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MI MIEDO ES FRACASAR
Ormond Braxton no estaba de muy buen humor por tener que esperar a las puertas doradas de las estancias de Fulgrim. Esperaba mejores modales de un primarca. No era propio hacer que un emisario de alto rango de la Administración de Terra esperara tanto tiempo. Había llegado a bordo de la Orgullo del Emperador tres días antes, y una espera semejante era la que él solía hacer sufrir a otros para demostrar su rango superior.
Por fin, su petición de mantener una audiencia con el primarca había sido atendida, por lo que sus servidores lo habían bañado, aunque luego habían llegado los sirvientes de Fulgrim y le habían aplicado aceites perfumados en la piel antes de llevarlo a la presencia del primarca. El olor de los aceites era bastante agradable, aunque un poco fuerte para sus costumbres algo ascéticas. El sudor le cubría el cráneo pelado y se mezclaba con los aceites, lo que originaba unas gotas que le irritaban los ojos y cuyo olor se le quedaba pegado a la garganta.
Un par de guerreros equipados con armaduras muy decoradas montaban guardia delante de las puertas doradas que daban paso a los aposentos de Fulgrim. Braxton oía al otro lado un ruido ensordecedor que pretendía ser música, pero que a él le sonaba como una algarabía insoportable. A cada lado de los guardias había un par de esculturas de mármol con ángulos y curvas imposibles. El emisario no fue capaz de discernir qué representaban.
Se acomodó un poco los ropajes de administrador sobre los hombros mientras se fijaba en las pinturas que llenaban el gran pasillo de suelo de cerámica. Los marcos dorados estaban tan recargados de decoración que llegaban a lo ridículo, y la tremenda cantidad de colores que cubrían las telas desafiaba cualquier intento de apreciación artística, aunque él mismo admitía que su capacidad para entender el arte era bastante limitada.
Ormond Braxton había representado a Terra en las negociaciones que habían logrado que buena parte del Sistema Solar se uniera al naciente Imperio. Formó parte de la delegación que estudió en la Escuela de Iteradores, donde tuvo una buena relación con Evander Tobias y Kyril Sindermann. Sus excepcionales habilidades como negociador y funcionario civil en el cuerpo administrativo de Terra le aseguraron la asignación de aquella tarea, ya que para cumplirla eran necesarios una diplomacia y un tacto exquisitos. Sólo alguien con una valía como la suya podía hacerle semejante petición a un primarca, sobre todo con la tarea que se le había encomendado.
Por fin las puertas que daban a las estancias de Fulgrim se abrieron y el sonido estruendoso de aquella música se dispersó por todo el espacie que se extendía ante los aposentos del primarca. Los guardias se pusieron de inmediato en posición de firmes y Braxton se irguió, preparándose para estar en presencia del primarca de los Hijos del Emperador.
Esperó la aparición de alguna clase de señal que le indicara que podía pasar, pero no ocurrió nada, así que se acercó a la entrada con paso dubitativo. Los guardias no hicieron gesto alguno con intención de impedírselo, por lo que continuó avanzando, aunque con una inquietud creciente, porque las puertas se cerraron a su espalda, aparentemente por sí solas.
La música era ensordecedora. Había decenas de altoparlantes dispersos por toda la estancia que emitían lo que parecía ser una multitud de melodías diferentes. Unas pinturas que mostraban todo tipo de vilezas colgaban de las paredes. En algunas se veían actos de violencia bárbara, mientras que otras describían conductas inenarrablemente viles que iban más allá de lo simplemente pornográfico. Braxton sintió que su inquietud aumentaba cuando oyó unas voces que discutían en la estancia que se encontraba justo delante de él.
—¿Mi señor Fulgrim? —llamó en voz alta—. ¿Estáis ahí? Soy el administrador Ormond Braxton. He venido a veros en nombre del Consejo de Terra.
Las voces enmudecieron al instante y los altoparlantes dejaron de emitir aquel sonido al momento.
Braxton miró a su alrededor para ver si estaba solo; por lo que vio, las estancias que rodeaban a la cámara donde él se encontraba estaban completamente vacías.
—¡Puedes entrar! —dijo una voz poderosa y musical delante de él.
Braxton se dirigió con cautela hacia el origen del sonido. Esperaba encontrarse al primarca acompañado por uno de sus leales capitanes, aunque el tono de la discusión de ambas voces lo había dejado un poco sorprendido.
Entró en la estancia principal de los aposentos del primarca y se detuvo en seco al ver lo que tenía ante él.
Fulgrim, porque aquel cuerpo tan poderoso no podía pertenecer a otra persona, estaba caminando arriba y abajo completamente desnudo a excepción de un taparrabos de color púrpura y empuñaba una reluciente espada plateada. Su piel parecía mármol macizo, pálida y cubierta de líneas oscuras. Su rostro mostraba una expresión algo enloquecida, igual que una persona que hubiera tomado alguna clase de estimulante químico. La estancia en sí era un desastre, con el suelo cubierto de trozos de mármol y las paredes llenas de agujeros y manchadas con pintura. En el extremo más alejado de la cámara había un lienzo gigantesco, aunque la posición en la que se encontraba le impedía ver qué clase de imagen habían pintado en él.
El aire estaba cargado con el olor a comida que se había echado a perder, y ni siquiera los aceites perfumados eran capaces de disimular el hedor a carne podrida.
—¡Emisario Braxton! —exclamó Fulgrim—. Me alegro de que hayas venido.
Braxton disimuló su sorpresa ante el estado del primarca y de sus aposentos e inclinó la cabeza.
—Es un honor poder estar en vuestra presencia, mi señor.
—Tonterías —replicó Fulgrim—. He sido imperdonablemente descortés al hacerte esperar, pero he estado reunido con mis consejeros más cercanos a lo largo de las semanas que han pasado desde que partimos de la región Perdus.
El primarca se le acercó, y Braxton sintió la tremenda intimidación que provocaba un ser de aquellas portentosas características físicas. Aquella sensación amenazó con sobrepasarlo, pero recurrió a todas sus reservas de calma y logró responderle.
—Traigo noticias de Terra, y debo comunicároslas, mi señor.
—Por supuesto, por supuesto —contestó Fulgrim—. Pero antes, mi querido Braxton, ¿me harías un enorme favor?
—Me sentiré honrado de poder serviros —le respondió el emisario, al mismo tiempo que se percataba de que la piel de las manos de Fulgrim estaba descolorida, como si hubieran pasado por el fuego. Se preguntó qué tipo de calor haría falta para hacerle eso a las manos de un primarca—. ¿Qué clase de favor queréis que os haga, mi señor?
Fulgrim volteó la espada y le colocó una mano en el hombro para guiarlo hacia el lienzo que se encontraba en el otro extremo de la estancia. El paso de Fulgrim obligó a Braxton prácticamente a correr, aunque su cuerpo, de carnes generosas, no estaba preparado para esa velocidad. Se pasó un pañuelo perfumado por la frente cuando Fulgrim lo colocó con gesto orgulloso delante del lienzo.
—¿Qué te parece? El parecido es inquietante, ¿verdad?
Braxton se quedó con la boca abierta y completamente horrorizado ante la imagen que cubría el lienzo. Era un retrato verdaderamente repelente de un guerrero con armadura, pintado a base de brochazos y que desprendía un hedor repugnante. El gran tamaño de la imagen no hacía más que resaltar el horror que representaba, ya que el sujeto del retrato no era otro que el primarca de los Hijos del Emperador, pero tan burdamente pintado que suponía un insulto y algo degradante para alguien de un aspecto tan magnífico.
Aunque no era un estudioso del arte… hasta Braxton fue capaz de darse cuenta de que aquello no era más que una vulgar atrocidad, una afrenta para el ser al que tenía que representar. Miró a Fulgrim para ver si se trataba de alguna clase de broma retorcida, pero el rostro del primarca mostraba una expresión de embeleso y de absoluta adoración por el repugnante retrato.
—Ya veo que te has quedado sin palabras —le dijo Fulgrim—. No me extraña. Después de todo, es una obra de Serena d’Angelus, y acaba de terminarla. Tienes el honor de contemplarlo antes de que se muestre en público durante la primera representación de Maraviglia, de la señorita Kynska, en la recién reformada La Fenice. ¡Será una noche inolvidable, te lo aseguro!
Braxton asintió, ya que tenía miedo de lo que podría llegar a decir si abría la boca. El horror de aquel retrato era casi insoportable: sus colores eran nauseabundos de un modo que iba más allá de su simple crudeza, y el hedor que desprendía su superficie hacía que el estómago se le subiera a la boca.
Se apartó de la pintura, tapándose con fuerza la boca y la nariz con el pañuelo perfumado. Fulgrim lo siguió con paso indolente mientras hacía molinetes con la espada de forma despreocupada.
—Mi señor, ¿puedo hablaros? —le dijo Braxton.
—¿Qué? Oh, sí, por supuesto —le respondió Fulgrim, pero como si estuviese contestándole a otra voz completamente distinta—. Dijiste algo sobre un mensaje que traías de Terra, ¿verdad?
Braxton recuperó la compostura antes de contestar.
—Sí, mi señor, por boca del propio Sigilita.
—Bueno, ¿y qué quiere decirme el viejo Maleador? —preguntó Fulgrim.
Braxton se sintió escandalizado por la informalidad y la falta de respeto inherente al tono de voz utilizado por el primarca.
—En primer lugar, traigo noticias sobre lord Magnus de Prospero. El Emperador, amado por todos nosotros, se ha enterado de que, desobedeciendo los dictados del Concilio de Nikaea, lord Magnus ha continuado con sus investigaciones sobre los misterios del immaterium.
Fulgrim asintió para sí mismo mientras seguía paseando antes de contestar.
—Sabía que lo haría, pero los demás estaban demasiado ciegos para verlo. Sospechaba que incluso con los capellanes recién nombrados lograría salirse con la suya. Le encantan ese tipo de misterios.
—Sin duda —respondió Braxton, mostrándose de acuerdo—. El Sigilita ha enviado a los Lobos de Fenris para llevarse a Magnus a Terra y que el Emperador lo juzgue.
Fulgrim se detuvo, se volvió hacia la repugnante pintura de nuevo y luego hizo un gesto de negación con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo con un interlocutor invisible.
—Entonces, Magnus será… ¿qué? ¿Acusado de un crimen? —le preguntó Fulgrim, con cierta furia, como si la rabia que sentía hacia el mensajero fuera a cambiar de algún modo los hechos.
—No sé nada más al respecto, mi señor —contestó Braxton—. Sólo que debe regresar a Terra con Leman Russ y los Lobos Espaciales.
Fulgrim asintió, aunque era evidente que no estaba nada contento con todo aquello.
—Has dicho «En primer lugar». ¿Qué otras noticias traes?
Braxton sabía que debía escoger las palabras con mucho cuidado, ya que lo que tenía que decirle disgustaría todavía más al primarca.
—Traigo noticias sobre la conducta de una de las legiones de uno de vuestros hermanos primarcas.
Fulgrim dejó de caminar y levantó la vista con un repentino interés.
—¿Es la legión de Horus?
Braxton ocultó su irritación.
—Así es. ¿Os han llegado ya las nuevas que yo traigo?
Fulgrim negó con la cabeza.
—No, pero lo suponía. Sigue, cuéntamelo todo, pero ten en cuenta que Horus es mi hermano y que no permitiré ninguna clase de falta de respeto hacia su persona.
—Por supuesto que no —afirmó Braxton—. En estos momentos, la 63.ª Expedición libra una guerra contra una civilización que se llama a sí misma la Tecnocracia Auretiana. Horus acudió a ellos en son de paz…
—El Señor de la Guerra —lo cortó Fulgrim, y Braxton se maldijo a sí mismo por cometer un error tan elemental. Los astartes detestaban que los simples mortales mostraran falta de respeto por sus cargos.
—Os pido disculpas —siguió diciendo Braxton, con voz conciliadora—. Los gobernantes de ese planeta intentaron asesinar al Señor de la Guerra, por lo que él les declaró una guerra legal para someter a sus mundos al dominio imperial. Para ello dispone de la ayuda del lord Angron de la VII Legión.
Fulgrim se echó a reír.
—Entonces no creo que vaya a quedar mucho de esa Tecnocracia cuando se acabe la guerra.
—Probablemente —admitió Braxton—. Los… excesos de lord Angron, por así llamarlos, no son desconocidos en el Consejo de Terra, pero es que además se han recibido unos informes muy inquietantes, enviados por el comandante general Hektor Varvarus, el comandante en jefe de las unidades del Ejército Imperial asignadas a la 63.ª Expedición.
—¿Informes sobre qué? —exigió saber Fulgrim.
Braxton se sintió muy nervioso al darse cuenta de que la actitud distraída y algo enloquecida del primarca había desaparecido prácticamente por completo.
—Informes de una matanza perpetrada por los astartes contra varios civiles imperiales, mi señor.
—Tonterías —le espetó Fulgrim—. Puede que Angron sea muchas cosas, pero una matanza de ciudadanos imperiales me parece algo fuera de lugar incluso para alguien como Angron, ¿no te parece?
—Ya han llegado informes a Terra sobre la conducta en combate de lord Angron, es cierto —respondió Braxton, esforzándose por mantener un tono de voz tan neutral como pudo—. Sin embargo, no hablo de él.
—¿Horus? —preguntó Fulgrim con voz ronca. Braxton vio en sus ojos oscuros lo que en una persona normal hubiera considerado miedo—. ¿Qué ha ocurrido?
Braxton se quedó callado un momento antes de seguir hablando. Se había dado cuenta de que Fulgrim no se había negado a creérselo, como había ocurrido cuando creyó que el acusado era Angron.
—Al parecer, el Señor de la Guerra Horus resultó gravemente herido en el planeta Davin, y algunos de sus guerreros se excedieron en su celo por salvarlo cuando lo llevaron a bordo de la Espíritu Vengativo.
—¿Se excedieron en su celo? —exclamó Fulgrim—. ¡Habla con claridad! ¿Qué quieres decir con eso?
—En las cubiertas de desembarco de la nave insignia del Señor de la Guerra se reunió una gran multitud de personas, y cuando los astartes llegaron a bordo, aplastaron a la multitud en su prisa por llegar a la zona médica. Murieron unas veinte personas, y muchas más quedaron gravemente heridas.
—¿Y le echas la culpa a Horus de eso?
—Mi función no es culpar a nadie, mi señor. Me limito a informaros de los hechos.
Fulgrim se abalanzó contra él de repente. Braxton notó cómo se le soltaba la vejiga y un chorro tibio le bajaba por la pierna cuando el primarca de los Hijos del Emperador, con la mirada enloquecida, se alzó por encima de él con la espada en alto, como si estuviera a punto de atacarlo.
—¿Hechos? —gruñó Fulgrim—. ¿Qué es lo que sabe un escriba pedante como ni sobre los hechos de la guerra? La guerra es dura, feroz y cruel. Horus lo sabe, y lucha teniéndolo en cuenta. Si la gente es tan estúpida de ponerse en su camino, entonces ellos son los culpables por su propia idiotez.
Ormond Braxton había visto muchas clases de egocentrismo durante sus años de servicio dentro de la Administración Civil de Terra, pero jamás había sido testigo de una arrogancia tan evidente y de un desprecio tan cruel de la vida humana.
—Mi señor —le respondió Braxton con voz nerviosa—, han muerto personas, y las han matado unos astartes. Algo así no puede pasarse por alto. Se debe buscar a los responsables o los ideales de la Gran Cruzada no servirán para nada.
Fulgrim bajó la espada como si no se hubiera dado cuenta de su presencia hasta ese momento. Negó con la cabeza y le sonrió. Su efímera rabia desapareció en un instante.
—Tienes toda la razón, mi querido Braxton. Te pido disculpas por mi comportamiento grosero y por mi falta de educación. He padecido mucho debido a las heridas que sufrí en el combate contra una monstruosidad alienígena en nuestra última campaña, y por culpa de eso tiendo a perder la paciencia con facilidad.
—No es necesario pedir perdón alguno, mi señor —le respondió lentamente Braxton—. Entiendo muy bien la hermandad que compartís con el Señor de la Guerra, y ése es precisamente el motivo por el que me han enviado. El Consejo de Terra desea que viajéis a Aureas y os reunáis con el Señor de la Guerra para asegurarnos de que todos seguimos los principios que son la base de nuestra gran cruzada.
Fulgrim soltó un bufido de desprecio y se apartó.
—Entonces, ¿ahora debemos luchar mirando a nuestra espalda por encima del hombro? ¿No se confía en nosotros para hacer la guerra? Los civiles queréis nuestras conquistas, pero no os importa cómo las logramos, ¿verdad? La guerra es brutalidad, y cuanto más brutal, antes termina. Pero eso no es lo bastante bueno para vosotros, ¿verdad? Según vosotros, las guerras deben librarse siguiendo un conjunto de reglas impuestas por gente que jamás ha disparado un arma en combate o que ha arriesgado su propia vida junto a sus hermanos. A ver si te enteras, Braxton, ¡cada una de esas estúpidas reglas que los civiles imponéis a nuestro modo de hacer la guerra son la causa de que mueran más guerreros de mi legión!
Braxton se quedó pasmado ante la amargura implícita en la respuesta de Fulgrim, pero ocultó su sorpresa.
—Entonces, ¿qué respuesta debo darle al Consejo de Terra, mi señor?
La furia de Fulgrim pareció desaparecer de nuevo ante aquella calma razonada, y el primarca se echó a reír sin humor alguno.
—Diles, amigo Braxton, que me dirigiré con mis guerreros a reunirme con la 63.ª Expedición, que estudiaré el modo en que mi hermano libra las guerras y que me aseguraré de que el Consejo de Terra recibe la información pertinente.
La voz de Fulgrim estaba llena de sarcasmo, pero Braxton hizo caso omiso del mismo y se inclinó en una reverencia.
—Así pues, mi señor, ¿puedo retirarme?
Fulgrim hizo un gesto despectivo de despedida y asintió.
—Sí, puedes irte. Regresa con tus cortesanos y tus escribas y diles que lord Fulgrim obedecerá sus órdenes.
Braxton hizo una nueva reverencia y se alejó del primarca semidesnudo sin darle la espalda. Cuando estuvo a una distancia prudente, se dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas doradas que llevaban de regreso a la normalidad.
Oyó de nuevo a su espalda dos voces que discutían, y se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro para intentar identificar al interlocutor de Fulgrim. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda cuando se dio cuenta de que el primarca estaba solo.
Le estaba hablando a la repugnante pintura.
* * *
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó una voz a su espalda, y ella se quedó inmóvil.
Serena se llevó el cuchillo al pecho y se esforzó por identificar con rapidez quién le hablaba. Su enfebrecida mente se imaginó que era Ostian, que había regresado para salvarla, pero cuando repitió la pregunta, parpadeó y dejó caer el cuchillo al reconocer la identidad de la persona que tenía detrás: era el guerrero astartes, Lucius.
Respiró jadeante y el corazón le palpitó con fuerza mientras seguía mirando el cadáver que se encontraba al lado del retrato inacabado del espadachín. No recordaba el nombre del muerto, lo que le pareció una ironía curiosa, ya que se suponía que su título oficial era rememoradora, pero antaño había sido un compositor de talento. En esos momentos no era más que materia prima para su trabajo, y su sangre fluía de un modo entusiasta hacia el suelo, procedente de su garganta rajada.
El olor metálico de la sangre le asaltó la nariz cuando una mano se le posó en el hombro y la obligó a darse la vuelta. Serena alzó la vista para mirar el rostro juvenil de Lucius. Sus bellos rasgos habían quedado estropeados para siempre por la nariz que se había roto en algún combate. Alargó una mano ensangrentada para tocarle la cara, y los ojos de Lucius le siguieron los dedos con la mirada mientras le seguía la línea de la mandíbula.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Lucius señalando al cadáver con un gesto del mentón—. Ese hombre está muerto.
—Sí —contestó Serena, al mismo tiempo que se dejaba caer al suelo—. Lo he matado yo.
—¿Por qué? —le preguntó Lucius.
Serena se dio cuenta, incluso en el estado de desvarío en que se encontraba, que él mostraba un interés más allá del que normalmente se habría producido ante un descubrimiento semejante. Lo que quedaba de la parte racional de la mente de la rememoradora comprendió lo precaria que era su situación en esos momentos, así que se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar de un modo incontrolable, con la esperanza de que la aparición de esas lágrimas provocara la aparición de la típica reacción de protección masculina. Lucius la dejó llorar.
—¡Intentó violarme! —irritó ella, al cabo de unos momentos.
—¿Qué? —exclamó Lucius, sorprendido—. ¿Violarte?
—Intentó forzarme y lo maté… Yo… yo me resistí, pero era demasiado fuerte. Me… me golpeó, y yo alargué la mano para agarrar lo primero que tuviera cerca para defenderme… Supongo que debí de encontrar el cuchillo y…
—Y lo mataste —dijo Lucius para acabar la frase.
Serena alzó los ojos anegadas en lágrimas y lo miró: no había condena alguna en la voz del astartes.
—Sí, lo maté.
—Pues entonces, el cabrón tuvo lo que se merecía —la tranquilizó Lucius, al mismo tiempo que la ayudaba a ponerse en pie—. Intentó violarte y tú te defendiste, ¿no?
Serena asintió. La emoción de mentirle a un guerrero que podría partirle el cuello con un simple apretón de los dedos le provocó una serie de oleadas tibias de placer por todo el cuerpo.
—Lo conocí en La Fenice y me dijo que quería ver algunas de mis obras —explicó jadeante, a sabiendas ya de que Lucius no la arrestaría ni la consideraría culpable de la muerte—. Cometí una estupidez, lo sé, pero parecía interesado de verdad. Volvimos a mi estudio…
—Y te atacó.
—Sí —asintió Serena—. Y ahora está muerto. Oh, Lucius, ¿qué voy a hacer?
—No te preocupes, esto no saldrá de aquí —la tranquilizó el astartes—. Haré que algunos servidores se ocupen del cuerpo y podremos olvidar todo esto en seguida.
Serena se lanzó de nuevo a los brazos de Lucius llena de gratitud y dejó que las lágrimas fluyeran otra vez, aunque lo único que sintió fue desdén por el astartes y su convicción de que un hecho tan traumático como aquél, si hubiera sido verdadero, se podía olvidar con tanta facilidad.
Se apartó de su placa pectoral y se agachó para recoger el cuchillo. La hoja todavía estaba húmeda de sangre, y el frío acero centelleaba de un modo invitador bajo la luz. Sin pensarlo de un modo consciente, se llevó la mano a la cara y se hizo un corte en la mejilla, lo que provocó la aparición de una delgada línea de sangre sobre su piel pálida.
Lucius la miró impasible.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó al cabo de un momento.
—Para no olvidar lo que ha ocurrido —le respondió ella, y después le entregó el cuchillo para arremangarse y mostrarle los numerosos cortes y cicatrices que le cubrían la piel de los brazos—. El dolor es mi modo de recordar todo lo que me ha ocurrido. Si me mantengo unida a ese dolor, jamás permitiré que se me olvide.
Lucius asintió, se llevó una mano a la cara y recorrió con gesto lento la línea desigual de su nariz torcida. Serena captó la rabia y el orgullo herido que sentía por el estrago que le habían ocasionado en sus rasgos perfectos. Una extraña sensación de poder la invadió, como si sus palabras llevaran más que un simple significado en sus sonidos, una influencia más allá de lo comprensible. Sintió cómo ese poder la recorría por entero y cargaba el propio aire, llenando el espacio que los separaba con un potencial desconocido.
—¿Qué te pasó en la cara? —le preguntó Serena, ansiosa por no perder aquella sensación.
—Un bárbaro hijo de puta llamado Loken me la rompió en lo que se supone debía ser una pelea justa.
—Te dejó herido, ¿verdad? —comentó ella. El sonido de sus palabras fluyó como la miel en los oídos de Lucius—. Me refiero a algo más que lo simplemente físico.
—Sí —le respondió el astartes con voz hueca—. Destruyó mi perfección.
—Desearás hacerle daño, ¿no es así?
—No tardaré en verlo muerto —le juró Lucius.
Serena sonrió y le cogió las manos.
—Sí, sé que lo harás.
Lucius agarró con fuerza el cuchillo, y Serena le guio esa mano hasta la cara sin que él se resistiera.
—Sí —dijo ella con un gesto de asentimiento—. Ya has perdido por completo la perfección de tu rostro. Hazlo.
Él respondió con otro gesto de asentimiento y con un rápido giro de la muñeca se hizo un profundo corte en la intachable piel de la mejilla. Torció el gesto ante el dolor, pero se llevó el goteante cuchillo a la otra mejilla y se hizo un corte idéntico en ella.
—Ahora jamás olvidarás a ese Loken —le dijo Serena.
* * *
Fulgrim caminaba arriba y abajo por los confines de sus estancias pasando de una habitación a otra mientras meditaba sobre lo que le había dicho el emisario Braxton. Se había esforzado por ocultar la intranquilidad que sintió ante las noticias que le comunicó, pero sospechaba que el individuo había captado sus verdaderos sentimientos tras la tachada de indiferencia. Blandió la espada plateada en un arco reluciente y la hoja partió el aire con un sonido semejante al de un tejido al desgarrarse.
Por mucho que intentara olvidarlas, las palabras del vidente eldar le volvían una y otra vez a la cabeza, y aunque se había esforzado por expulsar las mentiras del alienígena de la mente, no lo dejaban en paz. Las noticias de Braxton sobre el deseo del Consejo de Terra de investigar la conducta de Horus y de Angron no hacían más que aumentar su temor de que el vidente hubiera dicho la verdad.
—¡No puede ser verdad! —gritó Fulgrim—. ¡Horus jamás traicionaría al Emperador!
¿Estás completamente seguro?, le preguntó la voz, y Fulgrim sintió el sobresalto habitual que lo invadía cada vez que lo hacía.
Ya no podía seguir engañándose diciéndose que era la voz de su propia conciencia. Era algo completamente distinto. Desde que habían llevado el retrato al salón, el sincero consejero que habitaba en su cabeza había conseguido de algún modo pasarse al interior de los gruesos brochazos del lienzo, y había cambiado la forma de la imagen para que se adecuara a su vocabulario.
Fulgrim se maravillaba por la facilidad con que aceptaba el desarrollo de la situación, y cada vez que pensaba lo odiosa que era esa idea, la preocupación se deshacía, por la euforia y la atracción que sentía, como la nieve bajo el sol.
Se dio la vuelta lentamente hacia el magnífico retrato que Serena d’Angelus había pintado para él. Su esplendor sólo era equiparable al asombro que sentía ante lo que se había convertido desde el día que lo llevaron a sus aposentos.
Fulgrim se abrió paso a través de los restos que llenaban la estancia y se quedó mirando la imagen de su propio rostro en el lienzo. El gigante de armadura púrpura le devolvió la mirada desde el retrato. Sus rasgos, delicados y regios, eran un reflejo de los suyos. Los ojos centelleaban como si estuvieran recordando un chiste olvidado mucho tiempo atrás, y los labios estaban torcidos en el típico gesto de un hipócrita, mientras que la frente mostraba las arrugas propias de alguien que estaba tramando alguna clase de plan de gran astucia.
Mientras miraba su propio rostro, la boca se movió y tiró del lienzo cuando empezó a hablar.
¿Qué pasaría si el alienígena hubiera dicho la verdad? Si Horus de verdad ha traicionado al Emperador; ¿en qué bando te pondrías tú ante semejante enfrentamiento?
Fulgrim sintió que una capa de sudor frío le cubría el cuerpo desnudo. Le repelía el horror escalofriante del retrato, pero se sentía irremediablemente atraído a escuchar sus palabras, como si poseyeran alguna clase de cualidad sedosa que lo dejara extasiado. Por mucho que desease atravesar la pintura con la espada, no era capaz de verla destruida.
Es el mejor de todos vosotros —le dijo la pintura. La boca se retorció al hablar—. Si Horus llegara a darle la espalda al Emperador, ¿con quién te irías?
—Esa pregunta es irrelevante —le soltó Fulgrim—. Esa situación jamás ocurrirá.
¿Eso crees? —le contestó el retrato entre risas—. En este mismo instante Horus ya está sembrando las semillas de la rebelión.
Fulgrim apretó la mandíbula y apuntó con la espada a su propia imagen en el lienzo.
—¡No te creo! —le gritó—. Tú no puedes saber nada de eso.
Pero lo sé.
—¿Cómo? —quiso saber—. Tú no eres yo, no puedes ser yo.
No —admitió su imagen—, no lo soy. Llámame… el espíritu de la perfección que te guiará en los días venideros.
—¿Horus busca comenzar una guerra contra el Emperador? —le preguntó Fulgrim, aunque casi fue incapaz de pronunciar aquellas palabras ante el horror que representaban.
El no busca eso; se ha visto obligado a librarla. El Emperador planea abandonaros a todos, Fulgrim. ¡Su perfección no es más que una farsa! Os ha utilizado a todos para conquistar la galaxia para él, y ahora busca ascender a la categoría de divinidad gracias a toda la sangre que habéis derramado.
—¡No! —volvió a gritar Fulgrim—. No te creo. El Emperador es la inteligencia humana llevada por encima de todo error e imperfección y extendida hasta toda posible verdad.
Lo que tú creas es irrelevante. Ya está ocurriendo. Los grandes planes son necesariamente invisibles para los individuos débiles. Lo que debe explicarse a los idiotas no es asunto mío. Si Horus es capaz de ver todo el esquema general de la situación, ¿cómo es posible que tú, el más perfecto de los primarcas, no puedas?
—¡Porque estás mintiendo! —aulló Fulgrim, al mismo tiempo que propinaba un tremendo puñetazo a una de las columnas de mármol verde que soportaba el peso del techo abovedado de la estancia. Del punto de impacto saltó un chorro de polvo de piedra, y la columna se agrietó y se derrumbó hasta formar un montón de escombros.
Pierdes el tiempo negándolo, Fulgrim. Ya estás en camino de unirte a tu hermano.
—Apoyaré a Horus en todo lo que haga Falta, pero volverse contra el Emperador… —jadeó Fulgrim—. ¡Es ir demasiado lejos!
Jamás sabrás lo que es ir demasiado lejos hasta que hayas llegado más allá. Te conozco Fulgrim, y he probado los deseos prohibidos que mantienes encadenados en los rincones más oscuros y ocultos de tu alma. Es mejor matar a un bebé deseado en su cuna que cuidar de uno que no se desea.
—No —exclamó Fulgrim llevándose una mano ensangrentada a la sien—. No pienso escucharte.
Exponte a ti mismo a tu mayor temor, Fulgrim. Después de eso, el miedo no tiene ningún poder y el temor a la libertad se extingue y desaparece. Serás libre.
—¿Libre? —gritó el primarca—. La traición no es la libertad, es la condenación.
¿La condenación? ¡No! ¡Es la libertad y la capacidad sin límites de explorar todo lo que es y todo lo que puede ser! Horus ha visto más allá del velo de esta carne mortal que llamáis vida y ha conocido la verdad de vuestra existencia. Conoce los secretos de los Antiguos, y sólo él puede ayudarte a llegar a la perfección.
—¿La perfección? —susurró Fulgrim.
Sí la perfección. El Emperador es imperfecto, porque si fuera perfecto todo esto no estaría ocurriendo. La perfección es equivalente a una muerte lenta. Sólo el cambio es constante, la señal del renacimiento, ¡el huevo del fénix del que resurgirás! Hazte una pregunta: ¿qué es lo que más temes?
Fulgrim se quedó mirando a los ojos del retrato, unos ojos que podrían ser los suyos si no fuera por el horrible conocimiento que albergaban. Con una claridad nacida del entendimiento perfecto, el primarca supo la respuesta a la pregunta que le hacía su reflejo.
—Mi temor es fracasar —respondió Fulgrim.
* * *
Las frías luces del apotecarion eran brillantes y agresivas, y miraban sin parpadear a Marius, que yacía desnudo sobre la mesa quirúrgica. Tenía las extremidades inmovilizadas, aprisionadas por relucientes cierres metálicos y anuladas por potentes inhibidores químicos. La sensación de vulnerabilidad era intensa, pero había prometido obedecer todas las órdenes del primarca, sin importar cuáles fueran. El comandante general Eidolon le había asegurado que lo que iba a ocurrir era lo que lord Fulgrim deseaba.
—¿Está preparado? —le preguntó Fabius. Los brazos plateados del artilugio mecánico que el apoteca rio llevaba a la espalda asomaban amenazantes por encima de sus hombros como una araña de gran tamaño.
Marius intentó hacer un gesto de asentimiento, pero los músculos del cuello no le obedecieron.
—Sí —dijo al fin, pero tuvo que esforzarse incluso para emitir ese simple sonido.
—Excelente —respondió Fabius.
Sus estrechos ojos negros se clavaron en Marius y examinaron su cuerpo, igual que un carnicero estudia con atención una pieza selecta de carne, o un escultor un bloque de piedra intacta.
—El comandante general Eidolon me dijo que me convertiría en algo mejor que lo que soy ahora.
—Y eso haré, capitán Vairosean —contestó Fabius con una sonrisa—. No se creerá lo que soy capaz de hacer.