VEINTIDÓS
MUNDO DE MUERTE
LA TRAMPA ESTÁ PREPARADA
MARAVIGLIA
Isstvan V había sido un lugar de exilio, o eso habían hecho creer los creadores de mitos isstvanianos, ya exterminados. Se contaban relatos de que, en un tiempo de leyenda, el Padre Isstvan en persona había creado el mundo con una música que los cantores de guerra debían escuchar e interpretar. Al parecer, el Padre Isstvan era un dios fecundo, ya que había extendido su semilla a lo largo y ancho de las estrellas y unas madres anónimas habían llevado sus innumerables hijos, con los que se habían poblado las primeras épocas del universo en sus senos.
Aquellos conceptos alegóricos se convirtieron en la noche y el día, en las tierras y los mares, y en otros aspectos incontables del mundo en el que vivían los isstvanianos. Las grandes torres y los enormes murales del interior del Sagrario de la Sirena contaban todo aquello con gran detalle. Eran dramas intrincados de amor, traición, muerte y sangre, aunque ya habían desaparecido para siempre, quemados y aplastados por completo bajo el bombardeo del Señor de la Guerra.
Aquella ira también estaba presente en los mitos de Isstvan, donde se hablaba de los hijos del Padre Isstvan, que se apartaron de su luz y dirigieron a sus huestes contra su progenitor benevolente. Se produjo una terrible guerra. Los Hijos Perdidos, como acabaron siendo llamados, fueron derrotados finalmente en una gran batalla, y sus ejércitos destruidos por completo. Sin embargo, en vez de matar a sus hijos descarriados, el Padre Isstvan los desterró a Isstvan V, un planeta desolado, de negros desiertos y páramos de ceniza.
Se decía que los Hijos Perdidos se dedicaron en aquel lugar de oscuridad y pesadilla a lamentarse una y otra vez por la expulsión del paraíso, y la amargura transformó su bello aspecto hasta que nadie pudo mirarlos sin sentir repugnancia. La leyenda contaba que aquellas monstruosidades vivían en fortaleza ciclópeas de piedra negra desde donde soñaban con regresar para vengarse de sus enemigos.
Esos eran los mitos que los cantores de guerra predicaban en Isstvan, relatos de aviso que advertían a sus ciudadanos para que siguieran el verdadero camino, no fuese que los Hijos Perdidos regresaran y se cobraran su largamente deseada venganza.
No importaba que esos mitos fueran alegorías, parábolas o hechos históricos verdaderos. Lo que era cierto sin duda era que los Hijos Perdidos habían regresado, aunque bajo la forma de las legiones del Señor de la Guerra.
El cielo de Isstvan V era de color gris ceniza. Las nubes oscuras se arremolinaban en cúmulos tormentosos al sur del lugar donde se libraría la primera batalla por el Imperio. «Para ser un lugar de leyenda, tampoco es muy impresionante», pensó Julius Kaesoron. El aire tenía un regusto industrial antiguo. El suelo estaba cubierto de un granillo negro polvoriento, fino y granular como la arena, pero duro y crujiente como el vidrio.
Cuando Julius pisó por primera vez los desiertos negros de Isstvan V, un viento aullante azotaba las dunas oscuras, provocando un gemido lastimero en las torres y las murallas desgastadas de la vieja fortaleza, que se encontraba en lo alto de una suave ladera situada en el extremo norte de un inmenso espacio vacío. Aquel lugar se llamaba la depresión de Urgall, y era el mayor desierto de todo el planeta, una llanura monótona de roca desnuda y apenas algunos matorrales que a veces se elevaba para formar pequeñas colinas, como aquélla sobre la que se encontraba la fortaleza. No se sabía quién la había construido, aunque los miembros del Adeptus Mechanicus tenían la teoría de que pertenecía a una civilización que había precedido a la humana en varios millones de años.
Las murallas habían sido construidas a partir de enormes bloques de piedra vítrea muy dura, cada uno del tamaño de un Land Raider, y estaban tallados con tal precisión que no existía rastro alguno de elemento de adhesión entre ellos. Sus constructores habían muerto mucho tiempo atrás, pero su legado arquitectónico había sobrevivido al paso de los eones, aunque era cierto que parte de los lienzos de las murallas se habían derrumbado a lo largo de esos millones de años. Aquellos desperfectos la hacían inservible como fortaleza, pero ideal como eje central sobre el que montar una línea de defensa. La muralla se extendía unos veinte kilómetros, y en algunos puntos tenía una altura de treinta metros. Las laderas de arena granulosa morían a sus pies. Esa misma arena llenaba los pasillos de su poderoso torreón almenado central.
Fulgrim había establecido su centro de mando en el interior de ese torreón, y había puesto manos a la obra para que fuese un bastión digno del Señor de la Guerra.
Julius, junto a Marius, siguió al primarca de los Hijos del Emperador mientras revisaba las enormes tareas de fortificación que se estaban llevando a cabo. Unos inmensos equipos de excavación del Mechanicus se dedicaron a remover la arena de delante de las murallas para formar un amplio entramado de trincheras, parapetos, bunkers y reductos que se extendieron a todo lo largo del risco que se abría bajo la fortaleza. A la sombra de las murallas se instalaron nidos de baterías antiaéreas, y en el interior de la fortaleza se ocultaron vehículos de lanzamiento con los potentes torpedos orbitales. Si las legiones del emperador querían destruirlos, tendrían que bajar a la superficie para hacerlo.
El primarca de los Hijos del Emperador iba equipado con su armadura de combate. La ceramita había sido pulida hasta reflejar un intenso brillo de color púrpura, aunque la visión recientemente mejorada de Julius era capaz de detectar cientos de sutiles variaciones en cada placa de protección. Los artesanos forjadores de la legión habían añadido numerosas capas a la armadura, y sus poderosas curvas se vieron acentuadas con formas nuevas y maravillosas. También habían quitado el águila Imperial de la placa pectoral y la habían reemplazado por unas bandas talladas de ceramita lacada.
Las placas tenían rebordes dorados y plateados y en la superficie de las mismas se habían grabado escenas que representaban la nueva lealtad de la legión, lo que confería a la armadura un aspecto puramente ceremonial, aunque esa impresión no podía estar más lejos de la verdad.
—Un espectáculo fabuloso, ¿verdad, amigo mío? —le preguntó Fulgrim, mientras contemplaban cómo una gigantesca excavadora del tamaño de una nave de desembarco de titanes trasladaba cientos de toneladas de arena y peñascos que había recogido hasta una tolva igualmente gigantesca.
—Majestuoso —respondió Julius, sin entusiasmo—. Estoy seguro de que el Señor de la Guerra se mostrará encantado.
—Seguro que sí —comentó Fulgrim, aunque sin darse cuenta de la ironía en el tono de voz de su capitán.
—¿Y sabemos ya cuándo nos concederá Horus la gracia de su presencia?
Fulgrim se dio la vuelta al notar por fin el estado de ánimo de Julius. Sonrió y luego se pasó una mano por el cabello blanco, que llevaba suelto. Julius sintió que su ánimo se elevaba al fijarse de nuevo en su hermoso primarca. Por deferencia al Señor de la Guerra, Fulgrim no se había puesto maquillaje ni pinturas en el rostro y se parecía más a su antigua personalidad, la de un guerrero glorioso de la máxima perfección.
—El Señor de la Guerra pronto se reunirá con nosotros, Julius —le aseguró—. ¡Lo mismo que las legiones del Emperador! Sé que toda esta tarea te parece tediosa, pero es imprescindible si queremos conseguir la gran victoria que Horus necesita.
Julius se encogió de hombros. Sus sentidos ansiaban mayores estímulos.
—Es humillante. Al Señor de la Guerra no se le podría haber ocurrido peor castigo que negarnos un lugar en la batalla de Isstvan III y enviarnos aquí para convertirnos en cavadores de zanjas y albañiles en esta roca desolada.
—Todos tenemos una tarea que cumplir —dijo Marius, adulador como siempre.
Sin embargo, Julius vio que tampoco él estaba disfrutando de aquella tarea y que le molestaba perderse la gloria de expurgar a los guerreros imperfectos de su legión. Las batallas en Isstvan III habían sido gloriosas, y Eidolon había enviado informes sobre la perfección de la conducta de la legión, además de confirmar la muerte de Solomon Demeter.
A diferencia de lo ocurrido cuando Lycaon murió en los combates contra la Diasporex, Julius no había sabido qué sentir al enterarse de la muerte de su antiguo hermano de batalla. Sus sentidos estaban ya tan agudizados que tan sólo los acontecimientos más impresionantes le provocaban poco más que un interés pasajero. No sintió tristeza, únicamente una leve pena por el hecho de que un guerrero tan magnífico como Solomon Demeter hubiera demostrado ser imperfecto y que, por lo tanto, se mereciera ese destino.
—Así es, Marius —contestó Fulgrim mostrándose de acuerdo—. La tarea que estamos realizando es vital, Julius, por eso Horus nos la confió a nosotros. Tan sólo los Hijos del Emperador son capaces de conseguir la perfección necesaria para que esta fase de los planes del Señor de la Guerra se cumpla tal y como él lo ha ordenado.
—Esta tarea sólo es propia para los operarios del Mechanicus y quizá para los hoscos Guerreros de Hierro de Perturabo. Que le sea encomendada a los Hijos del Emperador es un desprecio —replicó Julius, sin ceder un ápice en su actitud desafiante—. Nos está castigando por nuestro fracaso.
Fulgrim se había sentido destrozado por su exclusión de las batallas que se libraban en Isstvan III tras el desastroso fracaso de su misión a la hora de hacer cambiar de bando a Ferrus Manus, pero, a pesar de ello, se había entregado como un poseso a prepararlo todo para la llegada triunfal de Horus.
Las legiones del Emperador se estaban agrupando para destruirlos, y era muy posible que no tardara mucho en librarse allí, en aquella llanura desolada, la batalla que decidiría el destino del Imperio.
—Es posible —le respondió Fulgrim con un gruñido—. Pero cumpliremos la tarea de todos modos.
* * *
Una vez destruidos los últimos guerreros leales que quedaban en Isstvan III, las legiones de Horus se dirigieron hacia Isstvan V. Una flota de poderosas naves de guerra y de transportes llevaban el orgullo marcial de cuatro legiones, con sus filas formadas por guerreros fieles a Horus, y sólo a Horus.
Los gigantescos transportes del ejército del comandante general Fayle llevaban en su interior millones de soldados armados, juntos a sus tanques y a su artillería. Las abombadas naves del Adeptus Mechanicus trasladaban la Legio Mortis a Isstvan V. En su interior, los sacerdotes oscuros de la Máquina se ocupaban del Dies Irae y de los demás titanes, preparándolos para que aquellas enormes máquinas de destrucción terrestre descargaran su inmenso poder.
La victoria final en Isstvan III se había conseguido a costa de muchas vidas, pero gracias a ella, las legiones se habían forjado en el fragor del combate para hacer lo que se debía hacer para salvar al Imperio. El proceso había sido largo y sangriento, pero el ejército del Señor de la Guerra estaba preparado y ansioso por enfrentarse a sus hermanos, mientras que los lacayos del Emperador no estarían preparados para enfrentarse a sus iguales.
Aquella debilidad sería su perdición, se prometió a sí mismo Horus.
* * *
El ambiente en La Fenice era tenso y estaba cargado de voltaje. Miles de asistentes se agolpaban en las plateas y en los palcos. La intensidad del arte, de la escultura y de los colores sobrecargaban los sentidos de los presentes con su extravagancia. Casi tres mil astartes habían regresado a la Orgullo del Emperador desde la superficie de Isstvan V, y unos seis mil civiles, entre rememoradores y personal de la nave, se apretujaban entre los guerreros en aquellos espacios que podían encontrar. El murmullo nervioso de las conversaciones llenaba el teatro.
Esa noche se representaba la obra largamente esperada de Bequa Kynska: la Maraviglia.
El auditorio había sido pintado con una variedad de colores ribeteados de oro. Unas secciones ornamentales de yeso con molduras dividían las diferentes zonas de las paredes en grandes paneles, decorados con toda clase de magníficas obras de arte, en magnitud, pocos superaban a La Fenice, ni siquiera en las colmenas más avanzadas y de mayor tamaño de Terra, y estaba decorada con un estilo para el que era evidente que había sido necesario un derroche de recursos.
La sala se extendía por delante del escenario en arcos concéntricos y amplios. El suelo de mosaico era invisible bajo las sandalias de los miles de personas que habían acudido para asistir a aquel espectáculo magnífico. Unos nichos semicirculares abiertos en los lados de la sala albergaban bustos de renombrados empresarios teatrales de Terra, y otros, más exóticos, estatuas de libertinos hedonistas. Entre todas aquellas esculturas había otras menos reconocibles, estatuas de figuras andróginas de músculos poderosos con cabezas de toro y cuernos enjoyados.
En la zona posterior se alzaban seis gruesas columnas de mármol que soportaban el peso de la platea superior. La parte frontal de la balconada estaba decorada con relieves de yeso de un gusto refinado.
De la base de la balconada colgaban unas jaulas de bronce que contenían pájaros cantores de colores chillones, y sus silbidos estridentes se sumaban al estrépito de la orquesta y de la audiencia. Un olor dulzón y almizclado salía flotando de los incensarios que colgaban por doquier, y la atmósfera estaba insoportablemente húmeda. La sensación de impaciencia enfebrecida era palpable. Decenas de músicos afinaban sus instrumentos en el foso de orquesta en forma de arco que se abría delante del escenario. Los instrumentos eran artilugios monstruosos compuestos por tubos, fuelles y chasqueantes generadores eléctricos que, a su vez, estaban conectados a gigantescas torres de amplificadores creados específicamente para aquella representación y diseñados para reproducir la música mágica del templo laer.
Unos focos de colores y varios prismas colocados de forma estratégica llenaban La Fenice con un enorme arco iris y lanzaban rayos de luz de un millón de tonos distintos a cada esquina del teatro. Un ejército de bordadoras había trabajado de forma incesante para crear el telón del escenario. Las luces iluminaban el reluciente terciopelo rojo y las maravillosas imágenes bordadas de mitos decadentes, de desnudos retorcidos, de animales y de escenas de batalla.
En el amplio frontón interior que se extendía sobre el escenario, iluminado por una única luz, estaba la última obra de Serena d‘Angelus: un retrato del primarca de los Hijos del Emperador. Su aspecto terrible, su acabado insoportable y la exageración de sus colores chillones dejaban sin habla a todos los que se fijaban en la obra, aparte de incapacitarlos para pensar nada coherente.
Había más ejemplos de la obra de Serena en el techo abovedado del teatro, donde se veía un mural gigantesco y multicolor con serpientes y bestias de leyenda que se entremezclaban con humanos y animales de toda clase.
La enorme masa de los astartes llenaba buena parte del gran teatro, a pesar de que no llevaban puestas las armaduras sino las sencillas túnicas de entrenamiento. Los rememoradores que por desgracia se encontraban detrás de alguno de aquellos gigantescos guerreros saltaban de un pie al otro para intentar encontrar la mejor posición desde la que poder ver todo el escenario.
Los capitanes de la legión estaban cómodamente sentados en los diferentes palcos, colocados en dos filas a cada lado del escenario. Los palcos daban al proscenio sin nada que les estorbara la visión, y sus frontales eran de diseño clásico con pilastras estriadas a cada lado.
El palco con el mejor ángulo de visión era llamado «el Nido del Fénix». Su interior estaba pintado con frescos de oro y plata y decorado con unas sobrecortínas de satén amarillo que colgaban de doseles de encaje. Por encima de todo ello destacaba un bastidor de seda dorada, iluminado por la luz de centenares de velas fijadas a una gigantesca lámpara de araña.
Un movimiento en el Nido del Fénix atrajo la mirada del público y en muy poco tiempo todos los ojos se centraron en el guerrero de magnífico aspecto que se encontraba allí. Fulgrim, quien iba vestido con su mejor toga de color purpura real, alzó una mano hacia la multitud y disfrutó de la adoración mostrada por su legión cuando un atronador aplauso hizo que se estremecieran las vigas del local.
Los oficiales superiores del primarca lo acompañaban. En cuanto Fulgrim se sentó, las luces disminuyeron de intensidad. Un brillante foco se centró en el escenario cuando el gran telón de terciopelo rojo se abrió y Bequa Kynska hizo su aparición.
Julius contempló con nerviosismo apenas contenido cómo la compositora de cabello azul cruzaba el escenario y bajaba al foso de la orquesta para ocupar su lugar en el podio del director. Iba vestida con un traje escandalosamente transparente de tela dorada y carmesí. De aquel delicado material colgaban joyas preciosas que relucían como estrellas. El escote del vestido le bajaba desde los hombros hasta la pelvis, y la rotundidad de sus pechos y la ausencia de vello alguno eran claramente visibles debajo.
—¡Magnífico! —gritó Fulgrim, que se puso a aplaudir, al mismo tiempo que el público, ante la aparición de Bequa.
Julius se sintió sorprendido al ver lágrimas en los ojos del primarca. El capitán asintió, y aunque no recordaba ninguna clase de cuerpo femenino o estructura similar con la que comparar a la compositora, las curvas de aquella mujer y su obvia feminidad lo dejaron sin respiración. Julius había sentido emociones semejantes cuando miraba a su primarca, escuchaba una pieza de música especialmente emotiva o marchaba al combate, pero notar que sus sentidos se veían atraídas por una mujer mortal era una experiencia nueva para él.
Un denso silencio cayó sobre el público mientras esperaban a que comenzara la música. La respiración colectiva de diez mil gargantas se contuvo mientras el momento de impaciencia se alargaba hasta casi el punto de ruptura. Bequa escogió una batuta mnemónica y dio un par de golpes leves en el atril antes de lanzarse a los primeros compases de la obertura de Maraviglia.
Un tremendo ruido surgió del foso de la orquesta cuando las primeras notas surgieron de los instrumentos musicales recién diseñados. El sonido llegó a cada esquina de La Fenice con su maravillosa instrumentación, con una belleza romántica y con sugerencias de los temas que todavía estaban por llegar. Julius se sintió arrastrado en un viaje de los experimentado a medida que la música subía y bajaba. Unas emociones que jamás había experimentado salieron de las profundidades de su alma mientras los salvajes tamborileos y los penetrantes chillidos se abrieron paso entre el público.
Quiso echarse a reír, y luego a llorar, y después sintió que una tremenda furia se apoderaba de él, una rabia que desapareció casi en seguida para ser sustituida por una profunda melancolía. A los pocos momentos, la música ya había arrancado todo aquello, y una creciente sensación de euforia se asentó en él con una tremenda fuerza y claridad, como si todo por lo que había pasado antes no fuera más que el preludio de un gran plan que todavía estaba por desvelar.
Bequa Kynska se movía como si estuviera poseída en el podio del director, azotando y apuñalando el aire con la batuta, con el cabello convertido en un cometa azul que giraba alrededor de su cabeza. Julius apartó la mirada de la magnífica visión de la mujer y observó al público para presenciar su reacción ante aquella música sublime y estridente.
Vio rostros embelesados por el asombro, con los ojos abiertos de par en par ante el poder y la majestad a medida que los sonidos disonantes penetraban en cada mente y le hablaban a cada alma de las sensaciones que evocaban. Sin embargo, no todos los asistentes parecían capaces de apreciar la maravilla que tenían el privilegio de presenciar. Julius vio que muchos tenían las manos pegadas a las orejas en un gesto agónico mientras la música remontaba de nuevo. El capitán captó la delgada figura de Evander Tobias en mitad del público, y su furia aumentó cuando vio que el muy desagradecido encabezaba a un grupo de colegas escribas que se dirigía hacia la salida a través de la multitud.
Comenzaron a producirse algunos enfrentamientos, y el archivista recalcitrante y sus compañeros fueron atacados. Una lluvia de puñetazos los hizo caer al suelo, donde fueron pateados y golpeados. Sin apenas pausa, el público volvió a centrar su atención en el escenario, y Julius sintió una tremenda oleada de orgullo cuando vio que una bota de aspecto pesado le aplastaba el cráneo a Tobias. Nadie pareció afectado por aquel brote de violencia repentina y sanguinaria, como si aquello hubiese sido la reacción más normal del mundo, pero Julius notó que el ansia de sangre se extendía por todo el público como un virus o como la onda expansiva de una explosión.
La música continuó creciendo, ascendiendo y girando por La Fenice como un torbellino, hasta que llegó al crescendo estruendoso de su clímax, cuando el telón se alzó por completo en mitad de sensaciones dramáticas y espectaculares.
Julius se puso en pie cuando el repique de la música lo hizo saltar de su asiento. La obertura continuó con la melodía ininterrumpida de sonidos, y las tremendas emociones viscerales que lo llenaron cuando vio lo que había al otro lado fueron como un puñetazo en el estómago.
Habían recreado el interior del templo laer hasta los más mínimos detalles. Los artistas y los escultores que habían estado en aquel lugar magnífico habían conseguido captar las dimensiones y todos aquellos colores capaces de llenar de lagrimas los ojos.
Unas luces cegadoras destellaron por todo el teatro, y Julius sintió una desorientación momentánea cuando una nueva oleada de música surgió de la orquesta, era una nueva pieza, con matices más siniestros y una sensación dolorosa de tragedia inminente. Las oleadas de sonido y de armonía fluyeron desde el escenario y pasaron por encima del público, sumergiéndolo bajo el poder y las sensaciones que él mismo había experimentado cuando siguió a Fulgrim al interior del templo.
El efecto fue obvio de inmediato, y un estremecimiento de placer recorrió la audiencia cuando las poderosas notas fluyeron alrededor y dentro de los asistentes. Unos colores cegadores destellaron en el aire, y cuando la música alcanzó una nueva cota, un segundo foco encañonó el escenario. La esbelta silueta de Coraline Aseneca, la cantante de la Maraviglia, apareció en escena.
Julius jamás había oído la voz de Coraline, y no estaba preparado para su increíble virtuosidad y poder. Su tono se encontraba en perfecta discordancia armónica con la música de Bequa, que alcanzaba registros a los que no podría llegar ninguna voz humana. Y sin embargo, ella lo consiguió. La energía de su voz de soprano superó los límites de los cinco sentidos, que a Julius le pareció que estaban siendo estimulados todos a la vez.
Se inclinó hacia adelante y se echó a reír de forma incontrolable cuando una oleada de emociones embriagadoras se apoderó de él. Se llevó las manos a la cabeza ante tamaña sobreestimulación. Un coro se unió al cántico de Coraline Aseneca en el escenario, aunque Julius apenas lo oyó. Sus voces entremezcladas permitieron que la voz de la soprano transitara por notas más imposibles todavía, que llegaron hasta su mismísimo hipo tálamo para estimular centros sensoriales que ni siquiera sabía que poseía.
Julius se obligó a sí mismo a apartar la mirada del escenario, embelesado y aterrorizado por lo que estaba viendo y oyendo. ¿Qué clase de ser era capaz de escuchar una música de poder tan terrible y no perder la cordura? Ningún ser humano estaba destinado a oír aquello, el grito de nacimiento de un dios bello y terrible mientras se abría paso hacia la existencia.
Eidolon y Marius estaban tan atrapados por el espectáculo de Maraviglia como él mismo, clavados a sus asientos por el embeleso. Ambos guerreros tenían las mandíbulas abiertas de par en par, como si estuvieran pensando unirse al cántico de Coraline Aseneca, pero lo que asomó a sus ojos fue el pánico, ya que sus bocas siguieron abriéndose en un grito silencioso. Los huesos chasquearon cuando las distendieron igual que serpientes que estuviesen a punto de devorar a su presa. De sus gargantas surgieron unos aullidos repulsivos sin sonido alguno, y Julius miró a Fulgrim por temor a que el primarca derribara de un golpe a sus amigos por el estado de trance en que se encontraban.
El primarca estaba agarrado a la barandilla del Nido del Fénix, inclinado hacia adelante como si estuviese abriéndose paso frente a un viento poderoso. El cabello se le arremolinaba alrededor de la cabeza y sus ojos oscuros ardían con un brillo violeta mientras disfrutaba de la cacofonía.
—¿Qué está ocurriendo? —gritó Julius, y su voz se alzó y pasó a formar parte de la música.
Fulgrim se volvió para mirarlo con sus ojos oscuros, y el capitán lanzó otro grito cuando vio una era de negrura en ellos, con galaxias y estrellas flotando en sus profundidades a medida que un poder desconocido fluía a través de él.
—Es hermoso —le respondió Fulgrim, con una voz que apenas era poco más que un susurro, pero que a Julius le sonó atronadora. El primarca salió despedido de su asiento y cayó de rodillas en el borde del palco—. Horus habló de poder, pero jamás me imaginé…
Julius lo miró asombrado, porque se había dado cuenta de que era capaz de ver la música de la soprano mientras se dirigía hacia el público y se deslizaba entre los asistentes como algo vivo. Sus gritos y aullidos penetraron en la niebla que le envolvía el cerebro, y vio toda clase de actos horribles cometidos a lo largo y ancho del público. Los amigos se enfrentaron entre sí con puños y dientes. Algunos asistentes cayeron los unos sobre los otros con lujuria, y la muchedumbre tumultuosa no tardó en parecerse a una gran bestia herida que se convulsionaba en movimientos agónicos de dolor y deseo.
Aquello no sólo afectaba a los simples mortales. Los astartes también se vieron arrastrados por el poder creciente generado por Maraviglia. La sangre empezó a salpicarlo todo cuando las emociones de los astartes se vieron sobrecargadas por el exceso de sensaciones y se desahogaron del único modo que conocían unos individuos criados como guerreros. Desde el escenario se expandió una orgía de matanza, y la sangre corrió a raudales mientras el poder de la música resonaba por La Fenice.
Julius oyó un fuerte sonido zumbante, semejante al de una vela que estuviera siendo rota en pedazos. Se dio la vuelta y vio que el enorme retrato de Fulgrim se retorcía y se estiraba en el lienzo, como si la figura pintada quisiera escapar de los límites que la encerraban. Los ojos le brillaban con un fuego interno, y un grito aullante, que resonó como si atravesara un túnel imposiblemente largo, le llenó el cráneo a Julius con una ansia monstruosa y la promesa de unos horrores esplendorosos.
Por todo el teatro brillaban luces que fluían del foso de la orquesta como líquido. Un fuego eléctrico grasiento surgía de los extraños instrumentos y adquiría carácter tísico cuando se convertía en serpientes líquidas de una miríada de colores. La locura y los excesos seguían a la luz, y todos a los que tocaba se entregaban a los placeres más salvajes y siniestros que albergaban en sus almas.
Los miembros de la orquesta tocaban como si sus extremidades no les pertenecieran, con los rostros contraídos en un rictus de horror mientras las manos se movían de un modo frenético sobre los instrumentos. La música los tenía atrapados, y no estaba dispuesta a permitir que ninguna clase de debilidad en sus creadores le negara la existencia.
Julius captó unas notas de agonía en la voz de Coraline Aseneca, y logró centrar la mirada en el escenario, donde la cantante bailaba una danza salvaje y exuberante mientras los miembros del coro aullaban un contrapunto antinatural. Las extremidades de Aseneca se retorcieron y doblaron de un modo en que ninguna extremidad humana debería poder hacerlo, y Julius acabó oyendo el chasquido de sus huesos al partirse. El sonido se unió al millón de melodías que llenaban el teatro. Vio que había muerto, que sus ojos ya no tenían vida. Todos y cada uno de sus huesos habían acabado terminado convirtiéndose en polvo, pero la canción seguía surgiendo de su interior.
La locura y el frenesí que se habían apoderado por completo de La Fenice alcanzaron nuevos límites de exceso cuando toda la carne se vio infectada por el torbellino de visiones y sonidos que procedían del escenario. Julius vio cómo los astartes mataban a los mortales a puñetazos para luego beberse su sangre o devorar su carne y después desgarrarle la piel con los huesos rotos y envolverse con el pellejo arrancado de sus víctimas como si fueran chales repulsivos.
Varias orgías se estremecían sobre el suelo pegajoso por la sangre mientras los vivos y los muertos se convertían en los recipientes de las energías malignas que estaban desembocando en el mundo. Cada violación imaginable se daba y se infligía de un modo voluntario.
Allí, en el centro de la locura, Bequa Kynska dirigía el caos con una sonrisa delirante de triunfo en el rostro. Julius vio en los ojos de la compositora, cuando miró con adoración a Fulgrim, que ella sabía que aquello era su mayor obra.
Entonces, sin previo aviso, una nota terrorífica atravesó la tormenta de sonidos y Julius vio que el cuerpo destrozado de Coraline Aseneca se retorcía en el aire con las extremidades extendidas de un lado a otro, como si un poder desconocido se hubiera apoderado de la carne rota y la estuviese retorciendo para darle una forma nueva y horrible. Los miembros destrozados se enderezaron y volvieron a ser atléticos y gráciles de nuevo. La piel adquirió un tono lila pálido. El vestido de seda azul centelleante que llevaba puesto Coraline se transformó en un arnés de cuero negro reluciente que dejaba al descubierto la belleza de la suave carne que se había formado a partir del cadáver de la cantante.
Un horrible sonido de absorción la rodeó, y cualquiera que fuese la fuerza que la había mantenido en el aire hasta ese momento, la soltó. La criatura en la que se había convertido Coraline Aseneca aterrizó con gracia felina en el centro del escenario.
Julius jamás había visto algo tan bello y repelente a la vez. Se trataba de una criatura femenina desnuda que provocaba al mismo tiempo una repugnancia profunda y una sensualidad perversa que roía el fondo del estómago. Unos cabellos como cuernos le cubrían el cráneo. En el rostro ovalado, unos grandes ojos verdes redondos como platos acompañaban a unos labios sensuales que ocultaban unas fauces llenas de colmillos. Su cuerpo era de una perfección asombrosa, ágil y sensual, aunque con un solo pecho, y tenía la piel cubierta de tatuajes y perforaciones metálicas. Cada uno de los brazos estaba rematado por una larga pinza de quitina roja reluciente y húmeda parecida a la de un cangrejo. A pesar de aquellas pinzas letales, la criatura era inquietantemente seductora, y Julius se sintió emocionado como no lo había estado desde que superó las pruebas e ingresó en los astartes.
La criatura se movía con una gracia lánguida y felina. Cada movimiento estaba cargado de sexualidad y de la promesa de placeres siniestros y excesos desconocidos para las mentes de los mortales. Julius ansiaba probarlos todos. La criatura se volvió y fijó la vista en el coro. Luego echó la cabeza hacia atrás para emitir un canto de sirena de una belleza y una melancolía tales que a Julius le dieron ganas de saltar del palco para unirse a ella.
La frenética orquesta tomó la nota de invocación antes de que hubiera comenzado a disiparse, y se hizo más y más fuerte. Julius vio que los miembros del coro se movían y se retorcían como lo había hecho Coraline Aseneca, y las mismas armonías de huesos al partirse transformaron a cinco de ellos en otras tantas nuevas criaturas. Los demás miembros se desplomaron en el escenario, convertidos en cascarones resecos, desprovistos de toda vida, como si no hubieran servido más que para suministrar energía a la transformación de las criaturas, que se bajaron de un salto del escenario convertidas en un torbellino de pinzas cortantes y aullidos bestiales.
Las seis criaturas se movieron con ágil gracia. Las caricias de sus afiladas pinzas abrieron arterias y amputaron extremidades con cada golpe.
Bequa Kynska fue la primera en morir. Una garra monstruosa la empaló por detrás y le reventó el pecho en un estallido de sangre. Sonrió de placer mientras moría por la maravilla que había creado. El resto de la orquesta fue despedazado cuando las bellas criaturas la atravesaron con una velocidad y una malicia sensual que Julius apenas fue capaz de captar.
Por fin, la música de Maraviglia dejó de sonar cuando todos los músicos cayeron bajo las caricias de las afiladas pinzas, con la vida arrancada de su carne trémula. Julius lanzó un grito en mitad de aquel repentino vado de sonido, ya que la ausencia de música fue igual que un dolor físico en los huesos. Aunque la música había dejado de sonar. La Fenice seguía siendo un lugar resonante. Las cópulas y las muertes continuaron de un modo incesante, aunque los gritos de agonía y de éxtasis se convirtieron en aullidos de angustia cuando el final de la música provocó nuevos brotes de locura sangrienta.
Julius oyó a Marius lanzar un grito aullante de perdida y se dio la vuelta a tiempo de ver a su hermano de batalla bajar de un salto desde el Nido del Fénix hasta el escenario. Fulgrim lo vio marcharse con el cuerpo tembloroso por la emoción y el placer. Julius se puso en pie tambaleándose. Vio como Marius bajaba hasta el ensangrentado foso de la orquesta y tomaba en sus manos uno de los extraños instrumentos creados por Bequa Kynska.
Marius empuñó el largo artefacto tubular y se lo colocó sobre el hueco del codo como si fuera un bólter. Luego pasó las manos a lo largo del tubo hasta que produjo una vibración monstruosa, semejante al rugido de una espada sierra. Otros astartes se apresuraron a imitarlo, mientras Julius seguía contemplando los inútiles intentos de Marius de recrear la música. Cada uno de ellos tomó uno de los instrumentos de la orquesta e intentó a su vez invocar de nuevo la magia de aquella música.
Julius sintió que le arrancaban el aire de los pulmones y se agarró al borde de la balconada por temor a que las piernas le fallaran.
—Yo… ¿Qué…? —fue lo único que consiguió decir cuando Fulgrim se colocó a su lado.
—Ha sido maravilloso, ¿verdad? —le preguntó el primarca. La piel le brillaba con vigor renovado y tenía los ojos encendidos con un nuevo propósito—. La señorita Kynska fue un meteoro deslumbrante. Todo el mundo se detuvo a mirarla, y ahora ha desaparecido. Jamás veremos a otra como ella, y ninguno de nosotros podrá olvidarla.
Julius quiso responderle, pero una tremenda explosión de sonido estalló a su espalda. Se dio la vuelta y vio que una parte del escenario estaba envuelta en humo y en cascotes. Marius se encontraba en el centro del foso de la orquesta. Un fuego eléctrico le recomía la piel mientras segura acariciando con las manos el instrumento aullante. Una descarga rugiente y pirotécnica de energía sónica salió disparada y el impacto arrancó una de las balconadas de la pared con una explosión devastadora. Por el aire llovieron trozos de mármol y de yeso, y el sonido del instrumento provocó aullidos de placer en los camaradas de Marius.
A los pocos instantes, cada uno de ellos dominaba su instrumento, y un renovado coro de aullantes descargas de energía comenzó a reventar el teatro. Las monstruosas criaturas femeninas se reunieron alrededor de Marius y añadieron sus antinaturales chillidos de placer a la música delirante que estaba tocando el astartes.
Marius volvió el instrumento hacia la multitud y descargó una resonante nota baja que aumentó hasta un clímax explosivo. Unos armónicos discordantes semejantes a aullidos de éxtasis atravesaron a decenas de mortales con una sacudida atronadora, y cada una de las víctimas de Marius se estremeció indefensa cuando los huesos se le partieron y la cabeza le estalló bajo aquella descarga de sonido.
—Mis Hijos del Emperador —dijo Fulgrim—. Qué dulce música hacen.
Más explosiones de carne y de piedra estallaron por toda La Fenice cuando Marius y los demás la llenaron con una música apocalíptica.