VEINTE

VEINTE

UN VIAJE DIFÍCIL

ISSTVAN III

UN FRACASO PERFECTO

Las corrientes negras y los torbellinos de colores desconocidos más allá de los límites del empíreo fluían alrededor de la Orgullo del Emperador y del pequeño destacamento de naves de escolta mientras se abrían paso por la disformidad. La nave insignia de Fulgrim mostraba cicatrices de combate recientes, pero a pesar de que su casco no estaba en perfectas condiciones, su magnífico aspecto seguía sin verse afectado. Las armas de las naves de combate de los Manos de Hierro habían dejado su impronta en el casco, antaño impoluto, pero los disparos enemigos habían sido producto de la rabia y de la impotencia, ya que las andanadas de las naves de Fulgrim los habían pillado completamente por sorpresa.

La batalla había sido corta y con la balanza tremendamente inclinada hacia un bando, ya que aunque las naves que acompañaban a la Orgullo del Emperador eran escasas en número habían infligido un enorme castigo a las de sus antiguos aliados, además de impedir su capacidad de responder de un modo eficaz.

Marius Vairosean se había sentido muy decepcionado cuando Fulgrim había ordenado que cesara el ataque contra la Puño de Hierro antes de que acabara destruida. Las naves de los Hijos del Emperador dejaron atrás la destrozada flota de la X Legión y se dirigieron al punto de traslación al immaterium desde donde se dirigirían al reencuentro con las fuerzas del Señor de la Guerra.

Al principio todo había ido con la tranquilidad deseada, pero apenas una semana después de iniciado el viaje hacia Isstvan III, unas tormentas de poder inmenso estallaron en la disformidad. Varios tsunamis de irrealidad se estrellaron alrededor de las naves de la 28.ª Expedición con tanta fuerza que incluso destruyeron una de ellas antes de que los navegantes supervivientes consiguieran abrirse paso a través de las tormentas y las guiaran hacia una seguridad relativa.

Momentos antes de que estallaran los primeros torbellinos de disformidad, sonaron unos terribles gritos de dolor agónico y de terror a todo lo largo y ancho de las cámaras del coro astropático de la Orgullo del Emperador. Se habían encendido las alarmas y todo un sector de la nave salió despedido por la potencia de las fuerzas psíquicas desencadenadas. Los relámpagos de energía de color púrpura recorrieron todo el casco de la nave antes de que las pantallas de anulación y los campos de integridad contuvieran la brecha. Murieron cientos de telépatas, y los que sobrevivieron, con los cuerpos destrozados, quedaron convertidos en idiotas balbucientes. Antes de ser eliminados, aquellos que mantuvieron parte de su capacidad de comunicación hablaron de unas terroríficas fuerzas desencadenadas capaces de cambiar la galaxia, de un mundo devorado por una muerte horrible, fuegos que llegaban hasta el cielo y el fin de la vida de miles de millones de personas de un solo golpe.

Tan sólo Fulgrim y su círculo más cercano de guerreros de confianza comprendían lo que había detrás de aquellas fuerzas, y los festejos y las celebraciones con las que recibieron aquellas noticias alcanzaron nuevas profundidades de locura. Los Hijos del Emperador se regocijaron de la determinación del Señor de la Guerra con la despreocupación que ya era común en la legión.

Mientras las celebraciones de los astartes continuaban, los preparativos para la Maraviglia de Bequa Kynska alcanzaron nuevas cotas de fastuosidad y decadencia, y en cada ensayo se descubrían nuevos éxtasis que incluir. Coraline Aseneca recorría las cubiertas por la noche mientras practicaba para que su voz fuera capaz de replicar los sonidos que se habían grabado en el templo laer mientras la sinfonía de Bequa crecía de forma apasionada en su intento por incluir todo su poder en una construcción musical. Como parte de su tarea había creado una serie de extravagantes aparatos musicales cuyas capacidades melódicas todavía eran desconocidas: nadie las había oído. Su forma y tamaño eran tales que más parecían armas que instrumentos, incluidos trombones de dimensiones monstruosas semejantes a tubos lanzacohetes y mecanismos enlazados similares a rifles.

La Fenice se convirtió en un lugar mágico de música y de arte. Los rememoradores no dejaron de trabajar en la decoración y en el embellecimiento del teatro, superándose a sí mismos en su esfuerzo por crear un escenario digno de la Maraviglia.

Fulgrim pasó bastante tiempo en La Fenice para ofrecer sus puntos de vista a los artistas y a los escultores, y cada una de sus sugerencias iba seguida de frenéticos ataques de actividad en cuanto se ponían manos a la obra para ser incluidas de inmediato.

De Isstvan III llegaban retazos fragmentados de información, pero al final se confirmó que el primer ataque del Señor de la Guerra contra aquellos que mantenían su lealtad hacia el Emperador no había logrado eliminarlos por completo. Al parecer, en vez de considerar aquello un fracaso, el Señor de la Guerra lo había tomado como la oportunidad de que se convirtiera en el bautizo de fuego de sus propios guerreros y completar lo que había comenzado con la guerra contra la Hermandad de la Tecnocracia Auretiana.

Los guerreros de los Devoradores de Mundos, de la Guardia de la Muerte y de los Hijos de Horus combatían entre las ruinas consumidas por las llamas de un mundo asesinado, donde se dedicaban a cazar y a destruir a los idiotas que creían que podían enfrentarse a la voluntad del Señor de la Guerra.

Fulgrim declaró que, sin duda, el capellán Charmosian y el comandante general Eidolon estarían ganándose las alabanzas del Señor de la Guerra gracias a la perfección en batalla de su amada legión. Para cuando hubieran acabado con los combates en Isstvan III, toda la parte sobrante e inútil habría quedado eliminada de las fuerzas de Horus, y serían una espada afilada que apuntaría al corazón del corrupto Imperio.

Sin embargo, por lo que parecía, la reunión entre Fulgrim y Horus se iba a retrasar.

Debido a la muerte de la mayoría de los astrópatas, la comunicación con la 63.ª iba a ser problemática como mínimo, ya que los efectos sobre los que habían sobrevivido hacían que el intercambio exacto de información entre ambos grupos de naves fuese prácticamente imposible. Los navegantes no eran capaces de trazar una ruta por la disformidad que no estuviera sacudida por tremendas corrientes y tormentas, y declararon que tardarían al menos dos meses en llegar a Isstvan III.

Fulgrim se enfureció ante aquel retraso, pero hasta un ser tan poderoso como un primarca era incapaz de aquietar las tormentas del immaterium. Aprovechó la espera forzada para estudiar más a fondo la obra de Cornelius Blayke, y se encontró con un breve párrafo que se le clayó en el corazón como una astilla de hielo.

Arrancó la página donde se encontraba el texto, pero las palabras volvieron una y otra vez a acosarlo en el transcurso del siniestro viaje a través de la disformidad.

El fénix es un ángel, y el batir de sus alas es el rugido del trueno.

Y este trueno es la temida nota que anuncia el cataclismo.

Y el rugido de las olas que se aproximan para destruir el paraíso.

* * *

La escultura ya casi estaba acabada. Lo que muchos meses atrás era sólo un simple rectángulo de mármol blanco sacado de las canteras del Proconeso, en la península de Anatolia, había acabado convirtiéndose en una gigantesca y majestuosa escultura del Emperador. El taller de Ostian estaba casi ordenado. Tan sólo quedaban algunos pequeños trozos y escamas de mármol, ya que la última parte del viaje creativo de su obra la realizaba con escofinas y limas de un grano cada vez más fino.

Se decía que el sentido de un viaje no era llegar, sino disfrutar de las experiencias que se tenían en el camino. Ostian jamás había entendido ese aforismo, ya que él estaba convencido de que tan sólo el resultado final hacía que el viaje mereciera la pena.

Cualquier otra persona ya habría considerado acabada la estatua, pero Ostian se había dado cuenta desde hacía algún tiempo que tan sólo en aquellas etapas finales se podía encontrar lo que acababa dando el detalle final y vital a la estatua. En esa etapa crucial, el verdadero artista encontraba el último chispazo de ingenio que transformaba un trozo de piedra en una obra de arte.

Él no sabía si se trataba de una última imperfección o de la comprensión humana de la fragilidad de la vida. Ni lo sabía, ni quería saberlo, ya que Ostian temía que si alguna vez examinaba con demasiada atención su talento, sería incapaz de volver a utilizarlo.

Había pasado la mayor parte de los meses desde el viaje al sistema Callinedes más o menos encerrado entre su estudio y las cubiertas donde se servían las comidas. Por lo que él sabía, la campaña debía de haber sido una empresa sin sentido, ya que la 28.ª Expedición tan sólo había permanecido una semana allí y había participado únicamente en una batalla. Mientras tanto. La Fenice se había convertido en un lugar de lascivia, donde la gente que debería saber cómo comportarse bebía demasiado, comía demasiado y satisfacían cualquier clase de apetito sórdido sin que les importaran las normas de convivencia civilizada.

Las últimas veces que había visitado La Fenice se había sentido sorprendido y asqueado por su aspecto. La decoración y las estatuas habían tomado una apariencia mucho más siniestras a medida que el primarca aportaba su visión a los últimos detalles de su renovación. La decoración más común eran unos auténticos apilamientos orgiásticos y salvajes de cuerpos semejantes a las fiestas libertinas del antiguo Imperio Romanio. Ostian había decidido mantenerse apartado del lugar para no verse contrariado a diario.

Sólo se había visto obligado una única vez a pasarse por allí. Fue después de haber tomado una copa con Leopold Cadmus, un individuo que, junto a la casi totalidad de los rememoradores que no habían viajado a Laeran, parecía haber abandonado la 28.ª Expedición. En la última ocasión había visto a Fulgrim dirigiendo a Serena d’Angelus mientras ésta finalizaba un gran mural del techo. Sus proporciones eran monstruosas, y el tema era una mezcla vil de serpientes y humanos, que se retorcían en una serie de excesos inimaginables.

Serena le había mirado tan sólo un momento, y se sintió avergonzado al recordar las duras palabras que le había dirigido la última vez que la había visitado. Sus ojos se habían encontrado, y durante un instante captó una mirada de una desesperación tan angustiada que casi quiso llorar cuando la recordó más tarde.

Fulgrim se había dado la vuelta como si hubiera notado su presencia, y a Ostian se le quedó el cuerpo rígido por la impresión que le provocó el aspecto del primarca. Tenía los ojos ribeteados de maquillaje de colores brillantes, y llevaba el cabello blanco recogido en una serie de trenzas ridículamente apretadas. En sus mejillas se dibujaban unas finas líneas que parecían tatuajes. La túnica púrpura que llevaba puesta dejaba a la vista buena parte de su cuerpo pálido, y que su piel estaba repleta de cicatrices recientes y cubierta de anillos de plata que la perforaban.

Ostian se quedó inmovilizado por los ojos oscuros de Fulgrim. La locura y la obsesión impulsiva que había visto en su estudio habían aumentado hasta proporciones terroríficas.

El recuerdo lo hizo estremecerse, y volvió a concentrarse en el mármol. Quizá los rememoradores que se habían marchado de la 28.ª Expedición en busca de pastos más verdes habían tenido una buena idea. Sin embargo, una voz en el fondo de la mente le decía que quizá existían razones más siniestras para la repentina desaparición de aquellas voces disidentes.

Incluso la simple existencia de esa sospecha era más que suficiente, y Ostian decidió que en cuanto encontrara la chispa de humanidad que le diera vida a la estatua solicitaría un traslado a otra expedición. El sabor que antes tenía la 28.ª se le había agriado.

—Cuanto antes salga de aquí, mejor —murmuró para sí mismo.

* * *

Aunque él no podía saberlo de ninguna de las maneras, el sentimiento de Ostian Delafour era casi equivalente al que tenía Solomon Demeter, quien se encontraba contemplando las ruinas bombardeadas de la Ciudad Coral y del palacio del Señor del Coro. El paisaje desolado y ennegrecido por el fuego se extendía por delante de él más allá de donde le alcanzaba la vista, y era una escena tan cercana al infierno como podía llegar a imaginarse. Aquello había sido antaño un planeta hermoso. La perfección de su arquitectura contrastaba vivamente con la rebelión que se había fomentado bajo los techos de sus palacios dorados y la traición que se había producido entre sus restos quemados.

Una sensación funesta se había apoderado de Solomon desde aquel combate en la plataforma orbital del sistema Callinedes, aunque no había sido hasta Isstvan cuando se había hecho evidente la horrible razón del abandono que la Segunda Compañía había sufrido por parte de Julius y de Marius. No había visto a ninguno de sus dos hermanos después de la batalla, y a las pocas horas, la Segunda había sido enviada a reunirse con los destacamentos de otras tres legiones para pacificar el mundo rebelde de Isstvan III.

El corazón de la revuelta se encontraba centrado en una ciudad de granito pulido y de altas torres de acero y cristal que era conocida como la Ciudad Coral. Su corrupto gobernador, Vardus Praal, había caído bajo la influencia de los cantores de guerra, unos psíquicos descontrolados que en teoría habían sido eliminados por la Guardia del Cuervo más de un decenio antes.

Los ataques iniciales contra la Ciudad Coral le habían hecho olvidar a Solomon buena parte de sus sentimientos de inquietud. La liberación de su rabia y su dolor en el combate lo habían tranquilizado, lo que le indicaba que todo estaba como debía estar y que sus recelos anteriores no eran motivo de preocupación.

Sin embargo, de repente, había llegado Saúl Tarvitz con su increíble relato de una traición y el aviso de un ataque inminente.

Muchos se habían burlado de la advertencia de Tarvitz, pero Solomon se había dado cuenta inmediatamente de que era verdad, y se había esforzado para que sus hermanos se dieran cuenta del peligro. En cuanto se percataron de la monstruosa escala de la traición, los Hijos de Horus, los Devoradores de Mundos y los Hijos del Emperador se habían apresurado a ponerse a cubierto antes de que las mortíferas bombas víricas estallaran en el planeta que los traidores pretendían convertir en su tumba.

Solomon había contemplado lleno de horror cómo las primeras trayectorias luminosas cruzaban el cielo y las explosiones llenaban el aire de letales agentes víricos. El aullido de la ciudad al morir todavía lo perseguía. Ni siquiera lograba imaginarse el horror que debía de haber llenado los corazones de aquellas personas que contemplaron cómo el virus devoraba los cuerpos de sus seres queridos antes de que ellas mismas quedaran desintegradas a trozos de carne muerta y descompuesta. Solomon sabía lo mortífero que era el Devorador de Vida, y sabía que el planeta habría quedado convertido en un matadero en cuestión de horas.

Luego había llegado la tormenta de fuego y había arrasado la superficie del planeta, barriendo toda señal de la presencia de sus antiguos habitantes al quemarlos y convertirlos en ceniza el viento ardiente, que destruyó todo lo que encontró a su paso y cruzó aullante todo Isstvan III en una oleada rugiente de llamas. Cerró los ojos al recordar el búnker subterráneo donde tanto él como Gaius Caphen se habían cobijado para protegerse del bombardeo vírico que luego dio paso al calor fundente de la tormenta de fuego. El rugido de las llamas había sonado como si un antiguo dragón de leyenda hubiera llegado para devorarlo. Todavía tenía fresca en la memoria la agonía que sintió cuando la armadura empezó a fundírsele y la piel comenzó a arder.

Atrapado bajo los escombros, había pedido ayuda, pero no había acudido nadie, y Solomon llegó a preguntarse si serían los únicos supervivientes de la traición del Señor de la Guerra. Gaius Caphen había muerto al tercer día. Las heridas que había sufrido acabaron con él mientras la luz del día se filtraba entre su prisión de cascotes.

Al final, a Solomon lo había encontrado uno de los Hijos de Horus, un guerrero llamado Nero Vipus, cuando apenas respiraba, pero manteniéndose aferrado a la vida con la tenacidad de alguien que se niega a morir hasta que ha conseguido cobrarse su venganza.

El primer mes de combates que había seguido al bombardeo vírico había pasado como un borrón de agonía y de pesadillas, con la vida pendiente de un hilo hasta que Saúl Tarvitz se había reunido con él y le había prometido que harían pagar a los traidores lo que habían hecho.

Ver el fuego de la ambición encendido por fin en el joven guerrero había levantado el ánimo de Solomon, y su recuperación había sido prácticamente milagrosa. Un apotecario llamado Vaddon había encontrado tiempo mientras trataba a los demás heridos y lo había traído de vuelta del borde de la muerte; y, a medida que la guerra avanzaba, él había ido recuperando las fuerzas hasta el punto de ser capaz de combatir una vez más.

Solomon tomó la armadura de uno de los muertos y se alzó de nuevo, como un ave fénix, de lo que muchos consideraban ya que era su lecho de muerte, y había vuelto a luchar con toda la ferocidad y el valor por los que era famoso. Saúl Tarvitz se había ofrecido de inmediato a devolverle el mando, pero Solomon se había negado, ya que sabía que todos los guerreros supervivientes consideraban a Tarvitz su líder. Sustituirlo no hubiera tenido sentido, sobre todo cuando su heroica defensa ante la traición casi había acabado.

Las fuerzas del Señor de la Guerra los habían hecho retroceder hasta el corazón del palacio, y los Hijos de Horus habían empleado a sus mejores guerreros para el asalto. Solomon sabía que todo aquello no tardaría en acabar, y no deseaba privar a Tarvitz de la gloria de la última defensa.

Para sorpresa de Solomon, Tarvitz no había sido el único guerrero en destacar en el fragor de aquel desesperado combate. El espadachín, Lucius, también había conseguido realizar hazañas increíbles, entre ellas decapitar al capellán Charmosian en un duelo personal sobre el Land Raider del traidor para que todo el mundo lo viera.

Por muy grato que le resultara ver a aquellos guerreros superarse de aquel modo, no era más que una sombra comparado con la angustia por la muerte de Caphen y la repugnancia que sentía ante lo que se habían convertido sus antiguos hermanos de batalla. ¿Cómo habían podido llegar a eso, a enfrentarse a aquellos guerreros con los que había luchado hombro con hombro en la forja de los dominios del Emperador?

¿Qué era lo que los había llevado a actuar así?

Estaba más allá de su comprensión, y el vacío que sentía en su interior no se podía llenar con la muerte de sus enemigos. El sueño de una galaxia que pudiera heredar la humanidad se acababa con aquella traición, y el futuro dorado que les esperaba se les había escapado para siempre. Solomon se sentía destrozado por el futuro siniestro que se estaba forjando en el yunque que era Isstvan III, y tenía la esperanza de que aquellos que los siguieran pudieran perdonarles por lo que habían permitido que ocurriera.

Esperaba que el futuro recordara a los guerreros con los que se encontraba como los héroes que eran, pero, sobre todo, esperaba que la Eisenstein de Nathaniel Garro hubiera logrado escapar de aquella trampa y llevara el aviso de la traición del Señor de la Guerra a Terra. Tarvitz le había contado como su hermano de honores se había apoderado de la fragata y había jurado regresar con las legiones leales para aplastar por completo a Horus.

Esa esperanza, esa diminuta ascua de creencia en la salvación, había mantenido luchando a los guerreros que defendían las ruinas destrozadas del palacio del Señor del Coro después de que la lógica y la razón dictaran todo lo contrario. Solomon había terminado admirando a todos y cada uno de los guerreros por su heroísmo.

El lejano estampido de un bombardeo les llegó desde los márgenes occidentales de la ciudad, donde los restos desperdigados de la Guardia de la Muerte estaban atrincherados aguantando los constantes disparos de las fuerzas traidoras.

Solomon cruzó, cojeando, la zona oriental del palacio. Las antaño fabulosas columnatas eran poco más que una serie de cámaras de suelo de mosaico, cuyos elementos habían acabado formando parte de barricadas improvisadas. La mayoría de las cúpulas de las cámaras permanecían milagrosamente intactas a pesar de los meses de bombardeos. Las paredes ennegrecidas y los frescos quemados eran un recordatorio infinitamente triste de lo que antaño había sido un mundo imperial.

Al principio los ruidos eran débiles, apenas audibles por encima del omnipresente chasquear de las llamas y del incesante estallido de las explosiones. El chasquido de las armas al chocar no tardó en penetrar el sonido de fondo de la guerra, y Solomon apresuró el paso cuando se dio cuenta de que la zona oriental del palacio debía encontrarse bajo un ataque.

Solomon echó a correr con toda la rapidez que le permitieron sus heridas. El dolor de la carne quemada era agudo, y hacía que cada paso que daba fuera una agonía. El sonido de los combates se hizo más estridente, y captó con claridad el chasquido metálico del choque de las espadas, aunque se dio cuenta de que no se oían disparos.

El ruido procedía de delante de él. Solomon entró, resbalando, en una cúpula brillantemente iluminada. La luz del sol se reflejaba en las armas de los guerreros que combatían en su interior. El capitán Lucius estaba al mando de aquel sector de las defensas, con unos treinta guerreros a su cargo. Solomon vio la silueta ágil del espadachín en el centro de una tremenda batalla.

El suelo estaba sembrado de cadáveres, y una masa de guerreros de los Hijos del Emperador llenaba la cúpula y rodeaba a Lucius, quien luchaba por su vida.

—¡Lucius! —gritó Solomon, al mismo tiempo que desenvainaba el arma y se lanzaba a la carga para ayudar al espadachín.

Vio el destello relampagueante del acero cruzar el aire y uno de los guerreros se desplomó al suelo, abierto en canal desde el cuello a la pelvis por el filo cargado de energía de la espada de Lucius.

—¡Están logrando entrar, Solomon! —gritó Lucius con voz alegre al mismo tiempo que decapitaba a otro de sus atacantes con un tajo alto.

—¡No, no mientras me queden fuerzas! —aulló Solomon, y lanzó un mandoble al atacante que tenía más cerca. El golpe derribó al traidor convertido en una armadura rota de la que manaba una fuente de sangre.

—¡Matémoslos a todos! —respondió Lucius a gritos.

* * *

—¿Te atreves a regresar y a presentarte ante mí con un fracaso? —aulló Horus, y el puente de mando de la Espíritu Vengativo se estremeció con la furia de su voz. Tenía el rostro congestionado por la rabia que sentía, y Fulgrim sonrió mientras contemplaba el esfuerzo del Señor de la Guerra por contener su furia cthónica. La Espíritu Vengativo había cambiado bastante desde la última vez que había estado en los aposentos privados de Horus. Su bullicio alegre se había visto sustituido por algo más siniestro—. ¿Es que no entiendes lo que estoy intentando hacer? —continuó rugiendo Horus—. ¡Lo que he iniciado en Isstvan consumirá toda la galaxia, y si comienza con fallos, el Emperador nos destrozará!

Fulgrim permitió que una sonrisa de tranquila despreocupación le apareciera en el rostro, ya que la emoción de haber llegado por fin a Isstvan III y la escala de la matanza que se estaba produciendo allí abajo le estimulaban el gusto por lo excesivo. Aunque acababa de llegar en la Orgullo del Emperador y Fulgrim había tenido buen cuidado de presentarse ante el Señor de la Guerra con el mismo aspecto impresionante de siempre. Su armadura, de una confección exquisita, mostraba nuevas capas de colores púrpura y oro. Lucía nuevos detalles decorativos recién incorporados. Llevaba el largo cabello blanco recogido en una serie de trenzas muy elaboradas, y en sus pálidas mejillas había una serie de leves marcas, el comienzo de unos tatuajes que Serena d’Angelus había diseñado para él.

—Ferrus Manus es un idiota que no ha querido atender a razones —le respondió Fulgrim—. Ni siquiera cuando mencioné la alianza con el Adeptus Mechanicus…

—¡Me prometiste que podrías ponerlo de nuestra parte! Los Manos de Hierro eran esenciales para mi plan. Lo preparé todo en Isstvan III con la seguridad que me diste de que Ferrus Manus estaría de nuestro lado. Ahora me entero de que tengo que enfrentarme a un nuevo adversario más. Muchos de nuestros adeptos astartes morirán por esto, Fulgrim.

—¿Qué querías que hiciera, mi Señor de la Guerra? —le respondió Fulgrim con una sonrisa, pero asegurándose de que sus palabras tenían un tono burlón y astuto—. Su fuerza de voluntad es mayor de lo que yo había previsto.

—O quizá simplemente tenías una opinión demasiado elevada de tu capacidad de convicción.

—¿Acaso debería haber matado a mi hermano, mi Señor de la Guerra? —le preguntó Fulgrim con la esperanza de que Horus no le pidiera algo así, pero a sabiendas de que era lo que quería oír—. Porque lo haré si es tu deseo.

—Quizá sí —le replicó Horus sin alterarse—. Habría sido mejor que dejarlo con vida para que vaya por ahí destrozando mis planes. Ahora mismo podría ponerse en contacto con el Emperador o con alguno de los otros primarcas y hacerlos caer encima de nosotros antes de que estemos preparados.

—Entonces, si no queda ningún asunto pendiente, volveré con mi legión —dijo Fulgrim antes de darse la vuelta con un movimiento elegante calculado para enfurecer al Señor de la Guerra. Estaba seguro de que lo conseguiría, y el corazón le latió con fuerza cuando Horus habló de nuevo.

—No, no lo harás. Tengo otra misión para ti. Quiero que vayas a Isstvan V. Con rodo lo que ha ocurrido, es bastante probable que la respuesta del Emperador llegue antes de lo que yo había previsto, y debemos estar preparados para ello. Llévate un destacamento de Hijos del Emperador a las fortalezas alienígenas que se encuentran allí y prepáralas para la fase final de la operación Isstvan.

Fulgrim dio un paso atrás a causa del tremendo disgusto que sintió ante una tarea tan insignificante y se volvió hacia su hermano. Las exquisitas sensaciones de las que había disfrutado al provocar al Señor de la Guerra desaparecieron y se sintió vacío por dentro.

—¿Me envías a una tarea que es poco más que la de un simple castellano? ¿Como si no fuera más que un encargado que tuviera que preparar la casa para tu grandiosa entrada? ¿Por qué no envías a Perturabo? Este tipo de cosas son las que más le gustan a él.

—Perturabo tiene sus propias tareas que cumplir —le contestó Horus—. Ahora mismo se está preparando para arrasar su mundo natal en mi nombre. Pronto tendremos noticias de nuestro amargado hermano. No te preocupes por eso.

—Pues hazle ese encargo a Mortarion —le replicó Fulgrim, en un tono de voz desabrido—. ¡Sus torpes guerreros estarán más que encantados de mancharse las manos en tu nombre! Mi legión fue la preferida del Emperador en los tiempos que todavía se merecía que le sirviéramos. Soy el más glorioso de todos sus héroes y la mano derecha de la nueva cruzada. Esto… ¡esto es una traición a los propios principios por los que decidí unirme a ti, Horus!

—¿Una traición? —le espetó Horus, en voz baja y con un tono peligroso—. Una palabra bastante fuerte, Fulgrim. Una traición es lo que el Emperador nos obligó a hacer cuando le dio la espalda a la galaxia en busca de su deificación y entregó nuestras conquistas en la cruzada a los escribanos y los burócratas. ¿Me vas a acusar de eso aquí y ahora, en mi propia cara, en el puente de mando de mi propia nave?

Fulgrim dio otro paso atrás y su furia se disipó al sentir que la ira de Horus se estrellaba contra él de forma casi física, pero disfrutando de las sensaciones que despertaban por la posibilidad de un enfrentamiento.

—Puede que lo esté haciendo, Horus. Quizá alguien deba decirte unas cuantas verdades desagradables ahora que tu precioso Mournival ya no existe.

—Esa espada que llevas… —le dijo Horus señalando con un gesto la mortífera arma reluciente que le había entregado a Fulgrim la última vez que se habían visto—. Te di esta espada como un símbolo de confianza, Fulgrim. Sólo tú y yo sabemos el verdadero poder que posee. Esa arma casi me mata, y a pesar de ello te la entregué. ¿Crees que le habría dado un objeto semejante a alguien en quien no confío?

—No, mi Señor de la Guerra —contestó Fulgrim.

—Exactamente. La fase Isstvan V de mi plan tiene una importancia crítica. La mayor de todas —insistió Horus, y Fulgrim notó la suprema habilidad diplomática del Señor de la Guerra, ya que las peligrosas ascuas de su ego se fueron apagando—. Más todavía de lo que está pasando ahora mismo allá abajo. No puedo confiarle esa tarea a nadie más. Debes ir a Isstvan V, hermano. Todo depende del éxito de esta fase.

Durante un largo y terrible momento, la posibilidad de un enfrentamiento violento restalló entre Horus y el primarca de los Hijos del Emperador. Finalmente, Fulgrim se echó a reír.

—Y ahora me halagas con la esperanza de que mi ego me obligue a obedecer tus órdenes.

—¿Y está funcionando? —le preguntó Horus, haciendo que la tensión desapareciera.

—Sí —admitió Fulgrim—. Muy bien, se cumplirá la voluntad del Señor de la Guerra. Iré a Isstvan V.

—Eidolon permanecerá al mando de los Hijos del Emperador hasta que nos reunamos contigo —le indicó Horus, y Fulgrim asintió.

—Le encantará tener la oportunidad de seguir demostrando sus capacidades —comentó su primarca.

—Y ahora, márchate, Fulgrim —le ordenó Horus—. Tienes una misión por delante.

Fulgrim giró en redondo con elegancia y se marchó. Empezó a respirar con breves exhalaciones a medida que se disipaba el violento potencial de un enfrentamiento y permitía que el recuerdo de la furia de su hermano le estimulara de nuevo los sentidos.

El efecto era sublime, y se imaginó mayores placeres todavía cuando la parte del plan del Señor de la Guerra que incluía a Isstvan V se cumpliera. Cuántos horrores, cuántas muertes, cuántas delicias.

* * *

Solomon atravesó la armadura del guerrero que tenía delante de él con su espada rugiente y retorció el arma con salvajismo entre las capas de ceramita y de músculo. Un tremendo chorro de sangre salió disparado de la tremenda herida y el traidor cavó derrumbado al suelo. Se volvió con un movimiento doloroso para enfrentarse a su siguiente enemigo, pero el único guerrero que quedaba en pie era Lucius, quien tenía el desfigurado rostro, encendido por la energía del combate. Solomon comprobó que no quedara ningún superviviente antes de bajar por fin la espada y aceptar el dolor de sus numerosas heridas.

La sangre cayó goteante del arma cuando los dientes de sierra dejaron lentamente de moverse. Inspiró profundamente al darse cuenta de lo cerca que habían estado de verse arrollados.

La habilidad con la que el espadachín se había enfrentado a sus enemigos rozaba lo milagroso, y Solomon se dio cuenta de que la reputación de Lucius como el guerrero más mortífero de toda la legión estaba plenamente justificada.

—Lo logramos —dijo jadeante.

De repente, se dio cuenta con dolor de lo cara que les había costado la victoria, todos los guerreros que estaban bajo el mando de Lucius habían muerto. Solomon estudió con atención la matanza, y sintió una inmensa tristeza cuando vio que era difícil diferenciar al traidor del leal.

Si no hubiera sido por el destino, ¿no habría acabado él también volviéndose contra sus hermanos?

—Sí que lo logramos, capitán Demeter —respondió, burlón, Lucius—. En realidad, no podría haberlo hecho sin usted.

Solomon alzó la mirada al oír aquel tono de voz condescendiente y contuvo una respuesta airada. Negó con la cabeza ante la ingratitud del espadachín y luego asintió con gesto cansado.

—Es extraño que atacaran con tan pocos guerreros —comentó mientras se arrodillaba al lado del último traidor que había matado—. ¿Qué pretenderían conseguir?

—Nada —respondió Lucius, mientras limpiaba la sangre de la espada con un trapo—. Todavía.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Solomon, que ya se había cansado de las irrespetuosas respuestas de Lucius.

El espadachín le sonrió, pero no le contestó, y Solomon apartó la mirada para fijarse en los cadáveres y en el hedor a carne y a hueso quemados.

—No te preocupes, Solomon —le dijo finalmente—. No tardarás en comprenderlo todo.

El comportamiento fanfarrón del espadachín preocupó a Solomon más de lo que quiso admitir, y una horrible sospecha comenzó a formársele en la mente y le agarrotó las entrañas.

Miró con rapidez por toda la cúpula, y repasó con la vista el lugar mientras realizaba un conteo de los cuerpos que yacían inmóviles y silenciosos en el suelo acribillado. A Lucius se le había entregado el mando de los restos de unas cuatro escuadras para defender aquella zona del palacio, unos treinta guerreros.

—Oh, no —gimió Solomon cuando se dio cuenta de que lo que había era aproximadamente una treintena de cadáveres. Se fijó en las armaduras dañadas y en los rostros ennegrecidos, y en las heridas que indicaban que no se trataba de guerreros recién llegadas de sus cuarteles para atacar el palacio sino que habían estado allí desde el principio. Aquellos guerreros no eran traidores en absoluto—. Eran leales al Emperador —musitó al fin.

—Eso me temo —le contestó Lucius—. Voy a volver a unirme a la legión. El precio para lograrlo es abrirle un camino a Eidolon y a sus guerreros para que entren en el palacio. He de agradecer que aparecieras cuando lo hiciste, capitán Demeter. No sé si hubiera sido capaz de matarlos a todos antes de que llegara el comandante general.

Solomon sintió que los pilares que sustentaban su existencia se le derrumbaban encima ante la enormidad de lo que había hecho. Se dejó caer completamente de rodillas y por las mejillas comenzaron a correrle lágrimas de horror y de angustia.

—¡No! ¿Qué es lo que has hecho, Lucius? —gritó—. ¡Nos has condenado a todos!

Lucius se echó a reír antes de contestar.

—Ya estabais condenados, Solomon. Yo sólo me he limitado a acelerar el proceso.

Solomon tiró a un lado la espada, asqueado al pensar en lo que se había convertido, un asesino que no era mejor que los traidores que estaban al otro lado de los muros del palacio, y la rabia que sintió contra Lucius fluyó como un río de lava.

—Me has arrebatado el honor —le gruñó mientras se ponía en pie y se volvía para enfrentarse al espadachín—. Era todo lo que me quedaba.

Lucius estaba justo delante de él, luciendo todavía aquella sonrisa arrogante en el rostro cubierto de cicatrices.

—¿Cómo te sientes?

Solomon lanzó un rugido y se abalanzó contra Lucius, a quien agarró por el cuello. El odio y el remordimiento le llenaron los brazos con una nueva energía con la que poder estrangular a quien le había robado el honor.

Un dolor terrible le explotó en el estómago y le subió ardiente hacia el pecho. Solomon aulló cuando su cuerpo, destrozado, se separó del de Lucius. Bajó la mirada y vio la espada de su enemigo sobresaliendo en mitad de su placa pectoral. Le llegó el fuerte olor de la carne quemada y la ceramita derretida. Lucius empujó la espada, que le atravesó por completo el torso.

Su cuerpo perdió por completo todas las fuerzas, y el dolor de las heridas que se había esforzado por superar desde la tormenta de fuego regresó un centenar de veces más fuerte. Todo su cuerpo se convirtió en una masa de dolor, con cada extremidad nerviosa aullando de agonía.

Solomon volvió a caer de rodillas mientras la sangre y la vida se le escapaban del cuerpo en un chorro tibio. Alargó las manos para agarrar de los brazos a Lucius y se esforzó por enfocar la vista en el rostro del espadachín mientras la muerte se le acercaba.

—No… lograrás… ganar —jadeó, y cada palabra que le salió de la garganta fue una pequeña victoria.

Lucius se encogió de hombros.

—Puede que sí, puede que no, pero tú seguro que no estarás por aquí para verlo.

Solomon cayó hacia atrás con lentitud. Sintió el aire que le acariciaba el rostro y el choque del cráneo contra el suelo. Rodó hasta quedar de espaldas y se quedó mirando a través de la cúpula rota el cielo azul despejado que se extendía al otro lado.

Sonrió cuando los ungüentos de los depósitos de la armadura se esforzaron inútilmente en aliviar la gravedad de la herida mortal que le había producido la espada de Lucius. Al mirar al ilimitado cielo azul, tuvo la impresión de que su vista podría atravesar la atmósfera y llegar hasta el espacio, donde estaba esperando la flota de Horus.

Solomon vio con una claridad que le había sido negada en la vida adonde conduciría la terrible traición del Señor de la Guerra, el horror y la larga guerra que sin duda la seguirían. Las mejillas se le cubrieron de lágrimas, pero no por su propia muerte, sino por los miles de millones que sufrirían una eternidad de oscuridad por saciar la tremenda ambición de un solo individuo.

Lucius se alejó sin ni siquiera preocuparse por contemplar los momentos finales de su vida, y Solomon se sintió agradecido por aquella paz. Su respiración disminuyó y los párpados le temblaron a medida que el cielo se hacía más gris con cada jadeo.

La luz moría en su interior, como si el mundo avisara de su muerte corriendo una cortina sobre la luz del día y lo llevara a la oscuridad final lleno de honor.

Solomon cerró los ojos y una última lágrima cayó al suelo.