DIECISIETE

DIECISIETE

NADA QUE VAYA CONTRA TU CONCIENCIA

Las naves de la 63.ª Expedición flotaban como un banco de peces plateados sobre los mundos gemelos de la Tecnocracia Auretiana, que compartían una luna común. El espacio que los rodeaba estaba repleto de comunicaciones electrónicas mientras las fuerzas del Señor de la Guerra llevaban a cabo su ataque contra ella. Los satélites de comunicaciones destruidos no eran más que escombros espaciales en la atmósfera superior de los planetas enemigos, y las bases de defensa hacía mucho tiempo que se habían convertido en meteoros ardientes que se estrellaron contra su superficie.

Fulgrim contempló la lenta deriva de órbita de las naves del Señor de la Guerra sobre el segundo planeta. Toda la atención de aquellas naves estaba concentrada en el conflicto que se estaba librando debajo de ellas más que en vigilar su retaguardia. Sonrió al darse cuenta de que, si era listo, podría pillar por sorpresa a su hermano.

—Reducid avance a un cuarto de velocidad de flanqueo —ordenó Fulgrim—. Que todos los sistemas activos pasen a modo pasivo.

El puente de mando de la Orgullo del Emperador se estremeció con la actividad desarrollada por la tripulación para apresurarse a cumplir sus órdenes. Mantuvo la vista pegada a las lecturas de las pantallas y a las proyecciones hololíticas de las estaciones de rastreo, y dio una nueva orden en respuesta a cada dato que llegaba de los barridos de los sensores. El capitán Aizel observaba con admiración cada movimiento que hacía. Fulgrim se imaginaba la tremenda envidia que debía llenar a cualquier individuo que supiera que jamás se acercaría ni de lejos a semejante genio.

El viaje de ocho semanas hasta el sistema de los planetas de la Tecnocracia Auretiana había constituido un tremendo tedio para Fulgrim. Cada nueva diversión lo entretenía tan sólo un breve momento antes de aburrirlo de nuevo. Incluso había llegado a desear que ocurriera alguna catástrofe en la traslación de la disformidad para mantener ocupada la mente con una nueva sensación, pero no ocurrió ningún desastre ni nada parecido.

La armadura de Fulgrim había sido pulida para el encuentro con su hermano y su superficie reflejaba la luz como un espejo. La gran ala dorada de águila sobresalía por encima de su hombro izquierdo. Las placas de la armadura mostraban el color púrpura brillante habitual en ella, y tenían los rebordes cubiertos de oro brillante, con piedras opalescentes y grabados dorados por todas la superficie. Llevaba abrochada a la armadura mediante unos cierres de plata una capa larga de escamas, y de cada hombrera le colgaba un pergamino.

No ceñía arma alguna, y se llevaba constantemente las manos a la espada ausente para sentir la tibieza tranquilizadora de su empuñadura plateada y la presencia perversamente reconfortadora que le hablaba a través de la obra maestra de Serena d’Angelus. No había empuñado a Filo de Fuego desde hacía meses, y echaba de menos su equilibrio y su hoja ardiente. Sin un arma, sobre todo la que había arrancado del altar del templo de los laer, pensaba con mayor claridad, sin percibir voces intrusas ni ideas traicioneras. Sin embargo, por mucho que lo intentara no lograba olvidar por completo aquella arma.

Las heridas que había sufrido en Tarsus ya se habían curado del todo, hasta el punto de que nadie habría sospechado la gravedad de las mismas. Para conmemorar su victoria sobre el dios eldar se había creado un nuevo mosaico, que colgaba en el apotecarion central de la Andronius.

—Ordene que todas las naves se preparen para dispersarse en formación de ataque en cuanto lo indique —susurró Fulgrim, como si las manchas centelleantes fueran capaces de oír sus palabras si hablaba con voz demasiado fuerte.

—Sí, mi señor —contestó el capitán Aizel, con una sonrisa.

Sin embargo, Fulgrim sabía que detrás de aquella satisfacción aparente latía una tremenda envidia. Volvió a centrar la atención en la pantalla de observación. Sonrió para sí mismo al ver que la flota de Horus todavía no tenía ni idea de que toda la 63.ª Expedición se encontraba a distancia de ataque.

El primarca colocó ambas manos en el atril de mando ante la enormidad de lo último que acababa de pensar. Podía atacar a la expedición del Señor de la Guerra y destruirla por completo desde donde se encontraba. Sus propias naves de guerra se encontraban prácticamente a la distancia de tiro óptima, y podía descargar una andanada de disparos devastadora que destruiría cualquier capacidad de la 63.ª Expedición para responder al ataque de un modo eficaz.

Si Eldrad Ulthran había dicho la verdad, podría acabar con la inminente rebelión antes de que ni siquiera empezara.

—Calculad las soluciones de disparo de las naves que se encuentran delante de nosotros —ordenó.

En pocos instantes, todas las armas de la 28.ª Expedición apuntaban contra las naves del Señor de la Guerra. Fulgrim se lamió los labios en un gesto nervioso al darse cuenta de que realmente quería abrir fuego.

—Mi señor —dijo una voz a su lado.

Se volvió y vio que se trataba del comandante general Eidolon, que tenía en sus manos su espada envainada. La empuñadura plateada relucía bajo la tenue luz del puente de mando. Fulgrim sintió el peso abrumador y siniestro de su presencia caerle encima.

—¿Sí, Eidolon?

—Pedisteis vuestra espada —le contestó el comandante general.

Fulgrim no recordaba haber dado esa orden, pero asintió y alargó un brazo con gesto resignado para tomar el arma que le ofrecía. Se la colocó en la cintura como si fuera lo más natural del mundo, y cuando cerró el broche en forma de águila dorada, todo deseo de atacar se desvaneció como la niebla matutina.

—Que todas las naves dejen caer los campos de cobertura, pero que no disparen —ordenó.

El capitán Aizel se apresuró a obedecer, y Fulgrim contempló cómo las naves que se encontraban delante de la 28.ª Expedición se percataban de repente de la presencia de su flota y empezaban a dispersarse mientras se esforzaban por maniobrar y colocarse en una posición donde pudieran evitar ser destrozadas por completo. Fulgrim sabía que el frenético cambio de formación era una empresa desesperada, ya que las naves de los Hijos del Emperador se encontraban en una formación de ataque perfecta y a la distancia de disparo perfecta.

El sistema de comunicaciones enloqueció cuando se recibieron oleadas de mensajes de la 63.ª Expedición. Fulgrim asintió cuando la nave insignia del Señor de la Guerra, la Espíritu Vengativo, abrió un canal de comunicaciones.

—Horus, hermano mío —dijo Fulgrim—. Por lo que parece, todavía puedo enseñarte un par de cosas.

* * *

Fulgrim recorrió el cubo umbilical que llevaba a la compuerta estanca sellada que a su vez daba a la cubierta de tránsito superior de la Espíritu Vengativo. El comandante general Eidolon caminaba a su lado, y el apotecario Fabius, Saúl Tarvitz y el espadachín Lucius los seguían. Fulgrim se sintió inquieto al ver que el rostro de Lucius mostraba un buen número de surcos profundos paralelos. Muchos eran recientes o acababan de curarse, y tomó nota mentalmente de preguntarle sobre aquello cuando acabara con el asunto que lo había llevado hasta la 63.ª Expedición.

Había escogido a Tarvitz y a Lucius porque le habían comentado que habían forjado amistad con algunos de los Lobos Lunares, y ese tipo de relaciones siempre debían tenerse en cuenta.

Eidolon lo acompañaba porque temía lo que Vespasian podría llegar a pensar de lo que Horus dijera en respuesta a las acusaciones que el Consejo de Terra había formulado contra él. No estaba seguro de por qué había incluido a Fabius, aunque tenía la sospecha de que no tardaría en enterarse de la razón.

Cuando estuvieron cerca de la escotilla, la compuerta estanca con el águila grabada comenzó a elevarse y un chorro de aire tibio y de luz se apresuró a llenar el tubo umbilical. Fulgrim se esforzó por mantener una expresión de tranquilidad en el rostro y pasó a la cubierta metálica de la Espíritu Vengativo.

Horus lo estaba esperando, resplandeciente con la brillante armadura de color verde marino con el ojo de ámbar engastado en el centro del pectoral. Los rasgos nobles y bellos de su hermano mostraban el placer que le daba verlo, y Fulgrim sintió que todas sus preocupaciones desaparecían ante la visión de aquel magnífico guerrero. Imaginarse que Horus estaba planeando alguna clase de traición contra su padre era ridículo, y notó que el amor que sentía hacia su hermano le llenaba el pecho.

Cuatro guerreros de aspecto heroico estaban de pie detrás del Señor de la Guerra, y sólo podía tratarse de los individuos que su hermano llamaba el Mournival, sus consejeros y ayudantes más fiables. Eran guerreros natos, y se mantenían erguidos con un porte orgulloso. Fulgrim reconoció con facilidad a Ezekyle Abaddon por su actitud belicosa, por el modo típico en que llevaba recogido el cabello, una cola única y alta colocada sobre la nuca, y por su aspecto marcial.

El guerrero que se encontraba al lado de Abaddon sólo podía ser Horus Aximand llamado Pequeño Horus por la sorprendente semejanza que tenía con el Señor de la Guerra. A los dos restantes no los conocía, aunque tenían una apariencia orgullosa y noble, la apariencia de unos guerreros con los que uno podía cruzar cualquier fuego.

Fulgrim abrió los brazos y los dos primarcas se abrazaron como hermanos que no se veían desde hacía mucho tiempo.

—Ha pasado demasiado tiempo, Horus —le dijo Fulgrim.

—Así es, hermano, así es —contestó Horus, mostrándose de acuerdo—, mi corazón se alegra de verte, pero ¿para qué has venido? Estabas librando una campaña en la Anomalía Perdus. ¿Has sometido ya esa región?

—Los mundos que descubrimos allí están sometidos —le confirmó Fulgrim, mientras sus acompañantes cruzaban la compuerta estanca a su espalda.

El primarca de los Hijos del Emperador vio que los miembros del Mournival se alegraban de ver los rostros familiares de sus acompañantes, y supo que los había escogido bien. Fulgrim se dio la vuelta y se dispuso a presentarlos.

—Creo que ya conoces a algunos de mis hermanos: Tarvitz, Lucius y al comandante general Eidolon; pero al que me parece que no conoces es a mi apotecario jefe, Fabius.

—Es un honor conocerlo, lord Horus —lo saludó Fabius, al mismo tiempo que hacía una reverencia.

Horus devolvió el gesto de respeto antes de seguir hablando con su hermano.

—Vamos, Fulgrim, ya sabes que conmigo no sirve de nada retrasar las cosas. ¿Qué es tan importante que te hace venir sin anunciarte y estar a punto de provocarle un ataque al corazón a la mitad de mi flota?

Fulgrim dejó de sonreír.

—Han llegado informes, Horus.

—¿Informes? ¿A qué te refieres?

—A informes sobre cosas que no son como deberían ser —le contestó el primarca de los Hijos del Emperador, quien odiaba tener que ser él quien le transmitiera a su hermano las estúpidas preocupaciones de aquellos escribas y notarios—. Informes que sugieren que tú y tus guerreros deberíais responder por la brutalidad de esta campaña. ¿Angron está haciendo de las suyas, como siempre?

—Angron es como siempre ha sido.

—¿Tan mal está la cosa?

—No, lo mantengo a raya, y su segundo, Khârn, parece contener los peores excesos de nuestro hermano.

—Entonces he llegado justo a tiempo.

—Ya veo —dijo Horus—. ¿Has venido para relevarme del mando?

Fulgrim se obligó a sí mismo a ocultar el horror que sentía ante la posibilidad de que su hermano hubiera llegado a pensar algo así, y ocultó su consternación con una risotada.

—¿Relevarte? No, hermano, he venido para poder volver luego y decirle a esos petimetres y escribas de Terra que Horus libra las guerras del modo que deben hacerse: con dureza, con rapidez y con crueldad.

—La guerra es crueldad. No tiene sentido intentar cambiar eso. Cuanto más cruel es, antes acaba.

Fulgrim asintió.

—Así es, hermano. Ven, tenemos mucho de qué hablar, ya que vivimos en unos momentos complicados. Al parecer, nuestro hermano Magnus ha hecho algo que ha molestado sobremanera al Emperador, y ha enviado a los Lobos de Fenris para que lo lleven a Terra.

—¿Magnus? —Horus se puso tenso de repente—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Será mejor que hablemos en privado —le indicó Fulgrim, que no quería relatar en público aquellas acusaciones repugnantes—. De todas maneras, me da la sensación de que mis subordinados se alegrarán de tener la ocasión de departir de nuevo con… ¿Cómo los llamabas? ¿El Mournival?

—Sí —contestó Horus con una sonrisa—. Sin duda compartirán recuerdos de Muerte.

Horus le hizo un gesto a Fulgrim para que lo acompañara y los dos primarcas empezaron a recorrer la cubierta de tránsito. Eidolon caminó detrás de su primarca, mientras que Abaddon y Horus Aximand se colocaron detrás del Señor de la Guerra. Fulgrim captó la mirada acusatoria que los dos lobos lunares le lanzaron al comandante general y mientras Horus lo conducía a través de los pasillos de la poderosa nave que llevaban a sus aposentos se preguntó qué habría ocurrido entre aquellos guerreros en Muerte.

Horus fue hablando de forma despreocupada sobre los recuerdos que compartían de épocas menos problemáticas, cuando lo único que tenían por delante era la alegría del combate. Sin embargo, Fulgrim apenas le prestó atención, demasiado preocupado por sus propios problemas como para escucharlo.

Por fin, el trayecto terminó delante de un par de sencillas puertas de madera oscura, y Horus les hizo un gesto a los dos miembros del Mournival para que se retirasen. Fulgrim hizo lo mismo con Eidolon, aunque le ordenó que buscase al apotecario Fabius.

—Hermano, en cierto modo es una casualidad muy curiosa que vinieras a visitarme en este momento —le dijo Horus.

—¿Por qué? —quiso saber Fulgrim mientras el Señor de la Guerra abría las puertas y entraba.

Horus no le contestó, y Fulgrim lo siguió al interior, donde vio que un astartes equipado con una armadura de color granito desgastado los esperaba. El guerrero era de constitución fornida, y las placas de la armadura estaban cubiertas de pergaminos y de textos de escritura muy recurvada. Llevaba el cráneo rapado y la piel llena de tatuajes angulosos.

—Es Erebus, de los Portadores de la Palabra —lo presentó Horus—. Y tenías razón.

—¿En qué? —le preguntó Fulgrim.

—En que tenemos mucho de qué hablar —le respondió Horus, mientras cerraba las puertas.

Los aposentos de Horus apenas mostraban lujo alguno y eran muy austeros comparados con los de Fulgrim, sin que se viera por ningún lado la decoración recargada y las obras de arte que colgaban de las paredes o se alzaban orgullosas sobre pedestales dorados. Aquello no sorprendió a Fulgrim, ya que su hermano siempre había despreciado las comodidades personales para demostrar que compartía las incomodidades de sus guerreros. Distinguió tras el hueco de una arcada cubierto por un velo de seda blanca la cámara personal de su hermano. Sonrió al ver la gran mesa de escritorio, cubierta de papeles de juramento esparcidos por toda su superficie, y el tomo de astrología que su padre común le había entregado a Horus.

Al pensar en su padre, la mirada de Fulgrim se dirigió hacia la pared donde habían pintado un mural que no había visto desde hacía decenios. Mostraba al Emperador por encima de todo, con los brazos abiertos de par en par y las palmas hacia adelante. Sobre él giraba una constelación de estrellas.

—Recuerdo cuando se pintó eso —musitó Fulgrim.

—De eso hace ya muchos años —afirmó Horus, mientras servía vino de una jarra de plata en una copa metálica que luego le ofreció.

El vino tenía un color rojo intenso, y a Fulgrim le dio la impresión de que estaba mirando un océano de sangre mientras se la llevaba a la boca para darle un largo sorbo. La frente comenzó a cubrírsele con un sudor aceitoso.

Fulgrim desvió la mirada hacia Erebus, que estaba sentado, y sintió un disgusto irracional hacia el portador de la palabra a pesar de no haberlo visto nunca ni siquiera haberle oído decir una sola palabra. Jamás le había gustado demasiado estar en compañía de Lorgar o de los guerreros de la XVII Legión. Le parecía que su entusiasmo no era saludable, y que su antiguo celo por proclamar que el Emperador era una figura divina era algo contrario a los principios básicos de la Gran Cruzada.

—Háblame de Lorgar —le ordenó Fulgrim—. Hace bastante tiempo que no lo veo. ¿Ha prosperado en sus empeños?

—Sí que lo ha hecho. Como jamás lo había hecho antes —le contestó Erebus, con una sonrisa.

Fulgrim frunció el entrecejo ante las palabras que había elegido el guerrero. Luego se sentó en el sofá que estaba enfrente de la mesa del Señor de la Guerra. Horus cortó un trozo de manzana con una daga reluciente de empuñadura en forma de serpiente. Fulgrim captó la tensión que cargaba el aire, un miasma de ideas no expresadas y de gran potencial. Era evidente que fuese lo que fuese lo que Horus tenía en la cabeza, era algo de vital importancia.

—Te has recuperado muy bien de tus heridas —comentó Fulgrim.

El primarca de los Hijos del Emperador captó de inmediato la mirada furtiva que el Señor de la Guerra y Erebus intercambiaron. La 63.ª Expedición había transmitido muy poca información relativa a la campaña librada en Davin, y desde luego, nada que indicara que Horus había resultado herido, pero la reacción del Señor de la Guerra le demostró que al menos esa parte de lo que le había contado el vidente era cierta.

—Te has enterado de eso —respondió Horus. Luego se llevó el trozo de manzana a la boca y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.

—Así es —le confirmó Fulgrim. Horus se encogió de hombros.

—Intenté impedir que las demás expediciones se enteraran, por temor a que la moral resultase dañada. No fue nada, una herida leve en el hombro.

Fulgrim captó la mentira.

—¿De verdad? Pues a mí me dijeron que te estabas muriendo.

El Señor de la Guerra entrecerró los ojos.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Eso no importa —le replicó Fulgrim—. Lo que importa es que sobreviviste.

—Sí, sobreviví y ahora soy más fuerte que nunca. Incluso me siento revitalizado.

Fulgrim alzó la copa.

—Pues entonces, demos las gracias por una mejoría tan rápida.

Horus bebió para ocultar su enfado, y Fulgrim se permitió una pequeña sonrisa ante la emoción de enfrentarse a un ser tan poderoso como el Señor de la Guerra.

—Bueno —empezó a decir Horus, para cambiar de tema—, entonces te han enviado para que me fiscalices, ¿no es eso? ¿Han cuestionado mi competencia en el puesto de Señor de la Guerra?

Fulgrim hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No, hermano, aunque hay quienes cuestionan tus métodos para lograr que la Gran Cruzada avance. Esos civiles que están a años luz de las batallas que libramos en su nombre se atreven a discutir el modo en que libras las guerras, y buscan explotar nuestra hermandad encargándome a mí que te diga que debes controlar a tus perros de la guerra.

—Por perros de la guerra supongo que te refieres a Angron.

Fulgrim asintió y tomó otro sorbo de aquel vino amargo.

—No se te puede haber pasado por alto que no es ni de lejos lo que se dice una arma precisamente sutil. Personalmente no estoy de acuerdo en que se le emplee en aquellos teatros de combate donde es necesaria una destrucción total, aunque he de reconocer que existen momentos en los que es necesaria la sutileza y otros en los que hace falta la agresividad más pura. ¿En esta guerra es necesaria esa clase de agresividad?

—Lo es —le aseguró Horus—. Angron se ensangrienta por mí, y ahora mismo lo necesito empapado en sangre.

—¿Por qué?

—Seguro que recuerdas la actitud de Angron después de lo de Ullanor, ¿verdad? —le preguntó Horus—. Se enfureció contra mi nombramiento como si fuera un animal enjaulado. Cada movimiento que hacía estaba destinado a menospreciarme delante de todos aquellos que pensaban que mi nombramiento como Señor de la Guerra era un insulto para sus orgullos.

—Angron piensa con el brazo de la espada, no con la cabeza —respondió Fulgrim—. Recuerdo que me hicieron falta todo el tacto y la diplomacia que tenía para calmar la ira que sentía en el corazón y aplacar su orgullo herido, pero al final aceptó tu nombramiento. A regañadientes, debo admitir, pero lo aceptó.

—A regañadientes no es suficiente —declaró Horus con sequedad—. Sí debo ser el Señor de la Guerra, debo tener la devoción absoluta y la obediencia total de aquellos sobre los que mando en los sangrientos días que se avecinan. Le doy a Angron todo lo que quiere, y de ese modo le permito afirmar su lealtad hacia mí del único modo que conoce. Mientras que otros tirarían de la cadena que lo mantiene agarrado, yo le permito libertad.

—Y de ese modo, su lealtad hacia ti se forja de nuevo y en sangre —comentó Fulgrim.

—Así es.

—Creo que precisamente es a eso a lo que el Consejo de Terra pone objeciones.

—Yo soy el Señor de la Guerra y utilizo las herramientas de las que dispongo, y si es necesario, las moldeo para que cumplan mi propósito —contestó Horus—. Nuestro hermano Angron es un carnicero y un asesino, pero tiene un lugar en mis planes. Ese lugar requiere que su lealtad sea absoluta hacia mi persona.

Fulgrim estudió con atención la mirada del Señor de la Guerra mientras hablaba, y vio en sus ojos un fervor apasionado que no había visto en muchas décadas. Su hermano le estaba hablando de unos planes ambiciosos y de que para realizarlos necesitaba la entrega más absoluta por parte de sus seguidores. ¿Era aquélla la traición de la que le había hablado el vidente?

Ya se estaba ganando la lealtad de Angron, ¿estaría Horus intentando atraer a otros hacia su causa? Fulgrim miró de reojo a Erebus y vio que él también estaba atrapado por las palabras de Horus. Se preguntó a quién sería más leal el primarca de los Portadores de la Palabra.

Paciencia… Todas esas verdades se sabrán a su debido tiempo —dijo la voz en su cabeza—. Siempre has tomado como ejemplo a Horus. Confía en él ahora, porque tu destino está entrelazado de una forma inexpicable al suyo.

Se percató de que Erebus fruncía la frente de repente con una expresión de extrañeza, y tuvo un momento de pánico al preguntarse si el portador de la palabra también habría oído la voz.

Fulgrim dejó a un lado aquellos pensamientos y asintió a las palabras de Horus.

—Te entiendo perfectamente.

—Ya veo —respondió Horus—. ¿Y las preocupaciones del Consejo de Terra se refieren tan sólo al ansia asesina de Angron?

—No del todo. Como ya te he contado, han enviado al Lobo de Fenris a Prospero para llevarse a Magnus a Terra, aunque no sé exactamente para qué.

—Ha estado practicando la brujería —les informó Erebus.

Fulgrim sintió una punzada de ira apoderarse de su corazón ante la temeridad del guerrero al dirigirse a un primarca sin que le hubieran hecho una pregunta directa.

—¿Quién eres para hablar sin permiso en presencia de tus superiores? —le espetó. Luego se volvió hacia Horus e hizo un gesto despectivo hacia el portador de la palabra—. ¿Quién es este individuo? Dime, ¿por qué se mete en una discusión privada como la nuestra?

—Erebus es… un consejero —le aclaró Horus—. Es un valioso ayudante y consejero.

—¿Los guerreros de tu Mournival no son suficientes para ti? —quiso saber Fulgrim.

—Hermano, los tiempos han cambiado, y he puesto en marcha una serie de planes para los que el consejo del Mournival no sería apropiado. Son asuntos sobre los que todavía no puedo informarles. Bueno, no a todos —añadió, con una sonrisa triste.

—¿Qué asuntos? —le preguntó Fulgrim, pero Horus hizo un gesto negativo con la cabeza.

—A su debido tiempo, hermano, a su debido tiempo —le prometió Horus, al mismo tiempo que se ponía en pie y se paraba delante del mural del Emperador—. Cuéntame más cosas sobre Magnus y sus transgresiones.

Fulgrim se encogió de hombros.

—Ya sabes tanto como yo, Horus. Lo único que me contaron es lo que ya te he dicho.

—¿Ningún dato de importancia sobre el modo en que Magnus va a viajar a Terra? ¿Como penitente o como suplicante?

—No lo sé —admitió Fulgrim—. Aunque lo cierto es que enviar a alguien como el Lobo, a quien le disgusta tanto Magnus, a llevárselo sugiere que no va a ir a Terra a ser honrado.

—Sí, eso parece —contestó Horus, mostrándose de acuerdo.

Fulgrim captó un gesto de alivio en el rostro de su hermano. ¿Habría visto Magnus un atisbo del futuro, al igual que Eldrad Ulthran, y habría intentado avisar de la traición inminente? Si era así, el Señor de la Guerra tendría que encargarse de él antes de que regresara a Terra.

Una vez tratado el tema del señor de Prospero a su aparente satisfacción, el Señor de la Guerra hizo un gesto con el mentón en dirección al mural.

—Dices que te acuerdas de cuando hicieron esto. —Fulgrim se limitó a asentir, y el Señor de la Guerra siguió hablando—: Lo mismo que yo, y lo recuerdo muy bien. Tú y yo acabábamos de matar al último de los príncipes Omakkad a bordo de su mundo observatorio, y el Emperador decidió que una victoria como aquélla debía ser recordada.

—Sí. Mientras el Emperador mataba al último de sus príncipes, tu matabas a su rey y te llevabas su cabeza al Museo de la Conquista —le recordó Fulgrim.

—Es exactamente como dices —asintió Horus al mismo tiempo que tocaba la pintura con la punta del dedo—. Yo maté al rey, pero es el Emperador quien tiene las estrellas de la galaxia en sus manos. ¿Dónde están los murales donde se muestran las hazañas que tú y yo realizamos ese día, amigo mío?

—¿Celos? —dijo Fulgrim con una risita—. Sabía que te tenías en un gran concepto, pero jamás creí que te vería con tanta vanidad.

Horus negó de nuevo con la cabeza.

—No, hermano, no es vanidad desear que tus logros y tus hazañas sean reconocidos. ¿Quién de entre todos nosotros tiene el mayor número de victorias? ¿Quién de nosotros fue el elegido para ser nombrado Señor de la Guerra? Sólo yo fui considerado el adecuado. Sin embargo, las honras que recibo son aquellas que me otorgo yo mismo.

—Con el tiempo, cuando se acabe la cruzada, serás honrado por tus proezas.

—¿Con el tiempo? —le replicó Horus—. Tiempo es precisamente lo único que no tenemos. Lo esencial es que es posible que nos demos cuenta de que la galaxia gira en el espacio, pero no lo percibimos, y el suelo sobre el que nos movemos no parece moverse. Los humanos normales pueden vivir sus vidas sin verse afectados por unos conceptos tan elevados, pero jamás lograrán la grandeza, debido a su inactividad y a su ignorancia. Lo mismo ocurre con el tiempo. A menos que nos detengamos y lo estudiemos con detenimiento, la oportunidad para encontrar la gloria perfecta se nos escapará antes de que ni siquiera nos demos cuenta de que estaba allí.

Las palabras del eldar le resonaron en la mente como si se las acabara de gritar al oído.

«Dirigirá sus ejércitos contra vuestro Emperador».

Horus lo miró directamente a los ojos y le sostuvo la mirada. Fulgrim sintió la pasión que ardía en las ambiciosas intenciones de su hermano recorrer como una descarga eléctrica toda la estancia y alimentar las llamas de su propia necesidad obsesiva de llegar a la perfección. Por muy horrorizado que se sintiera por lo que estaba oyendo, no podía resistirse a la poderosa fuerza de atracción que aumentaba en su interior ante la idea de unirse a su hermano.

Se dio cuenta de la tremenda ambición y del ansia de poder que movía a Horus, y comprendió que su hermano deseaba tener las estrellas en sus propias manos, como las tenía el Emperador en el mural.

Todo lo que te han dicho es verdad.

Fulgrim se recostó en el sofá y se tomó el último sorbo de vino.

—Háblame de esa gloria perfecta —fue su respuesta.

Horus y Erebus le estuvieron hablando durante tres días y le contaron todo lo que le había ocurrido a la 63.ª Expedición en Davin, la traición de Eugan Temba, el ataque contra la estrellada Gloria de Terra, además de la posesión necrótica que se había apoderado de su cuerpo. Horus le habló del arma llamada anatam, que fue llevada a los aposentos del Señor de la Guerra por Fabius, después de que le entregara su sello al apotecario de Fulgrim para que lo sacara de la cubierta médica de la Espirita Vengativo.

Fulgrim observó que la espada era un objeto primitivo. La hoja parecía estar hecha a partir de obsidiana tallada. Su color gris apagado tenía un brillo semejante al de un diamante sin pulir. La empuñadura era de oro y mostraba una artesanía muy superior a la de la hoja, aunque seguía siendo algo primitivo comprado con su espada, Filo de fuego, o la espada plateada de los laer.

Horus le contó después la verdad sobre su herida, cómo había estado a punto, realmente, de morir, y que así habría ocurrido si no hubiera sido por la entrega y la diligencia de la orden secreta de la legión. De su estancia en el Delfos, la gigantesca estructura en forma de templo de Davin, no le habló mucho, aparte de que allí le habían abierto los ojos a grandes verdades y al tremendo engaño que habían estado utilizando contra ellos.

Fulgrim sintió un horror creciente en su interior a lo largo de toda aquella narración, un temor sin forma ante aquellas palabras que estaban minando los propios cimientos de sus creencias. Había oído la advertencia del vidente eldar, pero hasta ese momento no había creído que algo como aquello fuera posible. Quería negar las palabras del Señor de la Guerra, pero cada vez que intentaba hablar, una poderosa fuerza en su interior lo impulsaba a quedarse callado y a escuchar lo que le decía su hermano.

—El Emperador nos ha mentido, Fulgrim —le dijo por fin Horus, y Fulgrim sintió que una oleada de rabia le sacudía las entrañas ante aquella afirmación—. Piensa abandonarnos en mitad de la galaxia mientras él se convierte en un dios.

Fulgrim tuvo la sensación de que todos sus músculos estaban aprisionados por unos grilletes de acero, ya que, sin duda, en ese mismo momento debería haberse lanzado contra Horus para derribarlo por haber pronunciado una frase tan cargada de traición. En vez de eso, se quedó sentado mientras sentía cómo le temblaban las extremidades y todo el mundo que conocía se derrumbaba. ¿Cómo era posible que Horus, el mejor de todos los primarcas, dijera algo semejante?

No importaba lo que hubiera oído procedente de otras bocas hasta ese momento, la sustancia de la realidad de lo que se decía no había tenido sentido hasta ese momento. Ver que los labios de Horus pronunciaban aquella declaración de rebeldía lo mantuvo inmovilizado contra el sofá en un estado de incredulidad. Horus era su mejor amigo, en quien más confiaba, mucho tiempo atrás habían derramado sangre juntos y se habían prometido no mentirse nunca. Con semejante promesa entre ellos, a Fulgrim no le quedaba más remedio que creer que uno de los dos, o bien su padre, o bien Horus, le mentía.

¡No tienes elección! Únete a Horus, o todo por lo que has luchado no habrá servido para nada.

—No —logró susurrar.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. La impaciencia por que llegara ese momento lo había emocionado, pero aceptar la realidad le estaba resultando mucho más difícil de lo que creía.

—Sí —insistió Horus con una expresión llena de dolor, pero también de determinación—. Fulgrim, creíamos que el Emperador era la expresión definitiva de la perfección, pero nos equivocábamos. No es perfecto, no es más que una persona, y nosotros nos esforzamos por imitarlo.

—Toda mi vida he querido ser como él —musitó Fulgrim.

—Lo mismo que todos nosotros, hermano. Me duele tener que decirte todo esto, pero debo decírtelo, porque se va a producir una guerra y no habrá nada que pueda impedirlo. Necesitaré a mis hermanos más queridos a mi lado cuando llegue el momento de purgar las legiones de aquellos que no nos seguirán.

Fulgrim alzó la mirada con los ojos cargados de lágrimas.

—Estás equivocado, Horus. Tienes que estar equivocado. ¿Cómo es posible que un ser imperfecto haya creado seres como nosotros?

—¿Nosotros? Nosotros no somos más que instrumentos de su intención de lograr el dominio de la galaxia antes de alcanzar la divinidad. Cuando se acaben las guerras nos echará a un lado, porque no somos más que unas creaciones inacabadas, fabricadas a partir de la amplia matriz de la noche sin creación. El Emperador nos echó a un lado antes incluso de que naciéramos, a pesar de que pudo habernos salvado. ¿Recuerdas la pesadilla de Chemos, el paisaje desolado que era cuando caíste en sus tierras baldías? ¿El dolor que sentiste allí, el dolor que todos sufrimos en los planetas donde crecimos hasta convertirnos en adultos? Nos pudo haber ahorrado todo eso. Podría haberlo impedido, pero le importamos tan poco que simplemente dejó que ocurriera. Yo vi lo que ocurrió, hermano, lo vi todo.

—¿Cómo? —exclamó Fulgrim—. ¿Cómo podrías haber visto todas esas cosas?

—Cuando me encontraba a las puertas de la muerte Se me concedió una epifanía de los hechos pasados —le explicó Horus—. No sé si vi el pasado o me abrieron las puertas de mis primeros recuerdos, pero lo que experimenté fue tan real para mí como lo sois vosotros.

Fulgrim sintió que la materia gris del cerebro le estaba a punto de estallar al intentar procesar todo lo que le estaba contando Horus.

—Incluso en los momentos que sentí la más negra de las dudas, lo que me sostuvo fue la absoluta certeza de que lograría mi objetivo definitivo: la perfección —dijo al cabo de unos momentos—. El Emperador era el brillante ejemplo de la conquista de ese sueño, y que me hayas arrebatado eso…

—La duda no es un estado agradable —asintió Horus, mostrándose de acuerdo—, pero la certidumbre es un absurdo cuando se basa en una falsedad.

A Fulgrim le empezó a dar vueltas de repente la cabeza ante su aceptación de que lo que le estaba diciendo Horus fuera verdad, ya que sus palabras estaban destruyendo todo lo que él había sido y todo lo que esperaba llegar a ser algún día. Su pasado había desaparecido, aniquilado para alimentar la mentira de su padre, y lo único que le quedaba era su futuro.

—El Emperador es un comediante que actúa para una audiencia que tiene demasiado miedo como para echarse a reír —le dijo Horus—. Para él no somos más que herramientas que utilizar hasta que estemos demasiado estropeadas y nos tire a un lado. ¿Por qué nos habría abandonado a nosotros y a la cruzada para retirarse a las criptas situadas bajo Terra? Ya está preparando su apoteosis, y de nosotros depende detenerla.

—Yo soñé con ser algún día como él —murmuró Fulgrim—. Estar a su lado y sentir su orgullo y su amor por mí.

Horus se le acercó, se puso de rodillas delante de él y lo tomó de las manos.

—Todas las personas sueñan, Fulgrim, pero no todas sueñan lo mismo. Aquellos que sueñan de noche en los rincones polvorientos de su mente se despiertan al llegar el día y descubren que no era más que vanidad. Para seres como nosotros, los soñadores de día, los sueños son sueños de esperanza, de mejora, de cambio. Quizá antaño no éramos más que armas, guerreros que no conocían apenas nada más que el arte de la guerra, ¡pero hemos crecido, hermano! Ahora somos mucho más que eso, pero el Emperador no es capaz de verlo. Abandonará sus mayores logros a la oscuridad de un universo hostil. Estoy seguro de ello, Fulgrim, porque no sólo recibí ese conocimiento, sino que lo descubrí por mí mismo después de un viaje que nadie podía hacer por mí ni me podía evitar.

—¡No puedo seguir escuchándote, Horus! —gritó Fulgrim, al mismo tiempo que se ponía en pie al desaparecer la parálisis que lo había mantenido inmovilizado hasta ese momento. Se acercó al mural del Emperador—. ¡No tienes ni idea de lo que me estás pidiendo!

—Al contrario —le contestó Horus, quien también se puso en pie y fue tras él—. Sé exactamente lo que te estoy pidiendo. Lo que te estoy pidiendo es que te pongas de mi lado para defender nuestros derechos de nacimiento. Esta galaxia es nuestra por el derecho de conquista y por la sangre que hemos derramado, pero se la han entregado a unos políticos y a unos funcionarios de manos avaras. Sé que tú has visto lo mismo, y que debe hacerte hervir la sangre, al igual que a mi ¿Dónde estaban esos civiles cuando nuestros guerreros morían a miles? ¿Dónde estaban cuando cruzamos la galaxia de un lado a otro para llevar la luz a los fragmentos perdidos de la humanidad? ¡Yo te diré dónde estaban! ¡Estaban acomodados en sus estancias oscuras y polvorientas, escribiendo afrentas como ésta!

Horus se acercó a su mesa, agarró un puñado de papeles y se los puso a Fulgrim en las manos con gesto brusco.

—¿Qué es esto?

—Mentiras —le respondió Horus—. Lo llaman Lectio Divinitatus, ¡y se está extendiendo por todas las flotas como un virus! Se trata de un culto que deifica al Emperador ¡y lo adora de forma abierta como a un dios! ¿Puedes creértelo? Después de todo lo que hemos hecho por llevarla luz de la ciencia y de la razón a esos patéticos mortales, se inventan un falso dios y se centran en él en busca de guía en la vida.

—¿Un dios?

—Sí, Fulgrim, un dios —rugió Horus. Su ira estalló como un volcán de violencia.

El Señor de la Guerra lanzó un aullido y estrelló el puño contra el mural. El guantelete aplastó el rostro pintado del Emperador y lo convirtió en fragmentos. Los trozos de piedra cayeron al suelo de metal. Fulgrim soltó los papeles y los vio revolotear por el aire hasta que se posaron sobre los restos del mural.

Fulgrim lloró con todas sus fuerzas mientras su mundo se hacía pedazos como los fragmentos rotos del mural. Su amor por el Emperador le había sido arrancado del pecho y se lo habían mostrado como la cosa sucia e inútil que era.

Horus se acercó a él y le tomó el rostro con las manos para mirarlo a los ojos con una intensidad casi fanática.

—Te necesito, hermano —le rogó Horus—. No puedo hacer nada de esto sin ti. Pero no debes hacer nada que vaya contra tu conciencia. Mi hermano, mi fénix, mi esperanza, ábrete paso a través de la oscuridad y desafía el desprecio de la fortuna. ¡Renace de tus cenizas y álzate!

Fulgrim le devolvió la mirada a su hermano.

—¿Qué quieres que haga?