DIECIOCHO

DIECIOCHO

ÓRBITA PROFUNDA

ESCISIÓN

CAMINOS SEPARADOS

La cubierta de vuelo de Órbita Profunda DS-191 era una confusión de metal retorcido y llamas. Los pielesverdes habían ocupado la plataforma de defensa planetaria desde hacía algún tiempo, y sus especiales habilidades de ingeniería ya habían comenzado a dar forma a aquello. Unos grandes ídolos que representaban a unas bestias descomunales de enormes colmillos metálicos estaban acuclillados entre las pilas de restos mecánicos, y unos artefactos que se asemejaban a cazas de combate de aspecto primitivo yacían dispersos por toda la cubierta.

Solomon se puso a cubierto para protegerse de las andanadas de disparos procedentes de la barricada improvisada que habían montado, ya que «levantado» era una palabra demasiado elegante para lo que los pielesverdes habían ensamblado al final de la cubierta de vuelo.

Cientos de alienígenas rugientes habían disparado al azar o blandieron unas enormes armas llamadas rebanadoras en dirección a los treinta guerreros de la Segunda Compañía que desembarcaron en la cubierta de vuelo de las Thunderhawk que habían aterrizado allí. Como parte del asalto de los Hijos del Emperador, los cohetes habían abierto varios agujeros en el casco de la plataforma orbital con la intención de provocar una descompresión explosiva en la cubierta de vuelo para permitir que los astartes de Solomon realizaran un abordaje sin oposición de la sección, supuestamente vacía.

El plan había funcionado a la perfección hasta que la marea de restos metálicos había tapado los agujeros y cientos de aullantes salvajes pieles-verdes de grandes colmillos salieron a la carga de los destrozados artefactos que habían sido sus cazas y sus bombarderos para atacarlos con una ferocidad insensata. Se produjo un tremendo tiroteo en la cubierta de vuelo. Algunos cohetes de vuelo errático estallaron entre los astartes, y varias cargas de pólvora lanzadas en forma de granada explotaron delante de los guerreros de los Hijos del Emperador que se hallaban a la carga.

—Es obvio que quienquiera que diga que los pielesverdes son unos primitivos es que jamás ha luchado contra ellos —gritó Gaius Caphen, cuando otra grasienta explosión de llamas y humo negro estalló cerca de él y lanzó por los aires trozos de metal retorcido.

Solomon no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo, ya que había luchado contra los salvajes pielesverdes en muchas ocasiones. Tenía la impresión de que no había sistema estelar en roda la galaxia que no hubiera sido infestado por aquellas alimañas de los pielesverdes.

—¿Alguna señal de los refuerzos? —preguntó a gritos.

—Todavía no —le contestó Caphen—. Se supone que íbamos a recibir escuadras de la Primera y de la Tercera, pero no ha llegado nadie todavía.

Solomon se agachó cuando un cohete rebotó y se deslizó contra la pila retorcida de metal tras la que se había puesto a cubierto. El proyectil impacto con un estampido ensordecedor y salió disparado hacia arriba antes de estallar en una lluvia de fuego y humo. Una cascada de metralla ardiente cayó repiqueteando como granizo metálico al rojo.

—¡No te preocupes! —gritó Solomon—. Julius y Marius no nos dejarán en la estacada.

«Bueno, espero que no lo hagan», pensó, con preocupación, mientras calculaba la probabilidad de que arrollaran su posición. Debido al inesperado contraataque de los alienígenas, tanto él como sus guerreros se verían atrapados en la cubierta de vuelo a menos que consiguieran abrirse camino entre los cientos de guerreros enemigos vociferantes. Solomon no se lo hubiera pensado dos veces contra cualquier otro adversario, pero los pielesverdes eran unos combatientes monstruosos cuya fuerza era casi equivalente a la de un astartes. Su sistema nervioso central era tan primitivo que hacía falta causarles heridas muy graves para abatirlos y que dejaran de luchar.

Un guerrero piel verde no era igual a un astartes en ningún sentido, pero disponían de la suficiente agresividad innata como para compensarlo en parte y, además, tenían a su favor la superioridad numérica.

El sistema Callinedes se componía de una serie de planetas imperiales amenazados por los pielesverdes, y para comenzar la liberación de los mundos que ya habían caído, había que recuperar las plataformas de defensa orbital que estaban en manos del enemigo.

Aquello era el primer paso en la recuperación imperial de Callinedes, donde se produciría la reunión de los Hijos del Emperador y de los Manos de Hierro para asaltar de forma conjunta las posiciones pielesverdes en Callinedes IV.

Solomon se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del metal humeante cuando oyó una serie de aullidos estridentes procedente del otro lado de las vigas de metal y demás restos que los pielesverdes estaban utilizando como barricada. Solomon no conocía el lenguaje del enemigo, si es que aquellas bestias poseían algo parecido a lo que se podía describir como un lenguaje, pero su instinto guerrero le hizo reconocer las cadencias bárbaras de un cántico de combate. Fuese quien fuese el líder de los pielesverdes, era evidente que estaba incitando a sus guerreros para lanzarlos a un ataque. Los símbolos tribales y los mástiles rematados por trofeos repugnantes asomaban por encima del metal oxidado, y Solomon se dio cuenta de que estaban a punto de tener que luchar acorralados.

—Vamos, maldita sea —susurró. Sin el apoyo de Julius o de Marius tendría que ordenar la retirada hacia las naves de desembarco y admitir su derrota, algo que iba completamente en contra de su código guerrero—. ¿Se sabe algo?

—¡Nada todavía! —respondió Caphen—. No vendrán, ¿verdad?

—Vendrán —le prometió Solomon un momento antes de que los cánticos aullantes aumentaran de volumen de repente y los ruidos de rotura del metal y de las botas claveteadas de hierro resonaran detrás de la barricada enemiga.

Gaius Caphen y Solomon intercambiaron una mirada y un momento de perfecto entendimiento y se pusieron en pie con los bólters preparados.

—¡Me parece que van a atacar por el centro! —gritó Caphen.

—¡Qué cabrones! —aulló Solomon—. ¡Ese era mi plan! ¡Segunda, abrid fuego!

Un torrente de disparos de bólter alcanzó a los pielesverdes, y la primera línea cayó segada envuelta en una serie de pequeñas explosiones. El eco de los estampidos secos y agudos resonó en las paredes metálicas de la cubierta de vuelo cuando los astartes dispararon una andanada tras otra contra el enemigo lanzado a la carga. Sin embargo, no importaba cuántos caían, porque aquello sólo parecía provocar un mayor frenesí en los supervivientes.

Los alienígenas avanzaron como una marea de carne verde, armaduras oxidadas y cuero desgastado. Los ojos, rojos como el fuego de un horno, brillaban con una Inteligencia feroz, y aullaban sus bárbaros cánticos de guerra como bestias salvajes. Disparaban unas armas enormes y ruidosas desde la cadera o blandían en alto unas espadas sierra movidas por motores que escupían un humo negro y aceitoso. Algunos llevaban puestas unas armaduras sujetas con grandes cinchas de cuero, mientras que otros simplemente se las habían clavado directamente en sus gruesos pellejos. Unos pocos lucían unos grandes cascos con cuernos festoneados de pieles sin curtir.

Una enorme bestia equipada con una exoarmadura mecánica y chirriante dirigía la carga. Los proyectiles de bólter se estrellaban y rebotaban contra su protección. Solomon distinguió la distorsión en el aire provocada por la energía emitida por una pantalla de escudo que rodeaba al monstruoso caudillo. Lo que le sorprendió fue que una raza tan primitiva como aquélla pudiera fabricar o tan sólo mantener una tecnología tan avanzada.

Los bólters de la Segunda Compañía provocaron una tremenda matanza entre los alienígenas. Los proyectiles abrieron unos tremendos agujeros en la carne verde, de donde salieron grandes chorros de sangre, o arrancaron directamente las extremidades por la fuerza de las explosiones.

—¡Preparad las espadas! —gritó Solomon, al ver que no les importaba la enorme cantidad de bajas que les habían causado: no serían suficientes.

Dejó a un lado el bólter, desenvainó la espada y desenfundó la pistola mientras el primer guerrero pielverde se abría paso a través de las vigas oxidadas, sin preocuparse siquiera de dar un rodeo. Solomon se echó a un lado para esquivar un golpe que sin duda lo hubiera partido en dos y respondió con un mandoble en el que puso la fuerza de los dos brazos, ayudándose con la mano que sostenía la pistola. El golpe le dio de lleno en el cuello a su oponente, y le abrió un tajo de la profundidad de un palmo en la carne verde. Sin embargo, en vez de caer muerto, el alienígena lanzó un aullido y le propinó un golpe que lo derribó.

Solomon rodó sobre sí mismo para evitar un tremendo pisotón de su oponente que, sin duda, le habría aplastado la cabeza y le lanzó otro mandoble. Esta vez la hoja le atravesó toda la extremidad y le cortó la pierna a la altura de la rodilla, y el pielverde se desplomó en el suelo convertido en un puñado de carne que seguía moviéndose con frenesí. Su oponente intentó de nuevo matarle, pero Solomon se puso en pie y le puso una bota en la garganta al pielverde antes de meterle un par de proyectiles de bólter en la cabeza.

Gaius Caphen se estaba enfrentando a un pielverde que le sacaba una cabeza de altura y que le lanzaba un tajo tras otro con una enorme hacha motorizada. Solomon le disparó en plena cara y después tuvo que agacharse cuando otro pielverde se lanzó contra él. El combate perdió toda coherencia, ya que cada guerrero tuvo que ponerse a librar su propia batalla y toda habilidad quedó reducida a matar y a sobrevivir.

No podía acabar de ese modo. Toda una vida de gloria y honor no podía acabar a manos de los pielesverdes. Había combatido al lado de algunos de los mayores héroes del Imperio y no estaba dispuesto a morir luchando contra un enemigo tan infame como aquellas bestias.

«Por desgracia», pensó con ironía, «estas bestias no lo saben».

En nombre de Terra, ¿dónde estaban Julius y Marius?

Vio caer a un par de sus guerreros derribados por una horda de pieles-verdes aullantes, y en ambos casos una rugiente hacha destrozó las placas de sus armadura de clase Mark IV hasta dejarlas inutilizadas por completo. Otro acabó casi partido por la mitad debido a una descarga a quemarropa que le disparó un pielverde con un enorme cañón rotatorio que empuñaba como si pesara poco más que una pistola.

Mientras contemplaba todo aquello, una rebanadora oxidada le impactó de lleno en el pecho y lo lanzó de espaldas. La armadura se agrietó debido al terrible golpe y brotó un chorro de sangre. Levantó la mirada y vio las fauces rugientes y llenas de colmillos del líder pielverde. La enorme armadura mecánica aumentaba el tamaño ya de por sí brutal, con unos músculos impulsados por potentes pistones que lanzaban poderosos aullidos.

Solomon se echó a un lado cuando la rebanadora se abalanzó de nuevo contra él, pero lanzó un grito de dolor cuando los extremos rotos de los huesos de su pecho se rozaron. La tremenda sensación de agonía lo dejó paralizado por un momento, pero mientras esperaba el inevitable ataque, oyó el sonido de una enorme andanada de proyectiles de bólter y el zumbido agudo de un centenar de espadas sierra.

El pielverde que se cernía sobre él apartó los ojos para averiguar el origen del sonido, y Solomon no desaprovechó la oportunidad que le ofrecía: le vació el cargador de la pistola en la cara y le convirtió el grueso cráneo en pulpa bajo el chorro de proyectiles explosivos.

Su exoesqueleto lo mantuvo en pie, pero la horda de pielesverdes se vio de repente arrasada cuando un nuevo destacamento de la Legión de los Hijos del Emperador entró en combate y les disparó a quemarropa con las pistolas o les cercenaron las extremidades y las cabezas con unos mandobles precisos de las espadas.

El combate apenas duró, ya que los pielesverdes fueron aislados en bolsas de resistencia de menor tamaño y fueron abatidos sin piedad por los recién llegados. Solomon contempló aquel exterminio con una admiración exenta de emoción, pues la matanza se realizó con una perfección que no había visto en bastante tiempo.

Gaius Caphen, ensangrentado y dolorido, pero vivo al menos, lo ayudó a ponerse en pie. Solomon le sonrió a pesar del dolor que le provocaban las costillas rotas.

—Ya te dije que Julius y Marius no nos dejarían en la estacada —le comentó a su segundo.

Caphen hizo un gesto negativo con la cabeza mientras los capitanes que habían dirigido la fuerza de socorro se acercaban a ellos.

—No han sido ellos quienes han venido.

Solomon alzó la mirada, confundido, cuando el guerrero más cercano se quitó el casco.

—Oí decir que les vendría bien que los ayudaran, así que pensamos en echar una mano —le dijo Tarvitz. A su espalda se encontraba Lucius. El andar arrogante del espadachín era inconfundible.

—¿Qué hay de la Primera y de la Tercera? —preguntó con la voz apagada por el dolor, aunque el hecho de que sus hermanos de batalla hubieran dejado abandonada a la Segunda le dolía más que cualquier herida. Tarvitz se encogió de hombros en gesto de disculpa.

—No lo sé. Habíamos comenzado nuestro avance hacia el centro de mando principal y oímos la petición de ayuda.

—Menos mal que lo hicimos —comentó Lucius. Su rostro, lleno de cicatrices, se arrugó en una mueca divertida—. Por lo que parece, necesitaban la ayuda.

A Solomon le dieron ganas de darle un puñetazo en plena cara a aquel cabrón arrogante, pero se contuvo y no le respondió, ya que el espadachín tenía razón. Sin su ayuda, tanto él como sus guerreros habrían sido masacrados.

—Se lo agradezco, capitán Tarvitz —le dijo, haciendo caso omiso a Lucius.

Tarvitz le respondió con una reverencia.

—El honor es mío, capitán Demeter. Por desgracia, debo retirarme. Hemos de continuar con nuestro avance hacia nuestro objetivo primario.

—Sí, es cierto —respondió Solomon con un gesto de la mano—. Márchense. Hagan que la legión se sienta orgullosa.

Tarvitz hizo un rápido saludo marcial y se dio la vuelta. Se colocó de nuevo el casco y comenzó a impartir órdenes a sus guerreros. Lucius hizo una reverencia burlona y lo saludó con el filo cargado de energía de su espada, antes de reunirse con su camarada.

Julius y Marius no habían aparecido.

—¿Dónde estáis? —murmuró.

Pero nadie le respondió.

* * *

—¡Mi señor! —gritó Vespasian al entrar en las estancias de Fulgrim, sin detenerse ni pedir permiso.

El comandante general estaba equipado con su armadura de combate. Las suaves placas estaban pulidas y aceitadas hasta el punto de reflejar la luz. Tenía el rostro encendido y caminaba con paso rápido a través de los restos de mármol roto y lienzos a medio pintar hacia donde se encontraba Fulgrim, que contemplaba un par de esculturas que representaban a dos de los capitanes de sus compañías de combate.

Fulgrim apartó la mirada al oír que se acercaba, y Vespasian se sintió sorprendido de nuevo por el cambio que se había producido en el primarca desde que se habían separado de la 63.ª Expedición. El viaje de cuatro semanas hasta el sistema Callinedes había sido uno de los más extraños que Vespasian recordaba. Su primarca se mostraba hosco y retraído, y el alma de la legión se encontraba en plena confusión. Sólo un ciego sería incapaz de ver la degradación de la moralidad de la legión a medida que se añadían más y más compuestos químicos del apotecario Fabius en la sangre de sus astartes. Gracias al impulso tanto de Fulgrim como de Eidolon, pocos capitanes de la legión estaban dispuestos a resistir la tentación de caer en una arrogancia decadente.

Muy pocas de las compañías de Vespasian se mantenían fieles todavía a los ideales con los que se había fundado la legión, y él no sabía qué hacer para intentar impedir que aquel mal siguiera extendiéndose. Las órdenes procedían directamente de Fulgrim y de Eidolon, por lo que la rígida estructura de mando de los Hijos del Emperador permitía muy poco margen, si es que permitía alguno, para interpretar las órdenes que le daban.

Vespasian le había solicitado una audiencia a Fulgrim durante el viaje hacia el sistema Callinedes, y debido a su elevado rango, lo normal hubiera sido que se le concediera esa reunión sin preguntar nada. Sin embargo, el primarca no había atendido a su petición. Pero al ver en las pantallas hololíticas de la Heliópolis la batalla que se estaba librando y que la compañía de Solomon Demeter quedaba abandonada, había decidido tomar el asunto en sus propias manos.

—¿Vespasian? —exclamó Fulgrim, extrañado. Pero sus pálidos rasgos recuperaron la energía cuando se volvió a mirar de nuevo las estatuas que tenía ante sí—. ¿Cómo va la batalla?

Vespasian contuvo la ira que sentía y se estarzo por mantenerse tranquilo.

—No tardaremos en tener ganada la batalla, mi señor, pero…

—Bien —lo interrumpió Fulgrim.

Vespasian se dio cuenta en ese momento de que su amo y señor también tenía tres espadas ante él. Filo de fuego apuntaba a una estatua de Marius Vairosean, mientras que la maldita espada plateada de los laer señalaba con la punta a la de Julius Kaesoron. La tercera, una arma con una hoja de color gris reluciente y una empuñadura dorada se encontraba tirada en mitad de un puñado de cascotes de mármol entre las otras dos estatuas. Vespasian distinguió entre los restos el rostro tallado de la estatua: era el de Solomon Demeter.

—Mi señor —insistió Vespasian— ¿por qué se impidió que los capitanes Vairosean y Kaesoron ayudaran al capitán Demeter? Si no hubiera sido por la intervención de Tarvitz y de Lucius, todo el destacamento de Solomon habría muerto.

—¿Que Tarvitz y Lucius salvaron al capitán Demeter? —se extrañó Fulgrim, y Vespasian se quedó asombrado al captar un asomo de rabia en el rostro del primarca—. Qué… valeroso por su parte.

—No habrían tenido que hacerlo, ya que se supone que Julius y Marius debían apoyar a la Segunda, pero se les retuvo. ¿Por qué?

—¿Estás cuestionando mis órdenes, Vespasian? —le preguntó Fulgrim—. Cumplo las instrucciones del Señor de la Guerra, ¿te atreves a sugerir que sabes mejor que yo cómo debemos atacar a este enemigo?

Vespasian se quedó pasmado por la respuesta de Fulgrim.

—Con el debido respeto, mi señor, el Señor de la Guerra no está aquí. ¿Cómo puede saber él la mejor manera de atacar a estos pielesverdes?

Fulgrim sonrió. Luego recogió la espada de hoja gris de entre los restos de la estatua de Solomon antes de contestar.

—Porque sabe que esta batalla no es en realidad contra los pielesverdes.

—Entonces, ¿contra qué estamos luchando, mi señor? —le preguntó Vespasian—. Me gustaría mucho saberlo.

—Estamos luchando contra una tremenda injusticia que se ha hecho con nosotros, y estamos purgando nuestras filas de aquellos que no poseen la fuerza necesaria para hacer lo que es necesario hacer. El Señor de la Guerra se dirige al sistema Isstvan y en sus campos ensangrentados se pagarán todas las deudas.

—¿El sistema Isstvan? —preguntó extrañado—. No lo entiendo. ¿Por qué se dirige el Señor de la Guerra al sistema Isstvan?

—Porque allí será donde crucemos la línea sin retorno, mi querido Vespasian —le contestó Fulgrim, con la voz embargada por la emoción—. Allí daremos los primeros pasos en la senda que el Señor de la Guerra está forjando. Una senda que llevará a la creación de un orden nuevo y glorioso, lleno de perfección y de maravillas.

Vespasian tuvo que esforzarse por comprender lo que decía el primarca debido al modo rápido y confuso con el que le hablaba. Sus ojos se posaron por un momento en la espada que empuñaba Fulgrim, y sintió una amenaza terrible procedente del arma, como si ésta fuera un ser vivo que deseara su muerte. Hizo caso omiso de aquella estupidez supersticiosa.

—¿Puedo hablar con libertad, señor?

—Siempre, Vespasian. Siempre debes hablar con libertad, porque ¿dónde está el placer que tenemos en la capacidad de hablar si no lo hacemos con libertad? Dime, ¿has oído hablar de un filósofo de la Vieja Tierra llamado Comelius Blayke?

—No, mi señor, pero…

—Ah, pues debes leerlo, Vespasian —lo cortó Fulgrim al mismo tiempo que lo tomaba del brazo y lo llevaba hasta un gran cuadro que se encontraba al otro extremo de la estancia—. Julius me dio a conocer su obra, y no logro concebir cómo he podido estar tanto tiempo sin saber de ella. Evander Tobias tiene sus libros en muy alta estima, aunque un anciano como él ya no puede aprovechar las enseñanzas que se encuentran en la obra de Blayke.

—¡Mi señor, por favor!

Fulgrim alzó una mano para hacerlo callar cuando llegaron al lado del cuadro. El primarca le hizo dar la vuelta para que lo mirara.

—Silencio, Vespasian, hay algo que quiero que veas.

Vespasian se olvidó de todas las preguntas que quería hacerle a Fulgrim al ver el horror de la pintura que tenía ante sí. La imagen de su primarca estaba distorsionada por una expresión maligna y burlona. Su piel estaba tensa sobre unos huesos que casi sobresalían, y la boca se le retorcía en un gesto de impaciencia por la violencia y la violación inminentes. La armadura era una parodia repugnante de la forma noble y orgullosa de la armadura Mark IV. Toda su superficie estaba cubierta de símbolos extraños que daban la impresión de retorcerse sobre el lienzo, como si las gruesas capas de pintura se hubieran aplicado sobre una horda de gusanos vivos.

Sin embargo, fue en los ojos donde Vespasian vio la mayor malignidad. Ardían con el brillo de un conocimiento secreto, y hablaban de hechos cometidos en nombre de la experiencia que le destrozarían el alma si conociera aunque fuera una mínima parte de ellos. No había nada vil, ningún acto lo bastante bajo, ninguna abominación que no fuera capaz de cometer aquella figura.

Al mirar los ojos sin párpados de la imagen, ellos se fijaron en los suyos, y sintió que la mirada repulsiva de la pintura le atravesaba las distintas capas del alma en busca de una oscuridad en su interior que pudiera sacar y hacer crecer. La sensación de ser violado fue horrible. Cayó de rodillas mientras se esforzaba por apartar la mirada de la crueldad ardiente de la pintura y del terrible vacío que se abría al otro lado de aquellos ojos. Vio el nacimiento y la muerte de universos enteros en las estrellas radiadas de aquellas pupilas, y la futilidad de su débil raza al intentar negarle todos sus caprichos.

Los labios de la imagen se abultaron y se retorcieron, formando una sonrisa hieratica.

Entrégamelo todo… —le pareció que le decía—. Muéstrame tus deseos más secretos.

Vespasian sintió que le registraba todos los rincones de su ser en busca de maldad y desprecio, amargura y odio, pero su alma se sintió henchida al notar la creciente frustración del violador al no encontrar nada en lo que clavar las garras. La ira de la imagen aumentó, y al hacerlo, también aumentó la fuerza de Vespasian. El comandante general logró apartar la mirada mientras seguía notando la rabia que había desencadenado la pureza de sus sentimientos. Intentó desenvainar la espada para destruir aquella creación maligna, pero la monstruosa fuerza de voluntad de la pintura lo mantuvo inmovilizado dentro de la prisión de su propio cuerpo.

No contiene nada —dijo la horrible pintura, con un tono de disgusto—. No vale nada. Mátalo.

—Vespasian —dijo Fulgrim por encima de él, y el comandante general tuvo la vivida sensación de que el primarca no le estaba hablando a él, sino dirigiéndose a la propia espada.

Se esforzó en vano por girar la cabeza al sentir la punta afilada de la espada en el cuello. Intentó gritar, advertir a Fulgrim sobre lo que había visto, pero su garganta parecía atenazada por lazos de hierro, con los músculos inmovilizados por el poder de la imagen que tenía ante él.

—La energía es una delicia eterna —le susurró Fulgrim—. Y aquél que la desea pero que no actúa, alberga la enfermedad. Podrías haber estado a mi derecha, Vespasian, pero me has demostrado que no eres más que una enfermedad infiltrada en las filas de los Hijos del Emperador. Debemos extirparte.

Vespasian sintió el aumento de la presión en el cuello. La punta de la espada le atravesó la piel y la sangre tibia comenzó a correrle por la espalda.

—No lo hagas —logró decir con un susurro.

Fulgrim no prestó atención alguna a sus palabras y con un rápido movimiento le clavó la hoja del anatam a través de la espina dorsal hasta que llegó a la cavidad pectoral. Sólo se detuvo cuando los gavilanes de la empuñadura quedaron pegados a ambos lados del cuello de Vespasian.

* * *

Los muelles de carga de la plataforma orbital ya habían quedado libres de los cadáveres de los pielesverdes, retirados por los servidores de la legión para que una parte de la fuerza de combate de Callinedes pudiera reunirse allí y escuchar las palabras de su amado primarca. Fulgrim llegó detrás de una procesión de heraldos, escogidos de entre las Filas de los iniciados que no tardarían en acabar su entrenamiento como futuros miembros de los Hijos del Emperador. Las trompetas se desplegaron por delante de él y tocaron una fanfarria resonante para anunciar su llegada, y la respuesta fue una ovación atronadora con la que lo recibieron los guerreros allí reunidos.

Equipado con su armadura de combate, el primarca de los Hijos del Emperador sabía que su presencia constituía un espectáculo maravilloso. Su rostro pálido parecía esculpido, y estaba enmarcado por la melena lacia de su cabello blanco puro. Llevaba al cinto la espada de empuñadura dorada con la que había matado a Vespasian para, de ese modo, demostrar el lazo de hermandad que existía entre él y el Señor de la Guerra.

Lo flanqueaban el comandante general Eidolon, el apotecario Fabius y el capellán Charmosian, los oficiales superiores de su círculo interior. Los tres habían sido claves para extender la luz de la visión del Señor de la Guerra entre los guerreros de la legión. La enorme masa de dreadnought de Rylanor el Anciano, encargado de los ritos de los Hijos del Emperador, también lo acompañaba, aunque más por tradición que por lealtad a la nueva visión de la legión.

Fulgrim esperó con gesto elegante a que se apagaran los aplausos antes de hablar. Mientras tanto, sus ojos oscuros se detenían en aquellos que estaba convencido de que lo seguirían y hacían caso omiso de aquellos que sabía que no lo harían.

—¡Hermanos! —exclamó Fulgrim en voz bien alta y modulada—. ¡Hoy les habéis enseñado a esos malditos pielesverdes lo que significa enfrentarse a los Hijos del Emperador!

Una nueva salva atronadora de aplausos recorrió los muelles de carga, pero el primarca alzó la voz y se hizo oír con facilidad incluso por encima de las aclamaciones de sus guerreros.

—El comandante Eidolon os ha convertido en un arma contra la que los pielesverdes no tienen protección. Perfección, fuerza, determinación: estas cualidades son el filo cortante de nuestra legión, y vosotros habéis demostrado tenerlas aquí y hoy. Esta plataforma orbital se encuentra de nuevo en manos del Imperio, lo mismo que las otras que los pielesverdes han ocupado con la vana esperanza de repeler nuestra invasión.

»¡Ha llegado el momento de acelerar el ataque y acabar de una vez por todas con los pielesverdes para liberar el sistema Callinedes! ¡Mi hermano primarca Manus Ferrus de los Manos de Hierro y yo nos ocuparemos de que ni uno solo de esos alienígenas quede con vida en la tierra reclamada en nombre de la Gran Cruzada!

Fulgrim casi saboreó la expectación que flotaba en al ambiente y degustó con anticipación las siguientes palabras que iba a pronunciar, ya que sabía que representarían la muerte para unos y la gloria para otros. La legión esperaba sus órdenes, aunque la mayoría de sus guerreros desconocía la magnitud de lo que estaba a punto de ordenar, o de que el destino de la galaxia pendía de un hilo.

—La mayoría de vosotros, hermanos, no estará aquí —les dijo Fulgrim.

Captó el tremendo sentimiento de decepción que caía sobre sus guerreros, y tuvo que esforzarse por controlar el acceso de risa salvaje que le bullía en el interior mientras muchos de ellos clamaban contra lo que se iba a convertir en su sentencia de muerte.

—Dividiré la legión —continuó diciendo Fulgrim, al mismo tiempo que alzaba las manos para acallar los gritos de protesta y los lamentos que sus palabras habían provocado—. Yo dirigiré en persona una pequeña fuerza para reunirme con Manus Ferrus y sus Manos de Hierro en Callinedes IV. El resto de la legión se unirá a la 63.ª Expedición del Señor de la Guerra en el sistema Isstvan. Esas son las órdenes del Señor de la Guerra y de vuestro primarca. El comandante general Eidolon os dirigirá en Isstvan, y él actuará en mi nombre hasta que pueda reunirme con vosotros de nuevo. Comandante, cuando quiera —terminó diciendo Fulgrim, con un gesto para que se adelantara.

Eidolon hizo un gesto de asentimiento antes de hablar.

—El Señor de la Guerra ha reclamado de nuevo la ayuda de nuestra legión en una batalla. De este modo reconoce nuestra capacidad y le agradecemos esta oportunidad de demostrar nuestra superioridad. Debemos aplastar una rebelión en el sistema Isstvan, pero no combatiremos solos. Además de nuestra legión, el Señor de la Guerra ha considerado oportuno llamar a la Guardia de la Muerte y a los Devoradores de Mundos.

Un murmullo de asombro se extendió por el muelle de carga ante la mención de aquellas legiones tan brutales. Eidolon soltó una breve risa.

—Veo que algunos de vosotros recordáis las veces que hemos luchado al lado de nuestros hermanos astartes. Todos sabemos la falta de arte y lo gris que se vuelve la guerra en manos de guerreros como ellos, ¡pero yo creo que es la oportunidad perfecta para mostrarle al Señor de la Guerra cómo luchan los elegidos del Emperador!

La legión lanzó nuevos vítores, pero la alegría de Fulgrim se convirtió en tristeza de inmediato cuando comprendió que la testarudez de Vespasian había impedido que muchos de aquellos guerreros llegaran a ser una parte magnífica del ejército del Señor de la Guerra para la nueva cruzada.

Con unos guerreros como aquéllos luchando por el Señor de la Guerra, ¿qué nuevas cotas de perfección llegarían a alcanzar? La negativa de Vespasian a que sus guerreros probasen las maravillosas muestras de los estimulantes químicos de Fabius, o de permitir que les efectuaran mejoras mediante la cirugía, había condenado a los guerreros que habían estado bajo su mando a la muerte en la trampa que el Señor de la Guerra había montado en Isstvan III. Se dio cuenta de que debería haber eliminado a Vespasian mucho antes, y la mezcla de culpabilidad y de emoción por las muertes que había puesto en marcha fue una poderosa combinación de sentimientos.

—El Señor de la Guerra ha pedido que nos unamos cuanto antes a él —gritó Eidolon, a través de las aclamaciones—. Aunque Isstvan no está demasiado lejos, las condiciones de viaje en la disformidad han empeorado, por lo que debemos darnos prisa. El crucero de ataque Andróniuus partirá hacia Isstvan dentro de cuatro horas. Cuando lleguemos, seremos los embajadores de nuestra legión, y para cuando haya acabado la batalla, el Señor de la Guerra habrá sido testigo de la guerra en su estado más brillante.

Eidolon saludó, y Fulgrim encabezó los aplausos antes de darse la vuelta y marcharse.

Había llegado el momento de cumplir la segunda parte de su servicio al Señor de la Guerra. Había llegado el momento de convencer a Ferrus Manus de que se uniera a su gran empresa.