DIECINUEVE

DIECINUEVE

UN ERROR DE JUICIO

El tamborileo de los martillos y el estruendo de unas forjas lejanas resonaba por el anvilarium de la Puño de Hierro, aunque Gabriel Santar el primer capitán de los Manos de Hierro, apenas los oía. Los exterminadores morlock montaban guardia en el borde de la cámara. Los más poderosos de ellos eran los encargados de proteger las puertas de los aposentos privados del primarca, la Forja de Hierro. Las sibilantes nubes de vapor que salían por todas partes los convertían en siluetas fantasmales, y el temible aspecto de los morlock le recordó a Santar los depredadores vengativos que acechaban aullantes en la tundra helada de Medusa y que les habían dado el nombre a aquellos exterminadores.

Su corazón palpitaba al mismo ritmo que los poderosos martillos que resonaban por debajo de él. La idea de encontrarse de nuevo en presencia de dos de las seres más poderosos de la galaxia lo llenó de orgullo, de honor y, tenía que admitirlo, de nerviosismo.

Ferrus Manus estaba de pie a su lado, con un aspecto magnífico gracias a la armadura de combate de color negro y a la capa de cota de malla que relucía como plata forjada. La alta gorguera de hierro oscuro le tapaba la parte inferior de la cara, pero Santar conocía lo suficiente a su primarca como para saber que estaba sonriendo ante la perspectiva de reunirse de nuevo con su hermano.

—Me llenará de orgullo ver a Fulgrim de nuevo, Santar —le comentó Ferrus.

Santar se arriesgó a mirar de reojo al primarca de la X Legión, ya que había captado una nota de preocupación en el tono de voz de su señor y que reflejaba la que él mismo sentía.

—¿Mi señor? —se atrevió a preguntar—. ¿Ocurre algo malo?

Ferrus Manus volvió los ojos de mirada dura como el pedernal hacia Santar.

—No, no exactamente, pero tú estabas allí cuando nos separamos de los Hijos del Emperador después de la victoria sobre la Diasporex. Sabes que los guerreros de nuestras legiones no se despidieron como deberían hacerlo unos hermanos de guerra.

Santar asintió mientras recordaba la ceremonia de despedida en la cubierta superior de embarque de la Orgullo del Emperador. La celebración formal tuvo que realizarse a bordo de la nave insignia de Fulgrim porque la Puño de Hierro había sufrido unos daños tremendos cuando había interceptado a los cruceros de la Diasporex que atacaban a la Pájaro de Fuego, y el primarca de los Hijos del Emperador lo había considerado algo poco apropiado para una ceremonia de semejante magnitud.

Aunque aquella falta de respeto por parte de Fulgrim había enfurecido a su capitán y a la tripulación, Ferrus Manus se había reído ante las palabras altisonantes de su hermano y había accedido a subir a bordo de la Orgullo del Emperador.

Rodeados por los morlock, Ferrus Manus y Santar había atravesado las filas de los guerreros de la Guardia del Fénix, con sus recargadas armaduras, hacia las siluetas del Fénix y sus capitanes de batalla, que los estaban esperando. A los recién llegados les dio la impresión de que el recorrido se parecía más a pasar entre dos filas de guerreros enemigos que de pretorianos de sus hermanos más queridos.

A Santar le pareció que la ceremonia se celebraba a toda prisa sin necesidad. Fulgrim había abrazado a su hermano de un modo tan incómodo como alegre había sido el primer abrazo que se dieron al reunirse. Ferrus Manus debió de notar sin duda el cambio de actitud en su hermano, pero no comentó nada al respecto cuando regresaron a la Puño de Hierro. La única indicación de que el primarca se sentía ofendido por la frialdad de su hermano había sido verle la mandíbula un poco más apretada de lo habitual mientras contemplaba a la 28.ª Expedición meterse en el torbellino de la disformidad.

—¿Estará Fulgrim ofendido todavía por lo ocurrido en la estrella Carollis? —Ferrus no le respondió de inmediato, y Santar supo exactamente lo que le preocupaba a su primarca—. Lo salvamos a él y a su preciosa Pájaro de Fuego e impedimos que estallaran en mil pedazos —insistió Santar—. Fulgrim debería sentirse agradecido.

Ferrus soltó una breve risotada.

—Entonces es que no conoces a mi hermano. Que a él le hiciera falta que lo salvaran le parece impensable, ya que eso sugeriría que ha actuado de un modo inferior a la perfección. Procura no mencionar nada al respecto, Gabriel. Lo digo muy en serio.

Santar negó con la cabeza y curvó los labios en un gesto de desdén.

—Se creen demasiado superiores, como el modo en que su primer capitán me miró de arriba abajo cuando subimos por primera vez a bordo de la Orgullo del Emperador. No hacía falta ser el viejo Cistor para captar la condescendencia con la que me trató. Se creen mejores que nosotros. Se les puede ver en la cara a todos.

Ferrus Manus se volvió hacia él, y todo el poder de aquellos ojos plateados se centró en Santar. Sus frías profundidades se estremecieron bajo una rabia controlada. Santar supo que había ido demasiado lejos, y se maldijo a sí mismo por permitir que lo poseyera la ira que le invadía cada vez que pensaba que su legión estaba siendo insultada.

—Os pido disculpas, mi señor —se apresuró a decir—. He hablado de un modo imprudente.

La ira que las palabras de Santar habían provocado en Ferrus desapareció tan rápidamente como había llegado. El primarca se inclinó sobre su segundo y le habló con una voz que era poco más que un susurro.

—Sí, lo has hecho, pero también me has hablado con el corazón, y por eso valoro tanto tu consejo. Es cierto que este reencuentro era inesperado, ya que no he solicitado la presencia de los Hijos del Emperador para que nos ayuden. La 52.ª no necesita ayuda para acabar con los pielesverdes.

—Entonces, ¿por qué han venido? —quiso saber Santar.

—No lo sé, aunque agradezco la posibilidad de reunirme de nuevo con mi hermano y poder arreglar cualquier rencilla que haya entre nosotros.

—Quizá él siente lo mismo y viene a pedir perdón.

—Lo dudo mucho. En el carácter de Fulgrim no está admitir que se ha equivocado —le replicó Ferrus.

Las grandes puertas de hierro negro del anvilarium se abrieron y Fulgrim se dirigió hacia ellos. Su larga capa festoneada de piel revoloteaba en el aire empujada por los chorros de vapor que subían desde las forjas situadas bajo ellos. Se paró un momento en el umbral de la cámara, a sabiendas de que cruzar aquella línea era comenzar un camino que quizá lo separaría para siempre de su hermano más querido. Vio a Ferrus Manus con su primer capitán y con el astrópata jefe de pie al otro lado. Las siluetas amenazantes de sus escoltas morlock acechaban desde el perímetro de la estancia.

Julius Kaesoron, resplandeciente con su armadura de exterminador, y diez guerreros de la Guardia del Fénix lo acompañaban para resaltar la importancia de la reunión. Cuando Fulgrim creyó que era el momento adecuado, entró en el calor seco del anvilarium y avanzó hasta colocarse delante de su hermano primarca. Julius Kaesoron se mantuvo a su lado, mientras que la Guardia del Fénix se apartó para reunirse con los morlock en el borde de la cámara, por lo que al final hubo un gemelo de color púrpura y dorado para cada exterminador con caparazón de acero.

El riesgo de acercarse de ese modo a Ferrus Manus era grande, pero la recompensa que conseguiría tras el inevitable éxito de las ambiciones del Señor de la Guerra hacía que se olvidara de cualquier clase de duda que pudiera tener al respecto.

El Señor de la Guerra ya había comenzado el proceso de ganarse a otros primarcas a su causa, y Fulgrim le había prometido que haría que Ferrus Manus lo acompañara sin necesidad de hacer un solo disparo. El primarca de los Hijos del Emperador sabía que los lazos de hermandad y las hazañas que compartía con Ferrus eran tales que a éste no le quedaría más remedio que ver la justicia de su causa. A Fulgrim le habían quitado el velo de las mentiras que le tapaban los ojos, y consideraba que era su deber revelar esa mentira a su hermano más querido.

—Ferrus —lo saludó al mismo tiempo que abría los brazos de par en par—. Me alegro muchísimo de verte.

Ferrus Manus lo abrazó a su vez, y Fulgrim notó que el amor que sentía por su hermano le henchía el pecho mientras el primarca de los Manos de Hierro le daba unas cuantas palmadas con sus manos plateadas en la espalda.

—Es una dicha inesperada verte de nuevo, hermano —le contestó Ferrus, mientras daba un paso atrás y lo miraba de arriba abajo—. ¿Qué es lo que te trae por el sistema Callinedes? ¿Es que no estamos derrotando al enemigo con la rapidez suficiente para el Señor de la Guerra?

—Al contrario —le contestó Fulgrim con una ancha sonrisa—. El Señor de la Guerra te felicita y me envía para que te honre por la velocidad de tus conquistas.

Contuvo una sonrisa mientras sentía la oleada de orgullo que llenaba a cada guerrero de los Manos de Hierro presentes en el anvilarium. Por supuesto, el Señor de la Guerra no había dicho nada semejante, pero un poco de adulación nunca fallaba a la hora de ganarse los corazones y las mentes en momentos como ése.

—¡Ya lo habéis oído hermanos! —gritó Ferrus Manus—. ¡El Señor de la Guerra nos honra! ¡Gloria a la X Legión!

—¡Gloria a la X Legión! —aullaron los Manos de Hierro.

A Fulgrim te dieron ganas de reírse ante aquellas muestras de placer tan primitivas. Ya les enseñaría a aquellos guerreros sin ingenio lo que era el verdadero placer, pero eso vendría más tarde. Ferrus le colocó una mano plateada en el hombro.

—Vamos, hermano, dime, aparte de traerme la felicitación del Señor de la Guerra, ¿qué más te trae por aquí?

Fulgrim sonrió abiertamente y se llevó una mano a la empuñadura dorada de Filo de fuego. Le había parecido poco apropiado presentarse ante Ferrus sin la espada que su hermano le había forjado bajo el monte Narodnya dos siglos atrás, pero echaba mucho en falta la presencia de su espada plateada. Ferrus se dio cuenta del gesto y se llevó la mano atrás para empuñara Rompeforjas, el gran martillo que Fulgrim había forjado para él.

Los dos primarcas sonrieron, y su hermandad fue de nuevo evidente para todos.

—Tienes razón, Ferrus, hay más de lo que me gustaría hablan pero tengo que hablarlo contigo a solas —le contestó Fulgrim—. Se refiere al futuro de la Gran Cruzada.

Ferrus se puso serio de inmediato y asintió.

—Entonces será mejor que hablemos en la Forja de Hierro.

Marius se encontraba de pie, en una rígida posición de firmes, en el puente de mando de la Orgullo del Emperador. La piel se le llenaba constantemente de sensaciones mientras contemplaba el montón de planchas de acero y bronce que era la Puño de Hierro. Llegó a la conclusión de que la nave era un monstruo horroroso. El casco todavía estaba lleno de marcas de los daños que había sufrido en la batalla de la estrella Carollis. ¿Qué clase de legión viajaría en una nave tan poco apropiada para la gloria de los guerreros que transportaba? ¿Qué clase de líder era aquel que no tenía el orgullo de embellecer su flota para que mostrara la perfección de la legión a la que representaba?

Marius sintió que la cólera amenazaba con apoderarse de él, y se tuvo que esforzar por controlarse al darse cuenta de que estaba aplastando con las manos la barandilla de bronce que rodeaba el púlpito de mando. Su furia estimulaba los centros de placer que hacía poco le habían reconectado en el cerebro, y sólo gracias a un supremo esfuerzo de voluntad consiguió mantener la calma.

Tenía unas órdenes muy explícitas de su primarca, unas órdenes que podían representar la diferencia entre la vida y la muerte para todos aquellos que estaban a bordo de la Puño de Hierro, y que sería la muerte de todos si fallaba cuando llegara el momento de cumplirlas. Fulgrim lo había escogido personalmente para esa tarea, ya que sabía que no había guerrero más fiable entre todos los Hijos del Emperador que Marius, quien no dudaría ni tendría conflicto de conciencia alguno en hacer lo que tenía que hacer.

Desde que había pasado por el escalpelo del apotecario Fabius, Marius tenía la sensación de que su piel era la prisión de un universo de sensaciones que bullía en la carne y en la sangre de su cuerpo. Cada emoción comportaba un éxtasis de alegría, y cada herida provocaba un espasmo de placer. Julius le había mostrado la obra de Cornelius Blayke, y él se había encargado de transmitir esas enseñanzas a los guerreros de su compañía. Todos sus oficiales y buena parte de los astartes ya habían pasado por la Andronius para recibir mejoras químicas y quirúrgicas. La demanda de las operaciones del apotecario Fabius había aumentado de tal manera que incluso había llegado a establecer todo un nuevo equipo de cirujanos especialistas para satisfacer la petición de mejoras.

El ataque sorpresa de la legión contra la plataforma Orbita Profunda DS-191 había sido recibido por los Manos de Hierro con los brazos abiertos, y aquello había renovado los lazos de hermandad que se habían establecido entre los restos de la Diasporex. Las naves de vigilancia de los Manos de Hierro se habían echado a un lado y, de forma discreta y sin provocación alguna, la Orgullo del Emperador y sus naves de escolta avanzaron entre los elementos de la 52.ª Expedición.

Con una sola orden, infligiría una tremenda destrucción a los Manos de Hierro. Aquella idea lo hacía sudar, y cada terminación nerviosa de su cuerpo parecía a punto de salírsele por la piel, henchida de aquella sensación.

Si la misión de Fulgrim tenía éxito, una medida tan drástica no sería necesaria.

Sin embargo, Marius se dio cuenta de que no podía impedir tener la esperanza de que la misión del primarca fallara.

Ferrus Manus guardaba sus reliquias y sus creaciones personales más preciadas en el interior de la Forja de Hierro. Las paredes relucientes eran de basalto vítreo pulido, y de ellas colgaban toda clase de armas, armaduras y artefactos increíbles, todo ello creado por las manos plateadas del propio primarca. En el centro de la habitación había un enorme yunque de hierro y oro. Ferrus Manus había establecido hacía ya mucho tiempo que nadie más que sus hermanos primarcas podrían entrar en su aposento más privado. De hecho, Fulgrim sólo había estado una vez allí con anterioridad.

El primarca Vulkan, de la XVIII Legión, había declarado una vez que se trataba de un lugar mágico, y había utilizado el lenguaje de los antiguos para describir las maravillas que contenía. Para honrar la habilidad de Ferrus, Vulkan le había regalado un estandarte de dragón de fuego, que se encontraba al lado de un rifle de factura extraordinaria con cargador superior y un cañón perforado en forma de fauces rugientes de dragón. Su estructura de plata y de bronce mostraba los detalles artísticos más refinados que Fulgrim jamás hubiera visto. Se detuvo ante el artefacto. Las líneas eran tan bellas que calificarlo simplemente como un arma era negar que en realidad se trataba de una obra de arte.

—Se lo fabriqué a Vulkan hace doscientos años —le comentó Ferrus—. Antes de que se fuera con su legión hacia las estrellas Mordant.

—¿Y por qué está aquí?

—Ya sabes cómo es Vulkan. A él le encanta trabajar en persona el metal, y no confía en nada que no se haya forjado con un martillo o que no haya pasado por el fuego de la fragua de su corazón. —Ferrus alzó sus manos plateadas—. Me parece que no le gustó nada que yo pudiera moldear el metal sin calor o sin martillos. Me lo devolvió hace un siglo, y me dijo que sería mejor que se quedase con su creador. Creo que las supersticiones de Nocturne no se han olvidado tanto como nuestro hermano Vulkan quiere hacernos creer.

Fulgrim alargó una mano para tocar el arma, pero cerró los dedos antes de que alcanzaran el metal cálido. Tocar un arma tan magnífica sin dispararla sería algo impropio.

—Comprendo que exista cierta atracción hacia una arma tan bellamente forjada, pero aplicar tanta capacidad artística a un objeto destinado a matar me parece… extravagante —comentó Fulgrim.

—¿Ah, sí? —respondió Ferrus con una breve risotada. Luego empuñó a Rompeforjas y señaló con el martillo a Filo de fuego, que colgaba de la cintura de Fulgrim—. Entonces, ¿qué es lo que estuvimos haciendo nosotros en los Urales?

Fulgrim desenvainó la espada y le hizo dar varias vueltas en el aire para que reflejara la luz y lanzara unos cegadores destellos rojizos por toda la estancia.

—Aquello fue una competición —respondió Fulgrim con otra sonrisa—. Entonces no te conocía y no iba a permitir que me ganaras, ¿verdad?

Ferrus empezó a pasear por la Forja de Hierro mientras señalaba con su martillo de combate las magníficas creaciones que había forjado y que colgaban de las paredes.

—No hay nada que obligue a las armas, a las máquinas o a los artefactos a ser feos —le indicó Ferrus—. La fealdad es una muestra de imperfección. Tú de entre todos nosotros eres quien deberías saberlo mejor.

—En ese caso, tú debes de ser imperfectamente perfecto —le respondió Fulgrim, pero la sonrisa con la que dijo aquello le quitó toda malicia al comentario.

—Os dejo a Sanguinius y a ti lo de ser guapos, hermano. Me conformo con lo de luchar. Y ahora, venga, cuéntame. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Mencionas el futuro de la Gran Cruzada y luego te pones a hablar de armas y de los viejos tiempos? ¿Qué es lo que pasa?

Fulgrim se puso tenso, sintiéndose nervioso de repente ante lo que le iba a pedir a su hermano. Había tenido la esperanza de poder enfocar el tema de un modo casual para captar su opinión y valorar la posibilidad de que se uniera a él de un modo voluntario, pero Ferrus Manus, con la ruda franqueza propia de Medusa, lo había impedido y le había exigido saber qué quería.

Que burdo y tosco.

—¿Cuándo fue la última vez que viste al Emperador? —le preguntó Fulgrim.

—¿Al Emperador? ¿Qué tiene eso que ver?

—Respóndeme, por favor. ¿Cuándo fue?

—Hace ya mucho tiempo —admitió Ferrus—. En Horina Septimus. En las tierras vítreas situadas por encima de los océanos de ácido.

—La última vez que yo lo vi fue en Ullanor, en la proclamación de Horus como Señor de la Guerra —le dijo Fulgrim, mientras se acercaba al gran yunque. Pasó los dedos por encima del metal frío antes de seguir hablando—. Lloré cuando nos dijo que creía que había llegado el momento de marcharse y de dejar la tarea de la cruzada en manos de sus hijos, que regresaba a Terra para enfrentarse a un reto todavía mayor.

—El Gran Triunfo —musitó Ferrus asintiendo con gesto triste—. Yo estaba librando una campaña en la nebulosa Kaelor, y me encontraba demasiado lejos como para acudir en persona. Es algo que lamento profundamente, no haber podido despedirme de nuestro padre.

—Yo estaba allí —siguió diciendo Fulgrim, con la voz entrecortada por la emoción—. Yo me encontraba en el estrado, junto a Horus y a Dorn, cuando el Emperador nos dijo que se marchaba. Fue el segundo peor momento de toda mi vida. Le suplicamos que se quedara con nosotros, que acabara lo que había comenzado, pero él nos dio la espalda. Ni siquiera quiso decirnos cuál era ese enorme proyecto, tan sólo dijo que si no regresaba a Terra, todo lo que habíamos ganado se perdería y acabaría convertido en ruinas.

Ferrus Manus lo miró fijamente y entrecerró los ojos.

—Lo dices de un modo que suena como si nos hubiera abandonado.

—Es lo que me pareció —respondió Fulgrim, con voz llena de amargura—. Es lo que me sigue pareciendo.

—Tú mismo has dicho que nuestro padre regresaba a Terra para mantener todo por lo que habíamos luchado y sufrido. ¿De verdad crees que no querría ver la victoria final de la Gran Cruzada?

—No lo sé —le replicó Fulgrim, iracundo—. Podría haberse quedado con nosotros. ¿Qué importaban unos pocos años más? ¿Qué podía ser tan importante como para dejarnos en ese momento y lugar?

Ferrus dio un paso hacia él, y Fulgrim vio el reflejo de su rabia en los ojos de su hermano, la traición de todo por lo que tanto él como los Hijos del Emperador habían luchado a lo largo de los doscientos años anteriores.

—No comprendo dónde quieres llegar, Fulgrim —le dijo Ferrus, con una voz que se fue apagando a medida que se daba cuenta de lo que implicaba lo que le había dicho su hermano unos momentos antes—. ¿Qué quisiste decir con que fue el segundo peor momento de roda tu vida? ¿Qué puede haber peor que eso?

Fulgrim inspiró profundamente, porque sabía que tendría que sincerarse por completo de una vez por todas y transmitirle lo que había ido a decirle.

—¿Qué puede haber peor que eso, dices? El momento en que Horus me contó la verdad sobre el modo en que el Emperador nos traicionó a todos y planeó abandonarnos en su intento de llegar a ser un dios —le respondió Fulgrim, quien disfrutó de la expresión horrorizada que apareció en el rostro de su hermano, mezcla de sorpresa y de furia.

—¡Fulgrim! —le gritó Ferrus—. ¡Por Terra! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Que nos traicionó? ¿Un dios? ¿De qué estás hablando?

Fulgrim se acercó con rapidez a Ferrus para colocarse delante de él, dispuesto a hablarle lleno de convencimiento tras dar por fin el paso final y confesarle el verdadero motivo de acudir hasta allí.

—Horus ha visto la verdad, hermano. El Emperador nos ha abandonado y planea ya su apoteosis. Nos ha mentido a todos, Ferrus. Para él no fuimos más que unas herramientas con las que recuperar la galaxia ¡y así preparar su ascensión a la divinidad! ¡El ser perfecto que pretendía ser no era más que una mentira repugnante!

Ferrus lo apartó de un empujón y retrocedió unos pasos, con el rostro arrugado y normalmente rubicundo convertido en una máscara pálida y horrorizada. Fulgrim se dio cuenta de que tenía que seguir presionándolo.

—Ya hay otros que han visto la verdad y se disponen a unirse a Horus. Atacaremos antes de que el Emperador siquiera llegue a darse cuenta de que hemos descubierto sus planes. ¡Horus reclamará la galaxia en nombre de aquellos que derramaron su sangre para conquistarla!

A Fulgrim le entraron ganas de echarse a reír en cuanto pronunció aquellas palabras. La emoción de poder sincerarse por fin era casi demasiado grande como para soportarla. Estaba jadeante, y no sabía si el retumbar que oía era su propia sangre resonándole dentro de la cabeza o los martillos de las forjas lejanas.

Ferrus Manus hizo un movimiento de negación con la cabeza, y Fulgrim se desesperó al ver que el horror de su hermano se había convertido en furia.

—¿Esta es la nueva dirección de la cruzada de la que me querías hablar?

—¡Sí! —le gritó Fulgrim—. Será una época de perfección gloriosa, hermano. Lo que nosotros hemos conseguido ya se lo está entregando a mortales imperfectos, que desperdiciarán las glorias que ganamos para ellos. Lo que nos merecemos por nuestra sangre y nuestras lágrimas será nuestro de nuevo. ¿Es que no lo ves?

—¡Lo único que veo es una traición, Fulgrim! —rugió Ferrus Manus—. No estás hablando de recuperar lo que ganamos. ¡Estás hablando de traicionar todo lo que defendemos!

—¡Hermano, por favor! ¡Escúchame! —le imploró Fulgrim—. El Mechanicus ya le ha ofrecido su apoyo al Señor de la Guerra, ¡lo mismo que muchos de nuestros hermanos! Se acerca una guerra, una guerra que engullirá a la galaxia en un mar de llamas. Cuando se acabe, no habrá piedad para los que estén en el bando equivocado.

Vio que el rostro de su hermano volvía a encenderse, con un color rojizo y belicoso que conocía muy bien.

—¡Ferrus, te pido por nuestra hermandad que te unas a nosotros!

—¿Hermandad? —aulló Ferrus—. ¡Nuestra hermandad murió cuando decidiste convertirte en un traidor!

Fulgrim retrocedió ante su hermano cuando vio la mirada asesina que mostraban sus ardientes ojos plateados.

—Lorgar y Angron ya están preparados para atacar, y Mortarion no tardará en unirse a nosotros. ¡Debes venir conmigo o serás destruido!

—No —respondió Ferrus, con un gruñido, al mismo tiempo que se llevaba a Rompeforjas hasta el hombro—. Serás tú quien acabe destruido.

—¡Ferrus, no! —le suplicó Fulgrim—. Piensa bien en ello. ¿Crees que hubiera venido a contarte algo así si no creyera que era lo más correcto?

—No sé qué es lo que te ha pasado, Fulgrim, pero esto es una traición, sólo puede haber un final para los traidores.

—Así pues… ¿vas a matarme?

Ferrus dudó un momento, y Fulgrim vio que se le hundían los hombros en un gesto de desesperación.

—Eres mi hermano más querido, y te juro que no te miento —le insistió Fulgrim con la esperanza de que todavía existiera una posibilidad de convencer a Ferrus para que no actuara de un modo precipitado.

—Sé que no me mientes, Fulgrim —le respondió Ferrus con tristeza—. Por eso tienes que morir.

Fulgrim alzó la espada en cuanto Ferrus le lanzó contra la cabeza un golpe con el martillo a una velocidad cegadora. Las dos armas resonaron con un tremendo choque metálico que Fulgrim sintió retumbar en lo más profundo de su alma. De su espada saltaron chorros de llamas, y de la cabeza del martillo de Ferrus salieron varias descargas de rayos. Los dos primarcas se quedaron trabados. Fulgrim empujaba la espada llameante contra Ferrus, y el primarca de los Manos de Hierro lo mantenía a raya con la empuñadura del martillo.

Una luz ardiente y un sonido atronador llenaron la Forja de Hierro. Las armas rugieron al liberarse las fuerzas inimaginables que habías quedado atrapadas en su interior cuando fueron forjadas. Ferrus dejó caer el mango del martillo y le propinó un tremendo puñetazo en la cara a Fulgrim. La fuerza del golpe hubiera sido suficiente como para aplastar el casco de una armadura táctica de la clase Dreadnought, pero apenas lo bastante como para causarle un rasguño a un primarca. Fulgrim giró sobre sí mismo para quitarle fuerza al golpe y después propinó un tremendo cabezazo en el rostro a su hermano para, a continuación, lanzarle un mandoble a la garganta con la espada llameante.

La hoja rebotó en la gorguera de Ferrus sin apenas causar ni un rasguño en el metal negro. El primarca de los Manos de Hierro se echó a un lado para esquivar un nuevo ataque y blandió el martillo con una sola mano a la vez que procuraba ganar algo de espacio para poder moverlo con golpes más amplias. Los dos guerreros caminaron en círculos el uno frente al otro, ambos conscientes de lo letal que podía llegar a ser su adversario, ya que habían combatido juntos a lo largo de muchas décadas de guerra. Fulgrim vio que los ojos de su hermano estaban llenos de lágrimas, y la mezcla de pena y alegría que sintió al ver aquello le hizo desear tirar el arma y abrazarlo con fuerza para que ambos pudieran compartir una ocasión tan magnífica.

—¡Esto no tiene sentido, Ferrus! —exclamó Fulgrim—. En este mismo momento el Señor de la Guerra ya se está preparando para purgar a los débiles de sus fuerzas en Isstvan III.

—¿De qué estás hablando, traidor? —exigió saber Ferrus.

Fulgrim se echó a reír.

—Desencadenaremos el poder de nuestras cuatro legiones contra Isstvan III, pero sólo aquellos destacamentos que no sean leales al Señor de la Guerra y a sus planes para el futuro de la galaxia. Dentro de poco, quizá ahora mismo ya, esos elementos débiles estarán muertos, purificados en el fuego de un bombardeo vírico.

—¿El Devorador de Vida? —susurró Ferrus, y Fulgrim disfrutó al ver el horror que se asomó a los ojos de su hermano—. ¡Por el Trono, Fulgrim, cómo puedes ser cómplice de semejante masacre!

En el interior del primarca borboteó una risa salvaje antes de que se lanzara al ataque. La espada llameante trazó un surco cegador en el aire pero, una vez más, el martillo de Ferrus se alzó para detener el golpe. Sin embargo, no era una arma pensada para duelos largos: Fulgrim hizo pasar la hoja por encima del mango del martillo y consiguió herirlo en la cara.

La hoja ardiente cruzó la mejilla de Ferrus y la piel se le ennegreció hasta el punto de igualarse al color de su armadura. El primarca de los Manos de Hierro dejó escapar un grito de dolor cuando la espada que él mismo había forjado le causó la profunda herida. Cegado por un instante, trastabilló hacia atrás y se alejó de Fulgrim.

El primarca de la Legión de los Hijos del Emperador se abalanzó contra él para impedir que se abriera un hueco entre ellos, y le propinó un puñetazo tras otro en la cara hasta que oyó cómo el hueso se partía bajo la avalancha de golpes. Ferrus retrocedió acosado por los puñetazos y con la sangre empapándole la parte inferior de la cara. Los sentidos de Fulgrim aullaban de placer ante el dolor de su hermano, y cada uno de sus nervios parecía estimulado por lo que estaba haciendo.

Mientras Ferrus trastabillaba, cegado y confuso, Fulgrim se le echó encima y le lanzó un mandoble contra el cuello. La espada se dirigió hacia su objetivo, pero en vez de alzar el arma para bloquear el golpe, Ferrus dejó caer el martillo y se giró hacia la espada para atrapar la hoja con sus manos plateadas.

Fulgrim gritó de dolor cuando el impacto le estremeció los brazos. Intentó liberar la espada, pero Ferrus la mantenía Firmemente agarrada con las manos. El arma había quedado completamente inmovilizada mientras las extremidades de acero cromado cambiaban y fluían de materia sólida a metal líquido. Fulgrim parpadeó asombrado cuando el metal de su arma pareció licuarse y el fuego de la hoja pasó a las manos de Ferrus.

El primarca de los Manos de Hierro abrió los ojos, y el fuego de la espada relució en sus pupilas plateadas.

—Yo forjé esta espada —le siseó Ferrus—, y soy yo el único que puede romperla.

Apenas dijo aquello, Filo de fuego estalló en una cegadora explosión de metal fundido. Los dos primarcas salieron despedidos de espaldas por la fuerza de la onda expansiva, con las armaduras y el cuerpo quemados por los grandes goterones de metal al rojo blanco.

Fulgrim rodó sobre sí mismo al caer y parpadeó con fuerza para despejar los puntitos luminosos que poblaban su visión. Estaba aturdido por la potencia de la explosión. Todavía empuñaba la destrozada Filo de fuego, aunque lo único que quedaba de la espada por encima de la empuñadura era un trozo humeante de metal que chisporroteaba. La imagen de la espada rota penetró en el velo rojo de sensaciones que lo había impulsado a actuar hasta ese momento, y el simbolismo de la destrucción de la espada no se le pasó por alto.

El primarca de los Manos de Hierro estaba muerto para él. Su antiguo hermano prefería morir a unirse al nuevo orden galáctico del Señor de la Guerra. Fulgrim había mantenido la esperanza de no tener que llegar hasta aquello, pero sabía que aquella tragedia no podía acabar de ningún otro modo.

Ferrus yacía inmóvil. Las manos le brillaban por la potencia desarrollada durante la casi desintegración de Filo de fuego. Su hermano lanzaba quejidos de dolor por la destrucción que había provocado, y Fulgrim se puso en pie mientras Ferrus seguía gimiendo a causa a lo ocurrido en su propio santuario.

Fulgrim se inclinó y empuñó el martillo de su hermano, una arma en la que había vertido su alma y su corazón, una arma que había forjado con sus propias manos en una época que ahora le parecía que pertenecía a otra era.

El arma era perfecta, y se la llevó con facilidad al hombro mientras se erguía, triunfante, sobre el cuerpo tendido de su hermano. Ferrus consiguió incorporarse un poco, apoyándose en los codos, y lo miró a través de unos párpados casi cerrados por la sangre coagulada.

—Será mejor que me mates, porque yo te mataré si no lo haces.

Fulgrim asintió y alzó a Rompeforjas por encima de la cabeza, listo para darle el golpe de gracia.

El poderoso martillo de combate le tembló en las manos, aunque Fulgrim supo que no era su peso lo que provocaba aquello, sino el hecho de darse cuenta de lo que estaba a punto de hacer. La oscuridad de sus ojos se enfrentó a la plata reluciente de los de su hermano, y sintió que su determinación se debilitaba ante el asesinato que estaba a punto de cometer. Bajó el martillo.

—Ferrus, eres mi hermano. Habría ido contigo hasta las puertas de la muerte. ¿Por qué no has podido hacer tú lo mismo?

—Tú no eres mi hermano —le replicó Ferrus, con el rostro destrozado.

Fulgrim tragó saliva mientras se esforzaba por reunir la fuerza de voluntad necesaria para hacer lo que sabía que tenía que hacer. Oyó una voz tenue, un susurro lejano, que le gritaba que aplastara a Ferrus Manus, pero su llamada quedó apagada por el recuerdo de la gran amistad que antaño había compartido con su hermano, ya que, ¿qué podía competir con semejante lazo de unión?

—Siempre seré tu hermano —le dijo Fulgrim.

Luego blandió el martillo en un golpe hacia arriba que dio de lleno en la mandíbula de Ferrus. La cabeza del primarca se giró con fuerza hacia atrás, y éste se derrumbó en el centro de la Forja de Hierro, donde quedó inconsciente por un golpe que le habría arrancado la cabeza a cualquier mortal y la hubiera lanzado un centenar de metros por los aires.

La voz que le sonaba en el interior de la cabeza no hacía más que gritar que lo matara de una vez, pero Fulgrim hizo caso omiso y se alejó de su hermano. No soltó el martillo y se dirigió hacia las puertas que llevaban de nuevo al anvilarium.

A su espalda, Ferrus Manus yacía herido, pero todavía vivo.

Las grandes puertas de la Forja de Hierro se abrieron y Julius vio salir a Fulgrim con el poderoso martillo en la mano. Gabriel Santar también vio a Rornpeforjas en manos del primarca de los Hijos del Emperador pero no fue lo bastante rápido a la hora de darse cuenta de lo que significaba. Julius se dio la vuelta y lanzó un grito.

—¡Fénix!

De forma instantánea, los guerreros de la Guardia del Fénix hicieron girar las hojas llenas de energía de sus alabardas doradas y cada uno decapitó al morlock junto al que se encontraba en una perfecta simetría escalofriante. Diez cabezas cayeron repiqueteando al suelo, y Julius sonrió al ver a Gabriel Santar y al astrópata darse la vuelta sumidos en una confusión horrorizada. La Guardia del Fénix cerró la trampa alrededor del centro del anvilarium con pasos medidos y con las armas ensangrentadas extendidas por delante de ellos como las de los verdugos.

—¡En nombre del Avernii ¿qué estáis haciendo?! —gritó Santar, cuando las puertas de la Forja de Hierro se cerraron detrás de Fulgrim con un estampido hueco. Julius se dio cuenta de que el primer capitán de los Manos de Hierro estaba ansioso por empuñar su arma, pero que no lo hacía porque sabía con toda certeza que en cuanto lo intentara, moriría—. ¿Dónde está Ferrus Manus? —exigió saber Santar, pero Fulgrim lo hizo callar con un gesto de negación de la cabeza y una taimada sonrisa conmiserativa.

—Está vivo, Gabriel —le informó Fulgrim, y Julius tuvo que ocultar su sorpresa ante aquello—. No quiso atender a razones, y ahora todos sufriréis por su culpa. Julius…

Julius sonrió y se volvió hacia Gabriel Santar. Las cuchillas relámpago incorporadas en los guanteletes de su armadura de exterminador salieron velozmente, y aunque Santar se dio cuenta de lo que iba a ocurrir, fue demasiado tarde: Julius le clavó las cuchillas en mitad del pecho y tiró de ellas hacia abajo. Las armas con filo de energía rasgaron la armadura de Santar y le abrieron la cavidad torácica, de la que surgió un chorro de sangre y de vísceras hasta la pelvis.

El primer capitán de los Manos de Hierro se derrumbó en el suelo. La sangre que salía de su cuerpo destrozado se extendió con rapidez, y Julius saboreó el delicioso aroma de la carne quemada por la electricidad.

Fulgrim hizo un ademán apreciativo y abrió un canal de comunicaciones con la Orgullo del Emperador.

—Marius, nos dirigimos hacia la Pájaro de Fuego. Nos vendría bien que mantuvieras ocupadas a las naves de la 52.ª Expedición. Abre fuego.