un brillante color verde mar, aunque cada placa de la misma estaba decorada con imágenes de llamas creadas a partir de una profusión de fragmentos coloreados de cuarzo. Una de las hombreras estaba fabricada a partir del cráneo de un gran dragón de fuego, que se decía que era la bestia que había cazado en su competición con el Emperador cientos de años antes, mientras que la otra hombrera estaba cubierta por un largo manto de escamas duras como el hierro tomadas del pellejo de otro poderoso dragón de Nocturne.
Vulkan llevaba un arma de manufactura sorprendente, con un cargador superior y un cañón perforado que estaba rematado en la bocacha con la forma de un dragón rugiente. Balhaan había oído hablar de aquella arma de plata y bronce, que había sido forjada por Ferrus Manus muchos años atrás para su hermano primarca. El capitán había contemplado cómo su primarca se la entregaba de nuevo a Vulkan, y había sentido un enorme orgullo cuando el guerrero de piel oscura había aceptado con elegancia la legendaria arma y había jurado empuñarla en la batalla que se avecinaba.
Estar cerca de unos guerreros tan poderosos era un honor que Balhaan sabía que no volvería a ser igualado. Decidió memorizar cada detalle de aquel momento y anotarlo lo mejor que pudiera, para que los futuros capitanes de la Ferrum conocieran el honor que se le había otorgado a su nave en el pasado.
Balhaan había forzado a la tripulación y a la nave hasta sus límites para alcanzar el sistema Isstvan cuanto antes, y al llegar descubrieron que lo habían hecho al mismo tiempo que las flotas de la Guardia del Cuervo y de los Salamandras. Una serie de reconocimientos sigilosos habían identificado las posiciones enemigas, y los primarcas habían trazado los mapas de las zonas de desembarco además de los vectores de ataque óptimos. Sin embargo, no podían hacer nada sin el resto de las legiones encargadas de la tarea de acabar con la rebelión de Horus.
Llegar a su destino y ser incapaces de cumplir la voluntad del Emperador era una frustración suprema, pero incluso Ferrus Manus, con toda su rabia, había reconocido que si no disponían de apoyo no podían asaltar y arrollar a las fuerzas del Señor de la Guerra.
Diez compañías de morlock estaban alojadas en la Ferrum. Eran los guerreros más letales y más veteranos de la legión, y Balhaan sabía que cualquier fuerza que se atreviera a enfrentarse a esos exterminadores no sobreviviría a su furia. Los Manos de Hierro llevarían a cabo los asaltos iniciales con los veteranos de su legión, y al capitán le pareció apropiado que los mejores guerreros fueran los primeros en entrar en combate. Bajo el mando de Gabriel Samar, los morlock ansiaban, impacientes, enfrentarse a los Hijos del Emperador y hacerles pagar los asesinatos deshonrosos que habían cometido con sus camaradas en el anvilarium de la Puño de Hierro.
El resto de la 52.ª Expedición seguía a la Ferrum, pero no se sabía con exactitud cuándo llegarían al sistema, y cada segundo que se retrasaba el asalto proporcionaba más tiempo a los traidores para fortificar sus posiciones.
Las legiones de Corax y de Vulkan ya estaban en posición para comenzar sus ataques contra Isstvan V, pero el astrópata Cistor todavía no había recibido mensaje alguno de los hermanos primarcas de Ferrus Manus de las legiones de los Portadores de la Palabra, los Amos de la Noche, los Guerreros de Hierro o la Legión Alfa.
—¿Ya están todas las unidades listas y en posición? —preguntó Ferrus Manus, sin apartar la vista de la pantalla de observación.
Balhaan asintió.
—Lo están, mi señor.
—¿Seguimos sin saber nada de las demás legiones?
—Nada, mi señor —le respondió el capitán tras comprobar la conexión con las cámaras corales de los pocos astrópatas supervivientes de la legión. Ese mismo ritual se repetía cada pocos minutos, ya que a Ferrus Manus le reconcomía el retraso en dar la orden de ataque. La espera le resultaba interminable a unos guerreros que ansiaban devolver el ataque a aquellos que se habían atrevido a manchar el honor de sus hermanos con su traición.
La compuerta que daba al puente de mando se abrió, deslizándose hacia un lado. Un par de exterminadores morlock entró, seguido de la figura delgada del astrópata Cistor.
Apenas había dado un paso en el interior del puente de mando cuando Ferrus Manus ya estaba a su lado. Tomó de los hombros al astrópata con sus manos plateadas en un apretón aplastante.
—¿Que noticias hay de las otras legiones? —quiso saber el primarca, con los ojos plateados centelleando a centímetros del rostro de Cistor.
—Mi señor, he recibido personalmente mensajes de vuestros hermanos primarcas —le contestó Cistor, retorciéndose levemente bajo la presa del primarca.
—¿Y? ¡Dime! ¿Están ya en camino? ¿Podemos comenzar el ataque?
—Ferrus —le dijo Corax con voz tranquila, pero cargada de autoridad—. Vas a aplastarlo antes de que pueda contestarte. Suéltalo.
Ferrus Manus dejó escapar un suspiro estremecido y se apartó del astrópata tembloroso. Vulkan se acercó a ellos.
—Díganos lo que ha oído.
—Las legiones de los Portadores de la Palabra, la Legión Alfa, los Guerreros de Hierro y los Amos de la Noche están a pocas horas detrás de nosotros, mi señor Vulkan —le contestó Cistor con calma—. Saldrán de la disformidad cerca del quinto planeta.
—¡Sí! —gritó Ferrus Manus alzando un puño en el aire al mismo tiempo que se volvía hacia sus hermanos primarcas—. El honor de verter la primera sangre en esta batalla nos corresponde a nosotros, hermanos. Iniciemos un asalto planetario total.
El entusiasmo de Ferrus fue contagioso, y Balhaan sintió que la sangre se le encendía al saber que tardarían poco en llevar la ira del juicio del Emperador a los traidores. Su primarca volvió a caminar arriba y abajo por el puente de mando mientras daba órdenes a sus hermanos.
—Los morlock y yo iremos en vanguardia —dijo Ferrus—. Corax, tu legión debe asegurar el flanco derecho de la depresión de Urgall y luego avanzar hacia el centro. Vulkan, tú te encargarás del flanco izquierdo.
Los primarcas asintieron al oír las órdenes de Ferrus Manus, y Balhaan notó que hasta Corax, habitualmente reservado, estaba impaciente ante la perspectiva de destruir al enemigo que los esperaba abajo.
—Las demás legiones desembarcarán en cuanto salgan de la disformidad. Aseguraran la zona de desembarco y reforzarán nuestro asalto —exclamó Ferrus Manus con los ojos encendidos como fuegos de magnesio.
Estrechó la mano a sus hermanos y se dio la vuelta para dirigirse a la tripulación de la Ferrum.
—Los traidores no esperan que los ataquemos tan pronto, así que disponemos de la ventaja de la sorpresa. ¡Que el Emperador nos maldiga si la desaprovechamos!
* * *
Las fuerzas del Señor de la Guerra no habían desaprovechado los retrasos obligados de Ferrus Manus. Desde que llegaron a Isstvan V ochos días antes, los guerreros de los Devoradores de Mundos, de la Guardia de la Muerte, de los Hijos de Horus y de los Hijos del Emperador se habían desplegado a lo largo de las defensas construidas sobre el borde de la depresión de Urgall y se habían preparado para la inmensa batalla que estaba a punto de librarse. A su espalda, las escuadras de apoyo a larga distancia ocupaban las murallas de la fortaleza, y las piezas de artillería del ejército regular esperaban para hacer caer sobre cualquier enemigo que se acercara una lluvia de muerte explosiva.
El Dies Irae se encontraba delante de la muralla, con sus armas colosales preparadas para disparar y causar la destrucción entre los enemigos del Señor de la Guerra. El princeps Turnet en persona había jurado expiar la traición que había ocurrido en su puente de mando durante la batalla de Isstvan III.
Casi treinta mil astartes se agazapaban en el extremo norte de la depresión de Urgall, con las armas preparadas y los corazones endurecidos en la necesidad de lo que había que hacer.
El cielo continuaba siendo un dosel ininterrumpido de nubes de color gris pizarra, y el único sonido que rompía el aullido fantasmal del viento era el roce del metal contra el metal. Una sensación de solemnidad histórica se había apoderado del desierto, como si todos los que estaban allí reunidos supieran que aquéllos eran los últimos momentos de quietud en un lugar que no tardaría en convertirse en un sangriento campo de batalla.
La primera advertencia llegó cuando un brillo rojizo apagado fue aumentando detrás de la capa de nubes y bañó todo el escenario con una luz intensa. Luego llegó el sonido: un rugido que pasó poco a poco de ser un retumbar bajo a un aullido agudo.
Sonaron las alarmas, y las nubes se rasgaron cuando los rayos de luz las atravesaron ardiendo y cayeron en un torrente de fuego. El borde de la depresión se vio sacudido por una oleada de explosiones cataclísmicas y toda la línea de las fuerzas del Señor de la Guerra quedó bajo un bombardeo rugiente y arrasador.
Las fuerzas del Emperador machacaron la zona desde la órbita durante largos minutos. Una tormenta de fuego de ferocidad inimaginable martilleó la superficie de Isstvan V con la potencia del fin del mundo. Por fin, el terrible bombardeo acabó y el eco de su poder se fue dispersando junto al humo acre de las explosiones, pero los Hijos del Emperador habían cumplido a la perfección su tarea de crear un entramado de defensas desde las que enfrentarse a sus antiguos hermanos, y las fuerzas del Señor de la Guerra habían estado bien protegidas.
El propio Horus sonrió desde su puesto de observación en el torreón alienígena. Contempló cómo el cielo se oscurecía de nuevo cuando miles y miles de capsulas de desembarco surcaban ardientes la atmósfera hacia la superficie del planeta.
Se volvió hacia la belicosa figura de Angron y a la de su hermano, el glorioso Fulgrim.
—Recordad bien este día, amigos míos. ¡Los leales al Emperador se dirigen a su muerte!
* * *
El sonido era terrible, un aullido ígneo interminable que convertía el interior de la cápsula de desembarco en un horno ardiente y asfixiante. Sólo la ceramita de sus armaduras permitía a los astartes lanzarse al asalto de esa manera, y Santar sabía que aquel ataque relámpago pillaría a los traidores en el momento más vulnerable, cuando todavía estuviesen recuperándose de las consecuencias del bombardeo orbital.
Ferrus Manus estaba sentado enfrente de Santar, con una espada completamente nueva en su regazo. El fuego del descenso se reflejaba en la plata de sus ojos. Otros tres morlock llenaban el espacio que quedaba libre en la cápsula de desembarco. Eran los mejores guerreros de la legión, y la punta afilada de la lanza que se clavaría en los órganos vitales del enemigo.
El cielo que cubría la depresión de Urgall estaba repleto de cápsulas de desembarco, ya que el poder combinado de tres legiones atravesaba el aire en ese momento para cobrarse una venganza sangrienta en sus antiguos hermanos. Santar sentía el poderoso deseo de destruir a los traidores con cada inhalación de aire que tomaba a través del nuevo chasis metálico de su cuerpo.
—¡Diez segundos para el impacto! —gritó una voz automática.
Santar se puso tenso y se apoyó con fuerza en el pivote central de la cápsula de desembarco. Los servomotores de su armadura de exterminador se ajustaron en preparación a la fuerza colosal del impacto. Oyó unas explosiones rugientes y estruendosas procedentes del otro lado de los pétalos blindados de la cápsula, y reconoció el sonido del fuego de artillería. Le pareció inconcebible que algún enemigo hubiera sobrevivido al bombardeo orbital.
El frenazo de los retrocohetes, seguido del tremendo impacto del aterrizaje, tiraron de su arnés de gravedad, pero Santar ya era un veterano en aquella clase de asaltos y estaba más que acostumbrado a la violencia de una desaceleración tan súbita. En cuanto la cápsula chocó con el suelo, unos pernos explosivos hicieron saltar las escotillas y los paneles quemados cayeron hacia fuera. Los arneses de gravedad se soltaron y Santar se lanzó a la carga contra la superficie de Isstvan V.
Lo primero que vio fue que las llamas monstruosas provocadas por el fuego de miles de cápsulas de desembarco habían convertido el cíelo gris en un entramado de luz y de humo. La tierra se veía sacudida por explosiones cuando los proyectiles de artillería estallaban contra el suelo. Los cuerpos que albergaban las armaduras quedaban convertidos en pulpa por las gigantescas ondas expansivas. El risco que se alzaba ante él estaba completamente iluminado por los disparos, ya que eran miles de astartes lo que estaban enfrentados en un feroz tiroteo.
—¡Adelante! —gritó Ferrus Manus, al mismo tiempo que se lanzaba a correr hacía el risco.
Santar, y los morlock lo siguieron hacia el enloquecido torbellino de la batalla, y vio que el grueso de los Manos de Hierro había impactado en todo el corazón de las defensas del enemigo. El desierto negro ardía tras el bombardeo orbital, y los restos retorcidos de búnkeres, de reductos destrozados y de trincheras derrumbadas eran un horripilante recordatorio de su poder.
Casi cuarenta mil astartes leales combatían a lo largo del risco, ante las grandes murallas de la antigua fortaleza. La rapidez y la ferocidad de su asalto habían pillado completamente por sorpresa a los traidores. Incluso con el filtro de los sentidos automatizados de la armadura, el estruendo de la batalla era ensordecedor: disparos, explosiones y aullantes gritos de odio.
Las llamas del combate iluminaban las nubes. Las trazas de fuego formadas por las ráfagas de proyectiles y los disparos de láser cruzaban de forma incesante el campo de batalla. El suelo se estremeció con las pisadas de un leviatán furibundo cuando el Dies Irae atravesó las andanadas de misiles y de todo tipo de armas. Sus poderosas armas relucían con cada disparo y abrían inmensos huecos en las filas leales. Varios soles en miniatura brillaron en mitad del desierto cuando las armas de plasma del titán abrieron cráteres de varios cientos de metros de diámetro y vaporizaron a cientos de astartes de un solo golpe al mismo tiempo que convenían la arena en un reluciente vidrio oscuro.
Ferrus Manus era un dios de la guerra. Aplastaba contra el suelo a los traidores con golpes de sus puños relucientes o los abatía con los disparos de una pistola de decoración recargada y enorme calibre. La espada que había llevado consigo seguía al cinto, y Santar se preguntó qué era y para qué la habría llevado.
Un centenar de traidores surgieron de un complejo de trincheras destrozado que se extendía ante ellos. Era un grupo de guerreros de los Hijos de Horus y de la Guardia de la Muerte, y Santar liberó las garras relámpago de sus vainas en los guanteletes. El capitán disfrutó de la posibilidad de derramar sangre en combate personal en mitad de aquella confusión de disparos. Los traidores mantuvieron la posición y dispararon sus armas desde la cadera un momento antes de que los Manos de Hierro se estrellaran contra ellos. Santar destripó a su primer oponente y se lanzó a por el resto con una velocidad que hubiera hecho sentirse orgulloso a cualquier guerrero equipado con una armadura de la clase Mark IV. Los disparos de bólter y los filos de las espadas sierra se estrellaron contra él, pero su armadura estaba hecha a prueba de aquellas armas.
Ferrus Manus mató a los guerreros enemigos por decenas. Su arrogancia traidora les falló ante semejante avatar majestuoso de la batalla.
Las trincheras y los búnkeres eran un baile de guerreros enfrentados que tenía un trasfondo de explosiones y el tremendo sonido de la matanza. Las órdenes, junto a los gritos de victoria o de desesperación, cruzaron el canal de comunicaciones de su casco, pero Santar hizo caso omiso de todo aquello, demasiado concentrado en la liberación catártica que suponía matar como para prestar ninguna atención.
El capitán fue capaz de ver, incluso en mitad de aquel caos, que la batalla por la depresión de Urgall iba bien. Centenares, quizá miles, de traidores habían muerto en los momentos iniciales del enfrentamiento. Capítulos enteros de Salamandras seguían aprovechando el impulso del ataque con unidades lanzallamas que limpiaban las trincheras y los reductos de enemigos con chorros de promethium encendido. La oscuridad envuelta en humo se veía atravesada de vez en cuando por algunos rayos de sol, y Santar reconoció aquella luz como el disparo del arma que su primarca le había regalado a Vulkan.
Allí estaba. La poderosa figura de Vulkan caminaba entre los torrentes de disparos, y mataba con cada mandoble de su espada o con cada rayo del arma que su hermano había forjado para él. Una explosión colosal estalló a los pies del primarca y lo envolvió en una nube de llamas mortíferas. Decenas de sus dragones de fuego salieron despedidos por el aire, con la armadura fundida y la carne arrancada de los huesos, pero Vulkan atravesó aquel fuego sin sufrir daño alguno y continuó matando traidores sin bajar el ritmo en ningún momento.
Ferrus Manus penetró más todavía entre las filas de los traidores. Su entrenamiento jamás los había preparado para la furia de un primarca. Los morlock seguían a su amo y señor y formaban una cuña de combate que se abría, a disparos y mandobles, un camino sangriento a través de los traidores.
Por detrás del tremendo ataque que había supuesto el asalto con cápsulas, los transportes pesados de las flotas leales se esforzaban por atravesar la tormenta de disparos antiaéreos que surgía del interior de la antigua fortaleza. Las naves envueltas en llamas se desplomaban contra el suelo, cayendo en barrena, destrozadas por las ráfagas de los disparos trazadores o reventadas por los torpedos de masa reactiva. Cientos de naves se esforzaban por mantener la posición mientras descendían hacía la zona de desembarco. Llevaban equipo pesado, artillería, tanques y máquinas de guerra a la superficie de Isstvan V.
Las arremolinadas nubes de polvo granulado oscurecieron buena parte de la zona de desembarco cuando los enormes compartimentos de carga dejaron salir decenas de tanques de combate; desde Land Raider hasta Predator. Compañías enteras de vehículos blindados cruzaron, rugientes, la superficie del planeta e hicieron crujir la arena bajo sus cadenas cuando se apresuraron a unirse a la batalla que se estaba librando en el risco.
Los Whirlwind y las unidades artilleras del ejército se desplegaron en la llanura desértica y dirigieron sus armas a las posiciones enemigas para momentos después añadir sus rugidos al constante y ensordecedor estruendo de la batalla. Descendieron naves incluso más pesadas sostenidas por chorros de fuego, y de sus entrañas surgieron los tanques superpesados del ejército. Los gigantescos cañones de sus armas comenzaron a escupir enormes proyectiles contra las vítreas murallas de la fortaleza.
Lo que había comenzado siendo un ataque en masa contra las posiciones de los traidores se convirtió con rapidez en una de las mayores batallas de toda la Gran Cruzada. En total, eran más de sesenta mil los guerreros astartes que se enfrentaban en la llanura oscura de Isstvan V, y aunque fuera por otras razones, la batalla pasaría a los anales de la historia imperial como uno de los enfrentamientos más épicos jamás librados.
El ataque de los fieles al Emperador estaba haciendo retroceder el centro de la línea enemiga, formando un arco en cuyo centro se encontraba Ferrus Manus. Los aullantes depredadores de la Guardia del Cuervo de Corax estaban destrozando el flanco derecho enemigo. Sus temibles grupos de alas de asalto caían desde el cielo impulsados por los retrorreactores y mataban a sus enemigos con los mandobles aullantes de sus espadas curvas. Corax se abalanzaba contra los guerreros de Horus, como una ave de presa negra, atravesando el aire gracias a su retrorreactor alado y acabando con los traidores con cada golpe de sus poderosas garras. La legión de los Salamandras de Vulkan abrasaba a sus oponentes en el otro flanco, y las columnas de tuesto señalaban la extensión de su avance.
Sin embargo, hasta ese momento, los traidores habían tenido una respuesta para cada éxito de sus enemigos. La terrorífica forma del primarca de los Devoradores de Mundos mató a cientos de astartes leales que intentaron cruzar un sector de disparo establecido por las escuadras de apoyo de su legión. Angron aullaba como un dios de la batalla primigenio, y sus armas gemelas reventaban a cualquiera que se atreviera a acercarse. Los leales caían con tanta facilidad ante el Ángel Rojo como los traidores bajo las armas de Corax, Ferrus Manus y Vulkan.
En contraste con el salvajismo brutal de Angron, Mortarion el Señor de la Muerte mataba con una eficiencia siniestra y cosechaba decenas de guerreros leales cada vez que blandía su terrorífica guadaña de combate. Su Guardia de la Muerte luchaba con tenaz eficiencia. Donde se encontraban los primarcas traidores ningún enemigo podía sobrevivir, y las fuerzas leales se estrellaron contra ellos igual que contra un peñasco inamovible.
Las Hijos de Horus lucharon por toda la línea con un odio amargo en sus corazones. El primer capitán Abaddon dirigía en combate a las mejores tropas del Señor de la Guerra, y era aterrador ver su ira. Mataba con un salvajismo incesante, mientras que Horus Aximand, que luchaba a su lado, golpeaba de un modo mecánico y casi ausente. Sus ojos no dejaban de asombrarse ante la magnitud de la matanza.
Los Hijos del Emperador luchaban en el centro de la línea traidora con una crueldad exacerbada. Sus guerreros aullaban con alegría salvaje cada vez que mataban a sus antiguos camaradas. Provocaron unos horrores antinaturales de degradación y mutilación en los vivos y en los muertos cada vez que la legión de Fulgrim rechazó los ataques, aunque todavía no se había visto a su primarca.
Unos guerreros con armaduras de la clase Mark IV extrañamente modificadas y cubiertos de pellejos daban saltos en mitad de los combates más letales, luchaban sin casco y con las mandíbulas abiertas de par en par mientras lanzaban aullidos repulsivos. Iban equipados con armas desconocidas que disparaban descargas resonantes de sonidos armónicos atonales que abrían unos sangrientos surcos en las filas de los Manos de Hierro. Unos grandes tubos y altavoces fijados en sus armaduras amplificaban las vibraciones aullantes de su música mortífera, y el ensordecedor sonido destrozó por igual a los guerreros y a los vehículos blindados.
Cuando por fin el grueso del equipo más pesado se desplegó en la retaguardia de la feroz batalla, las explosiones aumentaron entre las líneas de los traidores, y hasta Angron y Mortarion se vieron obligados a retirarse para quedar fuera del alcance de la artillería leal. Ferrus Manus avanzó más todavía por el centro de la batalla, y sus Manos de Hierro se adentraron a mayor profundidad en el corazón de las defensas enemigas en su ansia por castigar a los traidores y descargar su ira en los Hijos del Emperador.
Morían miles a cada minuto, y la matanza era una visión impresionante. La sangre corría literalmente en ríos hacia la depresión de Urgall y abría profundos surcos pegajosos en la arena oscura. Una destrucción semejante jamás se había concentrado en un espacio tan reducido, ya que había suficiente poder militar como para conquistar todo un sistema planetario en una línea de unos, únicamente, veinte kilómetros de ancho.
Escuadrones enteros de vehículos se esforzaron por llegar hasta la línea del frente, pero era tal la masa de cuerpos que sus comandantes vieron frustrado su deseo de aplastar a los traidores bajo su peso blindado. Los Land Raider formaron filas de disparo y las líneas de láser rojo incidieron casi en paralelo en la fortaleza y en la gigantesca figura del Dies Irae.
Los escudos de vacío parpadearon y desaparecieron. El monstruoso titán, al darse cuenta del peligro, cambió de objetivo: dejó de disparar contra la infantería y apuntó contra los blindados. Las líneas de vehículos se vieron arrasadas por descargas de plasma, y una docena estallaron de inmediato cuando el calor alcanzó sus células de energía.
La matanza continuó sin cesar, a una escala jamás vista antes, y sin que ninguno de los dos bandos fuera capaz de aprovechar sus ventajas. Los traidores estaban bien atrincherados en unas buenas posiciones defensivas, pero los leales habían aterrizado prácticamente encima de ellos y con una gran superioridad numérica.
El derramamiento de sangre era un espectáculo verdaderamente horrible, ya que guerreros vinculados entre sí por grandes promesas de lealtad luchaban contra sus hermanos, con el corazón lleno de odio. Ninguna legión salió beneficiada con la matanza, ya que las dimensiones del combate hacían que las tácticas no tuviesen sentido, y los dos ejércitos continuaron enfrentados en una lucha feroz que amenazaba con destruirlos a todos.
Julius avanzó bailando entre el combate. Lo que veía y oía en la matanza le provocaba espasmos de placer físico que le sacudían el cuerpo mientras luchaba con una alegría salvaje. Tenía la armadura mellada y abierta en una decena de puntos, pero las heridas únicamente habían provocado que su mortífera danza alcanzase nuevas cotas. Durante los preparativos para el combate había repintado la armadura con una multitud de colores chillones que estimularon su visión recién renacida.
También había mejorado sus armas y las expresiones de horror y de asco que acompañaban cada uno de sus golpes letales le encendían los sentidos.
—¡Miradme y daos cuenta de lo grises que son vuestras vidas! —gritó, mientras luchaba delirante en el centro de la matanza.
Hacía tiempo que se había quitado el casco para experimentar mejor el caos de la batalla, el rugido de los disparos, el zumbido de las espadas al atravesar los cuerpos y el brillo de los proyectiles trazadores al cruzar el aire.
Ansiaba tener a su lado a Fulgrim en aquella batalla tan exquisita, pero el Señor de la Guerra tenía otros planes para el primarca de los Hijos del Emperador. En el rostro extático de Julius apareció un gesto petulante y giró sobre sí mismo para lanzar un tajo perfecto que decapitó a un guerrero de los Manos de Hierro. ¡Horus y sus planes! ¿Dónde estaba entre esos planes encontrar el momento para disfrutar de la victoria? Los poderes y los deseos que Maraviglia había despertado en él eran para ser utilizados. Negarlos era negar su propia naturaleza.
Julius recogió del suelo el casco del guerrero que acababa de decapitar y sacó de dentro la cabeza. Se tomó un momento para saborear el hedor a sangre y a carne quemada que su espada de energía había cauterizado.
—¡Antes éramos hermanos! —le gritó con gravedad fingida—. ¡Ahora estás muerto!
Se inclinó y besó los labios del muerto antes de echarse a reír y lanzar la cabeza por el aire, donde estalló arrapada por una de las constantes ráfagas de disparos. Unos aullidos enloquecidos de risas maníacas acompañados de explosiones retumbantes bajaron hacia él, y se echó a un lado a tiempo de que una oleada asesina de sonido le pasara rugiente por encima. La música era dolorosamente alta, pero Julius gritó de placer cuando notó que el sonido le recorría el cuerpo.
El capitán se puso en pie y vio un grupo de exterminadores de armadura bruñida que se dirigía hacia él. Sonrió con ferocidad al ver que lo dirigía Gabriel Santar, ya que las insignias de primer capitán de la armadura brillaban como una baliza en la oscuridad.
Un rugido aullante de sonidos enfrentados abrió un tremendo surco a su lado al surgir de la arena negra como una erupción volcánica. Julius vio a su espalda a Marius, cubierto de pieles humanas, y rugió de placer al saber que su camarada seguía vivo y luchando.
Marius Vairosean había añadido pinchos de hierro a su armadura y le había arrancado la piel a los muertos en La Fenice para decorar las placas manchadas de sangre. Al igual que Julius, no había salido de Maraviglia sin verse alterado, y la monstruosa distensión de su mandíbula le había dejado la boca abierta en un grito aullante y continuo. Donde antes tenía las orejas no quedaban más que dos grandes huecos sangrientos abiertos en la piel, y se había cosido los párpados a las cejas para mantener siempre abiertos los ojos.
Todavía llevaba el gran instrumento musical que había tomado de la orquesta de Bequa Kynska, aunque lo había modificado con unas empuñaduras que permitieran utilizarlo como una terrorífica arma sónica. Entre él y sus camaradas lanzaron una descarga de escalas discordantes que provocó que decenas de morlock cayeran al suelo estremeciéndose. Julius lanzó un grito de halago antes de abalanzarse contra Gabriel Santar y apuntarle a la garganta con su espada.
El horror de lo que estaba viendo casi le costó la vida a Gabriel Santar. Los Hijos del Emperador que tenía ante él no se parecían a nada de lo que se hubiera podido imaginar en sus peores pesadillas. Aunque los enemigas a los que se había enfrentado hasta ese momento eran traidores sin honor, al menos se los podía reconocer como astartes. Sus nuevos oponentes eran perversiones degeneradas de ese ideal, unos monstruos deformados que mostraban abiertamente esas perversiones.
Una monstruosidad deformada con una servoarmadura cubierta de trozos sanguinolentos de piel chillaba mientras movía de un lado para otro una extraña arma, y sus letales descargas sónicas destrozaban a los guerreros en unas explosiones de armaduras rotas y carnes licuadas.
En cuanto Santar alzó uno de los puños de combate para bloquear el golpe dirigido contra su cabeza reconoció los rasgos deformados de Julius Kaesoron. El guerrero se había convertido en un bailarín mortífero que se reía y aullaba como un demente mientras daba vueltas alrededor de Santar y le propinaba mandobles. El arma de Kaesoron era una especie de machete de energía que parecía muy capaz de atravesarle la armadura. Santar se dio la vuelta sobre sí mismo con toda la rapidez que pudo para detener el golpe de la hoja, pero ni siquiera alguien tan veloz como él podía esperar igualar la rapidez de serpiente de su enemigo.
Atrapó la hoja del arma de su oponente entre los dedos de su puño de combate envuelto en energía y se produjo una fuerte explosión. Giró la mano y la hoja de Julius se partió, dejando tan sólo un corto trozo de espada sobresaliendo de la empuñadura.
Santar dejó escapar un gruñido de dolor cuando sintió que la piel de la mano le quedaba unida a las placas fundidas del extremo de la armadura. Vio que Julias había caído de espaldas. En la ceramita de la placa pectoral todavía le borboteaban los restos de la explosión, y la cara le había quedado convertida en un horror de carne achicharrada y de hueso al aire.
A pesar del dolor que sentía en el muñón quemado en que se había convertido su mano, Santar sonrió bajo el casco y avanzó con pasos pesados para darle el golpe de gracia a su traidor enemigo. Alzó un pie para aplastarle el pecho, ya que la potencia de su armadura de exterminador podía partir con facilidad la placa pectoral de Julius.
Luego vio que Julius no estaba aullando de dolor, sino de un tremendo placer orgásmico.
Se detuvo un brevísimo instante del asco que sintió, pero ese instante era lo único que necesitaba Julius. Alzó lo que quedaba de la hoja cargada de energía de su arma y se lo clavó en la entrepierna a Santar.
El dolor fue inimaginable y le recorrió todo el cuerpo en una oleada de agonía. Julius Kaesoron empujó hacia arriba los restos de su arma y los goterones fundidos de la armadura cayeron a la arena oscura en mitad de la lluvia de sangre de Santar. La hoja le abrió el estómago y entró en la placa pectoral a medida que Julius se ponía en pie y acompañaba el movimiento de sierra de su arma.
Todo el cuerpo de Santar se estremeció agónicamente, y ni siquiera las sustancias calmantes bombeadas a toda velocidad en su sistema sanguíneo lograron atenuar el horrible dolor que suponía que le desgarraran por completo el torso. Intentó moverse, pero la armadura se había quedado bloqueada y Julius lo miró directamente a la cara. Su rostro estaba horriblemente iluminado por las llamas del combate, y vio la piel desprendida de la carne que había debajo y el resplandor del hueso que sobresalía en cada mejilla.
A pesar del estruendo de la batalla y de los labios derretidos de su oponente, Santar oyó con espantosa claridad, mientras la vida se le escapaba a chorros, las siguientes palabras que pronunció Julios:
—Gracias —gorgoteó éste—. Ha sido algo exquisito.
El campo de batalla de Isstvan V era un matadero de proporciones épicas. Los guerreros traidores, transformados por el odio, se enfrentaban a quienes antaño habían sido sus hermanos en un conflicto sin parangón por su ferocidad. Poderosos dioses caminaban sobre la superficie del planeta y la muerte les seguía con paso firme. La sangre de los héroes y de los traidores fluía como ríos, y los adeptos encapuchados del Mechanicus Oscuro entregaban depravaciones creadas a partir de tecnología robada a la Tecnocracia Auretiana, que provocaban el caos más sangriento entre las fuerzas leales.
Cada segundo que pasaba morían centenares en la depresión de Urgall. La promesa de una muerte inevitable era un sudario oscuro que flotaba sobre cada guerrero presente. Las fuerzas traidoras todavía resistían, pero su línea cedía bajo la furia del ataque de las unidades leales. Sólo hacía falta el menor de los giros del destino para que se rompiera.
Y entonces se produjo.
Al igual que cometas centelleantes procedentes del cielo, los cohetes de incontables cápsulas y naves de desembarco acompañadas de transportes atravesaron las nubes de humo salpicadas de fuego y descendieron sobre la zona de desembarco leal, situada en el extremo norte de la depresión de Urgall. Cientos de Thunderhawk y de Stormbird rugieron en dirección a la superficie. Sus fuselajes blindados y relucientes mostraron que el poder de otras cuatro legiones llegaba a Isstvan. Sus nombres heroicos eran legendarios y sus hazañas, conocidas a todo lo largo y ancho de la galaxia: la Legión Alfa, los Portadores de la Palabra, los Amos de la Noche y los Guerreros de Hierro.