QUINCE

QUINCE

EL GUSANO EN EL CORAZÓN DE LA MANZANA

LA LLAMADA DE LA GUERRA

KAELA MENSHA KHAINE

Fulgrim pensó al principio que le había entendido mal. Era imposible que aquel alienígena estuviera sugiriendo que Horus, el hijo más leal del Emperador, traicionaría a su padre y se levantaría contra él en una guerra civil. La idea era ridícula, puesto que el Emperador jamás habría nombrado Señor de la Guerra a Horus si no hubiera estado absolutamente seguro de su lealtad.

Buscó en el rostro de Eldrad Ulthran algún atisbo de broma, o de que se tratara de algún error odioso, ya que no había modo alguno en que un insulto como aquél quedara sin respuesta. Mientras buscaba alguna razón para todo aquello, la voz en el interior de su cabeza rugió llena de furia.

¡Esta escoria alienígena busca sembrar la disensión entre vosotros!

—¡Esto es una locura! —gritó Fulgrim, y sintió que la ira se apoderaba de él—. ¿Por qué iba Horus a hacer algo semejante?

Eldrad se puso en pie. El gigantesco señor espectral que estaba a su espalda abrió los brazos y los guerreros de armadura de color hueso alargaron las manos para empuñar las espadas. Sin embargo, el vidente alzó el báculo para detener aquellos movimientos agresivos.

—Su alma se está viendo tentada por las visiones de poder y de gloria que le ofrecen los dioses del Caos. Es una batalla que no puede ganar.

¡Mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira, mentira!

—¿Dioses del Caos? —exclamó Fulgrim. Una oleada rojiza de odio proporcionó una nueva energía a su cuerpo—. ¡En nombre de Terra! ¿De qué estáis hablando?

La máscara impasible de Eldrad se deshizo y en su rostro apareció una expresión de horror.

—¿Viajáis por la disformidad y no sabéis qué es el Caos? ¡Por la sangre de Khaine! Ahora entiendo por qué han elegido a tu raza para atacar.

—Hablas con acertijos, alienígena —le espetó Fulgrim—. No pienso tolerar nada de esto.

—Debes escucharme —le rogó Eldrad—. La disformidad, que es como tú la llamas, alberga los seres más malignos imaginables, unas energías terribles que son elementales y feroces. Son dioses que han existido desde el principio de los tiempos y que perdurarán más allá de la llama titilante que es este universo. El Caos es el gusano en el corazón de la manzana, y el cáncer del alma, que te devora desde dentro. Es el enemigo absoluto de todas las criaturas vivas.

—Si es algo tan maligno, Horus le dará la espalda —le replicó Fulgrim.

Sintió que la empuñadura plateada de la espada le atraía la mano. El cristal púrpura del pomo parpadeaba con un resplandor cautivador.

La voz de su voluntad muda le gritó:

¡Mátalo! ¡Te contaminará con sus mentiras! ¡Mátalo!

—No —le respondió Eldrad—. Horus no le dará la espalda, ya que le promete exactamente lo que él quiere oír. Creerá que lo que hace es lo mejor para la humanidad, pero en realidad quedará cegado ante lo que verdaderamente está haciendo. Los dioses del Caos han tejido un entramado de falsedades a su alrededor, pero no son más que un detalle insignificante que las mentes inferiores utilizarán para explicar su traición. La verdad es más prosaica. Han alimentado el fuego de la ambición del Señor de la Guerra, que ha pasado de ser una llama constante a un infierno rugiente que condenara a la galaxia a una era de guerras y muerte.

—Debería matarte ahora mismo por decir algo así —gruñó Fulgrim.

—¡No estoy intentando enfurecerte, estoy intentando advertirte! —le gritó Eldrad—. Tienes que escucharme. No es demasiado tarde para detenerlo, pero debes actuar ahora mismo. Avisa a tu Emperador de que lo han traicionado, ¡y salvarás miles de millones de vidas! ¡El futuro de la galaxia está en tus manos!

—¡No pienso hacerte caso! —rugió Fulgrim, y desenvainó la espada.

Eldrad retrocedió trastabillando, como si una fuerza repentina lo hubiera atacado. Los ojos oscuros del vidente se posaron de inmediato en la espada y su rostro se vio poseído por una expresión de horror y de angustia.

—¡No! —gritó el vidente, al mismo tiempo que un viento que parecía no proceder de ningún lado comenzó a aullar alrededor de los presentes.

La espada de Fulgrim se dirigió hacia el cuello de Eldrad, trazando un amplio arco plateado en el aire.

Una fracción de segundo antes de que la espada decapitara al vidente, una gigantesca espada apareció destellante e interceptó el golpe. Delante de Eldrad estalló una explosión de chispas y el vidente siguió retrocediendo ante el primarca mientras el señor espectral se erguía y echaba atrás el brazo de la espada para atacarlo.

—¡Están corrompidos! ¡Matadlos! —gritó Eldrad.

Fulgrim había sentido una tremenda descarga de poder cuando desenvainó la espada. La hoja dejó un rastro de brillante energía de color púrpura en el aire. Los guerreros de la Guardia del Fénix y los capitanes se aprestaron al combate en cuanto lanzó un mandoble contra el vidente, y se produjo un repentino y feroz tiroteo casi a quemarropa.

Los guerreros de armadura de color hueso se lanzaron a la carga, emitiendo un aullido penetrante que les chirrió en los mismos nervios. Una andanada de proyectiles de bólter derribó a unos cuantos antes de que los alcanzaran. Fulgrim dejó que sus capitanes se encargaran de esos guerreros, mientras que la Guardia del Fénix se lanzó a la carga contra el poderoso señor espectral de casco dorado.

¡Tienes que matarlo! ¡El vidente tiene que morir antes de que lo estropee todo!

Fulgrim rugió y se lanzó en persecución del vidente. La gigantesca espada del señor espectral cortó el aire en su dirección mientras los guerreros de la Guardia del Fénix le propinaban tajos a la máquina de guerra con sus armas de filo dorado. El primarca se tiró al suelo, rodó para esquivar el golpe y luego se puso en pie para seguir persiguiendo al causante de toda aquella matanza. Eldrad Ulthran y los guerreros de armadura negra y sombría se retiraron sin darle la espalda en dirección a la estructura curvada al mismo tiempo que una pálida nube de luz comenzaba a formarse en su base.

—Intenté salvarte —le dijo Eldrad—, pero ya te has convertido en un peón involuntario del Caos.

El primarca de los Hijos del Emperador blandió la espada contra el vidente, pero su oponente se desvaneció en un destello de luz y el filo sólo cortó el aire. Rugió lleno de rabia al darse cuenta de que las estructuras eran en realidad artefactos teletransportadores.

Se dio la vuelta hacia la batalla que se estaba desarrollando a su espalda al mismo tiempo que los cañones del primero de los tanques gravitatorios disparaban una andanada de descargas de energía. Los primeros disparos habían fallado por bastante, debido a la presencia del vidente, pero Fulgrim comprendió que ya no tenían restricción alguna. La proa del tanque sobrevoló de cerca la hierba cuando el piloto lo hizo virar en un giro cerrado, esperando que su presa saliera huyendo, pero Fulgrim jamás había huido de un enemigo en toda su vida y no estaba dispuesto a empezar a hacerlo.

El primarca saltó en el aire al mismo tiempo que el piloto eldar se daba cuenta del peligro e intentaba ganar altura. Ya era demasiado tarde. La espada de Fulgrim atravesó un costado del vehículo y se deslizó chirriando hacia abajo hasta salir del casco acompañada de un grito de odio.

La sección ahusada frontal del tanque se clavó en el suelo y el vehículo giró sobre sí mismo. La parte enterrada se hundió un poco más en el suelo y luego el tanque se volcó sobre un lado con un tremendo crujido que sonó igual que un hueso al partirse.

La energía del interior del vehículo explotó y salió en forma de una tremenda columna de luz. Fulgrim se echó a reír, triunfante. Giró la espada en el aire y volvió a centrarse en el entrechocar de las armas justo en el momento en que el terrorífico señor espectral alargaba un brazo y aplastaba con su enorme puño a uno de los miembros de la Guardia del Fénix. La armadura se partió en numerosos trozos y la sangre cayó como una lluvia carmesí sobre los restos del guerrero. A Fulgrim se le escapó un gruñido de rabia al ver el cuerpo de tres de sus pretorianos de élite caídos a los pies de la máquina, rotos y desmembrados.

Sus capitanes se enfrentaban a los guerreros de armadura de color hueso. Las espadas eran poco más que borrones mientras el aire se llenaba de gritos aullantes que resonaban incluso por encima del clamor de las armas al entrechocar. Fulgrim se apartó de los restos ardientes del tanque y señaló con la espada la máquina de guerra de casco dorado.

El señor espectral pareció sentir su presencia, ya que giró la cabeza hacia él y lanzó a un lado el cadáver del guerrero muerto que tenía en la mano. Fulgrim captó el espíritu que había dentro de la maquina como una ansia devoradora de venganza, y supo que aquella criatura quería verlo tan muerto como él deseaba verla destruida.

Con una velocidad que sorprendió al primarca, el señor espectral se dirigió a grandes zancadas hacia él. Su agilidad era terrorífica. Fulgrim corrió a enfrentarse a él y se agachó para esquivar el mandoble de la restallante espada. Se alzó a tiempo de propinarle un tajo con la espada en el estrecho brazo. La afilada hoja se hundió un dedo antes de salir rebotada, y Fulgrim sintió que todo su cuerpo se estremecía por el golpe. El puño del señor espectral impactó contra su pecho y lo lanzó por los aires. El pectoral con el Águila imperial estampada se partió bajo el tremendo golpe, Fulgrim dejó escapar un gruñido por el dolor y notó el sabor a sangre en los labios.

El dolor fue muy intenso, pero en vez de debilitarlo, lo llenó de energía. Se puso en pie de un salto con un exultante grito salvaje. La corona de laurel le quedó colgando sobre la cara y se la arrancó de un tirón. Después tiró de las trenzas para deshacerlas y se intentó limpiar el maquillaje y los afeites que llevaba en el rastro.

Fulgrim, que parecía más un salvaje que el primarca de los Hijos del Emperador, se lanzó de nuevo contra el señor espectral. La enorme espada de su enemigo se abalanzó contra él, pero Fulgrim alzó su propia espada y las dos chocaron con un feroz estruendo de metal y fuego. La gema de color púrpura del pomo de la espada de Fulgrim centelleó con fuerza por unos momentos y la espada del señor espectral estalló en una lluvia de trozos de hueso.

El primarca siguió al ataque mientras el señor espectral retrocedía, y blandió la espada en un feroz mandoble contra las piernas de la máquina. Rugió cuando la hoja penetró en una de las rodillas y atravesó la articulación con un chirrido aullante de placer. Unas descargas de energía surgieron de la herida mientras la gran máquina de guerra se tambaleaba durante un breve instante antes de desplomarse en el suelo.

¡Acaba con él! ¡Destruye lo que hay en el interior de su cabeza y sufrirá un destino peor que la muerte!

Fulgrim se subió de un salto a la máquina, que se esforzaba por ponerse en pie, y propinó un puñetazo en la pulida superficie reluciente de la cabeza dorada al mismo tiempo que lanzaba un ensordecedor grito de combate. La superficie se agrietó y se partió bajo la fuerza del golpe. El primarca sintió que le salía sangre de la mano, pero hizo caso omiso del dolor y asestó un puñetazo tras otro. Notó cómo el cráneo, parecido a un caparazón, cedía bajo aquel feroz ataque. La criatura alargó un brazo para intentar quitárselo de encima, pero Fulgrim lanzó una estocada lateral con la espada y la hoja le amputó el puño con una facilidad que había parecido imposible tan sólo unos momentos antes.

Por fin el casco dorado se partió por completo y Fulgrim abrió la cabeza del señor espectral. Lo que quedó al descubierto fue una placa facial pulida, cubierta de hilos dorados y con unas runas de plata grabadas. Toda la superficie estaba cubierta de gemas refulgentes, y en el centro de todo aquel sistema palpitaba una joya roja. El primarca percibió el miedo que emanaba de la piedra y alargó una mano para sacarla de su montura. Notó un aullido de pánico creciente, pero no con los oídos, sino con el alma. La piedra estaba caliente al contacto, y unas líneas ardientes bailaban en su interior junto a unas siluetas alienígenas que se retorcían.

Notó la Furia y el odio que sentía hacia él, pero lo que más notó fue el miedo inmenso al olvido eterno.

Fulgrim se echó a reír y aplastó la piedra con el puño. Un grito aullante siguió a su destrucción. Sintió que la espada aumentaba de temperatura, así que bajó la mirada y vio que la gema del pomo ardía como una estrella de amatista, como si se estuviera alimentando del espíritu que había salido de la piedra.

No sabía cómo era posible que supiera aquello, pero comparado con la euforia que sentía, era algo de importancia menor. Además, al instante siguiente de darse cuenta de aquello, se borró de su mente.

Cuando aquella maravillosa sensación de poder desapareció, Fulgrim centró de nuevo la atención en el combate que estaban librando sus capitanes. Estaban inmersos en una lucha feroz con los guerreros aullantes de armadura de color de hueso. Las espadas se enfrentaban en un baile mortífero con aquellos oponentes de tremenda habilidad. Detrás de ellos se encontraba el tanque que quedaba, esperando para apoyar a sus camaradas eldars, aunque no podría hacer nada con sus cañones mientras continuara el combate cuerpo a cuerpo.

Fulgrim alzó la espada y se lanzó a la carga.

* * *

Eldrad lanzó un grito cuando sintió que el alma de Khiraen Yelmo Dorado era arrancada de su joya espiritual y lanzada al vacío, sola y desprotegida. Notó como el ansia terrible del Gran Enemigo devoraba la poderosa alma del guerrero, y derramó unas lágrimas llenas de amargura mientras se recriminaba su estupidez por haber intentado parlamentar con los bárbaros mon-keigh. Jamás volvería a pensar que sus intenciones serían otras que hostiles, y juró recordar para siempre la lección que la pérdida de Khiraen Yelmodorado le había enseñado.

El aire todavía titilaba a su alrededor debido al tránsito a través del portal de la disformidad desde la superficie de Tarsus. Sintió el rugido psíquico de furia que recorría el costillar desnudo del esqueleto de hueso espectral del mundo astronave. Sintió el ansia de agresión que poseía a todos los eldars que iban a bordo y el palpitante latido de metal fundido del avatar del dios de la Mano Ensangrentada al despertarse en la cámara sellada de hueso espectral que se encontraba en el corazón del mundo astronave.

¿Cómo era posible que no lo hubiera visto? Fulgrim ya estaba recorriendo el sendero oscuro de la perdición, y su alma estaba envuelta en una guerra secreta de la que ni siquiera era consciente. Una fuerza maligna y terrible se esforzaba por dominarlo, y aunque Fulgrim se estaba resistiendo, Eldrad sabía que una batalla como ésa sólo tenía un final posible. Ahora se daba cuenta de que era aquella presencia siniestra la que había ocultado a Fulgrim de su visión, había mantenido con celo a su víctima tras un velo para que nadie fuera capaz de descubrir sus planes.

La espada… Debería haberlo notado en el mismo instante que posó la mirada sobre ella, pero los engaños del Gran Enemigo lo habían ofuscado con ilusiones sutiles y lo habían dejado ciego sobre su presencia. Eldrad sabía que en el interior de la espada se encontraba la esencia de una criatura poderosa procedente de más allá de la entrada del empíreo, y que su influencia estaba pervirtiendo de forma inexorable la conciencia del primarca de los Hijos del Emperador.

Eldrad sabía que no le quedaba más que una salida.

—¡A la guerra! —gritó.

Había que destruir a Fulgrim antes de que escapara de Tarsus.

La respuesta fue un rugido de ansia por el combate que sacudió hasta los mismos huesos del mundo astronave.

La sangre corre… la rabia aumenta… la muerte se despierta… ¡la guerra llama!

* * *

Los últimos de los eldars aullantes yacían muertos, abatidos por los poderosos mandobles de la espada de Fulgrim. Lucius sintió la emoción del combate latiéndole todavía en las venas. Su espada siseaba cubierta de sangre alienígena, y notaba los músculos palpitantes por toda la habilidad que había tenido que utilizar para vencerlos. Los megarácnidos habían sido terriblemente rápidos, unos asesinos mortíferos que luchaban con una habilidad instintiva y ciega, pero aquellos oponentes aullantes, que Lucius descubrió eran en su mayoría hembras, tenían casi tanta habilidad como él.

Su esgrima era exquisita. Una de ellas, que había combatido con una espada y un hacha al mismo tiempo, incluso había conseguido alcanzarlo numerosas veces. Lucius tenía la armadura abierta por bastantes sitios, y sabía que si no fuera por su agilidad sobrehumana, estaría tan muerto como la guerrera que yacía a sus pies.

Se agachó y empuñó una de las espadas enemigas para comprobar el peso y el equilibrio. Pesaba menos de lo que se esperaba y su empuñadura era demasiado pequeña, pero tenía un filo magnífico y el conjunto era de una manufactura extraordinaria.

—¿Es que no aprendiste nada en Muerte? —le preguntó Saúl Tarvitz—. Suelta esa arma antes de que Eidolon te vea con ella.

Lucius se volvió hacia él.

—Tan sólo estaba echándole un vistazo, Saúl. No voy a utilizarla.

—Es lo mejor —le contestó Tarvitz.

Lucius se fijó en que su camarada estaba casi agotado y que respiraba jadeante. Tenía la armadura cubierta de manchas de sangre, tanto suya como alienígena. Sin embargo, a pesar de lo que le había dicho a Saúl, se quedó con la espada de la mujer alienígena en la mano.

—¿Seguimos todos vivos? —preguntó Fulgrim, de buen humor.

La placa pectoral de la armadura del primarca estaba llena de sangre seca en el punto donde el señor espectral le había golpeado, y su aspecto general distaba mucho de la apariencia regia y espléndida con la que Lucius solía verlo. A pesar de ello, el primarca jamás había parecido estar más vivo. Sus ojos oscuros relucían por la pasión del combate, y mantenía empuñada con firmeza la espada.

Lucius miró a su alrededor, al campo de batalla, aunque sólo para saber quién más había sobrevivido. Los dos comandantes generales seguían vivos, lo mismo que Julius Kaesoron, Marius Vairosean y aquel cabrón engreído de Solomon Demeter. No había supervivientes entre la Guardia del Fénix, ya que su habilidad y su fuerza no habían sido rivales para el poder del señor espectral.

—Eso parece —contestó Vespasian mientras limpiaba la hoja de la espada en la cresta del casco de una de las eldars muertas—. Deberíamos marcharnos antes de que regresaran en mayor número. Ese tanque se mantiene a distancia después de lo que le pasó al otro, pero no creo que el piloto tarde mucho en recuperar el valor.

—¿Marcharnos? —exclamó Julius Kaesoron—. ¡Pues yo propongo que vayamos a por ese tanque y lo destruyamos! Los alienígenas incumplieron la tregua del parlamento, ¡y el honor exige que se lo hagamos pagar con sangre!

—No piensas con claridad, Julius —le replicó Solomon—. No disponemos de armas que puedan destruir ese tanque a distancia, y es poco probable que deje que nos acerquemos después de ver lo que le ocurrió a su amigo.

Lucius soltó un bufido de burla. ¡Qué propio de Solomon Demeter salir huyendo de un combate! Vio que Eidolon estaba ansioso por quedarse y luchar, pero que Marius Vairosean se mantenía callado a la espera de que el primarca dijera qué decisión tomaba para luego apoyarla, sin duda alguna. Instó en silencio a Fulgrim a que ordenara el ataque contra el tanque.

Fulgrim centró su mirada en él, como si fuera capaz de captar su necesidad de aún más violencia. El primarca sonrió, y sus dientes blancos destacaron en mitad de la mancha oscura en que se había convertido su cara.

—Creo que ya han tomado la decisión por nosotros —dijo Solomon, de repente, cuando una luz brillante relució de nuevo en la base de la estructura curvada, en el mismo punto donde se había desvanecido el vidente.

—Esto no puede ser bueno —contestó Tarvitz.

—¡Stormbird Uno! —gritó Vespasian por el comúnicador—. Inicien secuencia de despegue, nos dirigimos hacia la nave. Mi señor, debemos marcharnos.

—¿Marcharnos? —musitó Fulgrim con voz somnolienta, como si acaraba de despertarse—. ¿Marcharnos adonde?

—Marcharnos de este planeta, mi señor —le insistió Vespasian—. Los eldars han vuelto, y no lo hubieran hecho si no dispusieran de una superioridad numérica abrumadora.

Fulgrim sacudió la cabeza y se llevó una mano a la sien, como si le doliera. Los primeros guerreros eldars salieron de la centelleante mancha que permanecía suspendida bajo el vértice del portal alienígena. El primarca alzó la mirada y vio a los eldars salir corriendo de la luz, primero solos; luego por parejas y finalmente por escuadras. Al igual que los alienígenas muertos a sus pies, los eldars llevaban unas armaduras de placas que se ajustaban al cuerpo, aunque la de éstos era de color azul marino y las crestas de los cascos eran amarillas. Iban armados con unos rifles de cañón corto, y avanzaban con una cautela elegante hacia los astartes. Detrás de ellos aparecieron dos eldars de armadura negra con unas armas de cañón largo que apuntaron hacia la Stormbird que estaba por encima de ellos.

Lucius hizo un movimiento giratorio con la cabeza y ensanchó los hombros, preparándose para el combate que se avecinaba, pero Fulgrim hizo un nuevo gesto negativo con la cabeza antes de hablar.

—Nos marchamos. Todo el mundo de vuelta a la Stormbird. Regresaremos a por nuestros mundos cuando destruyamos su mundo astronave y no les dejemos ningún sitio al que retirarse.

Lucius, tragándose la decepción que sentía, siguió al primarca en su retirada de regreso a la aullante nave, cuyos motores rugían cada vez de un modo más agudo. Se quedó con la espada alienígena en la mano mientras trotaban hacia el vehículo.

Unos chorros llameantes les pasaron por encima de la cabeza y Lucius salió despedido contra el suelo por la onda expansiva de una tremenda explosión. Unos nuevos chorros llameantes siguieron en rápida sucesión a los primeros y las explosiones secundarias llenaron el aire con restos ardientes y humo. Lucius escupió un trozo de tierra y miró la cima de la colina, envuelta en fuego. El fuselaje destrozado y llameante de la Stormbird yacía como un pájaro cazado, con las alas rotas y un gran número de agujeros en un costado.

—¡Corred! —gritó Vespasian.

Los eldars fueron rechazados una vez más de la cima de la colina y dejaron a sus muertos apilados a los pies de los escombros. Las andanadas de disparos resonaban con un cierto tintineo contra la improvisada barricada que formaban las ruinas, y los rayos cegadores de energía incandescente iluminaban el cielo purpúreo. El fuselaje destrozado de la Stormbird seguía ardiendo a su espalda. De vez en cuando se producían explosiones secundarias, cuando la munición que todavía quedaba en su interior estallaba debido al calor de las llamas.

Marius inspiró profundamente mientras metía otro cargador en el bólter, a la espera del siguiente ataque. Todos habían conseguido mantenerse con vida hasta ese momento ante los ataques eldars, aunque lo cierto era que todos estaban heridos por las andanadas de discos afilados como navajas que disparaban las armas enemigas. Había uno de aquellos discos a su lado, tirado en el suelo. Lo recogió y le dio unas cuantas vueltas en la mano para estudiarlo con detenimiento. Le parecía ridículo que un objeto como aquél fuera capaz de herirlo, pero tenía un borde letalmente afilado y era capaz de penetrar incluso las placas de la armadura Mark IV si impactaba contra una zona débil, como una juntura, por ejemplo.

Había sido una batalla feroz, y había sido testigo de actos heroicos y hazañas de armas Increíbles. Marius había visto a Lucius derrotar a tres de las aullantes mujeres guerreras al mismo tiempo. Combatió con dos armas a la vez, su propia espada y la espada eldar, y el espadachín las había matado con una asombrosa demostración de esgrima.

Vespasian había luchado como uno de los héroes de la galería de las Espadas. Su perfección y su pureza brillaron como un faro cuando rechazó a los guerreros eldars de armadura verde y cascos bulbosos que escupían fuego azul. Solomon y Julius habían combatido espalda contra espalda y habían matado con vigor brutal, mientras que Saúl Tarvitz luchó con precisión mecánica, participando en apoyo de sus camaradas en multitud de combates.

Pero Eidolon… ¿cómo había combatido?

Marius había oído en el fragor del combate un aullido ululante de una ferocidad capaz de destrozar los nervios. Se dio la vuelta esperando encontrarse con más guerreras lanzadas a la carga contra él, pero lo que vio fue al comandante general Eidolon con un trío de enemigos aullantes ante él. Dos de ellos estaban de rodillas, postrados a sus pies y agarrándose los cascos abiertos, mientras que el tercero se tambaleaba como si estuviese sufriendo alguna clase de ataque convulsivo. Eidolon se abalanzó contra ellos y los remató. Marius se había quedado con la sensación, imposible pero firme, de que el grito lo había lanzado, de hecho, el comandante general.

—¿Cuánto tiempo tardará esa maldita Pájaro de Fuego en llegar hasta aquí? —le preguntó Julius, en voz alta, mientras se arrastraba hacia él a través de los restos en llamas. Aquello hizo que Marius volviera a centrarse en el presente.

—No lo sé —le contestó—. Lord Fulgrim ha intentado ponerse en contacto con ellos, pero creo que los eldars estaban interfiriendo nuestro sistema de comunicaciones.

—Asquerosos cabrones alienígenas —soltó Julius—. Sabía que no podíamos confiar en ellos.

Marius no le contestó, pero recordó que Julius había sido tan favorable como él a la decisión que había tomado el primarca de bajar a Tarsus. El único que se había mostrado en contra había sido Solomon, y por lo que parecía, al final iba a ser él quien tuviera la razón.

—Podríamos acabar todos muertos en este lugar —comentó Marius con amargura.

—¿Morir? No seas ridículo —le replicó Julius—. Aunque no podamos comunicarnos con la flota no tardarán en enviarnos otras naves. Los eldars lo saben, y por eso nos atacan con tanto desprecio por sus propias vidas. Oye, ¿no dicen que son una raza que se encuentra al borde de la extinción? ¿Qué te parece si les damos un empujoncito hacia ese borde?

El entusiasmo de Julius era contagioso, y era difícil no sentirse inspirado por su infatigable confianza en la victoria. Marius le sonrió.

—Hasta que se caigan.

—¡Algo ocurre ahí abajo! —gritó Saúl Tarvitz.

Marius se apresuró a asomarse por el borde de las ruinas, con Julius al lado, y bajó la vista hacia el extraño portal alienígena. Marius supuso que debía de llevar al mundo astronave que viajaba cerca, lo que explicaba que no hubieran detectado ninguna nave que partiera de allí y que los eldars hubiesen llegado a la superficie de Tarsus antes que ellos.

Un grupo de guerreros rodeó la luz, que parpadeaba y titilaba como la llama de una vela. Tenían las armas alzadas y apuntando hacia lo alto, y cantaban en un lenguaje que daba la impresión de ser utilizado únicamente para los cánticos más que para comunicarse.

—¿Qué creéis que están haciendo? —les preguntó Saúl Tarvitz.

Julius negó con la cabeza.

—No lo sé, pero seguro que no es bueno para nosotros.

De repente, la mancha de luz centelleó y los bordes estallaron en llamas, como si un tremendo fuego se estuviera abriendo paso a través de ella. En mitad del resplandor comenzó a formarse una figura, enorme y oscura, con una silueta humanoide, pero demasiado grande, sin duda, para ser un guerrero eldar. Marius se preguntó si tendrían que enfrentarse a otro de los señores espectrales.

Surgió el extremo de una tremenda punta de lanza con la hoja afilada cubierta de ardientes símbolos rúnicos, al que siguió un brazo refulgente que lanzaba luz fundida al aire. La extremidad crujía como hierro al rojo vivo con cada movimiento. El cuerpo al que pertenecía salió del portal.

Solomon exhaló profundamente al ver el horror primigenio que representaba el gigantesco guerrero que se encontraba de pie en la base de la colina.

Se alzaba por encima de los guerreros eldars, y su cuerpo daba la impresión de estar hecho de hierro oscuro. Las venas le sobresalían como ríos de lava sobre la superficie. Unos retorcidos cuernos de humo y ceniza le surgían de la piel y se le enroscaban alrededor de la cabeza como una corona viviente surcada de llamas.

Esa cabeza era un terror rugiente y aullante. Sus ojos relucían como lingotes de metal recién sacados del horno de fundición. El avatar viviente de la muerte sangrienta aulló su promesa de matanzas al cielo y alzó sus poderosos brazos. Un espeso fluido rojo le corrió entre los dedos.

—¡Por el Trono! —exclamó Lucius—. ¿Qué es eso?

Marius miró a Fulgrim a la espera de una respuesta, pero el primarca se limitó a contemplar con aparente satisfacción la llegada de aquella criatura monstruosa. Se quitó la capa dorada, que estaba desgarrada por los disparos y por los tajos de las armas blancas, y desenvainó su espada plateada. La gema que el arma llevaba engastada en el pomo centelleó bajo la luz del crepúsculo.

—¿Mi señor? —lo llamó Vespasian.

—¿Sí, Vespasian? —le contestó Fulgrim, como si sólo oyera a medias a su comandante general.

—¿Sabéis lo que es… esa cosa?

—Es el corazón y el alma de los eldars —le contestó Fulgrim, aunque las palabras sonaban como si llegaran de un lugar muy lejano dentro de él—. Su ansia por la guerra y por la muerte late en el pecho de esa criatura.

Marius vio cómo el guerrero de bronce daba un atronador paso adelante mientras el primarca hablaba. La hierba que quedó bajo sus pies se ennegreció y estalló en llamas a su paso. El cántico de los guerreros eldars se hizo más estridente y comenzaron a avanzar con lentitud hacia su dios ardiente. La música subía y bajaba al ritmo de los pasos de la criatura. Varias decenas de las guerreras con las que se habían enfrentado cruzaban el terreno casi envuelto por la noche, y Marius oyó sus gritos penetrantes rodeándolos por todas partes.

—Preparados —advirtió Vespasian. Su silueta estaba recortada por las llamas de la Stormbird, cuyos restos seguían ardiendo.

Marius sabía perfectamente que, aunque las ruinas y los restos de la nave formaban una posición defensiva todo lo buena que cabía esperar, no había forma posible de que ellos ocho consiguieran rechazar los ataques eldars durante mucho tiempo, ni aunque uno de ellos fuera un primarca.

El dios de la Mano Ensangrentada aceleró el paso. Marius miró a su alrededor, a sus capitanes camaradas, y en los rostros de todos ellos vio la misma expresión de temor irracional hacia el monstruo. El poder de aquel ídolo siniestro y llameante les hablaba a sus almas de los tormentos que les infligiría y del horror ardiente que su ira desataría en aquellos que se atreviesen a desafiarlo.

Fulgrim hizo girar la espada en el aire y salió de su posición a cubierto entre las ruinas. Un coro de gritos lo siguió mientras se dirigía a enfrentarse a aquella terrorífica aparición. Aunque su rostro era de metal fundido, Marius vio que la boca de la monstruosidad se torcía en un gesto de satisfacción mientras el primarca se acercaba a él.

Dos poderosos dioses se enfrentaban cara a cara. Dio la impresión de que el mundo se detenía por temor a interrumpir el drama que estaba a punto de desarrollarse sobre su superficie.

El dios eldar soltó un tremendo bramido de furia y se lanzó al ataque.

Fulgrim vio cómo la lanza ardiente se dirigía a toda velocidad hacia él. Se echó a un lado y notó el calor abrasador que le pasaba cerca de la cara. Se rio al ver que el dios eldar había bajado la guardia con aquella maniobra, pero la risa se le cortó de inmediato cuando la voz de su interior le gritó una advertencia:

¡Idiota! ¿Crees que es tan fácil superar los trucos de los eldars?

Se dio la vuelta a tiempo de ver cómo la lanza giraba en el aire como una serpiente y volvía hacia él, formando un elegante arco. Rugió mientras surcaba el aire con un sonido igual al producido por la erupción de un millar de volcanes. Fulgrim alzó la espada y desvió aquel proyectil ardiente. El calor de su paso le abrasó la piel del rostro e hizo que las trenzas le estallaran en llamas.

El primarca se palmeó la cabeza con la mano libre y apagó las llamas de su pelo. Luego apuntó con la espada al monstruo en gesto de desafío.

—¿No lucharás contra mí en un combate honorable? ¿Es que sólo puedes matarme desde lejos?

La monstruosa criatura de hierro atrapó al vuelo la lanza llameante. De los ojos y de la boca le surgieron unos chorros de humo negro y de cenizas al rojo cuando hizo girar el arma y le apuntó al corazón con ella.

Fulgrim sonrió al sentir la emoción del combate recorrerle todas y cada una de las fibras de su ser. Aquél sí que demostraría su valía como guerrero, ya que hasta ese momento no había encontrado un enemigo que realmente le supusiera un desafío. Ni los laer, ni la Diasporex ni los pielesverdes.

No. Aquella criatura poseía un poder capaz de equipararse al suyo, un ser terrible y con el poder de una deidad que llevaba el corazón de su raza en desaparición dentro de su pecho de hierro. No lo distraería o provocaría con insultos o tretas. Era una criatura guerrera que tenía un propósito, un único propósito: matar.

Aquella clase de obcecación repugnaba a Fulgrim, ya que, ¿qué eran la vida y la muerte sino una serie de sensaciones que experimentar, una detrás de la otra? Sin esas sensaciones, ¿que era la vida?

Un sentimiento de júbilo exultante lo llenó, y le dio la impresión de que todos sus sentidos se le concentraban a ras de piel. Notaba cada diminuta ráfaga de viento que le rozaba el cuerpo. Captó el calor de la criatura que tenía delante de él. La frialdad de la atmósfera del planeta. La suavidad de la hierba bajo sus pies.

Estaba vivo de verdad, ¡y en la cima de su poder!

—Ven —le gruñó—. Ven aquí y muere.

Los dos seres se abalanzaron el uno contra el otro. La espada de Fulgrim relampagueó al enfrentarse con la poderosa arma de su oponente, que de repente había pasado a tener forma de espada. Ambas armas chocaron con un grito aullante que resonó en otros planos, que iban más allá de los cinco sentidos habituales, y provocó un estallido de antiluz que dejó cegados a todos los que miraban. El rugiente dios eldar fue el primero en recuperarse, y su espada al rojo vivo se dirigió, describiendo un arco, a la cabeza de Fulgrim.

El primarca se agachó para esquivarla y le propinó a su oponente un puñetazo en la cintura. Sintió la fuerza del impacto contra el hierro y el calor abrasador que le arrancó la piel de los nudillos. Fulgrim se echó a reír al sentir el dolor al mismo tiempo que alzaba la espada para detener un tajo mortífero dirigido a su cintura.

El dios eldar lo atacaba con una furia salvaje y primitiva. Los golpes los impulsaba el odio irracional y la feroz alegría de esa emoción sin control alguno. Las llamas le envolvían las extremidades, y un humo oscuro rodeó a los dos combatientes mientras se enfrentaban. La espada plateada y el arma flamígera despidieron chispas y chasquidos metálicos con el intercambio de golpes, y ninguno de los dos oponentes era capaz de traspasar la guardia de su contrincante.

Fulgrim notó que su furia contra aquella monstruosidad ardiente le crecía y crecía cada vez más en las venas. Que su enemigo no fuera capaz más que de luchar y matar a su oponente era algo que ofendía a la refinada sensibilidad del primarca. ¿Dónde estaban su aprecio por el arte y la cultura, por la belleza y la gracia? Algo semejante no se merecía el don de la existencia, y las extremidades del primarca se llenaron de un vigor renovado, como si una energía recién descubierta fluyera desde la espada hasta su brazo y el resto del cuerpo.

Oyó los sonidos del combate a su alrededor: disparos de bólter, gritos de dolor, el siseo de los letales discos disparados por las armas alienígenas y los gritos aullantes, como los lamentos de los espectros de los mitos. No le prestó atención a nada: estaba demasiado concentrado en su propia lucha a muerte. Su espada palpitaba con un resplandor plateado. Cada vez que la movía dejaba atrás rastros de luz, y a lo largo de la hoja relucía el poder que contenía. Con cada mandoble que daba rugía de éxtasis. El destello púrpura de la gema del pomo brillaba con fuerza, y se dio cuenta de que la ardiente mirada de su enemigo se veía atraída en más de una ocasión por ella.

Se le ocurrió una idea, y aunque sintió una tremenda oleada de oposición ante aquel pensamiento, sabía que era el único modo de derrotar con rapidez a su enemigo. Dio un paso hacía el llameante dios eldar y lanzó su espada hacia lo alto.

La mirada ardiente de su contrincante se elevó de inmediato y los ojos como carbón encendido siguieron el recorrido de la espada, que giraba sobre sí misma por el aire. La criatura echó hacia atrás el brazo para arrojar su lanza contra la espada, pero antes de que pudiera hacerlo, Fulgrim se abalanzó contra él y le lanzó un tremendo puñetazo a la cara.

Le dio potencia al golpe con cada gramo de energía y de rabia que le quedaban, y soltó un tremendo aullido de odio al mismo tiempo que lo asestaba. El metal cedió y una erupción de luz roja salió de la cabeza del eldar monstruoso. El puño de Fulgrim atravesó el casco y llegó al núcleo incandescente del cráneo. El primarca lanzó un grito de agonía y de placer cuando sintió que el puño salía por el otro lado de la cabeza.

La criatura herida se tambaleó, con la cabeza retorcida y convertida en un montón destrozado de metal y de llamas. Varios rayos de luz roja salieron por las grietas del casco, y los ríos fundidos de su sangre le corrieron sobre la piel de hierro reluciendo como el fósforo. Fulgrim sintió el tremendo dolor de su mano machacada, pero lo suprimió con ferocidad y se echó de nuevo encima de la criatura para rodearle el cuello con las dos manos.

El calor de su piel al rojo le abrasó la carne, pero Fulgrim era incapaz de sentir el dolor, tan concentrado estaba en acabar con su enemigo. Varios chorros de luz roja salieron de la cara del dios eldar. El sonido que escapó de su boca era una manifestación de toda la rabia combinada y del corazón de sus creadores. Una era de arrepentimiento y de ansia surgió de la criatura, y Fulgrim sintió la tristeza dolorosa de la necesidad de su existencia entrar en él a medida que surgía del monstruo moribundo.

Las manos se le ennegrecieron mientras le arrancaba la vida a su enemigo. El metal crujió con el sonido de un alma moribunda. Fulgrim obligó a la criatura a caer de rodillas. El primarca se echó a reír con unas carcajadas enloquecidas mientras el tremendo dolor de las heridas competía con la increíble euforia que sentía al arrancarle la vida a otro ser con sus propias manos desnudas mientras contemplaba cómo la vida se apagaba en sus ojos.

El sonido de un terrible trueno fue aumentando de potencia, y Fulgrim apartó la mirada de su víctima para ver a un grácil pájaro de fuego que cruzaba el ciclo. Soltó a la moribunda criatura eldar y alzó un puño hacia el cielo cuando la Pájaro de Fuego le pasó por encima, seguido de un enjambre de Stormbird y Thunderhawk.

Fulgrim volvió a centrar la mirada en el enemigo derrotado. De la criatura surgía un torbellino de luz y de sonido, cegador como el fuego nuclear que ardía en el interior de una estrella. La luz de la muerte de la criatura centelleó, y su cuerpo estalló, convirtiéndose en una tormenta de metal fundido y trozos de hierro al rojo vivo. Fulgrim salió despedido por los aires, debido a la explosión aullante, y sintió el contacto con el poder del monstruo abrasarle la armadura.

La esencia desencadenada de un dios lo rodeó. Vio un cosmos vertiginoso de estrellas, la muerte de una raza y el nacimiento de un dios nuevo y radiante, un príncipe siniestro de placer y de dolor.

Un nombre se formó a partir del sonido puro procedente de eones pasados, un cántico sangriento de nacimiento y un grito sin palabras de una sensación que crecía sin límites hasta convertirse en un concepto y un nombre, todo al mismo tiempo… ¡Slaanesh!

¡Slaanesh! ¡Slaanesh! ¡Slaanesh! ¡Sbia nesh! ¡Slaanesh! ¡Slaanesh! ¡Slaanesh! ¡Slaanesh!

Fulgrim se estrelló contra el suelo mientras el nombre se formaba. Allí se echó a reír al mismo tiempo que los Hijos del Emperador descendían sobre Tarsus en alas de fuego. Se quedó inmóvil, roto y quemado, pero vivo. ¡Cuán vivo se sentía! Sintió unas manos que se le posaban en el cuerpo y oyó voces que le suplicaban que les hablara, pero no les hizo caso. De repente, sintió que de él se apoderaba una ansia dolorosa al darse cuenta de que estaba desarmado.

Fulgrim se puso en pie, tambaleante. Sabía que sus guerreros lo rodeaban, pero no los vio ni oyó lo que le decían. Le palpitaban las manos y le llegaba el olor de su propia carne achicharrada, pero toda su atención estaba fija en el resplandor plateado que perforaba la oscuridad de la noche.

Su espada estaba enhiesta sobre la hierba. La hoja había caído con la punta hacia abajo después de lanzarla al aire y se había clavado en el suelo. Relucía en la oscuridad, ya que la hoja plateada reflejaba la luz que emitían la Pájaro de Fuego y las demás naves de desembarco que descendían. Las manos de Fulgrim ansiaban empuñarla de nuevo, pero una parte aullante de su propia alma le suplicaba que no lo hiciera.

Dio un paso vacilante hacia la espada, con las manos extendidas hacia ella, aunque no recordaba haberles dado la orden consciente de hacerlo. Los dedos, ennegrecidos, temblaron y los músculos se le tensaron como si estuviera intentando atravesar una barrera invisible. La canción de sirena de la espada era muy fuerte, pero también lo era la voluntad del primarca, y lo que todavía tenía impreso en la mente del nacimiento de aquel dios siniestro detuvo su mano.

¡Sólo a través de mí lograrás la perfección!

Las palabras le resonaron en la cabeza, y el recuerdo del combate que acababa de librar se apoderó con fuerza de su mente: el fuego y el ansia de matar, y la maravillosa euforia que había sentido al matar a un dios con sus propias manos.

En ese preciso instante, todo vestigio de resistencia se derrumbó y rodeó la empuñadura con los dedos. El poder le recorrió, y el dolor de sus heridas desapareció por completo, como si le hubieran aplicado los bálsamos curativos más poderosos del universo.

Fulgrim se irguió. Su debilidad momentánea pasó y quedó olvidada en cuanto aquella descarga de poder empapó todos y cada uno de los átomos de su cuerpo. Vio cómo los eldars se apresuraban a huir por el centelleante portal hasta que sólo el traicionero vidente, Eldrad Ulthran, quedó sobre la superficie del planeta, de pie al lado de la estructura arqueada.

El vidente se quedó allí un momento. Luego movió la cabeza en un gesto de tristeza y entró en la luz, que desapareció del mismo modo súbito en que había aparecido.

—Mi señor —lo llamó Vespasian, que tenía el rostro cubierto de manchas de sangre—. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

La rabia que Fulgrim sentía ante la perfidia de los alienígenas alcanzó nuevas cotas desconocidas e inimaginables. Envainó la espada y se volvió hacia sus guerreros, reunidos a su espalda.

Sabía que sólo existía un modo de que la traición de los eldars quedará eliminada para siempre.

—Regresamos a la Orgullo del Emperador —les dijo—. Ordena a todas las naves que se preparen para disparar una andanada de bombas víricas.

—¿De bombas víricas? —exclamó Vespasian—. Pero si sólo el Señor de la Guerra…

—¡Hazlo! ¡Ahora mismo! —le gritó Fulgrim.

Vespasian pareció sentirse intranquilo ante aquella orden, pero hizo un gesto de asentimiento y se dio la vuelta.

Fulgrim paseó la mirada por el planeta envuelto en la oscuridad de la noche.

—Juro por el fuego que todos y cada uno de los mundos eldars arderá.