CATORCE
HACIA TARSOS
LA NATURALEZA DEL GENIO
ADVERTENCIA
Solomon no perdió de vista los guerreros de asalto de la delegación eldar. Sus movimientos tenían una fluidez letal que él jamás llegaría a conseguir. Cada uno llevaba envainado a la espalda un sable curvado, y todos tenían en la cadera una funda donde guardaban una pistola de elegante diseño. Los cascos pálidos pertenecientes a una de las temibles castas guerreras de los eldars y unas plumas de color escarlata les tapaban el rostro. Su armadura segmentada y de superficie pulida era del mismo material del que estaba construida la ruina que habían encontrado en 28-4.
—No parecen gran cosa —susurró Marius—. Un viento un poco fuerte los partiría por la mitad.
—No los subestimes —le advirtió Solomon—. Son guerreros mortíferos y sus armas son letales.
Marius no dio la impresión de sentirse muy convencido, pero asintió para mostrar que aceptaba la advertencia de Solomon, ya que éste se había enfrentado con anterioridad a los guerreros eldars.
El capitán recordó los combates en los bosques azotados por el viento de Tza-Chao, donde los Lobos Lunares y los Hijos del Emperador habían combatido codo con codo contra una fuerza pirata de incursores eldars. Lo que había comenzado como una batalla normal había degenerado hasta convertirse en una pelea brutal cuerpo a cuerpo en mitad de una tormenta, con las armas de fuego inútiles, por lo que hubo que recurrir a la ferocidad y a la fuerza bruta como únicas herramientas de combate. Se acordó del chillido horrible de las espadas al girar en el aire cuando los guerreros que las empuñaban salían a la carga de entre los árboles, lanzando unos aullidos que helaban la sangre. Recordó en concreto a uno de los lobos lunares, que había estrangulado a un oficial eldar anónimo con un trozo de alambre oxidado y sucio en mitad de la lluvia.
Solomon no había olvidado a las monstruosidades andantes, mucho mayores que un dreadnought, que los habían acechado entre los árboles como gigantes de leyenda y que habían aplastado a los astartes con sus poderosos puños mientras destruían vehículos blindados con los cañones que llevaban acoplados en los hombros y que poseían una potencia de disparo increíble.
«No —pensó Solomon—, no debemos subestimar a los eldars».
El encuentro con el mundo astronave había sido toda una sorpresa para la 28.ª Expedición, y se les había recibido con una hostilidad recelosa hasta que quedó claro que los eldars no tenían intenciones agresivas. Fulgrim había hablado en persona con el llamado Eldrad Ulthran, un individuo que proclamaba ser quien guiaba al mundo astronave, aunque no había llegado a decir que era su líder.
Comenzó un complicado baile de propuestas y contrapropuestas, ya que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a que el otro entrara en su nave. Los gritos que pedían que se enfrentaran a ellos fueron estridentes. Solomon fue el más insistente de todos cuando él, Julius, Marius, Vespasian y Eidolon fueron convocados a las estancias del primarca para escuchar por qué no habían atacado todavía a los eldars, como ordenaba su mandato de conquista.
Los aposentos de Fulgrim eran un derroche de pinturas y esculturas. Solomon se había sentido intranquilo, aunque lo ocultó al ver que había una estatua con su rostro al final de una de las estancias, colocada al lado de otras dos que representaban a Julius y a Marius.
—¡Son alienígenas! —exclamó—. ¿Qué más razones necesitamos para declararles la guerra?
—Ya has oído a lord Fulgrim, Solomon —le respondió Julius—. Podemos aprender mucho de los eldars.
—Yo sé que ni tú te crees eso, Julius. Luché a tu lado en Tza-Chao y sé exactamente de lo que son capaces.
—¡Se acabó! —gritó Fulgrim—. Ya he tomado una decisión. No creo que los eldars hayan venido con intenciones hostiles, ya que sólo tienen una nave y nosotros muchas. Nos ofrecen su amistad, y yo haré honor a esa amistad considerándola sincera a menos que se demuestre lo contrario.
—Cuando alguien con malas intenciones sabe que va a ser tu enemigo, empieza por declararse tu amigo al principio —replicó Solomon—. Esto es una farsa. Buscan destruirnos. Lo sé.
—Hijo mío —le dijo Fulgrim tomándole por el brazo—. No hay ninguna persona, por muy sabia que sea, que en algún momento de su juventud no haya dicho o hecho algo que más tarde en su vida le resultará tan desagradable que desearía ser capaz de borrarlo de su memoria si pudiera. No quiero que en los años venideros me persiga un sentimiento de culpabilidad por no haber hecho algo bueno.
La discusión, si se la podía considerar como tal, acabó, y todos menos Eidolon y Julius recibieron la orden de volver con sus respectivas compañías. Las siguientes comunicaciones con los eldars no lograron llegar a un acuerdo sobre el punto de reunión, hasta que Eldrad Ulthran ofreció reunirse en un planeta llamado Tarsus.
Aquella solución les había parecido aceptable a todos, por lo que las naves de la 28.ª Expedición siguieron al mundo astronave en un viaje lento y majestuoso por la región Perdus que los llevó hasta otro planeta paradisíaco y bello que carecía de habitantes, lo mismo que todos los demás con los que se habían encontrado. Las coordenadas se habían transmitido a la Orgullo del Emperador, y después de unas cuantas discusiones más, se llegó a un acuerdo sobre el tamaño de los grupos de ambas delegaciones.
Una Thunderhawk los llevó a la superficie de Tarsus cuando el sol ya bajaba para ocultarse tras el horizonte. Aterrizaron en la cima de un montículo redondeado que se alzaba al lado de un gran bosque, entre las ruinas de lo que debió de ser un edificio esplendoroso donde vivir. Cuando las nubes levantadas por el aterrizaje se dispersaron, Solomon vio que los eldars ya los estaban esperando, aunque la flota de la expedición no había detectado ninguna clase de lanzadera que partiera del mundo astronave.
Solomon sintió aprensión al estudiar con detenimiento la delegación eldar. Los comandantes generales Eidolon y Julius flanqueaban a Fulgrim. Solomon, Julius, Marius, Saúl Tarvitz y Lucius estaban desplegados a su retaguardia.
Los eldars estaban reunidos alrededor de una estructura en arco idéntica a la que habían visto en 28-4. El grupo de guerreros con armaduras de color hueso y altas crestas estaba desplegado alrededor del arco, cada uno de ellos equipado con un par de espadas curvas que llevaban envainadas a la espalda. Detrás de ellos había unas figuras de estatura elevada protegidas con armaduras de placas de color oscuro y que se mantenían alerta y empuñaban unas armas de cañón largo mientras un par de tanques con la parte delantera alargada patrullaban el perímetro desde el aire. La atmósfera se estremecía bajo los gráciles vehículos, y el mecanismo que los mantenía levitando levantaba grandes nubes de polvo en el suelo.
En el centro del grupo de eldars se veía a una figura de elevada estatura sentada con las piernas cruzadas sobre una mesa baja de madera oscura pulida. La figura iba vestida con una túnica de color oscuro y llevaba en la cabeza un casco alargado de bronce. En una mano empuñaba un báculo largo, y a su lado se encontraba una de aquellas gigantescas máquinas de guerra caminantes que Solomon había aprendido a temer desde la batalla en Tza-Chao. Empuñaba una espada tan larga como la estatura de un guerrero astartes, y sus gráciles miembros no daban idea de la temible fuerza y del poder que poseían. Aunque la curva dorada de su cabeza alargada no mostraba rasgo alguno que pudiera mostrar expresión, Solomon tuvo la certeza de que lo miraba fijamente a él con un claro sentimiento de desprecio.
—Menuda reunión —musitó Julius, y Solomon captó un cierto tono de impaciencia en su voz.
Solomon no dijo nada, ya que estaba demasiado atento a la aparición de la más mínima indicación de peligro.
¿Crees que éste es el que buscas?
—No lo sé —respondió Eldrad cuando la voz de Khiraen Yelmodorado resonó en su mente—. Y eso me preocupa.
¿El destino no lo muestra con claridad?
Eldrad hizo un movimiento negativo con la cabeza. Sabía que el poderoso señor espectral se sentía inquieto por aquella reunión, a pesar de que había sido el vidente quien la había convocado. La opinión del guerrero muerto mucho tiempo atrás había sido que debieron atacar a los humanos en cuanto entraron en el espacio eldar y destruirlos antes incluso de que se dieran cuenta de la presencia de los eldars en la zona. Sin embargo, Eldrad había presentido que habría algo diferente en aquel encuentro.
—Sé que ésta será una parte importante en el sangriento drama que está a punto de comenzar, pero no sé si será para bien o para mal. Tanto sus pensamientos como su futuro están ocultos a mi visión.
¿Ocultos? ¿Cómo es posible?
—Tampoco estoy seguro, pero creo que las fuerzas oscuras que su Emperador utilizó para crear a estos primarcas provocaron que muchos de ellos sean poco más que un espectro en la disformidad. No puedo leer a éste, ni sentir nada de su futuro.
Es un mon-keigh. No tiene más futuro que la guerra y la muerte.
Eldrad notó el desprecio que el guerrero muerto sentía por los humanos, ya que había sido una espada humana la que había acabado con su vida y lo había convertido en un espíritu dentro de una poderosa máquina de guerra. Se esforzó para que la furia del señor espectral no nublara su propio juicio de valor sobre los humanos, pero era difícil no estar de acuerdo con él dada la evidencia que mostraba su historia empapada en sangre.
Sí, los mon-keigh eran una raza brutal que vivía pura la conquista, pero aquellos humanos se comportaban de un modo diferente a lo que había visto con anterioridad, y deseó fervientemente que aquel tal Fulgrim tuviera la sabiduría necesaria para llevar la advertencia al gobernante de su raza.
Sabes que lo que digo es cierto —insistió Khiraen—. Tú mismo has visto la gran guerra que hará que se enfrenten con ferocidad entre ellos, ¿no es cierto?
—La he visto, gran Khiraen —contestó Eldrad, asintiendo.
Entonces, ¿por qué impedir que suceda? ¿Qué nos importa que los mon-keigh se destruyan entre ellos en mitad del juego y de la sangre? ¡Yo digo que les dejemos, porque la vida de cualquier eldar vale diez mil veces la de cualquiera de ellos!
—Estoy de acuerdo —respondió Eldrad—, pero he visto un momento en la siniestra oscuridad de un futuro lejano, un momento en el que nuestra falta de actuación sería nuestra perdición.
Espero que tengas razón, vidente, y que esto no sea cuestión de simple arrogancia.
Eldrad miró al grupo de guerreros con armadura que se había reunido sobre la colina y sintió un estremecimiento en el alma, ya que él esperaba lo mismo.
* * *
Fulgrim encabezó la marcha colina abajo sin preámbulo alguno. Marchaba resplandeciente con su armadura de combate y una capa dorada que destellaba de forma cegadora bajo la luz decreciente. Llevaba el cabello, de color blanco plateado, recogido en una serie de trenzas muy elaboradas, y sobre la frente una corona de laurel dorado. Le habían maquillado el rostro de blanco, por lo que parecía más pálido todavía de lo habitual, y le habían aplicado unas tintas de colores en los ojos y en las mejillas para dibujar unos elegantes traeos curvilíneos.
Fulgrim había acudido con la espada plateada colgando de la cintura, pero a Solomon le daba la impresión de que su señor iba equipado y arreglado de un modo más afín a la visión que tendría un empresario teatral de un primarca que a la propia realidad.
Sin embargo, no dijo nada al respecto. Los Hijos del Emperador llegaron al pie de la colina, y el eldar vestido con una túnica negra se puso en pie con agilidad e hizo una reverencia ante Fulgrim. En el rostro del alienígena flotó la sombra de una sonrisa, y Solomon se puso tenso cuando se quitó el casco de bronce.
—Bienvenidos a Tarsus —dijo el eldar al mismo tiempo que hacía una inclinación de cintura muy formal.
—¿Sois Eldrad Ulthran? —le preguntó Fulgrim tras responder a la reverencia con otra igual.
—Lo soy —contestó Eldrad. Luego se volvió levemente hacia la enorme máquina de guerra—. Él es el señor espectral Khiraen Yelmodorado, uno de los ancianos más venerados del mundo astronave de Ulthwé.
Solomon se estremeció cuando la gigantesca máquina inclinó la cabeza con un movimiento seco, lo que tiñó el gesto de bienvenida de hostilidad.
Fulgrim levantó la mirada hacia el enorme señor espectral y respondió con un gesto de asentimiento entre guerreros. Eldrad habló de nuevo.
—Y alguien de una importancia como la vuestra debe de ser Fulgrim.
—Lord Fulgrim de los Hijos del Emperador —lo interpeló Eidolon.
Solomon captó de nuevo una leve sonrisa y apretó la mandíbula, ya que estaba seguro de que aquel supuesto desliz ocultaba en realidad un insulto.
—Pido disculpas —contestó Eldrad—. No pretendía faltar al respeto ni ofender. Simplemente buscaba establecer un diálogo basado en las virtudes propias más que en el rango.
—No me siento ofendido —lo tranquilizó Fulgrim—. Tenéis razón en lo que decís, ya que no es el derecho de nacimiento ni el rango lo que diferencia a los individuos, sino la virtud que cada uno tenga. Mi comandante general tan sólo se sentía impaciente de que se conociera mi rango. Aunque no afectará a nuestro parlamento. La verdad es que todavía no sé el rango que ostentáis entre los vuestros.
—Soy lo que se puede llamar un vidente —le respondió Eldrad—. Guío a mí gente a través de las momentos difíciles que pueda albergar el futuro y ofrezco mi consejo sobre cómo enfrentarse a esos posibles problemas.
—Un vidente… —musitó Fulgrim—. Entonces, ¿sois un brujo?
Solomon sintió la tentación de empuñar la espada, pero se esforzó por contener el impulso. El primarca les había prohibido expresamente a todos que empuñaran las armas a menos que él lo hiciera antes.
Eldrad no pareció sentirse afectado por el provocativo término utilizado por Fulgrim, e hizo un leve gesto negativo con la cabeza.
—Es una palabra antigua que quizá no tenga una buena traducción a vuestra lengua.
—Ya entiendo. Os pido disculpas por hablar sin pensar.
Solomon conocía muy bien a su primarca, y sabía que Fulgrim había elegido a propósito esa palabra para saber cuál sería la reacción de Eldrad ante ella.
Una treta como ésa podría haber funcionado con un humano, pero el rostro del vidente no reveló nada.
—Así pues, como vidente, ¿sois el líder del mundo astronave?
—El mundo astronave de Ulthwé no tiene un dirigente formal en ese sentido, sino un… consejo. Supongo que ésa sería la palabra que se utilizaría en vuestro idioma.
—Entonces, ¿vos y Khiraen Yelmodorado representáis a ese consejo? —insistió Fulgrim—. Deseo saber con claridad con quién estoy hablando.
—Hablad conmigo, y estaréis hablando con Ulthwé —le prometió Eldrad.
* * *
Ostian llamó de nuevo a la puerta corredera del estudio de Serena. Se dijo a sí mismo que le daría cinco minutos más para responderle antes de volverse a su propio estudio. La estatua del Emperador avanzaba a gran velocidad, como si alguna clase de musa interna le estuviese guiando las manos, aunque todavía quedaba mucho por hacer, y la visita a Serena le estaba robando mucho del tiempo que necesitaba.
Dejó escapar un suspiro cuando se dio cuenta de que Serena no iba abrirle. De repente, oyó un susurró detrás de la corredera y el olor inconfundible de un cuerpo sin lavar.
—¿Serena? ¿Eres tú?
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca y áspera.
—Soy yo, Ostian. Sube la corredera.
La única respuesta fue el silencio, y se temió que quienquiera que fuese el propietario de aquella voz iba simplemente a no hacerle caso. Alzó la mano para llamar una vez más, pero en ese momento la puerta corredera comenzó a subir. Ostian dio un paso atrás, ya que de repente se sintió muy nervioso sobre quién aparecería al otro lado.
Al cabo de unos momentos la corredera subió lo bastante como para que pudiera ver quién la había abierto.
Era una mujer con tal aspecto que hubiera sido más probable encontrarla pidiendo limosna en la zona baja de una de las ciudades colmena. Llevaba el largo cabello sucio y grasiento, y su rostro se mostraba demacrado y envejecido. Las ropas que llevaba puestas estaban rotas y manchadas.
—¿Quién…? —empezó a preguntar, pero las palabras se le atascaron en la garganta cuando se dio cuenta de que aquella patética parodia de ser humano era Serena d’Angelus—. ¡Por el Trono vivo! —gritó Ostian, que se apresuró a tornarla de los hombros—. ¿Qué te ha pasado, Serena?
Le miró los brazos y descubrió que tenía la piel cubierta de cortes recientes y de cicatrices de otros más antiguos. De hecho, todavía tenía costras de sangre seca en las heridas más recientes, y se dio cuenta de que muchas estaban infectadas.
Ella lo miró con unos ojos de mirada apagada y prácticamente tuvo que arrastrarla al interior del estudio. Se quedó pasmado del desastre en que aquel lugar se había convertido. ¿Qué le había ocurrido a la artista meticulosa que mantenía cada parte de su vida organizada y compartimentada? El suelo estaba cubierto de botes de pintura derramados, y por todas partes había telas rotas, tiradas como si fueran basura. En el centro del estudio había un par de caballetes todavía en pie, pero no pudo ver qué estaba pintando en ellos, ya que las telas estaban al otro lado.
Las paredes estaban cubiertas de manchas rojas, y en una de las esquinas de la estancia había un gran barril de plástico. A Ostian le llegó, incluso hasta donde estaba, el olor podrido y penetrante que desprendía.
—Serena, en nombre de la cordura, ¿qué ha pasado aquí?
Ella levantó la mirada, como si lo viera por primera vez.
—Nada —contestó.
—Bueno, pues yo creo que está claro que algo ha sucedido —respondió él. Notaba que su rabia crecía en proporción a la indiferencia que ella mostraba—. Mira este lugar. Hay pintura por todas partes, cuadros rotos… ¿Y qué es ese hedor? ¡Trono!, ¿qué es eso? Huele igual que si hubiera un muerto aquí.
Serena se encogió de hombros.
—He estado demasiado ocupada para entretenerme en limpiar.
—Eso es una tontería —le replicó él—. Yo siempre he sido mucho más desordenado que tú y mi estudio no está tan mal como esto. En serio, ¿qué ha pasado aquí?
Ostian caminó entre los restos destrozados que llenaban el estudio de Serena. Esquivó una gran mancha de pintura de color marrón rojizo que había en mitad del suelo y se dirigió hacia el barril de gran tamaño que había en la esquina. Antes de llegar sintió una presencia a su espalda. Se dio la vuelta y vio que Serena estaba justo detrás de él, con una mano extendida hacia él y la otra metida en uno de los bolsillos de su vestido, pero como si tuviera algo en ella.
—No lo hagas —le dijo Serena—. Por favor, no quiero tener que…
—¿Tener que qué? —inquirió Ostian.
—No lo hagas —repitió ella, y el escultor vio que los ojos se le estaban llenando de lágrimas.
—¿Qué es lo que tienes metido en ese barril?
—Es ácido de grabar. Estoy… Estoy intentando conseguir algo nuevo.
—¿Algo nuevo? —repitió a su vez Ostian—. Cambiar del acrílico al óleo es algo nuevo. Esto es… bueno, no sé lo que es, pero a mí me parece una locura, si quieres saber mi opinión.
—Ostian, por favor —le pidió ella, entre sollozos—. Vete, por favor.
—¿Que me vaya? No hasta que descubra lo que te ha pasado.
—Ostian, tienes que irte —le suplicó Serena—. No sé lo que podría llegar a hacer.
—¿De qué estás hablando, Serena? —le preguntó Ostian, agarrándola por los hombros—. No sé qué es lo que te ocurre, pero quiero que sepas que he venido por ti. Soy un idiota, y debería haberte dicho algo antes, pero no sabía cómo hacerlo. Sabía que te estabas haciendo daño porque no creías que tu talento valiera para nada, pero te equivocas. Tienes un don muy especial, y tienes que darte cuenta de ello, porque esto… esto no es sano.
Ella se desplomó en sus brazos. Ostian sintió como las lágrimas le bajaban por las mejillas mientras el cuerpo de Serena se estremecía con los tremendos sollozos que soltaba. Su corazón se entregó por completo a ella, aunque su cerebro masculino era incapaz de comprender su extraña aflicción. Serena d’Angelus era una de las artistas de mayor talento que él jamás hubiera conocido, y a pesar de ello se veía acosada por el autoengaño de creer que no valía nada. La apretó más contra él y la besó en la frente.
—No pasa nada, Serena.
Sin previo aviso, ella lo apartó de un empujón con un chillido de rabia.
—¡Sí! —le gritó enfurecida—. ¡Sí que pasa! ¡Nada dura! No importa lo que haga, nada dura. Yo creía que se debía a que era inferior, a que no valía, a que su talento era incapaz de mantenerlo.
Ostian retrocedió ante aquella rabia, sin saber de quién o de qué estaba hablando, o lo que quería decir con todo aquello.
—Serena, por favor. He venido a ayudarte.
—¡No quiero que me ayudes! —le replicó ella a gritos—. ¡No quiero que nadie me ayude! ¡Quiero que me dejen sola!
Él retrocedió… completamente confuso. Se apartó de ella al sentir a un nivel subconsciente que estaba en peligro simplemente por encontrarse allí.
—No sé lo que te está ocurriendo. Serena, pero no es demasiado tarde para dejar atrás lo que sea que te está devorando por dentro. Por favor, déjame ayudarte.
—No sabes de lo que estás hablando, Ostian. Para ti siempre ha sido muy fácil, ¿verdad? Eres un genio y la inspiración te llega con facilidad. Te he visto realizar grandes obras sin ni siquiera pensar en ello, pero ¿qué pasa con el resto de nosotros? ¿Qué pasa con los que no somos unos genios? ¿Qué podemos hacer?
—¿De verdad es eso lo que piensas? —le preguntó Ostian, enfurecido por el modo en que Serena había despreciado sus habilidades, como si no fueran más que el resultado inevitable de alguna clase de fuerza intangible que habitara en su interior y que surgiera de él como un torrente—. ¿Crees que a mí me resulta fácil? A ver si te lo aclaro, Serena: la inspiración viene de trabajar todos los días. La gente cree que mi talento se despierta todas las mañanas, descansado y preparado como el sol, pero de lo que no se dan cuenta es de que, al igual que todo los demás, sube y baja. A los que no tienen talento les parece muy fácil decir que somos nosotros precisamente quienes lo tenemos fácil. Pero no es así. Trabajo todos los días para ser tan bueno como soy, y me saca de quicio como no te haces una idea que la gente mediocre presuma de saber mejor que yo lo que hace bueno al arte. Apreciar el trabajo de los demás es algo maravilloso, Serena, porque hace que lo que es excelente en otros te pertenezca un poco a ti también.
Ella retrocedió unos cuantos pasos ante la diatriba, y Ostian se dio cuenta de que se había dejado llevar por la rabia.
Se sintió decepcionado consigo mismo, por lo que se dio media vuelta y salió en tromba mientras ella alargaba una mano hacia él. Cruzó la entrada y se marchó a toda prisa por el pasillo.
—¡Ostian! ¡Por favor! —gimió Serena, mientras el escultor se alejaba—. ¡Vuelve! ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Te necesito! ¡Por favor!
Pero él siguió caminando.
* * *
Solomon no dejó de vigilar al inmóvil señor espectral que estaba detrás de Eldrad durante todo el intercambio de saludos. Parecía increíble que sus delgadas extremidades inferiores fueran capaces de sostener el peso de todo aquel cuerpo, incluida la curvada y alargada cabeza. El capitán notó que el vello de la piel se le erizaba sólo con mirarlo, porque sabía que aquello se podía mover con una velocidad y una agilidad increíbles, pero, a pesar de ello, era incapaz de sentir una atisbo de vida en la máquina, lo que sí ocurría con un dreadnought.
Aunque no quedara prácticamente nada del antiguo guerrero en el interior del sarcófago del dreadnought, aparte de un cuerpo destrozado rodeado de fluidos amnióticos, al menos había un corazón palpitante y un cerebro vivo en ese núcleo. Lo único que captaba en aquella creación monstruosa era muerte, como si lo único que habitara en su interior. Fuera poco más que un fantasma atrapado de alguna manera en aquella envoltura sin vida.
Fulgrim hizo un gesto de asentimiento en dirección a Eldrad.
—Muy bien, Eldrad Ulthran del mundo astronave de Ulthwé, podéis considerarme un representante del Emperador de la Humanidad.
Eldrad asintió a su vez con un gesto elegante y señaló con una mano la mesa baja.
—Por favor, sentémonos. Comamos y charlemos como viajeros que se han encontrado en el mismo camino.
—Eso sería muy agradable —contestó Fulgrim.
El primarca se sentó a la mesa con agilidad e indicó con un gesto a sus capitanes que hicieran lo mismo. Los fue presentando a medida que se sentaron. Solomon se acomodó la espada al cinto y se sentó al mismo tiempo que los tanques levitadores giraban con suavidad en el aire. De la parte posterior de cada uno bajó una rampa cuyo extremo se posó en el suelo, Solomon notó la tensión de sus camaradas astartes. Casi sintió cómo los guerreros de la Guardia del Fénix empuñaban con más fuerza las alabardas. Sin embargo, del interior de los tanques no surgió ninguna amenaza, tan sólo un grupo de eldars vestidos con túnicas blancas que llevaban bandejas con comida. Caminaban con una gracia y una elegancia tan asombrosas que los pies casi parecían deslizarse sobre el suelo mientras se acercaban a la mesa.
Depositaron las bandejas sobre la mesa y Solomon vio el festín que habían preparado para ellos: trozos escogidos de la carne más selecta, fruta fresca y queso fuerte y oloroso.
—Coman —les invitó Eldrad.
Fulgrim se sirvió un poco de carne y de fruta, y el comandante general Vespasian lo imitó. Julius y Marius también lo hicieron, aunque Eidolon no. Solomon estuvo de acuerdo por una vez con Eidolon y no tomó nada de las bandejas.
Se dio cuenta de que Eldrad no comía carne, sino que se limitaba a picar aquí y allá en los bandejas de fruta.
—¿Los de su raza no comen carne? —quiso saber Solomon.
Eldrad centró sus grandes ojos ovalados en él, y Solomon se sintió como una simple mariposa clavada en una pared. Vio la tremenda tristeza que mostraba la mirada del vidente, y reflejado en las profundidades eternas de sus ojos captó el eco de las grandes hazañas que todavía estaba por lograr.
—Yo no como carne, capitán Demeter. Es demasiado fuerte para mi paladar. Pero debería probar un poco. Me han dicho que es excelente.
Solomon hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No. Lo que me interesa saber es la razón que les ha movido a mostrarse abiertamente ante nosotros en este momento. Estoy convencido de que nos han estado siguiendo desde que llegamos aquí.
Fulgrim le lanzó una mirada llena de irritación, pero Eldrad fingió que no la había visto.
—Ya que lo pregunta, capitán Demeter, sí, les hemos estado siguiendo, ya que es muy extraño ver a sus naves en esta región del espacio —le respondió Eldrad—. Creíamos que estaba oculta a los de su especie. ¿Cómo han logrado llegar hasta aquí?
Fulgrim dejó la comida en la mesa.
—¿Nos han estado siguiendo? —preguntó.
—No se trataba más que de una simple precaución, ya que los mundos por los que han pasado pertenecen a la raza eldar.
—¿Ah, sí?
—Así es —le confirmó Eldrad—. Cuando nos dimos cuenta de que estaban atravesando nuestro territorio, pensamos atacarlos, pero cuando vimos que simplemente pasaban de largo, sin intentar establecer asentamientos en aquellos planetas que no eran suyos, sentimos curiosidad por saber el motivo.
—Despojar a esos planetas de sus bellezas naturales hubiera sido una equivocación —le contestó Fulgrim.
—Es cierto, hubiera sido una equivocación —confirmó Eldrad—. Estos mundos vírgenes llevan esperando la llegada de mi gente desde hace eones. Intentar arrebatárnoslos hubiera sido un error muy grave.
—¿Eso es una amenaza? —quiso saber Fulgrim.
—Una promesa —le advirtió Eldrad—. Habéis mostrado una contención que no esperábamos en alguien de vuestra raza, lord Fulgrim. Después de todo, vuestro jefe es alguien al que se conoce como el Señor de la Guerra, y vuestro propósito declarado es conquistar toda la galaxia y apoderaros de ella sin importar la soberanía ni los deseos de las razas con las que la compartís. No pretendo ofenderos, pero he de decir que me parece algo monstruosamente arrogante.
Solomon esperaba que el estallido de rabia de lord Fulgrim fuera impresionante, pero el primarca se limitó a sonreír antes de contestar.
—No soy un historiador experto, pero según tengo entendido, vuestra propia raza proclamó que gobernaba la galaxia.
—¿Proclamarlo? La gobernamos antaño, y debido a nuestra arrogancia y nuestra autocomplacencia la perdimos. Debo pediros que no volváis a preguntarme sobre ese tema, ya que no diré más sobre esos días perdidos.
—Es justo —respondió Fulgrim—. Los imperios se alzan y se derrumban, las civilizaciones vienen y van. Para cada una de ellas es trágico, pero así es como funcionan las cosas. Una dinastía debe morir para que surja otra que la sustituya. No podéis negar que el destino manifiesto de la humanidad es gobernar las estrellas, como vosotros hicisteis antaño.
—¿Un destino manifiesto? —replicó Eldrad, riéndose—. ¿Qué sabe vuestra raza del destino? Cuando todo va a su favor, la humanidad cree que es el destino, pero cuando sufre desastres, ¿no es el destino también? ¿Quién dice que el destino es algo bueno? Yo he tenido visiones que os harían maldecir el destino, y conozco secretos que destrozarían vuestra cordura si llegaseis a discernir aunque fuera una mínima fracción de ellos.
Solomon sintió el aumento de tensión entre los dos líderes, y supo que tarde o temprano aquello iba a acabar en un baño de sangre. Era evidente que los guerreros de la Guardia del Fénix se estaban preparando para el combate, y Solomon se dio cuenta por los leves movimientos de los guerreros eldars, armados con espadas, de que ellos también sentían la escalada en el enfrentamiento de palabras.
Sin embargo, en vez de reaccionar con violencia, Fulgrim se echó a reír por las palabras de Eldrad, como si estuviera disfrutando de aquella confrontación.
—Menudo par estamos hechos, ¿verdad? Lanzándonos pullas mientras esquivamos el verdadero asunto.
—¿Y cuál es el verdadero asunto? —quiso saber Eldrad.
—¿Por qué estamos hablando en realidad? Proclamáis que los mundos de esta región son vuestros, pero no los habéis colonizado. ¿Por qué? Porque vuestra raza se extingue, pero a pesar de ello os aferráis a la existencia a bordo de una nave estelar cuando existen paraísos que os están esperando. Queréis algo más de nosotros, aparte de acompañarnos hasta llevamos fuera de vuestros territorios, así que seamos sinceros, Eldrad Ulthran del mundo astronave de Ulthwé. ¿Por qué estamos aquí sentados hablando?
—De acuerdo, Fulgrim de los Hijos del Emperador, pero he de advertiros que no querréis oír la verdadera razón por la que deseaba hablar con vos.
—¿No?
Eldrad negó tristemente con la cabeza.
—No, porque os enfurecerá sobremanera.
—¿Cómo lo sabéis? —Inquirió Fulgrim—. Creí que habíais dicho que no sois un brujo.
—No necesito poderes de predicción para saber que mi advertencia os enfurecerá.
—Hacedme esa advertencia y la tendré en consideración de un modo objetivo —le prometió Fulgrim.
—Muy bien. En este preciso instante, aquel al que llamáis Señor de la Guerra se encuentra bajo la sombra de la muerte, y existen fuerzas más allá de vuestra comprensión que están luchando por poseer su alma.
—¿Horus? —exclamó Fulgrim—. ¿Está herido?
—Se está muriendo —le confirmó Eldrad, con un gesto de asentimiento.
—¿Cómo? ¿Dónde? —exigió saber el primarca.
—En un planeta llamado Davin —le informó Eldrad—. Un consejero de confianza le traicionó, y los poderes del Caos le cuentan al oído mentiras envueltas por verdades. Alimentan su vanidad y su ambición con visiones distorsionadas de lo que va a ocurrir.
—¿Sobrevivirá? —le preguntó Fulgrim, alzando la voz, y Solomon captó una angustia como jamás antes había oído.
—Lo hará, pero sería mejor para la galaxia que no lo consiguiera.
Fulgrim le propinó un tremendo puñetazo a la mesa, que se partió en dos, y se puso en pie de un salto. Su pálido rostro estaba encendido por la rabia. Los miembros de la Guardia del Fénix inclinaron sus armas hacia adelante cuando los guerreros eldars se sobresaltaron ante aquella furia repentina.
—¿Te atreves a desear la muerte de mi amigo más querido? —rugió Fulgrim—. ¿Por qué?
—¡Porque os traicionará a todos y dirigirá a sus ejércitos contra vuestro Emperador! —le explicó Eldrad—. De un solo golpe, condenará a la galaxia a miles de años de guerras y de sufrimiento.