TRECE
NUEVO MODELO
MUNDO VIRGEN
MAMAJUANA
El apotecario Fabius sólo llevaba puesta su túnica quirúrgica. Estaba inclinado sobre la mesa de operaciones, donde yacía el sujeto experimental. Hizo un gesto a los servidores del apotecarion, quienes se apresuraron a colocar el artefacto que él llamaba «el cirujano» a la espalda. Lo encajaron con cuidado en la unidad de interfaz que llevaba montada en la cintura y acoplaron los conectores que enlazarían sus sentidos con los mecanismos del cirujano.
A efectos prácticos, el artefacto le proporcionaría una serie de brazos adicionales e independientes que realizarían todas sus tareas en concordancia con sus pensamientos, por lo que responderían a sus necesidades con mayor rapidez y eficacia que cualquier ayudante o enfermero. Además, era mejor mantener oculta la cirugía que estaba a punto de realizar a los ojos de aquellos que quizá se acobardarían por lo que debía hacerse para tener éxito.
—¿Estáis cómodo, mi señor? —preguntó Fabius.
—Deja de preocuparte por mi comodidad, maldita sea —le replicó Eidolon, furibundo.
Era evidente que Eidolon se sentía muy incómodo y vulnerable en la mesa de operaciones. El comandante general se había quitado la armadura y los ropajes y yacía desnudo sobre la fría losa metálica mientras esperaba la cuchilla del apotecario.
Unas máquinas borboteantes y sibilantes lo rodeaban. Tenía el cuello cubierto de gel antiséptico. La fría luz fluorescente azul le teñía la piel de una tonalidad muerta. Las vasijas de cristal que rodeaban al apotecario estaban llenas de toda clase de excrecencias carnosas de aspecto repugnante de las que no se conocía su utilidad.
—Muy bien —dijo Fabius, asintiendo—. Supongo que habrá hablado con los capitanes que tiene bajo su mando sobre su voluntariedad para los procesos quirúrgicos de potenciación, ¿no es así?
—Así es —le confirmó Eidolon—. Espero que la mayoría de ellos se presenten en las próximas semanas.
—Excelente —siseó Fabius—. Tengo maravillas que ofrecerles.
—No te preocupes por ellos —le dijo Eidolon.
Los potentes narcóticos hicieron que la voz sonara débil y algo pastosa. Fabius comprobó la lectura que mostraba la máquina que controlaba la velocidad del metabolismo del comandante general y ajustó el flujo de drogas que introducía en su sistema, y las mezcló con algunas sustancias que él mismo había sintetizado.
Eidolon miró con nerviosismo las líneas serradas que aparecían en la pantalla del monitor. Fabius vio que la frente del comandante general quedaba cubierta de una fina capa de sudor.
—Noto una cierta reticencia por su parte a ponerse cómodo, mi señor —dijo Fabius. La luz se reflejó en los numerosos escalpelos que sostenía sobre Eidolon.
El rostro de Eidolon se contrajo con una mueca de rabia.
—¿Y eso te sorprende, apotecario? Estás a punto de cortarme la garganta y de implantarme un órgano cuyo propósito todavía no se me ha comunicado.
—Se trata de un implante traqueal modificado que se unirá a sus cuerdas vocales y le permitirá producir un aullido paralizante de nervios, muy similar al que emplean ciertos tipos de guerreros de los laer.
—¿Me vas a implantar un organismo alienígena? —preguntó, horrorizado, Eidolon.
—Ni mucho menos —respondió Fabius con una sonrisa de oreja a oreja—. Aunque lo cierto es que hay unas cuantas cadenas de ADN procedentes del genoma alienígena que he decidido incorporar a la semilla genética que he mutado bajo condiciones controladas. Lo que haré básicamente será incorporar un nuevo organismo a su cuerpo, un organismo que podrá activar cuando se encuentre en combate.
—¡No! —gritó Eidolon—. ¡No lo quiero, no si para eso tengo que recibir un implante de escoria alienígena!
Fabius negó con la cabeza.
—Mi señor, me temo que ya es demasiado tarde para echarse atrás. El primarca en persona ha autorizado mi trabajo, y usted mismo me pidió que lo implantara en su organismo en cuanto regresara. ¿Qué es lo que deseaba? Ah, sí: ser mi mayor éxito, más rápido, más fuerte y más letal que nunca.
—¡No de este modo, apotecario! —volvió a gritar Eidolon—. ¡Detén todo esto ahora mismo!
—No puedo hacerlo, Eidolon —le contestó Fabius, con cierto tono de indiferencia—. El soporífero que te he administrado te mantendrá inmovilizado, y las muestras que debo implantarte no sobrevivirán sin un cuerpo huésped. ¿Para qué resistirse? Te sentirás mucho mejor cuando acabe la operación.
—¡Te mataré! —lo amenazó Eidolon, vociferante.
Fabius volvió a sonreír mientras contemplaba los esfuerzos del comandante general por liberarse. Eran inútiles, ya que las drogas que le inundaban el sistema sanguíneo y las argollas metálicas lo mantenían inmovilizado contra la mesa.
—No, Eidolon, no me matarás, porque cumpliré la promesa que te hice. Serás más mortífero que nunca. También deberías recordar que la vida de un guerrero es una vida peligrosa, y que acabarás muchas veces bajo mi bisturí antes de que esta cruzada llegue a su clímax; así que, ¿de verdad quieres amenazarme? Deja que las drogas te lleven, y para cuando despiertes, ¡serás el modelo sobre el que se basará nuestra amada legión para dar el siguiente salto en la evolución!
Fabius sonrió por última vez y el escalpelo comenzó a descender.
* * *
Incluso antes de llegar a las ruinas que se encontraban al otro extremo del valle, Solomon ya estaba seguro de que no era una ruina, después de todo. Su estructura se mantenía intacta y no mostraba señal alguna de haber formado parte de un edificio de mayor tamaño. Sin embargo, puesto que no tenía ni idea de qué era aquella estructura tan extraña, decidió que «ruina» era una palabra tan buena como cualquier otra para designarla.
La estructura curva, que tenía la forma de un extremo de arco, medía unos doce metros de altura desde el suelo, con la base apoyada en una plataforma ovalada fabricada a partir de la misma sustancia semejante a la porcelana que constituía la ruina en sí. La curva que trazaba era elegante y alienígena, aunque no mostraba ninguno de los excesos inquietantes de la arquitectura laer.
De hecho, Solomon pensó que, a su manera, era algo bello.
Una vez más, los astartes se desplegaron para formar un perímetro alrededor de sus oficiales mientras se acercaban a la ruina alienígena. Solomon notó una sensación de aprensión curiosa al ver con mayor claridad la estructura, ya que no parecía en absoluto un edificio abandonado miles de años atrás. Para empezar, su superficie no mostraba ni una sola mancha, ya fuera producida por el moho o por el tiempo, y las piedras de aspecto suave que salpicaban la estructura relucían como si acabaran de pulirlas.
—¿Qué es? —le preguntó Marius.
—No lo sé —contestó Solomon—. ¿Una señal de marca?
—¿Para marcar qué?
—A lo mejor, una frontera —sugirió Tarvitz, entre el asentimiento general—. Pero ¿entre quiénes?
Solomon se dio la vuelta para saber qué le parecía a Fulgrim, y se quedó sorprendido al ver que el rostro del primarca estaba cubierto de lágrimas. Julius se encontraba al lado de Fulgrim, y en su cara también brillaban las lágrimas. Miró a su alrededor para ver la reacción que tenían los demás capitanes ante aquello: todos estaban tan sorprendidos como él.
—¿Mi señor? —le preguntó Solomon—. ¿Algo va… mal?
Fulgrim hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, hijo mío. No te alarmes, porque no lloro de dolor o de angustia, sino por la belleza.
—¿Por la belleza?
—Sí, por la belleza —insistió Fulgrim. Luego se dio media vuelta y abrió los brazos de par en par para abarcar todo el maravilloso paisaje que los rodeaba—. Este mundo es incomparable a cualquiera de los que hemos visto en nuestros viajes, ¿no es así? ¿En qué otro sitio hemos visto maravillas desplegadas antes nuestros ojos con semejante perfección? En este mundo no hay ni un solo fallo, y si algo semejante fuera posible, diría que un sitio como éste no existe por casualidad.
Solomon siguió la mirada del primarca y vio las mismas maravillas naturales que él, aunque no consiguió sentirse tan conmovido como su superior. Julius había asentido al oír las palabras de Fulgrim, pero de los cuatro capitanes presentes parecía ser el único que se había visto afectado del mismo modo que el primarca.
Quizá Marius había tenido razón al insistir en dejarse puestos los cascos, ya que sin duda debía existir alguna clase de agente químico en la atmósfera de ese planeta que los afectaba de ese modo. Sin embarco, cualquier sustancia capaz de afectar a un primarca debería haberlo afectado a él mucho antes.
—Mi señor, quizá deberíamos volver a la Orgullo del Emperador —le sugirió.
—A su debido tiempo —contestó Fulgrim, con un gesto de asentimiento—. Deseo quedarme un poco más, ya que no volveremos nunca aquí. Anotaremos el planeta en los archivos y seguiremos adelante dejándolo intacto, ya que destruir un lugar como éste sería un crimen.
—¿Mi señor? ¿Que seguiremos adelante? —le preguntó, incrédulo, Solomon.
—Por supuesto, hijo mío —le contestó Fulgrim con una sonrisa—. Nos marcharemos y no regresaremos jamás.
—Pero ya habéis designado a este planeta como 28-4 —le recordó Solomon—. Ahora es un mundo del Emperador y se encuentra sujeto a las leyes imperiales que nos encargó que defendiéramos sin error alguno. Abandonarlo sin dejar en él algún tipo de fuerza armada que imponga nuestro dominio y lo defienda de los posibles enemigos es algo contrario a nuestra misión entre las estrellas.
Fulgrim se volvió hacia Solomon.
—Conozco muy bien cuál es nuestra misión, capitán Demeter. No deberías asumir que no es así.
—No lo hago, mi señor, pero lo cierto es que marcharnos de este planeta sin dejar una fuerza de ocupación es algo contrario a las órdenes del Emperador.
—¿Has hablado con el Emperador acerca de esto? —le espetó Fulgrim, y Solomon sintió que todas sus objeciones se vaporizaban ante la intensidad de la mirada del primarca—. ¿Crees que conoces su voluntad mejor que uno de sus propios hijos? Yo estaba al lado del Emperador y de Horus en Altaneum cuando sus habitantes destruyeron los casquetes polares del planeta e inundaron todo su mundo bajo los océanos para destruir la belleza natural que había tardado miles de millones de años en formarse antes que permitir que nosotros la conquistáramos. El Emperador me dijo que no debíamos cometer más ese error, ya que la galaxia no valdría nada si lo que conquistamos es una tierra baldía.
—Lord Fulgrim tiene razón —declaró Julius—. Deberíamos irnos de este lugar.
Solomon sintió que su decisión se reforzaba ante el apoyo de Julius al primarca, ya que captó el tono de adulación de las palabras de su amigo.
—Yo estoy de acuerdo con lo que ha dicho el capitán Demeter —dijo Saúl Tarvitz de repente, y Solomon jamás se alegró tanto de oír la voz de otro—. La belleza de un planeta no debería afectar a la decisión de si debe someterse o no.
—No importa que estés de acuerdo o no —le respondió Marius, con voz amenazante—. Lord Fulgrim ha hablado y debemos obedecer su voluntad. Esa es nuestra cadena de mando.
Julius asintió, y Solomon apenas fue capaz de creer que estuvieran a punto de cometer un acto que prácticamente era una desobediencia directa a las órdenes del Emperador.
A lo largo de las siguientes dos semanas, la 28.ª Expedición encontró otros cinco planetas de una naturaleza similar a la de 28-4, pero en cada una de esas ocasiones la flota había continuado su periplo sin que se reclamaran aquellos mundos en nombre del Emperador. La frustración de Solomon Demeter creció día a día ante la aparente negativa de la expedición a cumplir la voluntad del Emperador con aquellos planetas vacíos, y aparte de él, sólo Saúl Tarvitz parecía sentirse extrañado de que unos mundos tan paradisíacos estuviesen deshabitados.
Lo cierto era que cuanto más se adentraba la expedición en la Anomalía Perdus más seguro estaba Solomon de que aquellos planetas no habían sido abandonados, sino que, de hecho, lo que estaban esperando era a que llegaran sus habitantes. No tenía ninguna prueba sólida en la que basar esa suposición, únicamente la sensación de que los mundos que habían visto hasta ese momento eran demasiado perfectos, como si más bien los hubieran diseñado en vez de permitirles que siguieran con su desarrollo natural.
Habló cada vez menos con Julius a medida que se adentraban en la región Perdus. El capitán de la Primera Compañía pasaba buena parte de su tiempo en las cámaras de archivo o con el primarca. También le dio la impresión de que Marius había recuperado el favor del primarca, ya que cada vez con mayor frecuencia eran los guerreros de la Primera y de la Tercera los que acompañaban a Fulgrim a la superficie de los mundos descubiertos.
Saúl Tarvitz se había convertido en un nuevo aliado, y Solomon pasó buena parte del tiempo con él en las salas de entrenamiento. Tarvitz estaba convencido de que no era más que un oficial de primera línea de combate, pero Solomon veía con claridad en su interior la semilla de la grandeza, aunque el propio Tarvitz fuera incapaz de reconocerlo. Se esforzaba por animarlo a lo largo de las sesiones de entrenamiento para que viera su potencial y hacer que el fuego de su ambición creciera. Si le daban la oportunidad, Saúl Tarvitz podía llegar a ser un magnífico líder, pero su comandante general era Eidolon, por lo que era éste quien debía decidir sobre el posible ascenso de Tarvitz más allá del rango que tenía en ese momento. Solomon le había enviado numerosos mensajes a Eidolon, hablándole muy bien de Tarvitz, pero el comandante general no le había contestado a ninguno de ellos.
Después de pasar de largo por el cuarto planeta que se encontraron en el camino sin que se enviara un destacamento imperial o se nombrara un gobernador planetario, Solomon le pidió al comandante general Vespasian que se reunieran. Se encontraron en la galería de las Espadas, una amplia avenida de columnas donde las representaciones en mármol de los héroes de la legión muertos mucho tiempo atrás miraban desde arriba a sus sucesores.
La galería se encontraba en la parte central de la Andronius, un crucero de ataque que Fulgrim solía utilizar como segunda nave insignia. Era un lugar donde un guerrero podía encontrar la soledad y la inspiración ante la presencia de los héroes muertos de la legión.
Vespasian se encontraba delante de un grabado con la imagen del comandante general Illios, un guerrero que había luchado junto a Fulgrim contra las tribus rivales de Chemos y que lo había ayudado a transformar su hogar, partiendo de un mundo infernal de muerte hasta lograr convertirlo en un lugar de cultura y erudición.
Los dos guerreros se estrecharon la mano. Solomon fue el primero en hablar.
—Me alegro de ver una cara amiga.
Vespasian asintió.
—Has estado llamando mucho la atención estos últimos días.
—Sólo he sido sincero —le replicó Solomon.
—No es lo mejor en estos tiempos —comentó Vespasian.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes a qué me refiero, así que vamos a dejarnos de juegos con las palabras. Limitémonos a ser sinceros, ¿de acuerdo?
—A mí me parece bien. Nunca se me han dado bien las frases bonitas.
—Entonces hablaré con franqueza, porque creo que eres un guerrero en quien puedo confiar. Temo que algo terrible le haya ocurrido a nuestra legión, porque se ha vuelto decadente y arrogante.
Solomon asintió.
—Estoy de acuerdo. La legión alardea de una nueva clase de superioridad. Es una palabra que he oído pronunciar demasiadas veces como para no darme cuenta de ello. Ya me he enterado por Saúl Tarvitz de lo que ocurrió en Muerte, y si la mitad de lo que me ha contado es cierto, nos ganaremos la enemistad de las otras legiones por nuestro comportamiento altanero.
—¿Tienes idea de cuándo ha empezado todo esto?
Solomon se encogió de hombros.
—No estoy seguro, pero creo que todo empezó a cambiar después de la campaña contra los laer.
—Sí —confirmó Vespasian, mostrándose de acuerdo. Se dio la vuelta y comenzaron a caminar por la galería. Pasaron por delante de una gran escalera que llevaba a uno de los apotecarion de la nave—. Creo que tienes razón, aunque no se me ocurre qué es lo que puede haber provocado este cambio tan drástico.
—He oído hablar mucho del templo que capturó lord Fulgrim —le comentó Solomon—. Quizá había algo en el interior, algo que afectó a todos aquellos que entraron, alguna clase de enfermedad o de arma que les afectó a la mente. ¿Y si los laer tenían guardado alguna clase de poder desconocido en ese templo, algún tipo de corrupción colectiva de su mente que se transmitió a la legión?
—Eso me suena muy rebuscado, Solomon.
—Puede que sí, puede que no, pero ¿has visto las reformas que lord Fulgrim ha ordenado que se realicen en La Fenice?
—No.
—Bueno, pues yo nunca llegué a ver el interior del templo laer, pero por lo que he oído decir, parece ser que La Fenice se está convirtiendo en una réplica de ese lugar.
—¿Por qué iba lord Fulgrim a construir la réplica de un templo alienígena a bordo de la Orgullo del Emperador?
—¿Por qué no se lo preguntas? —le dijo Solomon—. Eres un comandante general, tienes derecho a hablarle.
—Pienso hacerlo, Solomon, aunque sigo sin ver qué importancia tiene el templo de los laer.
—Quizá lo importante sea que se trata de un templo.
Vespasian lo miró con escepticismo.
—¿Sugieres que el poder de sus dioses ha afectado de alguna manera a nuestros guerreros? No pienso permitir habladurías sobre espíritus impuros en este lugar dedicado a héroes.
Solomon se apresuró a negarlo.
—No, no se trata de verdaderos dioses, pero sabemos que existen criaturas malignas que pueden atravesar las puertas del empíreo procedentes de la disformidad, ¿no es así? Quizá el templo era un sitio por el que podían pasar con mayor facilidad entre ambos planos. ¿Y si el poder que poseía a los laer se hubiera venido con nosotros cuando nos fuimos?
Los dos guerreros se quedaron mirándose fijamente durante largos segundos antes de que Vespasian rompiera el silencio.
—Si tienes razón, ¿qué podemos hacer al respecto?
—No lo sé —admitió Solomon—. Deberías hablar con lord Fulgrim.
—Intentaré hacerlo —contestó Vespasian—. ¿Qué harás tú?
Solomon soltó una breve risa.
—Mantenerme firme y actuar siempre con honor.
—No suena como un plan demasiado bueno.
—Es lo único que tengo —respondió Solomon.
* * *
Serena d’Angelus contempló con asombro como los trabajos en La Fenice continuaban a una velocidad vertiginosa y con una creatividad sin límites. Los colores se salían de las paredes, y una música que daba la impresión de conocer sus sentimientos más íntimos llenaba el antaño aburrido y monótono teatro. Artistas de todas clases habían trabajado en la decoración. El esplendor de todo el lugar la dejó sin respiración.
Verse rodeada de tal marea de talento hizo que se diera cuenta de lo mucho que tenía que trabajar todavía en sus pinturas y lo poco valiosas que eran sus patéticas habilidades. Los grandes retratos de lord Fulgrim y de Lucius seguían burlonamente inacabados en su estudio, y ambas telas la torturaban por no poder acabar. Disponer de unos seres de una belleza tan inimaginable sentados ante ella y ser incapaz de mezclar los tonos precisos que necesitaba la había llevado a nuevos límites de autodesprecio y mutilación. Tenía los brazos y las piernas cubiertos de cortes que se había hecho con el borde afilado de la paleta de mezclar colores. Había mezclado su sangre con la pintura para enriquecer los tonos.
Pero no había sido suficiente.
Cada gota de sangre conservaba su fuerza sólo durante un corto periodo de tiempo. La mente de Serena se había llenado de terrores funestos sobre lo que le podría ocurrir si no acababa sus obras o la ridiculizaban por algún defecto que le encontraran o que carecieran de la capacidad de transmitir emoción.
Cerró los ojos e intentó rememorar la luz y el color que llenaban el templo del atolón flotante, pero el recuerdo se le volvió a escapar, huidizo y siempre fuera de su alcance. Su sangre había potenciado los colores de las pinturas, y había acabado recurriendo a fluidos y sustancias menos nobles de su propio cuerpo para mejorarlas todavía más.
Sus lágrimas lograban que los blancos fueran más luminosos, su sangre que los rojos parecieran arder, mientras que sus deposiciones le proporcionaron unas sombras de una oscuridad tan intensa que jamás hubiera imaginado posible. Cada color había despertado nuevas pasiones y sensaciones que hasta ese momento no sabía que tenía. Que cosas semejantes la hubieran repugnado tan sólo unos meses antes no se le pasó en ningún momento por la cabeza, ya que toda su pasión era alcanzar nuevas cotas, el siguiente nivel de sensaciones, ya que en cuanto experimentaba una era olvidada casi en seguida como si no fuera más que un sueño efímero.
Sacudida por los sollozos producto de la frustración, Serena había destrozado otra pintura. El sonido de la madera al romperse, de la tela al rasgarse y el dolor del impacto le habían proporcionado unos instantes de placer, pero incluso eso desapareció a los pocos segundos.
No le quedaba nada más que dar. Tenía el cuerpo exhausto y había llegado al límite de las sensaciones que podía proporcionar, pero en cuanto se dio cuenta de ello, se le ocurrió la solución.
Serena cruzó La Fenice en dirección a la zona del bar, donde, aunque era tarde, todavía quedaban muchos rememorado res que carecían del sentido común necesario para retirarse a descansar por la noche. Reconoció a unos cuantos de ellos, pero no se les acercó, ya que buscaba a alguien que tuviera menos probabilidades de rechazarla.
Serena se pasó una mano por la larga cabellera, que estaba sucia comparada con el brillo natural que solía mostrar, pero que al menos llevaba peinada y recogida en un esfuerzo por parecer medio presentable. Recorrió con la mirada todos los grupos de clientes del bar y sonrió al ver a Leopold Cadmus, quien estaba sentado a solas en un taburete con una botella de licor oscuro en las manos. Se abrió paso por el bar y se sentó en el taburete que había a su lado. Él levantó la vista y la miró con expresión de sospecha, pero su mirada se iluminó en seguida al ver que era una mujer la que se había sentado junto a él. Serena se había puesto el vestido más escotado que tenía y también el colgante que atraería todas las miradas hacia sus pechos. Leopold no la defraudó, ya que sus ojos bordeados de rojo se clavaron de inmediato en su busto.
—Hola, Leopold —lo saludó—. Me llamo Serena d’Angelus.
—Lo sé —respondió él—. Eres la amiga de Delafour.
—Exacto —le respondió Serena con un tono de voz alegre—. Pero no hablemos de él. Hablemos de ti.
—¿De mí? ¿Por qué?
—Porque he leído algunos de tus poemas.
—Ah —exclamó Leopold, que de repente pareció alicaído—. Bueno, si has venido a criticarlos, puedes ahorrarte el esfuerzo. No tengo ganas de soportar otro puñetero comentario.
—No voy a criticarlos —lo tranquilizó al mismo tiempo que ponía una mano sobre la suya—. A mí me gustaron.
—¿De verdad?
—De verdad.
Los ojos se le iluminaron de nuevo y la expresión de su rostro cambió de la de un borracho malhumorado a la de un desesperado patetismo, donde la sospecha quedó repentinamente anulada por la débil esperanza de una alabanza.
—Me gustaría que me leyeses algunos —le pidió ella.
Leopold tomó un sorbo de la botella antes de contestar.
—No tengo ninguno de mis libros aquí, pero…
—No importa —lo interrumpió Serena—. Tengo uno en mi estudio.
—Te gusta trabajar en el caos —comentó Leopold al mismo tiempo que fruncía la nariz ante el olor que impregnaba todo el estudio—. ¿Cómo encuentras lo que necesitas?
Deambuló por los bordes de su zona de trabajo, pasando con cuidado por encima de los botes de pintura caídos, trozos de madera y telas rasgadas. Observó con atención las pocas pinturas que todavía colgaban de las paredes, aunque ella se dio cuenta de que las imágenes no significaban nada para él.
—Supongo que todos los artistas trabajan en este ambiente de desorden —le dijo Serena—. ¿Tú no?
—¿Yo? No, qué va —contestó Leopold—. Yo trabajo en un pequeño cubículo con una placa de datos y un estilo que no funciona la mitad de las veces. Sólo los rememoradores importantes disponen de estudios donde trabajar.
Ella captó la amargura en su tono de voz y aquello la emocionó.
La sangre le palpitaba en el cráneo, y tuvo que esforzarse para mantener controlada la respiración. Sirvió un par de copas de un líquido rojo oscuro de una botella que había conseguido gracias a un suministrador de material de las cubiertas inferiores de la nave. Se la había pedido especialmente para una ocasión como aquélla.
—Supongo que soy afortunada —le dijo ella, mientras se abría paso entre los restos de sus trabajos—. Aunque sé que debería hacer algo respecto a todo este desorden. No sabía que iba a tener compañía esta noche, pero cuando te vi en La Fenice, supe que tenía que hablar contigo.
Leopold sonrió ante el halago y tomó la copa que ella le ofrecía. Miró con curiosidad el líquido viscoso que había dentro.
—No… no me esperaba que nadie quisiera escuchar mi trabajo. La verdad es que sólo vine a la 28.ª Expedición porque la lanzadera con los poetas seleccionados de la colmena Mericana se estrelló.
—No seas bobo —le contradijo Serena, y alzó su copa—. Un brindis.
—¿Por qué brindamos?
—Por un accidente fortuito —respondió Serena— sin el cual nunca nos habríamos conocido.
Leopold asintió y tomó un sorbo prudente de la bebida. Sonrió al descubrir que le gustaba el sabor.
—¿Qué es esto?
—Se llama mamajuana —le explicó Serena—. Es una mezcla de ron, vino tinto y miel combinada con corteza de un árbol llamado eurycoma longifolia.
—Qué exótico.
—Se dice que es un afrodisíaco muy potente —murmuró ella, con voz seductora.
Serena se bebió la copa de un solo trago y luego la lanzó al otro extremo de la estancia. Él se sobresaltó cuando el cristal se partió en mil pedazos. Sobre la pared se fue formando una larga mancha rojiza a medida que los restos del líquido se deslizaban hacia el suelo.
Envalentonado por el descaro de su deseo, Leopold vació su copa y la dejó caer al suelo con la risa nerviosa de alguien que no acaba de creerse su buena suerte.
Serena se inclinó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos para atraerlo hacia un beso apasionado. Él se quedó rígido por unos momentos, sorprendido por lo repentino del movimiento, pero se relajó poco a poco con el beso. Luego le colocó las manos en las caderas y ella se acopló a la curva de su cuerpo.
Se mantuvieron en esa postura todo el tiempo que ella pudo soportarlo, y al fin lo arrastró hacia el suelo, donde prácticamente le arrancó las ropas con movimientos frenéticos que volcaron botes de pintura y derribaron varios caballetes. La sensación de las manos de Leopold sobre su cuerpo le parecía repugnante, pero incluso eso la hizo desear gritar de placer.
Al cabo de unos momentos ella interrumpió el beso. De uno de los labios de Leopold salía un poco de sangre en el punto donde ella le había mordido. En su rostro idiota apareció una expresión de preocupación. Serena se pegó a su cuerpo e hizo que rodaran hasta colocarse ella encima para luego hacerlo como bestias salvajes en mitad de los trastos de su estudio.
Poco después, Leopold cerró los ojos con fuerza y sus caderas se movieron de un modo espasmódico. Serena se agachó y empuñó la afilada paleta de mezclar colores.
—Pero ¿qué…?
Fue lo único que Leopold tuvo tiempo de decir antes de que ella le rebanara la garganta con la paleta. La sangre le saltó del cuello en un gran chorro mientras Leopold se debatía en los estertores de la muerte.
El pegajoso fluido rojo la cubrió debido a los movimientos convulsivos de Leopold. Esta vez sí que se echó a reír y disfrutó de la oleada de sensaciones que le recorrían el cuerpo. Él siguió gorgoteando bajo ella con la vida escapándosele a chorros, e intentó agarrarla por pura desesperación. La sangre comenzó a formar un amplio charco bajo el cuerpo de Leopold y Serena le clavó la paleta una y otra vez en el cuello. La resistencia del poeta fue haciéndose cada vez menor a medida que el placer de ella llegaba poco a poco a un clímax explosivo.
Serena se mantuvo sobre el cuerpo de Leopold hasta que dejó de tener convulsiones y sus brazos cayeron flácidos al suelo. Se echó a un lado, con el cuerpo palpitante y el corazón martilleándole contra las costillas como un tambor enloquecido.
Oyó el último estertor de Leopold, que salió de su garganta destrozada, y sonrió al captar el olor de la vejiga y de los intestinos al vaciarse cuando murió. Serena se quedó inmóvil unos momentos más, disfrutando de la sensación del asesinato, del placer de la sangre que le recorría las venas y de la tibieza en su interior.
Se preguntó qué maravillas no conseguiría con todos esos materiales aplicados a la tela.
* * *
Las numerosas preguntas que provocaron los descubrimientos de tantos mundos paradisíacos deshabitados tuvieron finalmente su respuesta trece días después de la llegada de la 28.ª Expedición a la región Perdus. La Corazón Orgulloso, que viajaba en vanguardia de la expedición, fue la primera en captar las señales de los intrusos.
Transmitió la noticia de inmediato al resto de la flota, y a los pocos instantes todas las naves estaban listas para el combate, con las troneras de los cañones abiertas y los torpedos cargados en los tubos. La nave alienígena no realizó ninguna clase de maniobra agresiva evidente, pero la Orgullo del Emperador adelantó al resto de la flota para reunirse con la Corazón Orgulloso a pesar de las protestas del capitán Lemuel Aizel.
La nave insignia de los Hijos del Emperador consiguió por fin detectar la presencia de la nave enemiga, aunque los oficiales del puente de mando tuvieron que esforzarse continuamente por mantener la señal constante, ya que no hacía más que aparecer y desaparecer en las pantallas.
Enviaron un mensaje tras otro, pero la única respuesta fue una pared de estática. Los astrópatas de la flota informaron de un curioso amortiguamiento de su visión de disformidad, muy similar al que había escudado a la región desde hacía mucho tiempo de la visión de los navegantes y de los telépatas.
Por fin, los elementos de avanzadilla de la flota entraron en contacto visual con la nave solitaria. En la pantalla del puente de mando apareció como una silueta borrosa y levemente difusa.
Su verdadero tamaño fue imposible de determinar con exactitud, pero los cogitadores de la nave calcularon que tendría entre nueve y catorce kilómetros de largo. Por encima del casco se desplegaba la pronunciada curva de un elemento triangular que se asemejaba a una vela. La imagen quedó definida de repente y se vio con claridad desde las cubiertas de observación, y exactamente al mismo tiempo, una voz resonó por el sistema de comunicaciones de la nave, con un tono claro y cristalino y hablando en un gótico imperial perfecto.
—Me llamo Eldrad Ulthran —dijo la voz—. Os doy la bienvenida en nombre del mundo astronave de Ulthwé.